Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Para lograrlo, dieciséis mil reclutas estadounidenses, más unos cuantos exploradores de Alaska y un ilimitado poderío aéreo, aplicarían una implacable presión a un coste enorme, tanto para atacantes como para defensores. En la víspera de esa extraña batalla, librada en el extremo más alejado del imperio, toda la guerra del Pacífico pendía en la balanza: Japón, el audaz atacante, iba a convertirse en el tesonero defensor; Estados Unidos, el gigante dormido al que habían pillado por sorpresa, reunía tardíamente sus fuerzas para dar una serie de golpes aplastantes. Ese atardecer, mientras el sol se ponía en un resplandor sombrío, nadie habría podido predecir cómo se desarrollaría la batalla de Attu; pero en ambos bandos los hombres mostraban igual valentía, idéntica decisión y la misma entrega a sus opuestos estilos de vida.

Al amanecer, una temible armada asomó entre las brumas, por la esquina nordeste de Attu; Nate y Ben, desde su bote de desembarco, observaron sobrecogidos al enorme buque de guerra Pennsylvania, que preparaba sus grandes cañones para limpiar la costa, en la que pronto desembarcarían las tropas. Ciento cincuenta proyectiles enormes barrieron la costa sin matar a un solo japonés, pues éstos habían construido sus refugios tan sólidamente que sólo un golpe directo podía aplastarlos; aun en ese caso, el Mayor daño lo provocarían los fragmentos despedidos, que se podrían quitar más tarde.

La mayor parte de la armada norteamericana apareció entre la niebla que amortajaba la bahía de la Masacre; allí, los enormes barcos pudieron dejar su carga y a sus hombres sin hallar la menor oposición. Pero una vez en tierra, tal como Nate había predicho y ahora veía desde su bote, los atacantes se verían obligados a virar bruscamente colina arriba, hacia la bahía Holtz, en cuyo perímetro habían cavado sus posiciones los japoneses. Lo que en un principio había parecido un desembarco fácil, se convirtió en un ataque enconado, dificultado por la lluvia y por el lodo; cientos de estadounidenses recibieron balas de francotiradores que, si no mataban, mutilaban. Los estadounidenses se morían sin haber visto al enemigo.

El ataque continuó durante diecinueve días horribles, sin que hubiera un respiro y con frecuencia sin comida. En ese implacable combate, Nate Coop y Ben Krickel se protegían mutuamente, compartían un mismo hoyo o corrían juntos, para arrojar granadas activadas a la boca de las cuevas de donde surgía el fuego enemigo.

—Siempre pasa lo mismo —observó Ben, jadeando, después de atacar una cueva—, arrojas tu granada y oyes tres explosiones. Los dos hombres de dentro la ven llegar y, como saben que no tienen salida, hacen detonar sus propias granadas. Supongo que eso es un trabajo limpio.

Durante unos días infernales, el grupo de Nate despejó todas las cuevas de una ladera, de una en una y, casi siempre, con el espantoso ruido de las tres explosiones por cada granada estadounidense. En todo ese tiempo no se hizo ningún prisionero, se comió muy poco y nadie durmió con la ropa seca. Era un combate penoso, sin bayonetas y con pocos disparos de mortero: sólo el oscuro y terrorífico trabajo de despejar instalaciones que no se podían atacar de otro modo. Ningún estadounidense luchó nunca en condiciones tan difíciles como las de Attu; ningún japonés defendió nunca sus posiciones con un mayor sentido del honor. Tras ocho días de desmantelar cueva por cueva, quedaron eliminados unos mil quinientos enemigos, pero también habían muerto más de cuatrocientos estadounidenses. Entonces se produjo la embestida final, en la que morirían mil quinientos japoneses más y otros ciento cincuenta estadounidenses. Todos ellos perecerían en medio de lluvias heladas, vientos tempestuosos y barro, pero nadie murió de una forma más diabólica que el valiente oficial estadounidense que guiaba a Nate y a Ben colina arriba, y a los seis japoneses responsables de su muerte.

Como el capitán Ruggles era aviador, habría debido estar en el aire, en algún avión sacudido por la tormenta; pero debido a su habilidad para detectar los lugares donde se debían localizar las pistas aéreas en las primeras horas siguientes al desembarco, había sido objeto de una especie de nombramiento permanente para los trabajos más difíciles, pues cumplida su misión volvía a ser un simple soldado de infantería, aunque su raro valor le hiciera sobresalir del resto.

La responsabilidad que Ruggles se había asignado parecía cosa de rutina. Los atacantes estadounidenses estaban diseminados al pie de una pendiente que ascendía hacia el norte con gran inclinación; los defensores japoneses atrincherados en una hilera de cuevas, a lo largo de la cresta. A primera vista, la tarea de los estadounidenses podía parecer imposible, pero Ruggles había ideado la solución mucho tiempo antes; requería de una exquisita sincronización.

El capitán, con uno o dos hombres de confianza, avanzaba por el centro de la pendiente, mientras su equipo abría una cortina de fuego para mantener a los japoneses en el fondo de las cuevas. Mientras tanto, escaladores veloces, a derecha e izquierda, establecían una especie de movimiento de pinzas que los llevaría a un punto situado encima de las cuevas; desde allí descenderían sigilosamente hacia ellas por la retaguardia, destruyendo al enemigo con granadas arrojadas dentro.

Esa coordinada maniobra tenía éxito cuando todas sus partes funcionaban a la perfección; Ruggles era uno de los mejores:

—Terminamos con esa hilera de cuevas y vamos a buscar un plato caliente.

Pero en esta ocasión se produciría una sutil diferencia, pues a mitad de la cuesta, fuera de la vista para quien mirara desde abajo, se elevaba un montículo leve, pero considerable; cualquiera podría haber pensado que los japoneses habrían puesto en él una serie de trincheras apuntando colina abajo para hacer retroceder a los estadounidenses que trataran de subir.

Pero los decididos japoneses no lo hicieron así; en cambio cavaron seis hoyos al otro lado del montículo, colina arriba. Cuando estuvieron listos, el coronel a cargo dijo, solemnemente:

—El emperador pide doce voluntarios.

Y doce jóvenes nipones, lejos del hogar y acosados por el hambre, dieron un paso al frente, saludaron y se instalaron de dos en dos en las trincheras suicidas.

Estaban condenados porque la táctica que iban a ejecutar les llevaría a la muerte con toda seguridad:

—Permitid que los atacantes estadounidenses pasen sobre esas posiciones. Esperad a que haya pasado un número considerable. Luego abrid fuego por la espalda, cuando no sospechen nada.

De ese modo caerían muchos estadounidenses, pero los doce hombres de las trincheras, también, serían masacrados en cuanto se identificaran sus Posiciones.

Como cabe suponer, Ruggles encabezaría la carga frontal, con Nate en el flanco izquierdo, Ben a su derecha y dos hábiles equipos corriendo por los lados, para caer sobre las cuevas superiores desde la retaguardia. Todo salió como estaba planeado, salvo por una cosa: cuando Ruggles y sus acompañantes corrieron sobre la pequeña elevación del centro, se les permitió continuar unos doce metros colina arriba. Luego, desde las trincheras ocultas que apuntaban hacia arriba, los japoneses dispararon a quemarropa contra la espalda de los atacantes; por puro hábito, casi todos apuntaron al Oficial, el capitán Ruggles, que cayó destrozado por siete descargas. Una alcanzó a Ben Krickel en el hombro izquierdo. Otras tres mataron a dos de los compañeros de Nate; una más pasó rozando la oreja de éste.

Sobrevivieron cuatro estadounidenses, incluyendo a Nate COOP y a Krickel, aunque este último resultó herido. Por un momento quedaron confundidos, pero de inmediato Nate comprendió lo que debían hacer:

—¡Ben! ¡Atrás, tras el montículo!

Y condujo a los restos de su equipo hasta el lado inferior de la elevación, donde los hombres de las trincheras no podían atacarlos. Allí se reagruparon; al ver el cuerpo mutilado del capitán diez metros más arriba, una ira sorda se apoderó de ellos. Hasta Ben Krickel, gravemente herido, insistió en tomar parte en la acción que seguiría. Nate, en esos momentos, había tomado el mando:

—Cuerpo a tierra, granadas listas y, en cuanto lleguemos, las arrojamos adentro.

Así lo hicieron: cuatro vengadores resueltos, acercándose a las trincheras desde atrás, sin prestar atención a las balas que les llegaban desde el barranco, arrojaron las mortíferas granadas dentro de las trincheras y retrocedieron para oír las tres explosiones.

Quedaban aún dos trincheras intactas en los flancos exteriores. Nate gritó:

—¡Yo me ocupo de ésa! Ben, encárgate de aquélla. —Pero notó que Ben se había desmayado y dirigió la orden a un joven de Nebraska—: ¡Límpiala tú!

Como descubrieron que no tenían más granadas, dos de ellos arrancaron largas tiras de tela de sus camisas y un tercero las empapó con el combustible que llevaban para esos casos; ya encendidas, las arrojaron audazmente a la boca de las trincheras, y cuando los cuatro japoneses salieron trabajosamente buscando aire, los descalabraron a culatazos.

La conquista de esa colina representa uno de los últimos ataques planificados de las fuerzas estadounidenses en Attu. Esa noche, los hombres creían haber dominado a los japoneses. Pero a medianoche, no habiendo nadie que montara guardia, oyeron un susurro en el flanco de la colina, donde no podía haber ningún japonés sensato; luego, el rumor de pasos ligeros, por fin, los gritos salvajes de hombres lanzados a una carga banzai[10], decididos a matar o morir. Estalló el infierno en ese sector del frente indefinido. Los japoneses, enloquecidos por lo que reconocían como los momentos finales, corrían en todas direcciones, sujetando con las manos los fusiles que les apuntaban, blandiendo cuchillos largos e incendiando todo lo que se encontraba a su Paso.

Eran imparables; embestían contra posiciones que nadie habría soñado con atacar, mucho menos someter. Y llegaban aullando. Pasó casi una hora antes de que Nate y sus hombres establecieran algún tipo de línea defensiva. Entonces comenzaron a ocurrir cosas asombrosas. Un japonés, que blandía sólo una ramita de cuarenta centímetros, se arrojó directamente contra un soldado estadounidense armado con una pistola; le apartó el arma, golpeó al sorprendido enemigo con su rama y, dando gritos, desapareció en la oscuridad. Otros dos japoneses corrieron hacia Ben Krickel, con bayonetas Precariamente atadas al extremo de sus palos, tratando de herirle con esas armas endebles. Lograron alcanzarle, pero las bayonetas se deslizaron a un lado, mientras él los mataba a ambos golpeándoles en la cabeza con el brazo sano.

Un cuarto japonés fue el más loco de todos. Entonando una canción salvaje y blandiendo una mortífera pistola, superó todos los obstáculos y corrió hacia Nate Coop, que no podía hacer nada por detenerle. Plantó su pistola contra la cara de Nate y, con un grito, apretó el gatillo. Se oyó el chasquido, Nate se dio por muerto, pero no ocurrió nada. Con un fuerte impulso de su bayoneta, Nate mató al japonés. Luego, al estudiar el arma de ese hombre, descubrió que era de juguete. Después de arrancarla de entre los dedos del muerto, Nate apretó dos veces el gatillo y despertó ecos en el húmedo amanecer. La batalla de Attu había concluido.

Ahora sólo quedaba Kiska. No era tan grande como Attu, pero estaba mucho mejor defendida. Los informes de inteligencia decían que allí había cinco mil trescientos sesenta japoneses (el doble), con una capacidad defensiva diez veces mayor. Para tomar la isla se trasladó por la cadena Aleutiana a más de treinta y cinco mil soldados estadounidenses, que constituían la armada más grande de ese frente.

En esa ocasión, no se envió a ningún equipo de exploradores para el reconocimiento, lo cual Nate agradeció: no era necesario, pues las poderosas instalaciones japonesas eran visibles desde el aire.

En cambio, el mismo cuerpo de la Fuerza Aérea dejó caer sobre la isla una increíble cantidad de fuertes explosivos, utilizando aviones que, en algunos casos, despegaban desde la nueva pista de Attu. Cien mil panfletos, impresos en Anchorage, pedían a los japoneses que se rindieran, pero esos papeles tuvieron aún menos efecto que las bombas. También ahora, en aquel último reducto de las Aleutianas, los japoneses estaban bien atrincherados. Sacarlos de allí sería la brutal culminación de esa terrible campaña. Transcurridas diez semanas desde la caída de Attu, la gran fuerza de ataque estaba lista. Una vez más, el general Shafter voló a las Aleutianas, con LeRoy Flatch como piloto, para participar en la planificación final. Esta vez, LeRoy encontró a su cuñado callado e irritable:

—Si los japoneses intentan algo, no dudo que a Ben y a mí nos tocará ir a explorar, si es que se le cura el brazo.

—¿Dónde está Ben?

—En el hospital de campaña. Por su brazo.

LeRoy, preocupado por el nerviosismo de Nate, preguntó:

—¿Ocurre algo?

—¡No! —le contestó Nate—. ¿Por qué?

—Bueno, con tantas batallas… y la herida de Ben…

—Es el trabajo.

—Sigue así. Ahora quiero ver a Ben.

Encontraron al cansado criador de zorros en la enfermería, donde le estaban aplicando un vendaje. Parecía tener mucho más de cincuenta y un años, pues el cansancio le minaba el cuerpo, como a Nate. Pero expresó su sorpresa cuando LeRoy le saludó, en erguida pose militar, y dijo en tono formal:

—Señor Krickel, he venido hasta su casa de verano para Pedirle la mano de su hija.

Las huellas del cansancio abandonaron la cara de Ben y el dolor, su brazo herido. Mirando de frente al joven Flatch, preguntó en voz baja:

—¿Dónde está Sandy?

—En Anchorage, con un buen empleo. Aproveché la influencia del general Shafter para hacerla salir del campo de concentración. Y vamos a casarnos… con su permiso, señor. —Como Ben y Nate empezaron a darle grandes palmadas de felicitación, él los detuvo—: Dijo Sandy que no se casaría sin su consentimiento, señor, porque usted es su padre y su madre al mismo tiempo. —Y miró a los ojos al viejo isleño—. ¿Cuento con su autorización?

Y Ben, gravemente, añadió:

—Cuenta con ella, hijo. Y ahora vamos a emborracharnos como cerdos.

No pudieron hacerlo, pues llegó un mensaje de los generales reunidos. Tanto Nate como Ben adivinaron de qué se trataba. En efecto, si Ben estaba en condiciones, harían una última incursión tras las líneas enemigas:

—Los japoneses se están comportando de un modo extraño. Debemos saber cuánto van a costarnos esas playas de Kiska. Ustedes nunca nos han fallado. —El general comandante clavó un dedo en el brazo de Ben—. ¿Está lo suficientemente recuperado como para intentarlo?

Los amigos comprendieron que bastaría un momento de vacilación para que le excusaran de esa peligrosa misión, pero el criador de zorros dijo:

—Está listo.

Y antes del amanecer, esos dos leales hombres de frontera, esos prototipos de Alaska, estaban otra vez en su bote de goma, viajando silenciosamente hacia el PBY que se mecía en las oscuras aguas aleutianas. Muerto el capitán Ruggles, estarían a las órdenes de un joven y entusiasta teniente llamado Gray. Cuando ya se aproximaban a la costa, éste les dijo:

—No pienso imponer mi rango. Ustedes saben mucho más que yo de estas cosas. —Y añadió, como para tranquilizarlos—: Pero cuando ustedes avancen, yo estaré allí. Pueden contar con eso.

Mientras remaban en la oscuridad, hacia lo que podía resultar una violenta confrontación, Gray susurró:

—¡Caramba! ¡Desembarcar en una isla pequeña, ocupada por todo un ejército japonés!

Y Ben, al comprender que el joven trataba de conservar el coraje, observó con serenidad:

—Kiska tiene unos doscientos sesenta kilómetros cuadrados. Podría sernos difícil hallar a los japoneses, aun buscándolos. —Y añadió, para aliviar un poco la tensión—: ¿Estuvo usted en Attu, teniente?

Gray respondió que había encabezado uno de los ataques para despejar la bahía Holtz. Entonces Ben afirmó, con mucho énfasis:

—Así que ya lo ha demostrado todo.

Y Ben tenía razón, pues en esos primeros momentos de peligro en que los tres saltaron a la playa y echaron a correr, en esos fatídicos segundos en que alguna ametralladora oculta podría haberlos cortado por la mitad, literalmente, fue Gray quien tomó la delantera, sin miedo, y continuó la marcha hasta que se encontraron bastante lejos de la costa. Pero después de atravesar la playa, milagrosamente indemnes, ocurrió algo terrible. Gray, exaltado por su buena actuación, preguntó a su consejero:

—¿Qué hacemos ahora, Ben?

Pero el criador de zorros, que había demostrado tanta entereza en el bote, estaba temblando. No se trataba de estremecimientos nerviosos, sino de verdaderas sacudidas, como si alguna horrible ventisca lo estuviera envolviendo. Tanto Gray como Nate comprendieron que su agotamiento emocional era absoluto: ya no podía actuar como miembro del equipo.

Por un momento el joven teniente quedó desconcertado; comprendía que su grupo se hallaba en una posición difícil, con un tercio de sus componentes inutilizado. Pero Nate escondió a Ben detrás de una roca y le tranquilizó con un susurro consolador:

—No te preocupes. Espera. Ya volveremos.

Luego buscó a Gray y le dijo:

—Nos separamos, mucho silencio, vamos en círculo hacia esa cosa grande de allí.

Sin inmutarse porque se le usurpaba el liderazgo, Gray replicó:

—Buena idea. —Y partió como un conejo.

Cuando los dos hombres se reunieron ante lo que resultó ser un generador abandonado, ninguno tuvo la audacia de expresar lo que estaba pensando, pero después de investigar los alrededores Nate tuvo que hablar:

—Creo que no hay nadie.

En voz muy baja Gray dijo:

—Yo también.

Pero entonces salieron a la superficie ecos de su adiestramiento. «Hombres —les había advertido un ceñudo veterano de Guadalcanal, al visitar el campamento de Texas donde estaba Gray—, el soldado japonés es el más tramposo de la Tierra. Te engaña de diez modos diferentes: trampas cazabobos, francotiradores atados en los árboles, edificios vacíos para hacerte pensar que los han abandonado… Si caes en sus trampas sólo una vez, eres hombre muerto. Muerto, muerto». Inquietantes y letales, los silenciosos edificios de allí delante parecían un perfecto ejemplo de la perfidia japonesa. A Gray se le aflojaron las rodillas.

—¿Te parece que es una trampa? —susurró a Nate.

Y éste le respondió:

—Habría que averiguar.

Entonces el teniente retomó el mando.

—Cúbreme. —Con un valor que pocos habrían podido demostrar, corrió hacia un grupo de edificaciones que bien podrían haber sido los comedores y la lavandería. Al llegar saltó en el aire y exclamó, agitando los brazos—: ¡Está desierto!

Antes de que Nate pudiera alcanzarle, comenzó a correr, haciendo muchísimo ruido, de un edificio abandonado a otro. Todos estaban vacíos. Entonces recordó que estaba al mando, pero la excitación apenas le permitió dar una orden.

—Probemos allí —exclamó—. Si ése también está vacío, dispararemos nuestra señal.

Los dos se arrastraron hacia lo que debía de haber sido el cuartel de mando. En medio de la oscuridad lo encontraron cavernoso Y desierto. Gray cogió a Nate por el brazo, y le preguntó:

—¿Nos animamos a dar la señal?

—Envía mensaje —dijo Nate.

Gray activó su radio y gritó:

—¡Se han ido todos! ¡Aquí no hay nadie!

—¡Repita! —pidió la severa voz del comandante de la flotilla.

—Aquí no hay ningún enemigo. Repito: no hay nadie.

—Verifique. Vuelva a informar dentro de diez minutos. Después Vuelva al barco.

Fueron diez minutos extraños: en medio de la noche aleutiana, entre los fuertes vientos de Siberia, dos desconcertados estadounidenses trataban de imaginar cómo era posible que todo un ejército japonés hubiera podido escapar de esa isla, cuando los mares y el cielo estaban patrullados por barcos y aviones estadounidenses.

—No es posible que se hayan escapado todos —exclamó Gray, en tono malhumorado—. Pero así fue. —Y corrió de un lado a otro, saboreando su gran descubrimiento.

Cuando Nate Coop volvió a la playa para sentarse junto a Ben Krickel y vio el lamentable estado en que se encontraba, también él se echó a temblar. Entonces apareció el teniente Gray, a la carrera:

—¡Ya han pasado los diez minutos! Podemos confirmar.

—Adelante —dijo Nate. Pero no halló júbilo alguno en la dramática noticia. En el viaje de regreso al PBY remaba mecánicamente, sin saber del todo dónde estaba.

Fue así que un ejército de treinta y cinco mil canadienses y estadounidenses desembarcó sin oposición. En la primera tarde, un bombardero proveniente de Amchitka, que continuaba con el rumbo ordenado por no haber recibido la noticia, vio allí a tropas que operaban sin ninguna protección y, tomándolas por japoneses, las bombardeó. Hubo dos muertos.

Los generales, sin poder creer que los japoneses hubieran podido evacuar toda una isla mientras los bombarderos hacían vuelos de inspección, enviaron patrullas muy armadas para asegurarse de que no hubiera grupos de japoneses escondidos en las cuevas, a la espera de atacar. La medida era prudente y se ejecutó con el debido cuidado, pero los hombres que habían viajado tanto para combatir se sentían tan ansiosos de hacerlo que, cuando un grupo oyó ruidos sospechosos provenientes de otro grupo, en el lado opuesto de una leve colina, un nervioso cabo estadounidense inició el fuego, que fue devuelto por un sargento canadiense igualmente nervioso. En el descabellado enfrentamiento que siguió, las balas de los Aliados mataron a veinticinco aliados e hirieron a más de treinta.

Ésa fue la última batalla de la campaña en las Aleutianas. Había fracasado el intento japonés de conquistar América desde el norte.

En cuanto se hubo alcanzado la paz en el Pacífico estalló una batalla de proporciones similares en Alaska. Para apreciar su significado es preciso seguir los acontecimientos que afectarían a los dos matrimonios jóvenes de la familia Flatch, en los meses que siguieron a las explosiones de las dos bombas atómicas en Japón y el subsiguiente colapso del esfuerzo bélico japonés.

Nate coop, fortalecido y más profundo tras sus experiencias de guerra, dejó atónitos a todos al anunciar:

—Voy a aprovechar los planes para excombatientes. Iré a la Universidad de Fairbanks.

Toda la familia pareció preguntar al unísono:

—¿Para qué?

—Para estudiar administración de la fauna.

—¿De dónde has sacado esa loca idea? —inquirieron todos a coro.

Y él explicó, en tono enigmático:

—Un cabo llamado Dash Hammett me dijo: «Cuando termine la guerra muévete y estudia algo».

No dijo más. Pasada la primera impresión, recibió el apoyo de su esposa que recordaba la advertencia de Missy Peckham: «Si has podido domesticar a un alce, puedes civilizar a Nate». Y le acompañó a Fairbanks.

El general Shafter instó a LeRoy Flatch, que ya tenía el grado de capitán en la Fuerza Aérea, a que permaneciera en el servicio, asegurándose ascensos a mayor y a teniente coronel:

—Después de eso, todo depende de la impresión que causes a tus superiores, pero tengo confianza en que algún día llegarás a general… si estudias un poco.

Pese a que los otros oficiales le hacían recomendaciones similares, LeRoy optó por retirarse, a fin de retomar su carrera como destacado piloto rural. Para eso decidió emplear el dinero de su bonificación para el primer pago de un Gullwing Stinson de cuatro plazas, cuyo precio total sería de diez mil dólares. Su anterior propietario había sido un genio de la mecánica. El avión, modificado por él, tenía ruedas y patines colocados de modo permanente; por lo tanto, el piloto podía partir utilizando las ruedas, volar hasta algún campo nevado de las montañas y, por medio de un sistema hidráulico, retraer las ruedas dentro de una ranura abierta en medio de los grandes patines. En el viaje de regreso despegaba usando los patines, ponía en funcionamiento el sistema hidráulico y las ruedas descendían a través de las ranuras. Claro que, como el sistema era fijo, ya no podía añadir flotadores para utilizar los lagos en el verano. Por lo tanto, para asegurarse una máxima flexibilidad, compró también una versión actualizada de su viejo Waco YKS-7, provisto de flotadores, pero se horrorizó ante el aumento del precio. Había pagado tres mil setecientos dólares por su primer Waco Y seis mil trescientos por el nuevo, que conservaba en un lago, cerca de su cabaña.

Pero ahora tenía esposa. Sandy Krickel, habituada a la vida libre de las aleutianas, sobre todo a los viajes con su padre hasta islas lejanas, no se sentía a gusto encerrada con sus suegros en la cabaña de Matanuska.

Matanuska se había convertido en una ciudad tan popular, pese a la Publicidad negativa inicial, que muchos de los que llegaban a Alaska deseaban instalarse en el valle. Por eso LeRoy y Sandy no hallaban una vivienda adecuada. Sandy sugirió adquirir tierras cerca del glaciar donde construir la casa propia, pero LeRoy señaló que, tras la compra de los dos aviones, no podía permitirse también una casa.

—¿Y por qué no compras un solo avión? —propuso ella.

Él respondió con firmeza:

—Ruedas, patines, flotadores, ruedas para tundra: un tipo COMO Yo necesita de todo.

Y así desapareció la posibilidad de adquirir una casa.

A esas alturas, cuatro antiguos amigos le ayudaron a tomar una decisión radical, que le haría muy feliz. Tom Venn, de Seattle, cuya empresa R R prosperaba en el resurgimiento de posguerra, estaba ansioso por reinstalarse en El Filón de Venn, junto a los grandes glaciares que brotaban de Denali:

—Quiero pasar más tiempo allí. También insisten Lydia y los chicos, Malcolm y Tammy. Por eso, LeRoy, quiero que lleves todo lo necesario y eches un vistazo a la casa cuando nosotros no estemos.

—Soy piloto, no agente de bienes raíces —replicó LeRoy, con brusquedad.

—Cierto —reconoció Venn—. Pero creo que en los años venideros, los pilotos independientes van a centrar su actividad bastante al norte de Anchorage. Si te quedas en Matanuska te matará la competencia de los aviones grandes.

Como Venn había demostrado muchas veces su agudo sentido comercial, LeRoy no pudo dejar de escucharle. Prestó mucha atención a lo que decía el empresario, desplegando mapas de la Alaska central:

—Es un buen nombre el que han puesto a esta zona, entre Anchorage y Fairbanks: «Cinturón Ferroviario», porque el ferrocarril sirve de atadura. Aquí se concentrará en el futuro la vitalidad de Alaska. Y aquí debes centrar tu actividad, desde ahora en adelante. —Con un gesto imperativo, señaló el Filón—. Nuestra casa está aquí, en las montañas. Matanuska, aquí abajo, está demasiado lejos para que nos prestes el debido servicio. Fairbanks, demasiado al norte. Pero aquí, en el medio, hay una población deliciosa: Talkeetna, que lleva el nombre de las montañas. Queda cerca de nuestra casa. En la zona hay muchas minas que necesitan de los pilotos. Y muchos lagos, con una o dos cabañas en sus costas, a las que habrá que aprovisionar. Por allí pasa el ferrocarril, pero no la carretera: una gran ventaja para ti. Talkeetna está al lado. Tranquila. Fronteriza.

—Hay lógica en lo que usted dice —reconoció LeRoy.

Y el astuto comerciante concluyó:

—He reservado lo mejor para el final. Si te mudas a Talkeetna, yo financiaré tus dos aviones sin intereses.

—Talkeetna acaba de convertirse en mi cuartel general —aseguró LeRoy. Luego reflexionó—: ¿Sabe usted, señor Venn? Cuando se ha sido capitán de la Fuerza Aérea, pilotando aviones grandes, uno empieza a pensar en grande y quiere hacer algo de su vida. Con esposa y todo. Lo mejor que puedo imaginar es ser un estupendo piloto rural, amo de toda esta frontera.

Y extendió las manos sobre el Cinturón Ferroviario, que desde entonces sería su territorio: sus campos remotos, sus tormentas de nieve, sus lagos ocultos, sus maravillas.

Con un chasquear de dedos, Venn alquiló un coche y juntos recorrieron los aburridos ciento veinte kilómetros hasta la soñolienta Talkeetna: unas cuantas casas de madera con fachadas falsas; una población de cien habitantes. Durante el viaje, LeRoy parecía pedir disculpas por lo desolado del panorama, pero al abandonar la carretera principal para tomar el desvío a Talkeetna ascendieron una colina, desde cuya cima se veía un estupendo paisaje del gran macizo Denali, alto, blanco y severo, guardián del Ártico. La vista era tan majestuosa y rara, puesto que las nubes habitualmente impedían la visión, que los dos hombres detuvieron el coche a un lado de la carretera para disfrutar de esa espectacular revelación de Alaska.

—Parece que las montañas te están enviando una invitación, LeRoy.

—Y el joven veterano tuvo una alentadora visión de lo que sería la vida en esa zona durante sus años de madurez.

Pero mientras ellos disfrutaban de ese día, al parecer tan perfecto, en Siberia había comenzado a formarse un frente de tormenta a gran velocidad. En pocos minutos las montañas se perdieron, para recordarle a LeRoy que, si trasladaba su centro de operaciones a Talkeetna, debería aceptar una serie de desafíos nuevos. Siempre se vería obligado a volar a lagos remotos para auxiliar a viejos moribundos o a mujeres jóvenes a punto de dar a luz, y correría el riesgo de verse atrapado en tormentas súbitas. Pero hacia el noroeste se elevaría esa tremenda cordillera nevada que él debía dominar, si quería dedicarse a pilotar aviones: aterrizar con patines a dos mil quinientos metros, para dejar o recoger a los escaladores; volar a cuatro mil ochocientos metros para explorar las laderas del gran Denali, en busca de cadáveres. Era el tipo de desafío que un piloto rural aceptaba y buscaba.

Al desaparecer las grandes montañas, las que serían sus blancos faros en años venideros, resolvió serenamente:

—Voy a hacerlo.

Y Venn dijo:

—Jamás te arrepentirás.

Y así se decidió la mudanza a Talkeetna, con su pista de tierra y sus lagos convenientemente cercanos.

Sandy no pudo hallar una casa al alcance de sus posibilidades, pero, con el préstamo de los Venn, ella y su esposo pudieron construir una. Ya instalados allí, fue ella quien se ofreció a cuidar de El Filón de Venn mientras su esposo volaba. También fue ella quien compró «esta bonita radio», con la cual podía comunicarse con su esposo mientras él volaba a algún sitio remoto o regresaba a casa, tratando de ganarle a una tormenta.

El traslado a Talkeetna fue una de las mejores cosas que LeRoy Flatch hizo jamás, pues le introdujo en el corazón de Alaska, el Cinturón Ferroviario que vinculaba a las ciudades más importantes. Hasta entonces, en su condición de aviador, sólo había visto en el ferrocarril una línea de vías salvadoras que podía seguir cuando la visibilidad era nula. Ahora, como todos los días se detenía un tren en Talkeetna, tuvo ocasión de viajar a Fairbanks en él. Sólo entonces apreció el trabajo superlativo que habían hecho sus coterráneos de Alaska al construir esas vías tan al norte. Y le agradó, sobre todo, la belleza excepcional que envolvía la tierra durante algunas semanas, a finales de agosto y en septiembre.

En aquellas épocas los alisos adquirían un encendido color dorado; las matas de moras, un rojo ardiente, mientras que las majestuosas píceas proporcionaban un majestuoso fondo verde contra el prístino blanco del distante monte Denali. Era Alaska en su mejor versión. LeRoy comentó a su esposa:

—Sólo se ve desde el tren. Si miras desde el avión es sólo un borrón.

Y ella replicó:

—Desde todas partes se ve muy bonito.

Pero más adelante, cuando volaron al Filón para cenar con los Venn, descubrieron que otros tenían sueños muy diferentes para Alaska.

—Han empezado a circular muchos rumores descabellados. —observó Tom Venn, después de cenar—, sobre esa loca idea de que Alaska pase a ser estado. —Estudió a los dos jóvenes que tenía ante sí—. ¿Apoyan ustedes esa tontería?

Como la pregunta requería, prácticamente, una respuesta negativa, Sandy Flatch no pudo menos que contemporizar. Aunque estaba vagamente de acuerdo con que Alaska se convirtiera en estado, expresó una opinión que se oiría mucho en los meses siguientes:

—No sé si tendremos suficiente población.

—Por supuesto que no —aseguró Venn—. ¿Qué opinas tú, LeRoy?

El piloto aún estaba endeudado con los Venn por los dos aviones y su casa; gran parte de la actividad que mantenía a flote su empresa unipersonal dependía de ellos. Por lo tanto, también consideró prudente mostrarse evasivo, pero en su caso estaba muy convencido del criterio militar que expresó:

—El principal valor que Alaska tiene para Estados Unidos, tal vez el único, es convertirse en su escudo militar en el Ártico. Con nuestros limitados recursos, jamás podríamos defender este territorio del Asia. Y el comunismo ruso, en marcha por todos lados, podría avanzar hacia aquí en cualquier momento.

—Has dado en el clavo —dijo Venn, con entusiasmo. Luego se volvió a su esposa—: Explícales lo más importante, que han pasado por alto, Lydia.

Entonces ella entró en la conversación con notable energía:

—Mi padre vio en los viejos tiempos lo que yo veo ahora. Alaska nunca tendrá población, poder, ni finanzas para funcionar como estado libre, como los otros. Debe depender de la ayuda que le presten Los cuarenta y ocho de abajo.

—Y eso significa lo que siempre ha significado —la interrumpió su marido—: Seattle. Allí podemos reunir el dinero de los otros estados. Y cuando lo tenemos, siempre sabemos qué hacer con él.

Lydia continuó en tono persuasivo:

—El hecho es que mi familia, por ejemplo, siempre ha tratado de hacer lo más conveniente para Alaska. Cuidamos de esta gente como si fueran miembros de nuestra propia familia. Ayudamos a proporcionarle educación. Defendemos sus derechos en el Congreso. Y tratamos a los nativos mucho mejor de lo que ellos se tratan entre sí.

Durante casi dos horas, los Venn expusieron insistentemente la doctrina que se había vuelto casi sagrada en Seattle: que si Alaska se convertía en un estado, ello sería perjudicial para su población, para la nación en general, para los nativos, para la industria, para el futuro general del territorio Y, aunque Venn no lo decía tan francamente ni siquiera en su casa, terriblemente perjudicial Para Seattle.

Los Flatch, que habían entrado en esa discusión sin fuertes convicciones, abandonaron la casa de los Venn bastante convencidos de que el proyecto era algo que se debía evitar.

La segunda familia Flatch, fortalecida por su educación en la universidad, tomó parte por el bando opuesto en esa batalla. Flossie Coop sólo guardaba de Minnesota recuerdos vagos y en general desagradables, aunque había salido de ese estado con sólo diez años.

—Hacía muchísimo frío —decía a Nate, que nunca había estado fuera—. Mucho más que en Matanuska. Y nunca teníamos suficiente para comer. Papá tenía que dedicarse a la caza furtiva para conseguir un venado de vez en cuando. No sentí ninguna pena al salir de allí. Ninguna.

—¿Qué quieres decir?

—Que estaba predispuesta, como dicen, para que Alaska me gustara. Para mí era la libertad, hortalizas enormes, un glaciar en el mismo valle y un alce domesticado. Era algo excitante, un mundo nuevo que nacía, vecinos estupendos como Matt Murphy y Missy Peckham, y la sensación de estar participando en la historia. —Se interrumpió, con los ojos llenos de lágrimas, para besar a su esposo—. Y lo que tú hiciste en la guerra. —Súbitamente amargada, empezó a pasearse por la cabaña—. Y lo que hizo mi padre al construir esa carretera. Y LeRoy, pilotando sus aviones por todas partes, hasta con tormenta. ¡Y tienen el coraje de preguntarme si estamos preparados para ser estado! Ya estábamos preparados el día en que bajé de ese Saint Miel, ahora lo estamos mucho más.

A Nate Coop no le hacía falta el sorprendente histrionismo de su esposa. Él solo había espiado al enemigo en la isla de Lapak; solo, a veces, en Adak, Amchitka, Attu y Kiska. Rara vez hablaba de sus aventuras y jamás de la muerte del capitán Ruggles, uno de los mejores hombres que había conocido, pero sentía que de esas experiencias y de los años pasados como minero, en el corazón del territorio, sabía algo de cómo era Alaska y de lo que podía llegar a ser. Estaba a favor de que su tierra se convirtiera en un estado. Los hombres como él, como su suegro, que había trabajado en la Alcan, y como su cuñado, que pilotaba aviones, se habían ganado el rango de estado y mucho más. Rara vez participaba en las discusiones públicas que comenzaban a surgir en todo el territorio, pero si alguien le interrogaba no dejaba dudas en cuanto a lo que él opinaba:

—Estoy a favor de ello. Tenemos bastante cerebro para manejar las cosas.

Cuando la paz llegó a Matanuska, modificó muy poco la vida del matrimonio mayor. Continuaban viviendo en la cabaña original y, aun durante el período en que debieron compartirla con LeRoy y su esposa no experimentaron ninguna incomodidad, sobre todo porque pasaban mucho tiempo fuera. Como las piernas quebradas de Elmer jamás se recuperaron del todo, el viejo no pudo retomar su oficio de guía para grupos de cazadores ricos, provenientes de Oregón y California. Se sintió agradecido de que el joven Nate se ofreciera para reemplazarle. Cuando revelaron sus planes a Flossie, hubo problemas, pues ella les dijo:

—No quiero tener nada que ver con los cazadores que matan a los animales.

Pero Nate dijo:

—Bastará con que les des de comer.

Y la alentó a dedicar una parte de la propiedad a albergar animales huérfanos o heridos por disparos imprudentes.

Fue durante una de esas cacerías cuando Nate, por primera vez, tuvo la audacia de revelar francamente que deseaba que Alaska fuera un estado. Estaba actuando como guía en las montañas Chugach, para tres adinerados deportistas de Seattle que deseaban acampar al viejo estilo, con tiendas y mantas. Rara vez le tocaba trabajar con un equipo que ejemplificara mejor el sentido de la caballerosidad deportiva: cada uno de los hombres llevaba todo su equipo, se turnaban para lavar los platos y todos cortaban leña. Era un grupo notable. La tercera noche, una vez terminado el trabajo, uno de ellos tocó el tema de Alaska. Era un banquero que había ayudado a Tom Venn a financiar la reciente expansión de R R en Alaska y aceptaba con entusiasmo su interpretación de la historia de ese territorio.

—Sería una lástima arruinar este sitio salvaje con alguna tontería costosa, como ésa de que debe convertirse en estado. Hay que mantenerlo así, paradisíaco.

—¡Por supuesto! —dijo otro de los cazadores.

El tercero, un hombre vinculado con los seguros de las cargas destinadas a Alaska, añadió:

—Una zona como ésta no podrá mantenerse sola ni en cien años.

El banquero, que había combatido en Italia durante la segunda guerra mundial, dijo:

—El dinero no es lo más importante. Eso se puede negociar. Es la posición militar de nuestra nación. Necesitamos que Alaska sea nuestro escudo de avanzada. En realidad, debería estar bajo el mando de nuestros militares.

Cada uno de los tres cazadores había prestado servicio durante la guerra, pero ninguno cerca de Alaska. Sin embargo, los tres expresaban contundentes opiniones sobre la debida defensa del Ártico.

—El gran peligro es la Rusia soviética. La gente da mucha importancia al hecho de que en las dos pequeñas islas Diomedes, una rusa y la otra estadounidense, el comunismo esté apenas a dos kilómetros de nuestra democracia. Eso no tiene importancia; es buena propaganda, pero nada más. Sin embargo, desde la verdadera Siberia hasta la verdadera Alaska hay sólo noventa kilómetros. Eso sí es peligroso.

El de los seguros dijo:

—Si los rusos decidieran venir, Alaska no podría defenderse.

Y el banquero preguntó:

—¿Cuántos habitantes hay aquí?

—Lo averigüé —dijo el asegurador—. El censo federal de 1940 indicaba una población total de setenta y dos mil personas. Sólo en un suburbio de Los Ángeles hay más que eso.

Y el banquero concluyó:

—Lo mejor es ver Alaska como un lisiado. Siempre necesitará de nuestra ayuda. Convertirla en estado sería un error criminal.

Nate, que estaba ocupado guardando el equipo, se sintió por fin obligado a participar:

—Pues nos defendimos bastante bien contra los japoneses.

—¡Un momento! —protestó el tercer cazador—. Yo estaba combatiendo en Guadalcanal y nos volvimos locos de miedo cuando los japoneses tomaron con tanta facilidad estas Aleutianas. Estaban haciendo un movimiento de pinzas: Pacífico Norte, Pacífico Sur.

—Pero los expulsamos, ¿no?

El hombre de Guadalcanal, interpretando que, según Nate, los de Alaska habían derrotado solos a los japoneses, dijo:

—Ustedes y cincuenta mil soldados del continente que les ayudaron.

Nate se echó a reír:

—Yo y el criador de zorros explorábamos las islas sin mucha ayuda de la nación.

La frase «criador de zorros» desvió la conversación, pues los hombres de Seattle quisieron saber a qué se refería. Nate se pasó media hora explicando que, en las desiertas Aleutianas, había hombres que alquilaban islas enteras, como Ben Krickel, para poblarlas con un solo tipo de zorros: «Puede ser el plateado, que da más ganancia. O el azul que se cría muy bien. O simplemente el zorro rojo. Hasta un bonito gris claro». Les describió lo que hacían los Krickel, padre e hija, para cazar los zorros azules de la isla de Lapak y enviarlos al comerciante de Saint Louis. Luego añadió:

—Mi cuñado llegó a ser oficial de la Fuerza Aérea. Se casó con la hija de Krickel.

El de los seguros, cautivado por su relato, exclamó con ese burbujeante entusiasmo que le permitía conquistar a los posibles clientes:

—¡Caramba! ¡Dos matrimonios en la familia y los dos entre una persona de Minnesota y una que es mitad india! ¿No es curioso?

—YO soy mitad indio. Sandy Krickel es mitad aleuta.

—¿Hay quien pueda darse cuenta de eso a simple vista?

Por primera vez Nate estalló en una carcajada.

—Puedo distinguir a un aleuta de un indio a cien metros. Y cuando pierdo los estribos, Sandy asegura que puede reconocer a un indio a ciento cincuenta. Los nativos entre nosotros no nos tenemos mucho cariño que digamos.

—¿Pero todos tienen problemas con los blancos? —preguntó el banquero.

Nate eludió la respuesta.

—Vean ustedes: además hay cinco o seis tipos diferentes de esquimales. Y los yupiks no se llevan muy bien con los inupiats.

—¿Cuál es cuál? —preguntó el de los seguros.

—Los inupiats viven en el norte, a lo largo del Océano Glacial Ártico; los yupiks, al sur, junto al mar de Bering. Yo prefiero a los yupiks, pero unos Y otros me matarían a golpes, si pudieran.

—¿Y no pueden? —preguntó el de los seguros.

—De tres en tres, quizá.

El banquero levantó la vista de la cama que estaba haciendo.

—Con tantas diferencias, no creo que quieras que Alaska sea un estado, ¿verdad?

—Con una población de sólo setenta mil —objetó el banquero.

—Como en una pelea entre los esquimales y yo, aquí un solo hombre vale por dos o por tres, quizá.

En Matanuska, la persona que se tomaba más a pecho la lucha por alcanzar la condición de estado para Alaska era Missy Peckham; la enérgica anciana de setenta y cinco años se había quedado en esa colonia porque allí vivían muchos de sus amigos. Como al parecer no había en la región otra persona que pareciera apta, el gobierno territorial la había nombrado representante local de una Comisión de Apoyo, cuya misión consistía en organizar el apoyo local a la causa de la conversión de Alaska en estado y representar las aspiraciones de Alaska en Los cuarenta y ocho de abajo. Para muchos, ese nombramiento no era más que una especie de cargo honorífico, que no requería trabajo ni grandes compromisos. Para Missy, en cambio, se convirtió en la gran pasión de sus últimos años. Escalando el paso de Chilkoot o batallando en Nome por la justicia, había aprendido que el autogobierno no dependía del número de habitantes ni de la base impositiva, tampoco de la conformidad a normas rígidas, sino del fuego que hubiera en el corazón humano. Y el suyo estaba en llamas, pues había presenciado de cerca el celo con que los pobladores de Matanuska construyeron un nuevo mundo para sí mismos y había visto a hombres ardientes construir su carretera en el páramo. Sabía que el pueblo de Alaska estaba listo para convertirse en estado y que su coraje establecía su capacidad.

Por eso se tomó muy en serio su misión, convirtiéndose en la autoridad civil de Alaska sobre un problema pequeño, pero importante: la industria del salmón. Aunque nunca había trabajado en una fábrica de conservas, su larga residencia en Juneau la había puesto en contacto con diez o doce instalaciones, como las de Tótem en el estuario del Taku. Por sus experiencias con los propietarios de Seattle y los hombres que trabajaban para ellos, contaba con sólidos conocimientos de la economía de esa industria crucial. Cuando reunía todos sus datos, presentaba el horrible retrato de una situación injustificable, como hizo durante su primera y apasionada presentación en una reunión que se llevó a cabo en Anchorage:

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