Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Los hechos son éstos. Las fábricas de conservas han pertenecido siempre a hombres ricos de Seattle y muy rara vez a alguien de Alaska. Por su asociación con los poderosos intereses de Washington, ellos siempre han evitado pagar impuestos a nuestro gobierno de Alaska. Importan trabajadores a nuestro territorio por los meses de verano, sin pagar impuestos sobre sus salarios. ¡Oh, sí! Pagan cinco dólares por cabeza, cinco dólares, para una especie de impuesto escolar; pero no es lo que deberían abonar por robar uno de nuestros recursos naturales más valiosos.

Lo que me indigna, lo que debería indignar a todos ustedes, es que las trampas y las ruedas que se utilizan están acabando con nuestros salmones. En el estado de Washington y en Canadá no se permiten esas matanzas caprichosas; por eso, allá el salmón aumenta año tras año. El nuestro se está acabando porque las autoridades federales han obedecido siempre al interés de Seattle, nunca al nuestro. Y como no somos estado, no tenemos senadores ni congresistas que hagan valer nuestros derechos.

Esa primera vez habló durante quince minutos, causando una impresión tremenda por la autoridad con que había reunido los hechos condenatorios de la situación; más adelante, algunos expertos interesados empezaron a proporcionarle datos más específicos. Entonces su habitual disertación sobre los salmones llegó a veinticinco minutos; se convirtió en lo que un admirador partidario del estado denominaba «nuestro discurso de barricada». Pero en la cima de su popularidad uno de los expertos le advirtió:

—Tu charla, Missy, es toda datos y cifras. Si te enviamos a Los cuarenta y ocho de abajo, tendrás que infundirle más interés humano.

Ella estaba en desventaja por no haber trabajado nunca en un bote pesquero ni en la industria conservera, pero la casualidad hizo que recibiera ayuda de una fuente inesperada. Una noche, mientras disertaba en Anchorage, donde la agitación por la causa iba en aumento, vio entre el público a una mujer bien vestida, de unos cuarenta y cinco años, que se inclinaba hacia delante para seguir con atención cada una de sus acusaciones. Su presencia la desconcertó, pues Missy no podía determinar su raza; no era caucásica, por supuesto, pero tampoco esquimal ni atapasca. «Probablemente sea aleuta. Con esos ojos…».

—Al terminar la reunión, la desconocida no salió con los otros, sino que permaneció a un lado, mientras varias personas se adelantaban para felicitar a Missy. Cuando el salón quedó casi desierto, la mujer se acercó con una sonrisa cálida y la mano extendida.

—Nos conocimos en Juneau, señora Peckham. Soy Tammy Ting. Ahora, Tammy Venn.

—¿Tú eres la hija de Ah Ting? ¿La nieta de Sam Bigears?

—Sí. Ah Ting y Sam hablaban muy bien de usted, señora Peckham.

—Señorita. —De pronto, como si la hubieran sorprendido robando galletitas, Missy se llevó una mano a la boca, con una gran sonrisa—. ¿He dicho algo horrible en mi disertación? Sobre los Venn, quiero decir.

Entonces Tammy añadió algo que cimentaría la amistad entre ambas:

—Nada que yo misma no diga. Soy una firme partidaria de que seamos un estado, señorita Peckham.

Missy la observó y reparó en las encantadoras sombras chino-tlingits que daban a su rostro una expresión tan provocativa. De pronto se irguió hacia arriba y la besó.

—Será mejor que conversemos —dijo.

Volvieron al hotel de Tammy, a analizar las cuestiones del salmón, las fábricas de conservas y la relación que con ambas habían tenido Ah Ting y Sam Bigears.

—Hay algo que siempre me intrigó —dijo Tammy—. En inglés el nombre de mi padre habría debido ser Ting Ah. Era el señor Ah, pero siempre lo llamaron señor Ting. Y yo heredé su nombre en vez de su apellido. Un día le pedí que me lo explicara y él se burló: «Señor Ah por aquí, señor Ah por allá… Como estornudos. Señor Ting, sonoro, práctico».

—Él era práctico, sí —reconoció Missy—. Cuéntame cómo eran las cosas en la fábrica de conservas.

Los relatos que Ah Ting y Sam Bigears habían hecho a su familia le ocuparon horas enteras. Desde entonces, la arenga de Missy sobre el salmón adquirió un toque personal. Hablaba de la visita que Will Kirby, su antiguo amante, había hecho al estuario del Taku, en un intento por convencer a los propietarios de Seattle de que dieran a los salmones una mejor posibilidad de supervivencia; relataba el dramático hundimiento del Montreal Queen. En realidad, la disertación de Missy se convirtió en uno de los puntos sobresalientes en la lucha de Alaska por alcanzar el rango de estado. Quienes la escuchaban decían a sus vecinos: «Deberías escuchar a la Peckham. Ella sabe el porqué».

El punto culminante de su campaña, en lo que al salmón se refería, se produjo en una gran reunión en Seattle, donde era esencial reclutar el apoyo de los senadores Magnuson y Jackson. Telefoneó a Tammy Venn en cuanto bajó del avión:

—Esto es importantísimo, Tammy. Quiero causar buena impresión y necesito tus consejos.

La respuesta de Tammy la dejó atónita:

—No tendrás dificultades. Yo voy a hablar inmediatamente después que tú y cubriré cualquier error que cometas.

—¿Vas a hablar en favor de que Alaska sea un estado? ¿En Seattle?

—Por supuesto.

—Bendita seas.

Las dos mujeres se presentaron hacia el final de la reunión: la recia trabajadora social y la suave chino-tlingit, miembro de la alta sociedad de Seattle. Ambas crearon espectación, una enérgica apertura del debate sobre el estado de Alaska. Los diarios locales, naturalmente, destacaban el hecho de que Tammy Venn fuera la nuera de Thomas Venn, presidente de Ross Raglan e inveterado opositor a que se otorgara rango de estado a una zona tan atrasada como Alaska, donde se concentraban tantas de las inversiones de los Venn. A la mañana siguiente, cuando los periodistas pidieron su opinión sobre la explosiva declaración de Tammy, Venn dijo austeramente:

—Mi nuera expresa su propia opinión pero, como abandonó Alaska siendo muy joven, no está al tanto de los últimos acontecimientos en el territorio.

Los mismos periodistas entrevistaron a Malcolm Venn, el cual dijo:

—¿Dicen ustedes que mi esposa ha apoyado públicamente el rango de estado para Alaska? —Y ante el coro afirmativo—: Está más loca que una cabra. Tendré que hablar con ella de esto. —Luego se echó a reír—: ¿Alguien de ustedes ha tratado de sacarle una idea de la cabeza?

Cuando se le preguntó específicamente si él estaba en contra de que Alaska se convirtiera en estado, dijo con seriedad:

—Sin duda. Ese maravilloso territorio fue creado para seguir siendo salvaje. Con setenta mil habitantes no podría tener un concejo municipal, mucho menos un gobierno.

A la mañana siguiente, los diarios publicaban la refutación de Tammy:

Siempre sospeché que mi esposo sabía muy poco sobre mi tierra natal. El censo de 1950 indica que tenemos ciento veintiocho mil seiscientos cuarenta y tres habitantes. Estoy segura de convencerle de nuestro derecho a ser estado antes de que acabe el mes.

Pero ese fin de semana se publicó una simpática instantánea de Tom y Lydia Venn, acompañados por Malcolm, a un lado de la animosa Tammy, que posaba con un estandarte de Missy Peckham: ESTADO YA.

La broma periodística provocó una derivación asombrosa: un comerciante de cincuenta años, vestido de sarga azul y calzado con zapatos negros muy lustrados, se presentó en el hotel de Missy, anunciándose con el nombre de Oliver Rowntree, dedicado en San Francisco al transporte de mercancías. Estaba en Seattle para ciertas negociaciones con el ferrocarril, que serían de gran importancia para toda la costa del Pacífico. Su sorpresa fue obvia al ver que era una mujer tan anciana la que estaba armando tanto alboroto por Alaska, pero fue pronto al grano:

—Estoy ciento por ciento de acuerdo con usted, señorita Peckham. No ocupo ningún cargo en el gobierno ni tengo autoridad de la que valerme, pero cuento con la información de toda una vida. Y me saca de quicio ver que gente como la de Ross Raglan conspire con los ferrocarriles para negar a Alaska el rango de estado.

—¿Por qué le preocupa tanto a usted?

—Porque nací en Alaska. En Anchorage. Mi padre trataba de sacar adelante un comercio. Uno de los mejores; podía medirse con los de fuera, como decíamos entonces.

—Ahora decimos «Los cuarenta y ocho de abajo».

—Trabajó mucho con Hawaii. Allí se habla de «el Continente». Y es por mi experiencia con ellos por lo que lo de Alaska me duele tanto. Quiero que nuestra gente, allá arriba, tenga por fin una oportunidad justa.

—Usted lo hace por su padre, ¿verdad?

—Supongo que sí. Yo vi cómo luchaba para ganar cada dólar, con el agua al cuello. Vino a Oregón, donde las leyes eran sensatas, y sin ninguna dificultad creó la mejor tienda al norte de San Francisco. Murió rico, con una cadena de ocho tiendas considerables, cada una de las cuales rendía bastante dinero.

»Ahora vamos a los hechos. Estoy descubriendo que la emoción generalizada importa muy poco en este asunto. Matar de hambre a los esquimales no es ahora mejor de lo que fue matar de hambre a los belgas en la primera guerra mundial.

Los datos que el hombre le presentaba eran tan asombrosos que Missy quiso oírlos dos veces.

—Mejor aún —propuso él—, le enviaré algunos informes.

Pero éstos, una vez recibidos, no sustituían el duro recital que él le había proporcionado en la primera reunión.

—Todo comenzó con la Ley Jones, de 1920. ¿Ha oído hablar de ella?

—Vagamente. Sé que es mala para Alaska. ¿Detalles? No.

—Bueno, el suegro de ese empresario cuya fotografía se publicó en el diario de esta mañana, el viejo Malcolm Ross, tuvo una influencia decisiva en su promulgación. El senador Jones, de Washington, la hizo aprobar por el Senado. LO que hacía, sencillamente, era poner una camisa de fuerza a Hawaii y sobre todo a Alaska. Decía que para llevar cargas a Alaska o a Hawaii desde los puertos de la Costa Oeste, los barcos debían ser construidos en Estados Unidos, propiedad de empresas estadounidenses y tripulados por ciudadanos estadounidenses. Eso puso a Hawaii y a Alaska en considerable desventaja con respecto a puertos como Boston o Filadelfia, donde los navíos europeos y los de bandera extranjera pueden traer mercancías desde el exterior. Pero Hawaii estaba mucho mejor que Alaska, pues había líneas competidoras que se esforzaban por reducir costes. Alaska sólo cuenta con R R, que ha continuado estrangulando a la gente de allí como estrangulaba a mi padre.

—No puedo creer que una nación haga eso con una parte de sus habitantes —dijo Missy. Entonces Rowntree presentó el argumento decisivo:

—Aquí es donde yo entro en escena a lo grande. Traigo una enorme cantidad de mercaderías por tren, a través del país. Debido a las tretas que los de Seattle deslizaron en la Ley Jones, lo que me cuesta un dólar de flete a San Francisco, para despachar a Hawaii, cuesta un dólar con noventa y cinco si lo envío a Seattle para embarcarlo hacia Alaska. Si tenemos en cuenta las desventajas que padece Alaska, la proporción es de tres a uno.

—¿Y por qué Hawaii sale tan favorecido? —preguntó Missy, disgustada.

Y Rowntree dijo, bromeando sólo a medias:

—Porque allí son más inteligentes. Han aprendido a protegerse.

Missy juró:

—Conseguiremos algunos cerebros de Hawaii. —Y pidió ayuda a Rowntree para redactar y pulir la famosa disertación que pronunciaría más de sesenta veces por todas partes en Los cuarenta y ocho de abajo: «El estrangulamiento de Alaska».

Su primera lectura, en un salón de Seattle, tuvo una consecuencia imprevista, pues Tammy Venn apareció entre el público, llevando a rastras a su animoso —marido. Antes de la reunión, algunos conocidos fastidiaron a Tammy, recordando que Malcolm había dicho de ella públicamente que estaba «más loca que una cabra». Presionado, le dijo a un periodista:

—Me he disculpado mil veces por esa declaración. Fue grosera y casi indecente. Debería haber dicho que estaba más loca que un piojo.

Juntos explicaron, de muy buen humor, que estaban en desacuerdo con respecto a muchas cosas:

—Tammy es demócrata, yo, republicano. Ella quería que nuestros hijos fueran a la escuela pública. Yo deseaba una de las buenas escuelas privadas del este.

—¿Y quién ganó?

—Empate. La niña estudia en el este. El varón aquí, en Seattle.

—¿Y quién va a ganar en el asunto del estado de Alaska?

Él replicó:

—Los senadores de esta gran república tienen suficiente sentido común como para no aprobar esa tontería.

Mientras hablaba, ella le puso la mano detrás de la cabeza, a la vista de las cámaras, haciéndole orejas de burro con el índice y el meñique.

Después de la conferencia (que para Tammy fue deliciosa y para su esposo, motivo de disgusto, por el modo en que Missy atacaba a su padre) se encontraron con Oliver Rowntree. Al primer saludo, Oliver y Tammy se miraron con fijeza y, chasqueando los dedos, exclamaron:

—¡Pero si nos conocemos!

—¿Cómo es eso? —preguntó Malcolm Venn, mientras se sentaban a tomar una copa.

Tammy comenzó a hablar en tono vacilante:

—La historia es larga, pero ¿recuerdas cuando nos conocimos, en mil novecientos veinticinco, en ese barco de R R que nos llevaba a Alaska? —Ante la expresión confundida de su esposo, ella insistió—: Haz memoria. Tú estabas allí trabajando de detective privado, para atrapar al pillo que saboteaba los barcos de tu padre.

—¡Por supuesto! Fue un viaje muy romántico, aunque sea yo quien lo diga. Pero no pude atrapar al saboteador.

Tammy apuntó un dedo hacia sí misma, tratando de disimular la sonrisa.

—¿TÚ? —gritó su esposo, tan fuerte que se oyó en otras mesas.

Ella hizo un gesto de asentimiento y pidió a Rowntree que completara la historia.

—Dice la verdad. En siete viajes sucesivos fui yo quien arrojó objetos del barco por la borda y atascó los inodoros.

—Nos conocimos en la universidad, por casualidad —intervino Tammy—. Él me dijo que debía alejar las sospechas de sí y me pidió que hiciera lo mismo en un barco donde él no estuviera presente. Las mismas pistas, todo eso.

—Pero ¿por qué? —preguntó Venn a Rowntree.

Y éste respondió, simplemente:

—Porque ustedes, con la Ley Jones en el bolsillo, estaban sofocando los legítimos negocios de Alaska. Mi padre quebró por culpa del suyo. El sabotaje era la única venganza que yo podía tomar.

Malcolm Venn, que pronto sería presidente de R R, miró fijamente a ese desconocido surgido del pasado e irrumpió en una cálida sonrisa:

—¡Hijo de puta! Tendría que hacerte detener.

—El delito ha prescrito.

—¿Y tú le ayudaste? —preguntó a Tammy, que sonrió:

—Sí. En esos tiempos mis padres estaban muy en contra de R R. Más tarde cedieron.

Conversaron largo rato sobre los viejos tiempos. Luego Venn dijo:

—Mi padre trabajó con un viejo réprobo llamado Marvin Hoxey para hacer aprobar la Ley Jones, por el bien de Alaska. Ahora yo trabajaré con algunos de los empresarios más honrados del mundo para oponerme a que Alaska sea un estado, a fin de proteger esta zona maravillosa de su propia locura. Ustedes tres no tienen ninguna posibilidad de llevar esto a cabo, por muy persuasivos que sean sus discursos, señorita Peckham. Las buenas gentes de Estados Unidos son demasiado inteligentes como para caer en su trampa.

Al parecer, una vez más los estados del Oeste sabían lo que más convenía a Alaska, pues en esa primera escaramuza el Congreso escuchó a líderes como Thomas Venn y los magnates industriales de Seattle, Portland y San Francisco. Pero los testimonios más perjudiciales llegaban de la misma Alaska, pues sus ciudadanos, audiencia tras audiencia, se presentaban para atestiguar que el territorio no estaba preparado para ser estado, a lo que se oponían por diversas razones. En una serie de reuniones a las que convocaron a congresistas que viajaron a Alaska para escuchar la opinión de los pobladores locales, surgieron estos tipos de testimonios:

General Leonidas Shafter, retirado de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, domiciliado en la península de Kenai: «En efecto, senador, yo ayudé a construir los aeropuertos de Alaska y presté servicio en las Aleutianas durante la segunda guerra mundial. Sé por experiencia la importancia militar de Alaska. Es la autopista por la que Rusia atacará algún día a Norteamérica y debe permanecer bajo control militar. Conceder a Alaska los derechos de un estado sería desastroso para la seguridad de nuestra nación».

Thomas Venn, industrial de Seattle, propietario de una casa cerca de Denali: «Debido a mi larga vinculación con Alaska y a los años que pasé aquí, trabajando en distintas actividades, debo oponerme a que este territorio vasto, desconectado y despoblado se convierta en estado. El tiempo ha demostrado que las disposiciones actuales aseguran el bienestar de los pocos que viven aquí e incentivan el desarrollo de zonas todavía intactas».

Señora Watson, ama de casa de Haines: «No conozco a seis contribuyentes que quieran que Alaska sea un estado. Claro, hay unos cuantos indios y mestizos que no pagan impuestos y están entusiasmados con la idea».

John Karpinic, tendero de Ketchikan: «Por aquí nadie quiere tontear con un gobierno de estado. Suficientes problemas tenemos con el federal».

Contra esta arremetida en defensa del statu quo, unas pocas voces se alzaban enérgicamente a favor de que el territorio se convirtiera en estado. Tres eran significativas:

John Stamp, editor de Anchorage: «Podría dar ochenta motivos por los que Alaska debería ser estado desde hace tiempo, pero no puedo superar las sencillas palabras que pronunció James Otis en vísperas de la Revolución Americana: “Impuestos sin representación es tiranía”. Si sus corazones no responden a ese grito de batalla, ustedes falsean el espíritu de la gran nación que surgió de ese grito. ¿Por qué Alaska no tiene carreteras como el resto de Norteamérica? Porque no tenemos congresistas que luchen por ellas. ¿Por qué nuestros ferrocarriles no reciben el debido subsidio del gobierno federal? ¿Por qué no tenemos los aeropuertos que necesitamos tan desesperadamente? ¿Por qué no contamos con las escuelas, los hospitales, las bibliotecas públicas, los grandes tribunales? Porque ustedes nos han negado el derecho a cobrar impuestos a las industrias que, en otras partes de Estados Unidos, ayudan a pagar esos servicios. Como los colonos de antaño, pido a gritos alivio».

Henry Louis Dechamps, profesor de geografía, Universidad de California, Berkeley, ciudadano estadounidense educado en la universidad canadiense de McGill: «Caballeros: al tratar de decidir qué harán con Alaska, se lo ruego, no se fijen sólo en Juneau y Sitka, pensando que están viendo el corazón de Alaska. No miren sólo a Anchorage y Fairbanks. Miren ustedes, les ruego, la parte más septentrional de ese vasto territorio, allí donde toca el Océano Glacial Ártico, pues a lo largo de esas costas y en ese mar helado se desarrollará la historia que determinará el destino de América del Norte. Estamos horriblemente retrasados en nuestros conocimientos de cómo vivir y funcionar en el Ártico. Pero puedo asegurarles que la Unión Soviética está realizando allí ejercicios constantes y que su acumulación de conocimientos excede ampliamente al nuestro. Debemos ponernos al día pues el Océano Glacial Ártico está destinado a ser, en el futuro, no una masa de agua rodeada de hielo, sino un mar oculto en cuyas entrañas navegarán submarinos y otros navíos que actualmente no podemos imaginar. Será una ruta para los aviones, un aposento para hombres audaces, dispuestos a atacar nuestras comunicaciones, nuestras bases de avanzada, nuestras costas y nuestra misma seguridad como nación. Alaska, en el próximo siglo, será una de las principales posesiones de Estados Unidos. Hagan caso omiso de ella y pondrán en peligro a nuestra nación. Desarróllenla y tendrán un escudo adicional. Concédanle ahora mismo el rango de estado».

Señorita Melissa Peckham, ama de casa de Juneau (después de explicar las monstruosidades de la Ley Jones y los abusos cometidos contra Alaska por los ferrocarriles y las instalaciones portuarias de Seattle, concluye como sigue): «Me pregunto si, entre las personas que han atestiguado ante ustedes durante estos tres días, hay una sola que tenga de Alaska una experiencia tan amplia como yo. Como llegué siendo joven, pude ver las minas de oro, el desarrollo del río Yukón, la gran industria de conservas de salmón del sur, el crecimiento de aldeas y ciudades, el noble experimento de Matanuska, la llegada del ferrocarril, la construcción de la carretera Alcan, el surgimiento de la aviación. Pero, por encima de todo, he visto nacer un pueblo nuevo, con aspiraciones nuevas. Estamos hartos de ser colonia. Queremos una legislatura propia, que cree nuestras propias leyes. Queremos ser libres del condescendiente control de Seattle. Creemos habernos ganado el derecho a que se nos considere ciudadanos plenos con derechos plenos».

Pero a largo plazo, los testimonios más efectivos fueron los de personas de nombres extraños y rostros más extraños aún; ellas desfilaron ante los micrófonos con declaraciones tan simples que resonaron como cañonazos en las paredes de las salas donde se llevaban a cabo las reuniones:

Saul Chythlook, taxista esquimal yupik, domiciliado en Nome: «Combatí en Iwo Jima; me dieron baja en San Francisco. Trabajé un tiempo país norte de puente grande. Vi muchas ciudades pequeñas. No gran cosa. Todas tienen gobierno propio. ¿Por qué nosotros no?».

Stepan Kossietski, maestro tlingit en la escuela de Mount Edgecumbe, Sitka:'«Cursé mi bachillerato en Artes en la Universidad de Alaska, en Fairbanks, y la licenciatura en Berkeley, California. Estoy de acuerdo con la mujer de Shishmaref que atestiguó esta mañana. Hay muchos nativos que no están preparados para que Alaska sea un estado. Pero supongo que en un estado como Dakota del Sur hay también unos cuantos que no lo están. Beben demasiado. Son perezosos. No leen los periódicos. Pero permítanme decir algo: los nativos buenos que conozco no están simplemente preparados, sino también impacientes. ¿Si son capaces de gobernar lo que sería el estado de Alaska? Debo decir que están mucho mejor preparados que algunos de los funcionarios que ustedes nos han enviado desde Los cuarenta y ocho de abajo».

Norma Merculieff, ama de casa aleuta-rusa de la isla Kodiak: «Mi esposo pesca cangrejos. Él y dos más tienen barco propio: ciento ochenta mil dólares, todo pago, impuestos también. ¿Creen ustedes que ellos no saben manejar un concejo municipal? Si son demasiado estúpidos, sus esposas manejaremos el concejo y que ellos manejen el barco. El año que viene comprarán otro, doscientos cincuenta mil dólares; les va muy bien».

Ganaron los opositores y la estadidad de Alaska pareció haber muerto. Pero entonces comenzaron a pasar diversas cosas: algunas, de importancia nacional; otras, de dimensiones arbitrarias y hasta tontas. Los ciudadanos de Estados Unidos empezaban a pensar globalmente; muchos de ellos, que nunca habían soñado con Hawaii ni con Alaska, comenzaron a comprender que, cuanto antes la nación acercara a su seno esas preciosas tierras alejadas, mejor. Además, muchos estadounidenses habían combatido en el Pacífico y ahora apreciaban tanto su magnitud como su importancia. Otros habían descubierto el valor que podía tener una isla insignificante, como Wake o Midway, arenales en los que se decidía el destino de una nación, motas invisibles a quince kilómetros de distancia de las que dependían las aerolíneas del mundo, y no estaban dispuestos a renunciar a islas grandes como Hawaii.

Siempre hubo más apoyo para Hawaii que para Alaska. Teniendo en cuenta la riqueza y la población proporcional de ambas, no es de extrañar. Pero hombres reflexivos como el profesor Dechamps, que había atestiguado ante la comisión del Congreso, continuaban disertando sobre la importancia de las tierras septentrionales; también los militares usaban ahora globos terráqueos antes que mapas planos y apreciaban el enorme valor de un perímetro defensivo en el norte. Por lo tanto, crecía el apoyo para Alaska.

Pero entonces la política empezó a asumir una importancia decisiva y surgieron errores de cálculo muy curiosos: los más expertos entendían las cosas totalmente al revés. Según su razonamiento, como Hawaii estaba bastante bien poblado, a cargo de hombres y mujeres responsables, si se le daba rango de estado, votaría sin duda por el Partido Republicano; en cambio Alaska, indisciplinado territorio fronterizo, probablemente daría su voto a los demócratas. A largo plazo resultó a la inversa, para estupefacción de muchos, incluidos los expertos.

En este punto crucial, los reflexivos militares que rodeaban a Eisenhower, así como los conservadores de Seattle y el Oeste, cargaron demasiado las tintas y convencieron al presidente de que Alaska, al menos el noventa por ciento situado más al norte, debía permanecer bajo control militar, con rango de territorio. Una tarde, persuadido por sus argumentos, el mandatario dijo al desgaire, ante la prensa de Washington, que en el sector sudeste de Alaska (Juneau, Sitka, Ketchikan, Wrangell, Petersburg) podía haber bastante población para merecer el rango de estado en algún futuro no muy próximo, pero que las grandes zonas desiertas del norte quizá nunca se poblarían lo suficiente.

Ese flagrante error permitió a los habitantes de Alaska hacer pública una asombrosa corrección: «El presidente Eisenhower tal vez entienda de Asuntos militares, pero obviamente sabe poco de Alaska. Según el censo preliminar de 1960, si tomamos las cinco ciudades del sudeste que él alaba por estar tan pobladas, suman una población de diecinueve mil habitantes; en el Cinturón Ferroviario, en cambio (es decir, de Fairbanks a Anchorage y hasta la península Kenai, donde termina el ferrocarril) habrá más de cincuenta y siete mil: tres veces más. Es el Cinturón Ferroviario el que está listo para ser estado, no las pequeñas poblaciones preferidas por el general, allá en ese rincón olvidado».

En ese momento crítico en que la aprobación de la nueva ley oscilaba en la balanza, se produjo una de esas casualidades que a veces ayudan a decidir la historia. El gobernador del territorio era un dotado exestudiante de medicina y periodista, Ernest Gruening, de Harvard, que en 1928 había escrito el mejor libro sobre la revolución de México. Su perspicaz análisis llamó la atención del presidente Roosevelt, que le nombró director de la División de Territorios e Islas. Fue así como llegó a conocer Alaska y a respetar su potencial grandeza. En los círculos de gobierno solía hablar con tanta frecuencia y entusiasmo sobre lo que Alaska podía llegar a ser que, en 1939, fue designado gobernador territorial y, más tarde, elegido para oficiar como seudosenador ante el Congreso de Estados Unidos, con voz, pero sin voto, hasta el momento en que el territorio se convirtiera en estado y se pudieran elegir senadores de verdad.

Gruening había descubierto cuánto bien puede hacer el libro adecuado en el momento adecuado y, como buen publicista, recurrió a una amiga escritora, Edna Ferber, a la que le hizo una tentadora propuesta: «Venga a Alaska y escriba un libro sobre nosotros. Haga por nosotros lo que acaba de hacer por Texas». La enorme popularidad de su novela Gigante había despertado el interés de toda la nación por las debilidades y grandezas de ese estado sureño, y él suponía que un libro similar, escrito por la misma autora, podría hacer lo mismo por Alaska.

La señorita Ferber, tras enfrentar la tormenta de críticas adversas arrojadas sobre ella por los leales a Texas, disfrutaba con la idea de abordar otro asunto polémico. Pasó un breve tiempo en Alaska y escribió apresuradamente Palacio de Hielo, que fue ampliamente leído. Las consecuencias fueron exactamente las que esperaba el sagaz Gruening. De ese libro escribiría más adelante:

Palacio de Hielo hizo una contundente defensa del derecho de Alaska a ser un estado, bajo la forma de una obra de ficción.

—Algunos críticos literarios consideraron que no estaba a la altura de sus mejores trabajos, pero uno de ellos lo calificó, bastante acertadamente, como «La cabaña del tío Tom para el estado de Alaska». Miles de personas que hasta entonces nunca se habían interesado por nuestros artículos documentales en favor de nuestra causa, de los cuales publiqué varios en Harper’s, The Atlantic Monthly y The New York Times Magazine, leían novelas.

En las últimas semanas de nuestra campaña por el rango de estado, decenas de personas me preguntaron si había leído Palacio de Hielo. El libro llamó la atención de muchos congresistas. No dudo que cambió unos cuantos votos.

En 1958, al intensificarse el debate, un anciano caballero de excelente reputación entró majestuosamente en una sala de audiencias del Senado, dispuesto a atestiguar contra la conversión de Alaska en estado. Era Thomas Venn, de setenta y cinco años, y estaba en Washington para proteger los intereses comerciales de Seattle. De pelo blanco y porte puritanamente erguido, daba la impresión de ser un hombre que no toleraba a los tontos ni a sus tontas opiniones, pero no despertaba rechazo en modo alguno, pues sabía sonreír afablemente cuando sus amigos saludaban y sabía que la presencia de su esposa, Lydia Ross Venn, realzaba ese aspecto de distinción.

Mientras ocupaban sus lugares, en el extremo de la fila reservada para los declarantes, la señora Venn susurró discretamente algo al oído de su esposo, que miró hacia el extremo opuesto:

—¡Dios mío! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Era Missy Peckham, de Juneau, cuya firme decisión había ayudado a mantener la lucha en la primera plana de los periódicos. Tenía una sonrisa traviesa e ingenio rápido; no la sobrecogían la sala de audiencias ni los dignatarios que estaban entrando para llevar a cabo la sesión, en la que ella presentaría su último testimonio sobre la cruzada a la que había dedicado los últimos años de su vida. Al ver que Tom Venn la miraba fijamente, saludó con una sonrisa inocente, como para darle la bienvenida a su bando. Él se inclinó, tieso y sin que se le coloreara el rostro. Luego tomó asiento y escuchó recitar ante el público su larga relación con Alaska y Ross Raglan. A continuación, sin levantar la voz ni entablar polémicas, presentó los argumentos de los que se oponían al rango de estado, entonces y en el futuro previsible:

—Caballeros: entre los presentes en esta sala, nadie puede hablar de Alaska con más afecto que yo. Conozco cada rincón de ese vasto territorio desde que, en 1898, escalé el temido paso de Chilkoot; a lo largo de las décadas siguientes, he actuado siempre para promover el bienestar de Alaska. Les aseguro que, según mi razonado criterio, Alaska no está lista para ser estado, que sería un craso error darle ese rango y que su futuro estará mejor asegurado prolongando la benévola custodia de que ha disfrutado hasta ahora.

»Los militares saben cómo proteger Alaska. Los comerciantes de la Costa Oeste saben cómo satisfacer sus necesidades industriales y bancarias. Los solidarios expertos de la Oficina de Asuntos Indígenas conocen la mejor manera de ayudar a los nativos. Y el Departamento del Interior ha demostrado que es capaz de conservar los recursos nacionales. Tenemos allí todos los instrumentos requeridos para un sistema de gobierno sabio y protector, que ha funcionado admirablemente en el pasado y continuará haciéndolo en el futuro. Como miles de hombres y mujeres responsables, que sólo tenemos en cuenta el bienestar de este gran territorio, ruego a ustedes que no entorpezcan a Alaska con una forma de gobierno que es incapaz de manejar. Los insto a rechazar la conversión en estado.

Al abandonar la silla de los testigos, Venn tuvo que pasar junto a Missy, que en cierto sentido le había criado, haciéndole de madre, alentándole en su trabajo, impartiéndole sus valores, maravillosamente estables. Si alguien le hubiera interrogado en ese momento, habría dicho, sin vacilar: «La señorita - Peckham me enseñó casi todo lo que sé». Se saludaron como antiguos amigos y hasta habrían podido abrazarse, pues cada uno tenía deudas tremendas con respecto al otro. Pero entonces ella ocupó su lugar ante la mesa para refutar cuanto Venn acababa de decir:

—Distinguidos senadores. (Aquí se interrumpió para preguntar: «¿Se Puede subir el volumen de este artefacto? ¿Se me escucha ahora? ¡Bien!»). Aclaremos primero el mayor de los problemas. El declarante anterior, distinguido —amigo de Alaska, ha asegurado que no tenemos población suficiente para justificar el rango de estado. Pues bien: cuando la furia de la guerra civil estaba por destruir a nuestra nación, el presidente Abraham Lincoln comprendió que necesitaba dos votos más en el Senado, a fin de proteger sus estrategias para ganar la guerra. ¿Y cómo los consiguió? Haciendo caso omiso de todas las reglas para la creación de nuevos estados, redactó las propias e invitó a Nevada a convertirse en estado. Luego impuso su aceptación al Congreso y, mediante este empecinado acto, ayudó a salvar la Unión. ¿Cuál era la población de Nevada en ese momento histórico? Aquí lo dice: «Seis mil ochocientos cincuenta y siete». En la actualidad Alaska cuenta con un número treinta y tres veces mayor. Y es tan necesaria ahora como lo era Nevada entonces.

»¿Por qué nos necesitan ustedes? Porque seremos siempre la puerta a Asia, el puesto de avanzada en el Ártico. Ustedes necesitan nuestra experiencia en la vida y la conquista del helado norte. Llegará también el día en que necesiten de nuestros recursos naturales: nuestra vasta provisión de pulpa de madera, nuestros depósitos minerales, nuestros peces. Y hasta podemos tener enormes yacimientos de petróleo. Mi amigo Johnny Kemper, que estudió en la Escuela de Minería de Colorado, me dice que tal vez tengamos un gran yacimiento allá arriba, en la Plataforma Ártica.

Cuando abandonó la silla, pasó con decisión junto a su pupilo de otros tiempos, Tom Venn, el cual susurró:

—Gracias por no atacar a Ross Raglan.

Y ella respondió, también susurrando:

—Ya nos encargaremos de ustedes cuando seamos estado.

Sonrieron, se saludaron con la cabeza y acordaron diferir el enfrentamiento.

A finales de junio de 1958 era ya evidente que Alaska tenía fuertes posibilidades de lograr el rango de estado antes que Hawaii, pues la mezcla racial de este último territorio era un obstáculo para la aceptación. La Cámara ya había aprobado a Alaska por doscientos diez votos contra ciento setenta y dos, con cincuenta y una asombrosas abstenciones por parte de congresistas incapaces de aceptar que Alaska, semidesierta, tuviera dos votos en el Senado, igual que la populosa Nueva York. Además, algunos se oponían a permitir que «una población mestiza atrapada en una nevera», al decir de alguien, obtuviera la ciudadanía con pleno derecho a voto.

Sólo faltaba el voto del Senado, que por un tiempo pareció dudoso. Algunos senadores trataron de reducir a Alaska a una condición de Estado libre asociado: fueron derrotados por cincuenta votos contra veintinueve. Otros argumentaban, persuasivamente, que los militares eran los más indicados para decidir el futuro de Alaska: perdieron por cincuenta y tres contra treinta y uno. Un contingente encabezado por el senador Thurmond apoyaba la propuesta del presidente Eisenhower, en cuanto a que toda la parte norte fuera excluida de la categoría de estado, aunque la alcanzaran los distritos del sur: derrotados por sesenta y siete contra dieciséis. Missy Peckham, que escuchaba el debate, tuvo la impresión de que sus enemigos podían citar cincuenta argumentos, mientras que ella tenía sólo uno a favor: había llegado el momento de que la Unión abrazara sin reservas a un digno miembro nuevo.

El 30 de junio ya no fue posible seguir postergando la votación decisiva con enmiendas obstruccionistas.

Cuando se procedió a votar, salieron a la luz numerosas incongruencias. Leales conservadores sureños, como Harry Bird de Virginia, James Eastland y John Stennis de Mississippi, Allen Ellender de Louisiana, Herman Talmadge de Georgia y Strom Thurmond de Carolina del Sur, tras haber declarado públicamente que estaban Contra la admisión, votaron a favor de ella. Pero también lo hicieron conspicuos liberales como Sam Ervin, de Carolina del Norte, William Fulbright y John McClellan, de Arkansas, y Mike Monroney, de Oklahoma. Dos atormentadas parejas de senadores resolvieron su conflicto de tendencias de maneras opuestas. Warren Magnuson y Henry Jackson, de Washington, habían sido fuertemente presionados por sus votantes empresarios de Seattle, a fin de que se expresaran contra la admisión, sobre la base de que el estado de Washington perdería el control económico del territorio. Al efectuarse la votación ambos tuvieron que obedecer a su conciencia: «Sí». Los dos senadores de Texas, Lyndon Johnson y Ralph Yarborough, eran indudables liberales que con frecuencia habían hablado en favor de la admisión pero, cuando llegó el momento decisivo, no pudieron arriesgar su carrera política admitiendo a un enorme estado nuevo, que relegaría a Texas a un segundo lugar. El día en que se votó, ambos llegaron a la misma decisión: no podían votar ni a favor ni en contra. Por lo tanto, ambos se abstuvieron.

La cuenta final fue de sesenta y cuatro por el sí, veinte por el no y doce abstenciones. Alaska se había convertido en el cuadragésimo noveno estado, 2,2 veces más grande que Texas, con una población total equivalente a la de Richmond, Virginia. Cuando Tom Venn oyó el recuento final, dijo:

—Alaska se ha condenado a la mediocridad.

Pero Missy Peckham, que lo celebraba con amigos en un costoso restaurante de Washington, se puso de pie, tambaleante, y levantó su copa, gritando:

—¡Ahora tenemos que demostrarlo!

Y pasó el resto de esa larga noche analizando las extrañas innovaciones políticas y sociales que harían de Alaska un estado único entre todos. Sus propuestas eran asombrosas:

—Quiero una escuela a la que puedan asistir todos los niños de Alaska, cueste lo que cueste. Quiero viviendas para todos los esquimales y todos los tlingits. Debemos tener el control de nuestros salmones, alces y caribúes. Necesitamos carreteras, fábricas y diez o doce colonias como Matanuska.

Y así continuó, proyectando esos sueños que había expresado por primera vez durante el terrible pánico de 1893 y a los cuales había dedicado su vida posterior.

Tenía ya ochenta y tres años. Muy entusiasmada por su visión de una utopía ártica y excitada por el desacostumbrado consumo de alcohol, en cuanto sus amigos la ayudaron a acostarse cayó en un sueño profundo y satisfecho del que no despertó. Cuando se descubrió su cadáver, los conocidos informaron a Thomas Venn, sabiendo que ambos eran viejos amigos, y éste corrió al modesto hotel donde Missy había muerto. Pasó unos veinte minutos de pie junto a su cama, recordándola tal como era en aquellos lejanos tiempos en que había llevado esperanza y alimentos a una familia hambrienta. Por fin, se inclinó para besar su frente pálida. Luego le dio un beso por cada uno de los hombres cuyas vidas había iluminado: Buchanan Venn, el esposo traicionado de Chicago; Will Kirby, el solitario policía canadiense; John Klope, el alma perdida del Klondike; Matt Murphy, el infatigable irlandés.

—Ella querría que la sepultáramos en Alaska —dijo Venn, al retirarse—. Envíenla a Juneau, que yo me haré cargo de todos los gastos.

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