Alaska

Alaska


XII. EL ANILLO DE FUEGO

Página 64 de 75

XII. EL ANILLO DE FUEGO

En1969, el gobierno de Estados Unidos comenzó a preguntarse con seriedad cómo respetar y proteger los antiguos derechos territoriales de los nativos de Alaska. Un principio de equidad motivaba todas las decisiones. Quien mejor lo formuló fue el senador de Dakota del Norte, que dijo durante el debate:

Cualquiera que sea el modo en que enfoquemos el difícil problema de garantizar la justicia a las diversas tribus nativas de Alaska, debemos hacer algo mejor de lo que hicimos con nuestros indios en Los cuarenta y ocho de abajo. El sistema que ideemos deberá evitar las reservas, que son tan destructivas para la moral de los indios. Debe asegurar a los nativos el dominio de sus tierras ancestrales. Debe protegerlos de blancos avariciosos que quieran despojarlos de esas tierras. Y si es posible, debe capacitarlos para preservar y practicar sus modos de vida tradicionales.

En los subsiguientes debates particulares predominaban dos términos opuestos: «reserva» y «asimilación», este último utilizado como verbo. «Opino que cuanto antes asimilemos a los indios, mejor será. Cortemos todo apoyo a las reservas. Démosles ayuda donde haga falta. Pero alentémosles a entrar en la corriente principal de nuestra vida nacional y a buscar su propio lugar». En apoyo de esta recomendación, sus defensores citaban horribles estadísticas sobre los efectos de la política histórica de reservas:

Una reserva india es un gueto: ningún deseo piadoso puede disimularlo. Destruye la iniciativa, fomenta la embriaguez e impide el acceso a la madurez. Mantener a nuestros indios en reservas es mantenerlos en la cárcel. De cien indios jóvenes que van a la universidad, en las condiciones más favorables (con becas, orientación y clases especiales) sólo tres se matriculan el penúltimo año. ¿Y por qué fracasan? Ciertamente, no porque les falte inteligencia innata. Fracasan porque el horrible sistema de las reservas opera contra ellos: cuando regresan, sus amigos se burlan de ellos y sus padres se quejan: «¿Para qué quieres ir a la universidad, si jamás tendrás un buen empleo, aunque te gradúes? Los blancos no lo permiten». La única solución que se me ocurre es cerrar todas las reservas, arrojar a los indios a la vida normal y dejar que cada uno se hunda o se mantenga a flote, según su capacidad. Reconozco que la primera generación puede pasar tiempos difíciles, pero los miembros de las siguientes serán estadounidenses en todo.

Esas draconianas recomendaciones eran pronto descartadas Por quienes pensaban igual que los congresistas de los cien últimos años, que si se lograban administrar bien las reservas, el sistema vigente podía funcionar:

Si expulsamos a los indios de sus reservas, donde un gobierno benigno se esfuerza por protegerles, preservar sus antiguas costumbres y permitirles llevar una vida decente, ¿adónde irán? Ya hemos visto adónde irán: a los callejones de Seattle, a las madrigueras atestadas de Minneapolis, a los desesperados arrabales de pequeñas ciudades. Arrojarlos a la vida normal, como se ha dicho, es invitarles a ahogarse.

El debate podría haber terminado allí, en el punto muerto donde permanecía desde hacía un siglo, a no ser por dos notables testigos que se presentaron a declarar ante el Senado. El primero era un sacerdote jesuita, relativamente joven, director de una escuela católica que funcionaba en una reserva de Wyoming:

Es un amargo placer ver a nuestros jóvenes nativos, varones y niñas, al comienzo de la adolescencia. Norteamérica no tiene juventud mejor. Los muchachos son viriles, se destacan en los deportes, están llenos de ánimo y ansiosos de aprender. ¿Las niñas? No existen criaturas más hermosas en este país. Cuando se les enseña, niñas y varones por igual desbordan de esperanzas y prometen convertirse en adultos capaces de participar en el liderazgo de esta gran nación, mejorándola.

Así son a los catorce años. A los veintiocho, las mujeres aún tienen esperanzas y están dispuestas a trabajar para llevar una vida decente. Sus maridos, en cambio, han comenzado a beber, a pasar el tiempo sin hacer nada y a degenerar. Con frecuencia vuelven borrachos al hogar y golpean a sus mujeres, que empiezan a mostrar ojos amoratados y mellas en la boca. Entonces también ellas caen en la bebida. Muy pronto se pierde toda la esperanza y ambos se convierten en prisioneros de la reserva.

A los treinta y seis años están perdidos, hombres y mujeres por igual; tejen la vida con hebras enredadas, sin producir nada. Parte el corazón ver ese implacable declive. Por favor, los funcionarios de la reserva vinieron a mi oficina, en Wyoming, para discutir qué hacer con los hijos de John y Mabel Harris. El nombre indio del padre era Pájaro Gris; en condiciones normales, habría sido un jefe de cierta importancia en nuestra comunidad.

Pero tanto él como su esposa se habían aficionado tanto al alcohol que apenas podían mantenerse. Con nuestra ayuda, los dos hijos, una niña de trece años y un varón de once, hacían lo posible por mantener unida a la familia, pero empezaba a ser evidente que fracasarían. Por eso, aunque angustiado, recomendé que se apartara a los hijos del hogar y se los entregara a una familia más estable. Todos estuvieron de acuerdo en que ésa era la única solución, incluidos los niños, pero yo dije: «Una escuela religiosa no puede tomar sobre sí la responsabilidad de apartar a los hijos de sus padres, aunque yo, personalmente, lo recomiende así». Por tanto, los funcionarios se hicieron cargo de la tarea y llevaron a los niños a un nuevo hogar.

Esa noche, John Harris, completamente borracho, fue a la casa de la nueva familia, desvariando y vociferando que quería a sus hijos. Pero los mismos niños, no los padres sustitutos, le convencieron de que deseaban quedarse allí. Se retiró furioso y, tambaleándose, se cruzó en el camino del camión que recolectaba los residuos de la reserva, que hacía sonar desesperadamente el claxon, y murió.

Sus propios hijos salieron corriendo de la casa, al oír la conmoción, y llegaron junto al cadáver destrozado a tiempo de escuchar que el camionero decía a los curiosos: «Estaba borracho perdido. Siempre estaba borracho perdido». Y esa noche, hace tres días, su esposa se mató de un disparo. La ebriedad y el suicidio son la herencia que hemos dado a los indios, como consecuencia de nuestras leyes. No reproduzcamos esas leyes en Alaska.

También se presentaron indios ante las diversas comisiones, para rogar al Congreso que estableciera en Alaska algún sistema mejor que el que funcionaba en estados como Montana, Wyoming y los Dakotas:

—Tiene que haber algo mejor. Es responsabilidad de ustedes hallar la manera.

El segundo testigo de importancia fue una mujer de Alaska, de cuarenta y un años, tan diferente del sacerdote jesuita como se pueda imaginar. Era Melody Murphy, la nieta de aquella famosa Melissa Peckham que había llegado al Klondike desde Chicago, en la década de 1890 y, después de comenzar el siglo en los campos auríferos de Nome, se había instalado en la capital Juneau, donde demostró ser un aguijón para las nalgas de cualquier gobierno. Siempre luchando por los derechos del oprimido, en 1936 Missy había aparecido en la colonia de Matanuska, donde apoyó a los blancos de Minnesota con tanto vigor como antes a los aleutas de Kodiak. Había muerto al pie del cañón, luchando por la ciudadanía plena para todos los habitantes de Alaska. Su nieta no sólo había heredado de ella la voluntad de combatir contra la ignorancia y la injusticia, sino también su indiferencia hacia el matrimonio.

En realidad, Missy Peckham había convivido fuera del vínculo conyugal con cuatro hombres diferentes. Cuando Matthew Murphy, su compañero de muchos años, quedó por fin en libertad de casarse con ella, a ninguno de los dos le pareció que hacerlo tuviera mucho sentido. Melody, la nieta, una bonita mujer que descendía de cuatro cepas muy distintas, también detestaba el matrimonio, pero no a los hombres; a los treinta años era conocida como una de las grandes mujeres de Juneau. Su madre, la hija de Melissa había sido más tradicionalista; a edad temprana se casó con el hijo de un siberiano chiflado, Abraham Lincoln Arkikov, y su esposa esquimal. Por tanto, los cuatro abuelos de Melody eran la estadounidense Melissa, el irlandés Murphy, el siberiano Arkikov y la esquimal Nellie, sin que hubiera en ese cuarteto un solo debilucho. Y por motivos que ella nunca explicaba, a temprana edad prefirió el apellido Murphy.

El abuelo Arkikov, con extraña habilidad, había comprado en Juneau bienes raíces que nadie quería, con la corazonada de que «alguien va a querer esto, más adelante». Beneficiada por esas ganancias, viajó a Washington pagando los gastos de su propio bolsillo, para presentar ante el Congreso una visión de una Alaska muy diferente de la que ellos habían estado analizando:

—El censo informal del año pasado indicó que ahora tenemos una población de doscientos noventa y un mil ochocientos habitantes. Y puedo asegurar que se duplicará antes de que se efectúe el próximo. Y si hallamos petróleo a lo grande, como prevén algunos, podría cuadruplicarse. Tenemos ya uno de los estados más bellos de la Unión, que tiene el mayor potencial de crecimiento. No veo fin en lo que Alaska podría llegar a ser. Pero para ponerla en el camino correcto, simplemente debemos resolver los problemas de propiedad, de los cuales el más complicado es hallar el modo de asegurar a nuestros nativos el derecho a las tierras que siempre han ocupado.

Entonces un senador preguntó:

—Señorita Murphy… Así se llama usted, ¿no?

Y ella replicó:

—En efecto.

—Díganos, señorita Murphy: ¿Es usted nativa? ¿Tiene algo que ganar si asignamos tierras a los nativos?

Ella se echó a reír, con esa risa libre y desenvuelta que podía haber heredado de sus antepasados alaskanos. Se inclinó hacia delante para ayudar a los senadores:

—En la curiosa mezcla que se produce en Alaska, se me consideraría medio nativa. Uno de mis abuelos era un buscador de oro irlandés que fue al Yukón y no halló nada. El otro, un siberiano loco que buscaba oro en Nome; encontró una playa colmada de pepitas. Una de mis abuelas era de origen inglés; la otra, esquimal. ¿Yo? Yo soy alaskana y, como mi abuelo siberiano halló oro, puedo darme el lujo de ser desinteresada en lo que respecta a mis derechos personales, pero me interesan muchísimo los derechos de otros.

El presidente de la comisión tuvo entonces que sermonear a los asistentes por sus vítores.

—De nuestra población total, un trece por ciento puede ser clasificado como nativo; a grandes rasgos, se dividen en indios, esquimales y aleutas. Pero en la vida de los nativos de Alaska no hay nada tan simple, pues los indios, a los que en realidad deberíamos llamar atapascos, se dividen en varios grupos, de los cuales el más importante es el de los tlingits. Los esquimales también se dividen en inupiats y yupiks. Y hasta los aleutas se distribuyen en dos clases: los aleutas originarios de las islas y los del continente.

—Y usted ¿qué es? —preguntó a Melody uno de los senadores.

—Mi abuela esquimal era yupik. En cuanto a mi abuelo siberiano, ahí tenemos un interesante problema. Sus antepasados más remotos deben de haber sido atapascos. Más tarde pudieron ser progenitores de los inupiats. Y si nos remontamos lo suficiente por mi estirpe inglesa, sabe Dios qué encontraremos. A mí me gusta pensar que soy en parte picta.

En ese punto el público rió por lo bajo, pero pronto rompió en carcajadas al oírla concluir:

—Digamos que soy una buena mezcla. Si yo fuera perro, ustedes me llamarían Pirata y estarían muy contentos de tenerme en casa.

»Por tanto, Alaska tiene ocho grupos nativos principales: cuatro indios, dos esquimales y dos aleutas. Y todos convivimos bastante bien, En general, cualquier solución que ustedes ideen deberá aplicarse equitativamente a todos. Y les aseguro que los diversos grupos estarán dispuestos a adaptarse, aunque algunos de los detalles puedan oponerse a sus tradiciones peculiares. ¿El problema básico? Los nativos deben tener sus tierras. ¿El siguiente? Sus derechos de propiedad deben ser protegidos hasta que llegue el momento, tal vez en el 2030, en que puedan tomar decisiones sobre sus tierras sin esa protección.

Al terminar su testimonio, un senador formuló la pregunta que desconcertó a todos:

—Señorita Murphy, ¿ha atestiguado usted como nativa o como no nativa?

Y ella respondió:

—Como les he dicho, caballeros, soy mitad y mitad. Cuando juré decir la verdad tenía conciencia de que Alaska está compuesta en un ochenta y siete por ciento de caucásicos como ustedes y de un trece por ciento de nativos, como los esquimales y los atapascos puros. A ustedes les corresponde hallar una solución que permita a ambos grupos avanzar con seguridad y esperanza.

La Ley de Asignación de Concesiones a los Nativos de Alaska (Alaska Native Claims Settlement Act o ANCSA), aprobada en 1971, fue una de las legislaciones más intrincadas y sin precedentes surgida nunca del Congreso estadounidense. La liberalidad de sus provisiones se debió, principalmente, al complejo de culpa que sufría el pueblo estadounidense por el mal trato que había dado a sus indios. Ahora estaba decidido a comportarse mejor Con los nativos de Alaska. Era un conjunto de leyes de las que el pueblo estadounidense podía enorgullecerse… tal como se las entendía en 1971. La ANCSA no era una solución para muchos siglos, pero sí un generoso paso hacia adelante para la época.

Alaska tenía 1 524 671 kilómetros cuadrados (una superficie 2,19 veces mayor que la de Texas), con un total de 150 121 472 hectáreas. De éstas los nativos recibirían 17 600 000, el doce por ciento de toda Alaska, más un pago en efectivo de 962 500 000 dólares. Hasta allí, muy bien. Pero para alcanzar algunas de las metas que Melody Murphy proponía, y especialmente para evitar el despilfarro durante la euforia, cuando los nativos obtuvieran sus propias tierras, esa vasta superficie no sería distribuida individualmente entre ellos, sino entregada a manos de doce enormes corporaciones nativas localizadas regionalmente, a fin de repartir todo el estado entre ellas, más una notable decimotercera corporación, que incluiría a todos los nativos de Alaska que vivieran fuera del estado y, por lo tanto, no habitaran ninguna zona específica.

Todos los nativos de Alaska nacidos antes de 1971 y residentes en cualquier lugar del mundo serían, por tanto, miembros de una entre trece grandes corporaciones y recibirían títulos de propiedad sobre una parte proporcional de una corporación. Así por ejemplo: Melody Murphy, domiciliada en Juneau, se convirtió en accionista de la poderosa Corporación Sealaska, una de las mejor administradas y también favorecida por el tipo de tierra que recibió. Vladimir Afanasi en el remoto cabo Desolación, pasó a ser propietario parcial de la vasta Corporación Regional de la Vertiente Ártica, que tenía una superficie mayor que muchos estados. Existía una interesante provisión para la corporación basada en la poblada zona de Anchorage, pues allí las mejores tierras habían pasado ya a manos privadas; por lo tanto, el Congreso permitió a los líderes nativos de ese lugar que eligieran tierras comparables entre las que el gobierno poseía en partes muy diseminadas de Estados Unidos. Así, un esquimal que vivía en una aldea próxima a Anchorage podía descubrirse propietario parcial de un edificio federal de Boston o de un depósito fuera de uso de Honolulú.

La tierra había sido devuelta a los nativos, pero nadie la recibió individualmente, debido a dos provisiones de la ley: las tierras asignadas a cada corporación no podían ser vendidas, hipotecadas ni enajenadas antes de 1991; por otra parte, el estado no podía cobrar impuestos sobre ellas. El Congreso creía que, en esos veinte años de latencia, los nativos tendrían tiempo de aprender a administrar por sí mismos sus bienes en la sociedad estadounidense contemporánea. Todos deseaban y algunos predecían que, durante esas dos décadas, los nativos prosperarían de modo tan asombroso que, al terminar el período de tutela, no querrían vender sus acciones ni transferir de modo alguno sus 17 600 000.

Pero entonces, como para hacer más difícil ese rompecabezas, el Congreso fomentó también el establecimiento de unas doscientas corporaciones subsidiarias que controlarían las tierras y propiedades de las aldeas; de este modo, la gran mayoría de los nativos era miembro de dos corporaciones. En Cabo Desolación, por ejemplo, Vladimir Afanasi pertenecía a la enorme Corporación Regional de la Vertiente Ártica, con vastas propiedades, pero también tenía acciones de Administración Desolation, una diminuta empresa que se encargaba de los asuntos comerciales de la aldea. En los primeros tiempos del nuevo régimen comprendió claramente que, a veces, los intereses de la pequeña empresa no coincidían con los de la corporación, de la cual formaba legalmente parte. Un día dijo a sus amigos, mientras cazaba morsas en el hielo:

—Haría falta un ingeniero del MIT (Massachusetts Institute of Technology) y un administrador de la Escuela de Comercio de Harvard para desenredar estos embrollos.

Aunque había estudiado dos años en la Universidad de Alaska, situada en Fairbanks, se sentía incapaz de trazar el curso que debían tomar sus dos corporaciones.

—Y dudo que haya otro esquimal capaz de entenderlas.

Los cazadores de morsas lo pensaron por un rato, mientras contemplaban el mar helado. Por fin uno dijo:

—Dentro de veinte años nuestros chicos pueden aprender, si alguien les da la educación que corresponde.

Y Vladimir respondió:

—Serán los veinte años más interesantes de la historia esquimal.

Cuando los avariciosos abogados y administradores de Los cuarenta y ocho de abajo descubrieron que las tribus nativas de Alaska, con frecuencia iletradas y sin instrucción, tendrían casi mil millones de dólares y toda esa tierra, experimentaron de pronto un apasionado interés por el Ártico. Desde Boston, Tulsa, Phoenix y Los Ángeles comenzaron a aparecer forasteros ansiosos de guiar a los nativos en sus intrincadas responsabilidades nuevas, cobrando por eso sustanciosos honorarios.

Cierto novato, que había terminado el bachillerato en Dartmouth en 1973 y se había graduado en Derecho en Yale, en 1976, no tenía intención alguna de pasarse la vida en Alaska; difícilmente habría pronunciado ese nombre fuera de las clases de geografía elemental. Pero en el verano de 1976, al aprobar los exámenes del colegio profesional con muy altas calificaciones, su padre le dio a elegir entre un coche nuevo o una excursión de caza por el norte del Canadá. Jeb Keeler, que solía recorrer las colinas de New Hampshire en busca de venados, optó por la aventura canadiense. Partiendo desde Dartmouth hacia el norte, aterrizó en la remota Tierra de Baffin, en Canadá, con intenciones de cazar un caribú.

De nada le sirvió adentrarse audazmente en la tundra, al norte del Círculo Polar Ártico. Pero una noche de julio en que la noche no existía, mientras holgazaneaba en el bar de un albergue para cazadores de la ensenada Pond, un hombre grande y rubicundo, vestido con un costoso atuendo de cazador, se sentó a su mesa sin pedir permiso y dijo:

—Se te ve muy triste, hijo.

—Lo estoy. Vine a cazar un caribú y… nada.

El desconocido visitante descargó una palmada contra la mesa, diciendo:

—¡Qué curioso! Yo vine aquí para lo mismo. Y no cacé nada. Me llamo Poley Markham, de Phoenix, Arizona.

—Pero alguien, por aquí, ha cazado un caribú. Allí está, colgado.

—Ése es mío —informó Markham, orgulloso—. Pero para cazarlo tuve que volar hasta la península de Brodeur.

—¿Dónde está eso?

—Al oeste, bastante lejos. —Se reclinó hacia atrás para estudiar su caribú. Luego dijo—: Ése podría ser uno de los animales más importantes que he cazado jamás.

Como Jeb le preguntó qué significaba eso, el de Phoenix pidió bebidas para los dos y se lanzó con entusiasmo a un notable monólogo, con tantos giros inesperados que apasionó al joven:

—Tal como has descubierto, la gente dice que el caribú es muy común, que está por todas partes. Salvo cuando quieres cazar uno. Y no eran nada comunes, por cierto, cuando traté de cazar uno en Alaska. Hace años, en el río Yukón, decidí cazar mis ocho grandes. Ya tenía siete de las cabezas en mi pared, allá en Phoenix, lo que los cazadores llaman «las difíciles». Pero no podía conseguir ese condenado octavo, el más fácil de todos: el caribú.

»¿Los ocho grandes de Alaska? Estupenda mezcla, un desafío para cualquier cazador serio. Los dos tremendos osos: el polar y el americano. Los conseguí en poco tiempo; me costaron mucho esfuerzo, pero los cacé. Después, los dos grandes de tierra: el alce y el buey almizclero del Ártico; difíciles, pero se puede. A continuación, los dos grandes de montaña: la cabra y el carnero de Dall. Con ésos van seis; restan el más difícil y el más fácil: la morsa y el caribú.

»Pues bien, volé hasta un sitio grande, al norte del Círculo Polar Ártico, llamado Cabo Desolación, donde vive un cazador que te recomiendo, por si alguna vez vas allí. Un tipo excelente, esquimal, de nombre ruso: Vladimir Afanasi. Me había ayudado a conseguir el oso polar y ahora me llevaría a cazar la morsa. Cuatro días difíciles, pero derribé una bestia majestuosa; mientras preparábamos la cabeza y los colmillos para embarcarlos le dije sin pensarlo: “Ahora termino con un caribú y ya tendré mis ocho grandes”.

»Mira, recorrí todo el norte de Alaska buscando ese condenado caribú sin ver ninguno. Alguien me dijo que había medio millón de caribúes vagando por Canadá y Alaska, y yo no pude ver uno solo, como no fuera desde un avión, hasta el otro día en la península de Brodeur.

Jeb dijo:

—Usted habla de los ocho grandes de Alaska pero mató su caribú en Canadá.

Y Markham explicó:

—Lo que importa es el animal, no el sitio donde lo cazas. Bien pude haber estado en aguas rusas cuando maté mi oso polar.

Complacido por el interés que el joven Keeler manifestaba por la caza, Markham preguntó:

—¿Dices que acabas de aprobar el ingreso en el colegio profesional? ¿Diplomado en Yale, con buenas calificaciones? Jovencito, en tu lugar ¿sabes lo que haría? Tomaría el primer avión para ir a Alaska. Y ya que te gusta la caza, al llegar allí continuaría viaje hasta Cabo Desolación.

—Mire, apenas estoy en los comienzos y lo que usted dice significa invertir mucho dinero.

—Mucho dinero, sí.

—Nadie gana tanto con la caza. Por el contrario, se gasta mucho.

—¿Y quién habla de cazar?

—Nosotros.

—No —aclaró Markham—. Estamos hablando de Alaska. Después de ganar mucho dinero en Alaska, dedicas las vacaciones a cazar tus ocho grandes.

Mientras escuchaba esas palabras, Jeb Keeler, de veinticinco años, rubio, atlético, soltero, se veía en el hielo de Cabo Desolación, cazando osos o morsas, y en los altos, riscos, rastreando carneros de Dall y hermosas cabras. Lo que no sabía era cómo costearse esas aventuras antes de los cincuenta años.

Entonces el hombre de Phoenix explicó:

—A partir de 1967 trabajé para una comisión del Senado dedicada a estudiar la asignación de tierras a los nativos de Alaska. Me gradué en Derecho en Virginia y siempre me interesaron los asuntos indios. Pero vamos al grano: en 1971 el Congreso aprobó una concesión de tierras tan complicada que ningún ser humano corriente la entenderá jamás, por no hablar de aplicarla.

El mismo día en que entró en vigencia, algunos abogados nos reunimos a cenar y el de más edad alzó su copa en un brindis: «Por la ley que aprobaron hoy. Nos dará trabajo a los abogados por el resto del siglo». Y tenía razón. Tendrías que venir aquí y cortar tu pedazo del pastel.

—¿Y por qué no lo hace usted? —preguntó Keeler, con la franqueza que caracterizaba su conducta, tanto en los cotos de caza como en las aulas.

—Sí que lo hago. Soy asesor de una de las entidades más grandes, frente al Océano Glacial Ártico. Paso tres o cuatro semanas tratando de ordenarles las cosas, emisiones de bonos y demás. Después, tres semanas cazando y pescando. Luego vuelvo a casa, a Phoenix.

—Y ellos ¿pueden pagarle? ¿Unos cuantos esquimales?

—¿No has oído hablar de Prudhoe Bay, hijo? ¡Petróleo! Esos esquimales tendrán tanto dinero que no sabrán qué hacer con él. Necesitan de hombres como tú y como yo para que los orientemos.

—¿De veras?

—A eso me dedico. Y también varios del equipo que trabajaba conmigo en Washington. Las corporaciones de nativos desbordan dinero y los abogados listos como tú y yo tenemos derecho a nuestra parte.

Markham era un hombre alto y obeso, de aspecto fofo. Pero le gustaban los rigores de la caza y solía sorprender a los tipos más atléticos, pues los superaba en resistencia cuando rastreaba al animal deseado. Ahora, continuando con su afición, hizo una propuesta asombrosa:

—Me gustas, Keeler. Veo que sabes de caza y sería un orgullo ayudarte a conseguir el primer caribú. He estado trabajando mucho y disfrutaría de otra excursión. ¿Quieres acompañarme?

Para sorpresa de Jeb, ofreció contratar un guía de la zona con un hidroavión, para volar al norte sobre el mar abierto, hasta la isla de Bylot, donde se podían encontrar caribúes al pie del glaciar. Era un trayecto de gran belleza para quien pudiera disfrutar de los sitios desolados y de sentirse próximo al fin del mundo; mientras volaban sobre la parte principal de la isla, detectaron grandes rebaños de caribúes.

—¿Cómo puede haber tantos aquí y tan pocos cuando yo quiero ver uno? —preguntó Jeb.

—Eso es lo interesante de la caza. Ya verás cuando salgas en busca de tu cabra. —Se volvió para estudiar a su joven compañero—. Vas a cazar los ocho grandes, ¿no? Creo que es el mayor desafío para cualquier cazador.

—¿Y los leones, los tigres, los elefantes?

—Cualquiera puede marchar por la jungla calurosa, en un safari seguro. Pero enfrentarte con el Ártico, con el invierno de Alaska, para conseguir tu oso polar, eso es cosa de hombres.

Cuando aterrizaron, el guía les llevó a una zona donde había visto caribúes con frecuencia, durante las migraciones anuales:

—Cruzan a nado ese canal o esperan a que se congele. Son animales fantásticos.

Al tercer día, cuando se encontraban a cierta distancia de la tienda, dieron con un buen macho, de excelente cornamenta. Jeb estaba a punto de disparar, pero Markham le contuvo:

—Es bueno, pero no es perfecto. Avancemos en silencio hacia allá.

Y al hacerlo encontraron justo lo que ese experimentado cazador esperaba: un macho enorme, de pie junto a un pequeño rebaño. Markham susurró:

—¡Ahora!

Con un disparo perfecto, aprendido en Dartmouth cuando cazaba venados, Keeler derribó su trofeo y trató de asumir una actitud despreocupada, mientras el guía le tomaba una fotografía instantánea junto a él.

Fue esa fotografía la que decidió el futuro de Jeb Keeler. Mientras la examinaba, durante el viaje de regreso a la ensenada Pond, dijo a Markham:

—Me gustaría cazar mis ocho grandes.

Y el otro replicó:

—Si vienes a Alaska, te ayudaré a comenzar. Pero ahora las reglas son algo más estrictas. La gente de Los cuarenta y ocho de abajo, como tú o yo, ya no puede cazar morsas, osos polares ni focas. Están protegidos para asegurar la subsistencia de los nativos.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

Entonces Markham expresó la ley básica de la vida en el norte:

—En Alaska siempre hay maneras de saltarse las normas desagradables que te restringen.

—Me gusta ese desafío —dijo Jeb.

Pero su compañero le advirtió:

—Los empleos bien pagados, en las corporaciones más importantes, ya están ocupados. Pero hallarás muchas oportunidades en las corporaciones de las aldeas, como la de Cabo Desolación. Avisaré a Afanasi de que irás.

Cuando el avión aterrizó, ya estaba acordado que Keeler pondría en orden sus asuntos, se despediría con un beso de las muchachas universitarias y viajaría al norte para ejercer su profesión en Alaska. Pero en el viaje de regreso a Estados Unidos, con la cabeza del caribú en la panza del avión, se desvió hacia New Haven para consultar con el hombre que le había guiado en sus estudios y en los exámenes profesionales. El profesor Katz era uno de esos intelectuales judíos para quienes la ley era una trama de experiencia humana pasada y aspiraciones futuras. Antes de que Jeb pudiera acabar su descripción del acuerdo con los nativos, Katz le interrumpió:

—Seguí el debate de esa ley en el Congreso. Es lamentable que la hayan hecho tan complicada. No hay manera de que esos nativos puedan manejar sus corporaciones y defenderlas contra los codiciosos que vayan desde Estados Unidos.

—¿Usted está de acuerdo con el señor Markham en que necesitan abogados?

—¡Por supuesto que sí! Necesitan orientación, apoyo técnico y meticuloso asesoramiento sobre cómo proteger sus bienes. Un muchacho brillante como usted podría proporcionarles servicios valiosísimos.

—Al parecer, usted aceptaría ese trabajo.

—Sí. Si fuera más joven, por un tiempo. Si usted fuera a Nueva York el próximo otoño e ingresara en un despacho de abogados ¿qué experiencia adquiriría? Una prolongación de lo que le enseñamos en Yale. Eso no tiene nada de malo, pero limita. Si fuera a Alaska, en cambio, tendría que ocuparse de problemas que aún no han sido definidos. Es un verdadero reto, una oportunidad para abrir caminos nuevos.

—Dicho por el hombre de Phoenix parecía excitante. Dicho por usted suena a desafío. Lo voy a pensar.

El profesor Katz se levantó para acompañarle hasta la puerta y le tomó por el brazo, acercándolo hacia sí, como había hecho en las últimas semanas previas a los exámenes:

—Usted ya es un hombre adulto, señor Keeler, pero tiene la exuberancia de la juventud. En una sociedad fronteriza como la de Alaska, eso podía hacerle caer en malas conductas. Allí las leyes son más flexibles para el hombre blanco; las normas se adaptan con más facilidad. Si va para enderezar las cosas, tome precauciones triples para actuar con honor. No conozco otra palabra que exprese esto. No hablo de actuar con honradez, porque la ley se encarga de eso. Ni con astucia, porque eso implicaría torcer las cosas para obtener ventaja. Digo honorablemente, como debe comportarse un hombre de honor.

—Espero haber aprendido eso de usted y de mis padres, señor.

—Uno nunca sabe si lo ha aprendido o no mientras no es puesto a prueba por la realidad.

Fue en estas condiciones que Jeb Keeler abandonó la Costa Este para ir a Alaska, llevando consigo sus dos escopetas de caza, su equipo de acampar y las recomendaciones de sus dos consejeros. Katz, el mentor de Yale, le había dicho: «actúe honorablemente». Markham, su mentor de Phoenix: «Puedes ganar un montón de dinero». Él tenía intenciones de hacer ambas cosas y, entre tanto, conseguir el resto de sus ocho grandes. Para comenzar tenía ya un bonito caribú y un buen diploma de abogado. Lo que necesitaba ahora era cazar los otros siete animales y una oportunidad de aplicar su talento para las leyes a algo constructivo y rentable.

Cuando Jeb llegó a Juneau para presentar sus credenciales de abogado en la capital del estado, descubrió que Poley Markham le había allanado el camino enrolándole como miembro de su firma; eso le permitió eludir los exámenes del colegio local y ponerse a trabajar a los cinco días de pisar el aeropuerto.

Tal como Markham le había advertido, los puestos importantes estaban ocupados, pero dos de las corporaciones nativas mejor administradas, Sealaska de Juneau y la gran Doyon de Fairbanks, encontraron pequeños trabajos para él. En ellos, Jeb aprendió lo básico para trabajar como asesor en Alaska.

Se había desempeñado bien en la defensa de los bienes de la corporación frente a un contrato con una empresa constructora de Los cuarenta y ocho de abajo, y estaba a punto de presentar su factura cuando Markham llegó desde Phoenix, para supervisar una operación en la Vertiente Norte.

—Me gustaría revisar tus papeles —dijo—. Conviene que mantengamos la coherencia. —Y al ver la factura que Jeb se proponía presentar exclamó—: ¡No puedes cobrar esto!

—¿Qué tiene de malo?

—¡Todo! —Con un audaz movimiento de estilográfica, tachó la modesta cifra de Jeb, la multiplicó por ocho y se la devolvió—: Hazla pasar a limpio.

Cuando la nueva factura fue presentada, se le pagó sin demoras.

Mientras viajaba por el estado ejecutando esos pequeños trabajos, Jeb descubrió que Markham había cumplido un largo aprendizaje en esas tareas menores antes de conseguir su puesto actual, en una de las corporaciones más importantes. Al parecer, había estado en todas partes, ofreciendo a esquimales, atapascos y tlingits la ayuda fraternal que las pequeñas empresas necesitaban en esos primeros días. Jeb descubrió que, cuando mencionaba el nombre de Markham en las aldeas pequeñas, los nativos respondían invariablemente con una sonrisa, pues Poley, con su simpatía, había dado a esos aldeanos no sólo orientación, sino un sentido de su propia valía. Los había convencido de que podían administrar esa súbita riqueza. Un fin de semana, estando Jeb en Anchorage por cuestiones profesionales, escuchó atentamente el cuadro que Poley trazaba de la envidiable situación en que se encontraban los abogados de Los cuarenta y ocho de abajo:

—Tomemos la corporación aldeana común, de las que hay más de doscientas. Ellos necesitan hacer ciertas cosas que la ley exige y en la aldea no hay nadie que sepa hacerlas. Deben constituirse en sociedad comercial, y tú sabes cuánto papeleo requiere eso. Luego tienen que organizar la elección de la junta directiva, con papeletas impresas y todo. Pero no pueden hacerlo sin tener antes la lista completa de sus miembros. Y para lograr eso necesitan formularios, direcciones y cartas. Cuando se sabe quiénes tienen derecho a ser accionistas, hay que imprimir las acciones y registrarlas. Y para eso se requiere un abogado.

»Ahora empieza lo divertido, porque la aldea debe identificar la tierra que va a elegir, y eso requiere agrimensores, escrituras legales y registros catastrales. Entonces se organizan auditorías para las cuales se contratan contadores públicos; hay que redactar minutas, organizar asambleas públicas y, lo más complicado, a mi modo de ver, mantener informados al público y a los miembros de las operaciones que realice la nueva corporación.

»Éste es el paraíso de los abogados, y no por obra nuestra, sino del Congreso. Pero ya que es así y el dinero está en el banco, tenemos derecho a obtener nuestra parte. ¿Cuál es nuestra parte? Bueno, si el gobierno dio a las corporaciones casi mil millones de dólares, yo diría que nos corresponde un veinte por ciento.

—¡Pero eso equivaldría a doscientos millones de dólares! —exclamó Jeb—. ¿Lo dices en serio?

—Claro. Si tú y yo no tomamos nuestra parte, algún otro lo hará.

—Tú, personalmente, ¿qué pretendes? En términos reales, quiero decir: ¿Cuánto es posible?

—Entre una cosa y otra, no sacaré menos de diez millones.

—¿Qué quieres decir, Poley, con eso de «entre una cosa y otra»?

—Oh, nada, nada. Es el modo en que se hacen estos tratos. Pero tengo algunas cosas interesantes al norte del Círculo Polar Ártico.

Jeb comprendió entonces que jamás tendría una imagen clara de cómo obraba ese hombre corpulento y amistoso. Cuando estaba a punto de deducir que los manejos de Poley rondaban los límites de la legalidad, el abogado de Phoenix le echó un brazo al hombro y dijo, riendo:

—Tendrías que seguir mi regla: «Si hay en juego ocho céntimos, deja un reguero de recibos firmados».

—No tengo intenciones de robar.

—Tampoco yo, pero dentro de tres años algún cerdo tratará de probar que lo has hecho.

Más tarde, al reflexionar, Jeb cayó en la cuenta de que Poley no había dicho directamente, como el profesor Katz: «No hagas nada deshonroso». Lo que decía era: «Hagas lo que hagas, deja un montón de papeles para demostrar que no lo hiciste». Pero Poley desvió su atención de estos eufemismos morales chasqueando los dedos y haciendo una pregunta súbita:

—¿Has ido al norte para ponerte en contacto con Afanasi? ¿No? ¿Cómo van tus ocho grandes?

—Sólo tengo el caribú que me ayudaste a cazar.

—Bien. Iremos a Desolation para tratar de conseguir tu morsa.

—¿No dijiste que cazar morsas era ilegal para la gente como nosotros?

—Sí y no.

Poley insistió en que Jeb ordenara su escritorio y le acompañara a Barrow, donde le presentó a Harry Rostkowsky y a su maltrecho Cessna 185 monomotor.

—¿Vamos a viajar en eso? —preguntó Jeb.

Y Poley replicó:

—Como siempre. Y dentro de dos semanas volveremos en eso con tu cabeza de morsa.

Cuando Jeb supo que la distancia entre Barrow y Desolation era de sólo sesenta kilómetros, tuvo la esperanza de evitar el viaje en el cacharro de Rosty, pero una vez en vuelo Poley le señaló la desnuda tundra de abajo, sin un árbol a la vista: kilómetros y kilómetros de montículos, pantanos y lagos poco profundos:

—Allí abajo no hay carreteras. Probablemente no las haya nunca. Aquí vas en avión o no vas.

Para preparar el aterrizaje en Desolation, Rostkowsky se alejó bastante sobrevolando el mar y descendió hacia la aldea, compuesta por unas treinta casas, una tienda y una escuela en construcción. Jeb notó, asombrado, que había allí cientos de hectáreas sin utilizar, pese a lo cual la población se asentaba precariamente en el extremo sur de una saliente expuesta al mar por un lado y a una gran laguna por el otro.

—¿Cómodo, no? —gritó Rostkowsky, mientras pasaba dos veces a baja altura para alertar a los aldeanos.

Luego descendió hábilmente en la pista de grava y rodó hasta el grupo que empezaba a formarse. Antes de que sus pasajeros pudieran abandonar el avión, abrió la ventanilla y arrojó afuera dos bolsas de correspondencia y varios paquetes; luego abrió la portezuela y dijo a sus pasajeros:

—Sí. Con la ayuda de Dios, lo logramos otra vez.

Cuando los habitantes de Desolation vieron bajar a su viejo amigo, Poley Markham, empezaron a adelantarse en silencio, pero nadie hizo ningún gesto de bienvenida entusiasta. «Si tratan con tanta reserva a un viejo amigo se dijo Jeb, ¿cómo saludarán a alguien que no les guste?». Pero al mirar más allá, hacia las pobres casas de esa primera aldea esquimal, vio a un lado a un hombre bajo y rechoncho, de unos cuarenta y cinco años, cuya cabeza descubierta exhibía el pelo gris cortado a lo Julio César, peinado hacia adelante sobre la frente oscura.

—¿Ése es Afanasi? —preguntó, asestando un codazo a Poley.

—Sí. No es ningún Adonis.

Cuando todos los aldeanos hubieron saludado a Markham, que había realizado muchos servicios caritativos para esa población, los dos hombres se acercaron al esquimal que iba a acompañarlos a cazar la morsa.

—Te presento a mi joven amigo Jeb Keeler —dijo Poley—. Es abogado.

—¿No conoces a nadie que se gane la vida trabajando? —preguntó Afanasi, y los dos hombres rieron.

En los días siguientes, Jeb descubrió que ese esquimal silencioso y capaz, dueño del único camión de la ciudad, tenía veinte características peculiares:

—¿Estudiaste dos años en la universidad?

—Sí.

—¿Y pasaste dos años trabajando en Seattle?

—Sí.

—¿Y recibes la revista Time?

—Sí, con tres semanas de retraso.

—¿Y eres el presidente de la junta escolar local?

—Sí.

Luego, la pregunta que desconcertaba a Keeler, pero a Afanasi no:

—¿Y sin embargo, prefieres vivir según las viejas tradiciones de subsistencia?

Al pronunciar esa palabra, de tremenda importancia, Jeb Keeler se catapultó directamente hacia el corazón de la Alaska contemporánea, Pues se había iniciado una gran batalla, que se prolongaría por el resto del siglo, entre los nativos, que aceptaban como inevitable el comprar casi todos sus alimentos enlatados, pero también deseaban mejorar su suerte cazando de vez en cuando una foca o un caribú a la manera antigua, y las fuerzas del gobierno y la modernidad, deseosas de inculcar a los nativos un modo de vida urbano y una economía basada en el dinero. En los salones del congreso, la lucha había sido descrita como perpetuación de las reservas contra evolución hacia la corriente principal. Si bien esta disyuntiva era importante para los indios de Los cuarenta y ocho de abajo, en Alaska, que formalmente nunca había tenido reservas, no ocurría lo mismo. Aquí la lucha se manifestaba como una elección entre la subsistencia antigua y la urbanización moderna. Afanasi, que había experimentado lo mejor de ambos sistemas, trataba de ser ecléctico:

—Quiero penicilina y radio, pero también encuentro una gran satisfacción espiritual en el viejo modo de subsistencia.

Y Jeb quedó cautivado al enterarse de lo que eso significaba:

—Si va a trabajar en Alaska, señor Keeler, oirá hablar mucho de la subsistencia, de modo que le conviene conocer las definiciones. En Los cuarenta y ocho de abajo, según me dicen, significa sólo arreglarse con la ayuda de lo que da el gobierno. Subsistir dentro de la pobreza. En Alaska, la palabra tiene un significado muy diferente. Se refiere a nobles patrones de vida que se remontan a veintinueve mil años atrás, a la época en que todos vivíamos en Siberia y aprendimos a sobrevivir en el ambiente más difícil del mundo.

El modo en que Vladimir empleaba esa extraña palabra y su vocabulario en general hicieron que Keeler preguntara:

—¿Tú eres esquimal? Tienes un vocabulario muy amplio.

Afanasi se echó a reír:

—Soy uno de los esquimales más puros que se pueden encontrar en estos tiempos.

Eso instó a Keeler a preguntar:

—Pero ¿y tu nombre ruso?

—Retrocedamos cinco generaciones, contando la mía. Eso no es difícil si se es esquimal. Un siberiano se casó con una aleuta; tuvieron un hijo que se convirtió en el conocido padre Fyodor Afanasi, faro espiritual del norte. Ya bastante maduro, éste se casó con una atapasca de cierto puesto misionero en el que había trabajado. Su iglesia le envió aquí para que cristianizara a los esquimales paganos, que se apresuraron a asesinarle. Su hijo Dmitri también se convirtió en misionero, al igual que el hijo de éste, mi padre. En cuanto a mí, la obra misionera no me gusta. A mi modo de ver, nuestro problema era el desafío del mundo moderno. Pero ¿usted me preguntó qué ascendencia tenía? Un dieciseisavo de ruso, sin que sepa una sola palabra de ese idioma. El mismo porcentaje de aleuta, igualmente ignorante al respecto. Un octavo de atapasco, y tampoco domino una palabra de ese lenguaje. Esquimal puro en tres cuartas partes, pero cuando digo que doce de mis antepasados eran esquimales puros sólo Dios sabe lo que eso significa en realidad. Tal vez hubo allí sangre de algún marinero de Boston, tal vez algo de noruego.

»Pero sea como sea, soy un esquimal comprometido con una vida de subsistencia. Quiero ayudar a que mi aldea cace una o dos ballenas por año. Quiero cazar osos polares y morsas cuando sea posible. Quiero dos o tres alibúes, cuando aparezcan en estampida. Y también vivimos de patos, gansos, algas, salmones. Y lo que más importa en estos días: quiero andar mucha tierra adentro para obtener el alimento que necesito. Y eso me pone en conflicto con los cazadores forasteros como usted. No quiero que usted venga hasta aquí y cace mis animales como trofeo, para llevarse la cabeza al sur y dejar el cuerpo aquí, pudriéndose.

Era un suscinto resumen de lo que significaba la subsistencia para los esquimales, aleutas y atapascos, el mejor que Keeler podía oír. En días subsiguientes, mientras se alejaba entre los témpanos con Markham para cazar morsas bajo las directivas de Afanasi, su respeto por ese tipo de vida se fue intensificando. Una noche, mientras preparaban la cena en una tienda armada a cinco kilómetros de tierra firme, comentó:

—Siempre me he considerado cazador. Cuando era chico, conejos. En New Hampshire, un venado. Pero tú eres un cazador de verdad. Si no cazas, pasas hambre.

—No del todo —observó Afanasi—. Siempre tengo la posibilidad de ir a Seattle o a Anchorage y emplearme en una oficina. Pero ¿hasta qué punto es una opción viable para un esquimal? ¿Para alguien como yo, que sabe lo que significa estar aquí fuera, en pleno hielo? Vuelva usted cuando salgamos a cazar ballenas y verá que toda la aldea participa en la ceremonia de agradecimiento a la ballena cazada. Después, mientras troceamos la carne, hasta las mujeres más viejas se ponen de pie para recibir su parte de lo que el mar nos ha regalado: la grasa de ballena, la esencia de la vida.

En el cuarto día sobre el hielo, cuando estaban ya en el límite más alejado, con el azul del agua abierta visible a la distancia, Poley Markham divisó algo que podía ser una morsa trepando al hielo. Afanasi enfocó aquello con sus prismáticos y confirmó el avistamiento. Luego, con una destreza aprendida de sus tíos esquimales, guió a su equipo de modo tal que Jeb Keeler, el miembro más joven, pudiera clavar una bala en el cuello de la gran bestia. Pero en el momento en que Jeb disparaba, Afanasi y Markham lo hicieron también, desde bastante más atrás, para asegurarse de que el animal no quedara herido y pereciera en las profundidades. Los tres disparos se sincronizaron tan bien que Jeb no se percató de la medida. Corrió hacia la bestia caída con tanto entusiasmo como si él solo hubiera matado a ese admirable espécimen, pero apenas hubo llegado junto a la presa cuando Afanasi inició el regreso, a fin de informar a los aldeanos que habían cazado una morsa.

Ir a la siguiente página

Report Page