Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Esa noche, Jeb y Poley permanecieron en el hielo para proteger la presa. Por la mañana los despertó un grupo de aldeanos, hombres y mujeres, que habían venido a trocear la morsa para llevar a casa su nutritiva carne. Fue un día triunfal; hasta los niños participaban del regocijo. Cuando se distribuyó la carne, varios de los pequeños corrieron a llevar porciones a los enfermos que estaban en cama. Por la tarde hubo baile; la cabeza y los enormes colmillos de la morsa ocupaban el sitio de honor, pero entonces una sombra descendió sobre las celebraciones, pues un joven esquimal se acercó a Keeler y dijo:

—Usted sabe, no puede llevarse la cabeza.

—¿Que no puedo?

—Es la ley. Matar morsas no deporte.

Jeb quedó tan sorprendido que corrió hacia Poley Markham; le encontró bailando una especie de jiga con una anciana esquimal y su esposo; los tres anadeaban como patos en tierra.

—Me dicen que no puedo llevarme la cabeza a Anchorage.

—Eso dice la ley —confirmó Markham, dejando de bailar.

—¿Para qué vinimos, pues? ¿Sólo para decir que matamos una morsa?

—No tenemos por qué obedecer la ley.

—No quiero problemas. ¡Un abogado que apenas comienza su carrera!

—Ahora es el momento para aprender cómo debes arreglarte con las leyes estúpidas que los legisladores insisten en promulgar —replicó Poley.

Cuando la cabeza de la morsa apareció misteriosamente en el apartamento que Jeb ocupaba en Anchorage, el joven abogado la colgó en el sitio de honor, sin preguntar cómo había llegado hasta allí.

Al trabajar con las diversas corporaciones aldeanas en toda Alaska, Jeb observó dos hechos: dondequiera que había manejos financieros turbios, se podían ver las sutiles maquinaciones de Poley Markham, el mago de Virginia, Phoenix y Los Ángeles. Pleitos contra una corporación, procesos legales en beneficio de otra, demandas de terceros para proteger determinada corporación grande, defensas de terceros para trastornar las esperanzas de otra más pequeña: en todas esas batallas legales estaba enredado Poley, hasta tal extremo que aquel hombre parecía no tener ninguna base moral. Su única función, por lo visto, era generar disputas entre las corporaciones nativas y litigar por ellas, cobrando siempre honorarios tan desorbitantes que, según se rumoreaba, estaba ganando alrededor de un millón de dólares por año, aunque pasaba en Alaska apenas tres o cuatro meses de cada doce. Era una prueba viviente de que, como se había dicho en 1971, la Ley de Concesiones era «una bonanza para los abogados», sobre todo si no tenían escrúpulos morales, como Poley Markham.

Pero al mismo tiempo, cada vez que Jeb aceptaba la ayuda de Poley para cazar el siguiente de sus ocho grandes, descubría en él la imagen de la generosidad y del buen deportista.

—¿Por qué malgastas un tiempo precioso ayudándome a cazar una cabra de montaña? —le preguntó Jeb un día, mientras escalaban las altas montañas tras el valle de Matanuska.

—Me encantan los sitios altos —replicó Poley—. La caza. Me divertí tanto viéndote derribar a ese carnero de Dall como al cazar el mío.

Al cazar, no permitía atajos; con él no se alquilaban helicópteros para llegar a los puntos elevados, no. Se iba tras él jadeando por cuestas empinadas, en las que parecía incansable, y se aguardaba en el sitio por donde podían pasar las huidizas bestias. Se esperaba, siempre al abrigo del viento, donde las cabras podían estar escondidas, y se helaba. Cuando volvía tambaleante, sin haber visto siquiera una cabra, apreciaba el gran respeto que Poley tenía hacia los animales y la emoción de perseguirlos.

—De todos los ocho grandes —dijo una noche, después de haber perseguido inútilmente a las cabras—, creo que lo más excitante fue cazar la cabra.

—¿Aun más que el oso polar? —preguntó Jeb, que había matado a un gran oso americano bajo la dirección de Poley, pero aún no tenía su oso Polar.

—Creo que sí. Para cazar un oso polar basta con persistir. Salir a los témpanos de hielo. Y con el tiempo se consigue. Pero con la cabra de montaña hay que trepar tanto como ella. Hay que tener el paso igualmente firme y ser un poco más inteligente. No es tarea fácil. —Después de cavilar un momento, añadió—: Tal vez porque es un animal tan bonito. Se te corta la respiración cuando ves una cabra en la mira. Tan bella, tan pequeña, tan alta en la montaña. —Se dio una palmada en el muslo, echó más leños al fuego, concluyó—. Aplica la prueba de atención. Allá en mi albergue de Phoenix te estuve observando. Las cabezas de mis ocho grandes estaban en las paredes, pero ¿cuál mirabas con más frecuencia? A esa espléndida cabra blanca. Como si representara la verdadera Alaska.

En tres extensas expediciones a diversas montañas, Jeb y Poley no tuvieron ninguna cabra a tiro; por eso los ocho grandes de Keeler se mantenían en seis: el caribú, el buey almizclero, el oso americano, la morsa, el carnero de Dall y el alce, en ese orden; faltaban el oso polar y la huidiza cabra de montaña.

—Ya los conseguiremos —juraba Poley. Y su insistencia en que le ayudaría le mantenía siempre cerca del joven. Eso, a su vez, lo llevaba a ceder más asuntos legales a Jeb. Por ejemplo: cuando la corporación basada en la isla de Kodiak cayó en espantosas batallas legales sobre el derecho a constituir el directorio, Poley estaba muy ocupado con las empresas petroleras que explotaban las enormes reservas de Prudhoe Bay y no podía prestar plena atención a los diversos pleitos por apoderado. Entonces pasó el lucrativo caso de Kodiak a Jeb, quien empleó en él la mayor parte de un año y cobró casi cuatrocientos mil dólares por resolver un problema que nunca debería haber surgido. Al terminar el tercer año como asesor de las corporaciones nativas en sus riñas intestinas, comprendió que antes de cumplir los treinta años sería millonario.

Su mayor ganancia se produjo cuando Poley le hizo participar en las intrincadas batallas legales centradas en el gran campo petrolífero de Prudhoe Bay. Voló hasta ese remoto sitio del Ártico, caminó por los témpanos que le mantenían encerrado durante diez meses al año y observó a los hombres de Oklahoma y Texas, que mantenían los taladros en funcionamiento veinticuatro horas al día. Su primera visita a Prudhoe se produjo en enero, cuando no había luz diurna, y su cuerpo no supo indicarle cuándo era hora de dormir. Fue una experiencia extraña, acentuada por su visita al equipo de California que proveía a los hombres de alojamiento y comida:

—Hemos descubierto que, para retener aquí a trabajadores de lugares como Texas, tenemos que proporcionarles tres lujos. Un buen salario, de unos dos mil dólares por semana, digamos. Películas veinticuatro horas al día, para que puedan entretenerse cuando termine su turno de trabajo. Y mesa de postres.

—¿Qué es eso? —preguntó Jeb.

El concesionario de California le explicó:

—Mantenemos la cafetería abierta las veinticuatro horas, con desayuno y comida que servimos en cualquier momento. Pero lo que hace tolerable la vida es la mesa de postres.

Llevó a Jeb hasta una amplia zona, en un extremo del comedor. Allí, en algo de tamaño similar al de una mesa de billar, había no menos de dieciséis postres, de los más apetitosos que Jeb hubiera visto en su vida: pasteles, tortitas de pacana, bizcocho, natillas, ensaladas de frutas.

—Ahí está lo que más les gusta —dijo el concesionario.

Junto a la mesa, rodeados de hielo, había seis envases de acero de cincuenta litros, llenos de helado en otros tantos sabores diferentes: vainilla, chocolate, fresa, pacana, cerezas y una maravillosa mezcla llamada tuttifrutti. Y para darle mayor atractivo al sector, en dos enormes platos, junto a las latas de helado, se amontonaban galletitas de chocolate y avena.

—¡Vea! —dijo el concesionario de Califórnia, con cierto orgullo—. Ese grandullón ha cenado por tres hombres normales, pero ahora atacará la mesa de postres.

El petrolero texano tomó una porción de pastel, otra de bizcocho, un inmenso cuenco de helado tuttifrutti y seis galletas de chocolate.

—Mientras se les mantenga la panza satisfecha —explicó el californiano— estarán contentos. Las galletas fueron la gran solución. El helado ya lo esperaban, pero las galletas les parecieron una atención extra. —Y añadió, con criterio profesional—: Los hombres golosos siempre escogen las de chocolate. Los que cuidan la salud prefieren las de avena.

En su segundo viaje para atender los problemas legales de Prudhoe, Jeb fue en compañía de Poley Markham. Los dos abogados vivieron entonces una de las aventuras más espantosas de su existencia. Era el mes de marzo y la luz diurna había vuelto al Ártico. Sin embargo, como suele ocurrir con la aviación, eso resultó más un estorbo que una ayuda. El piloto supo, por su radio guía, que se estaba aproximando a Prudhoe e inició el descenso, pero la luz disponible era de un gris plateado y, con la nieve que levantaba el viento, toda la visibilidad se transformó en una exquisita pintura al pastel, sin horizonte, cielo ni pista de aterrizaje nevada. No había tiempo, estación ni hora del día, nada discernible: sólo esa misteriosa, encantadora y tal vez fatídica claridad.

Incapaz de saber si la tierra estaba arriba, abajo o a los lados, el piloto no podía o no deseaba deducir, por sus instrumentos de vuelo, dónde estaba ni a qué altura. Entonces disminuyó drásticamente la potencia y trató de descender. Cuando estaba cerca del suelo, Poley Markham aulló:

—¡Excavadora!

Y en el último instante el piloto se elevó, en un impulso tremendo, esquivando apenas una enorme excavadora negra, aparcada a seis metros de la empobrecida pista.

Descompuestos de miedo, piloto y pasajeros volaron en círculos, en un gris sin definiciones. Poco a poco, la omnipresente e ineludible fuerza de gravedad empezó a hacerse sentir y, con la ayuda de sus instrumentos, el piloto estableció su posición con respecto al suelo nevado que debía estar abajo. Después de alejarse sobre el océano helado, se concentró en la radio guía, diciendo a Markham y a Keeler:

—Manténganse alertas. Las señales son fuertes y claras, gracias a Dios.

Y el avión, tímidamente, avanzó a tientas por ese mortífero gris. «En un libro de cuentos, hace años, vi una imagen como ésta —pensó Jeb—. El héroe se aproximaba a un castillo con la visera del yelmo baja, sin ver nada. Y había una niebla, una bonita niebla gris».

¡Cristo! El campo nevado estaba quince metros más arriba de lo que el Piloto había calculado. El avión chocó cuando aún estaba en posición de vuelo, rebotó en el aire y cayó nuevamente diez metros antes de lo debido; rebotó otra vez y rodó hasta detenerse, tambaleándose. Cuando la tripulación de tierra llegó en un jeep de ruedas inmensas, el conductor gritó:

—La tierra subió hacia ti, ¿eh?

—Ya lo creo —reconoció el hombre. Y el otro le alentó:

—No ha pasado nada.

Ese día, después de la comida, Jeb se sirvió un enorme plato de tuttifrutti con cuatro grandes galletas de avena.

Jeb ganó sumas enormes con su trabajo como abogado en Prudhoe; en adelante, cada vez que se encontraba con Poley Markham, en las poco frecuentes visitas de éste a Alaska, le decía:

—Aún no hemos cazado la cabra.

Y Poley le recordaba:

—Yo tardé tres años en conseguir la mía. No te apresures.

Jeb descubrió así que él y Poley tenían actitudes muy diferentes.

—A ti te gusta la caza, ¿no? Yo, en cambio, quiero completar mis ocho grandes y terminar con eso.

Poley le advirtió:

—Nunca se termina. El mes pasado llevé a un muchacho a cazar a la isla Baranof, donde está Sitka. Atrapar esa cabra fue tan divertido como cuando salí por primera vez.

Un día, Jeb le dijo:

—Me han contado, Poley… Algunos hombres de Barrow, blancos, esquimales, hablan de los trabajos que estás haciendo allí. ¿Qué pasa?

Por primera vez en esa agradable y provechosa relación, Poley no se limitó a mostrarse evasivo, como lo hacía cuando no deseaba responder a una pregunta directa, sino casi furtivo y nervioso, como si se avergonzara de lo que había estado haciendo:

—Oh, allí están pensando a lo grande. Necesitan asesoramiento.

No dijo más, pero en los meses siguientes Jeb vio cada vez menos a su mentor. En Anchorage y ocasionalmente en Prudhoe comenzaron a aparecer recién llegados de Los cuarenta y ocho de abajo, difíciles de identificar o de localizar en el escenario de Alaska. Si uno veía, en el aeropuerto de Fairbanks, a tres hombres que parecieran petroleros de Oklahoma o de Texas, se podía apostar a que iban hacia la Prudhoe Bay o pensaban abrir un restaurante de comida rápida en Fairbanks para los trabajadores de los pozos petrolíferos que salían de vacaciones. Pero los visitantes de Poley Markham eran muy diferentes entre sí: un constructor de carreteras proveniente de Massachusetts, un contratista de California del Sur, el director de una planta eléctrica de Saint Louis. Y todos ellos, al parecer, iban al norte del Círculo Polar Ártico.

Después, Markham desapareció por unos seis meses; llegaron rumores de que estaba en Boston, metido en negocios con bonos de enorme magnitud:

—Recibí una carta de un amigo que está relacionado con un pequeño banco de Boston. Dice que Markham, y daba el nombre completo, estaba maniobrando para conseguir una emisión de bonos de trescientos millones. Mi amigo no sabía para qué.

Ése fue el segundo descubrimiento que Jeb Keeler hizo con respecto a su amigo: Poley estaba realizando negociaciones muy delicadas, relacionadas con ciertos funcionarios de Barrow, y las sumas en juego eran descomunales. Al principio Jeb creyó que, de algún modo, Poley y sus compinches habían descubierto un nuevo yacimiento petrolífero, pero sus contactos en Prudhoe le dijeron:

—Imposible. Nosotros lo sabríamos antes de que pasaran seis horas.

—¿Qué hace?

—Quién sabe…

Pero luego el petrolero sugirió:

—Mira, Keeler, ese yacimiento de Prudhoe inyecta sumas enormes a la vertiente Norte. Impuestos, salarios… Allí circula mucho dinero. Y Markham siempre ha sido de los que se sienten atraídos por la riqueza.

—También yo —dijo Jeb, a la defensiva. Y ustedes. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría en este lugar dejado de la mano de Dios.

—Sí —reconoció el director petrolero, en tono reflexivo—, pero tú y yo parecemos trabajar dentro de límites definidos. Markham no.

Durante casi un año, Jeb no tuvo posibilidades de interrogar a Poley, pues éste pasó casi todo ese período en Los Ángeles y Nueva York, buscando financiación para las enormes operaciones que se llevaban a cabo al norte del Círculo Polar Ártico. Pero un día, mientras Jeb resolvía un problema legal en Prudhoe, recibió de Markham una carta urgente: «Espérame el viernes en Anchorage. Tal vez podamos cazar tu cabra». Excitado, Jeb voló al sur con un avión ARCO, donde encontró a Poley esperándole en una suite del nuevo Hotel Sheraton:

—Un hombre me avisó por teléfono que se ha visto a un gran rebaño de cabras en las montañas de Wrangell. Vamos.

Llegaron en coche hasta Matanuska y continuaron hasta Palmer, donde ambos adquirieron licencias de caza para no residentes por sesenta dólares cada una. Jeb compró también, por doscientos cincuenta más, el rótulo metálico que debería atar al cuerpo de cualquier cabra que matara. Por fin, en un pequeño avión que Markham había utilizado algunos años antes para cazar la suya, volaron entre las colinas bajas, al pie de la gran cordillera Wrangell, de cuatro mil ochocientos metros. El piloto, siempre dispuesto a ganar algunos dólares más, sugirió que podía dejar a los dos hombres bien arriba en las montañas, donde probablemente estarían las cabras, pero Poley no quiso saber nada de eso:

—Déjenos donde la ley lo ordene.

Y una vez en tierra, con su tienda y sus escopetas, abrió la marcha hacia la boca del valle donde se habían visto las cabras.

Cuando llegaron al extremo cerrado del valle, Jeb miró hacia atrás y vio una de las escenas más encantadoras de su existencia como cazador: un rebaño compuesto por más de noventa hembras con sus crías (sin un macho a la vista), pastando en las cuestas rocosas, donde se intercalaban bandas de suculenta hierba. Un espectáculo como ése, con las pequeñas cabras retozando a la luz del sol bajo la vigilancia de sus madres, con el pelaje de una blancura reluciente, los cuernos oscuros y las montañas alzándose protectoramente, hacía que valiera la pena dedicarse a la caza.

—Maravilloso —susurró Jeb, al acercarse al rebaño. Pero luego se impuso su instinto de cazador—: ¿Dónde están los machos?

—Escondiéndose más arriba.

Y Markham, aunque tenía quince años más que Jeb, tomó la delantera por la empinada cuesta que les llevaría a las laderas del monte Wrangel, trescientos metros por encima del lugar en que estaban las hembras.

—Para cazar un macho —explicó por tercera vez, puesto que Jeb no había cazado ninguno en las dos excursiones anteriores—, la treta consiste en situarse por encima de ellos. Como siempre están alertas a cualquier peligro que pueda llegar desde abajo, podremos descender hacia ellos.

Ese día, la táctica no dio resultado. Terminada la temporada de celo, en el mes de diciembre, los machos formaban grupos de dos o de tres, por lo que detectaron con facilidad a los cazadores y se pusieron fuera del alcance de las escopetas. Al ver que se alejaban, Markham dijo:

—Es extraño, ¿no? En la temporada de celo luchan furiosamente entre sí. Se abren grandes heridas con esos cuernos afilados y llegan a matarse, si es necesario. Pero cuando desaparece la pasión… grandes amigos. Tres semanas de combates y apareamiento, cuarenta y nueve paseando del brazo.

—Me gustaría que algunos pasearan del brazo frente a mí.

—A propósito, Jeb, para ti ¿cuándo comienza la temporada de celo?

Mientras descendían trabajosamente por el valle, pasando junto al estupendo grupo de blancas hembras con sus crías, Jeb respondió:

—En Dartmouth solía pasar el fin de semana con mujeres muy bonitas.

—Ah, ¿con chicas?

—Las que yo invitaba no querían que se las tratara de «chicas». Lo decían con toda claridad: «Sois hombres, no muchachos. Y nosotras somos mujeres, no chicas».

—Es difícil vivir con una chica así. Ya lo he visto.

—Son las únicas con las que un tipo como yo puede vivir —aseguró Jeb.

Poley se echó a reír.

—Nunca es fácil, hijo. Aunque las reglas hayan cambiado mucho, nunca es fácil.

—¿Estás divorciado?

—¡Ni pensarlo! Eso lleva a la bancarrota. Mi esposa vive en Los Ángeles, asiste a las funciones culturales de la universidad y, aunque esto te horrorice, también se encarga de administrar nuestro dinero.

—En Prudhoe dicen que te estás forrando con lo de la Vertiente Norte.

—Los esquimales necesitan orientación. Merecen el mejor asesoramiento que puedan conseguir y yo se lo proporciono.

—¿Haciendo emitir bonos, entablando pleitos falsos y ejerciendo influencias en el Congreso, por ejemplo?

—Si Estados Unidos dice que es hora de olvidarse de la grasa de ballena y pasar al mundo moderno, alguien tiene que enseñarles a hacer el cambio.

El asunto quedó así. En los dos días restantes no pudieron acercarse a un solo macho cabrío, pero se mantuvieron en contacto con las hembras Y las crías. Como no volvieron a hablar de ello, Jeb sabía ahora tanto de aquel asunto como antes de iniciarse la cacería. Pero mientras guardaban el equipo, a la espera del avión que les llevaría de regreso a Anchorage, Poley dijo:

—Podrías hacerme un gran favor, Jeb, y a ti mismo. Vladimir Afanasi me ha pedido que vaya a Desolation a resolver los problemas de su corporación aldeana. La verdad es que no tengo tiempo, pero estoy muy en deuda con Vlad. ¿Por qué no vas tú y te ocupas de lo necesario?

—Me gustaría volver allí —dijo Jeb—. Tal vez consiga mi oso polar. Parece casi imposible hacerse con una cabra de éstas.

—Hay un problema, Jeb. Yo nunca cobro a Afanasi por la ayuda que le presto. Con ese tipo de obras caritativas conservo la decencia. No quiero que tú le cobres tampoco. Pero como ningún abogado debe trabajar gratuitamente, pásame la factura a mí.

Cuando el avión sobrevoló el majestuoso glaciar Matanuska, rumbo a Anchorage, Markham le entregó el primer cheque por diez mil dólares.

En los primeros años del estado de Alaska, varios grupos opuestos de ciudadanos estadounidenses viajaron al norte en busca de aventuras y riqueza. Con el descubrimiento de petróleo en Prudhoe Bay, en 1968, de Oklahoma y Texas llegaron en torrentes trabajadores que ganarían salarios altísimos a las orillas del mar de Beaufort, brazo helado del Océano Glacial Ártico. Entre ellos se destacaban los abogados y comerciantes, como Poley Markham y Jeb Keeler, que con frecuencia hablaban de radicarse allí definitivamente, pero nunca lo hacían. En 1973, cuando el presidente Nixon autorizó la construcción de un gigantesco oleoducto entre Prudhoe Bay y Valdez, una multitud de obreros de la construcción llegó a Fairbanks, desde donde trabajarían hacia el norte y hacia el sur para realizar ese milagro de la ingeniería. Y es ahora cuando la familia Flatch, de Matanuska, entra de nuevo en escena.

LeRoy, el hijo aviador, estaba deseoso de participar, pero justo cuando las compañías petroleras de Prudhoe solicitaban con urgencia aviones locales que sirvieran de transporte (había repuestos que se necesitaban de inmediato, visitantes encumbrados que se debían trasladar desde Fairbanks, obreros heridos que evacuar), LeRoy tuvo la mala suerte de estrellar su Waco YKS-7 de postguerra y no pudo participar de la bonanza.

Con cierta preocupación, averiguó si había en la zona algún avión adecuado para trabajar en Alaska; debía tener el revolucionario adelanto de patines permanentes con ranuras para bajar las ruedas. Lo mejor que pudo enContrar fue un Cessna-185 de cuatro plazas, nuevo, al altísimo precio de cuarenta y ocho mil dólares, muy por encima de sus posibilidades. Entonces reunió a su familia para decir:

—Necesito ese Cessna. Estamos perdiendo una fortuna todos los días.

Su esposa le sugirió que tratara de obtener un préstamo bancario, pero él temía que fuera imposible, pues acababa de estrellar su única garantía. Y al parecer, sumando los ahorros de todos los Flatch (el matrimonio mayor, LeRoy y su esposa Sandy, la hermana Flossie y su marido, Nate Coop), no alcanzarían siquiera para el pago inicial.

Pero entonces se produjo el milagro de Prudhoe, pues se necesitaban allí tantos trabajadores que hasta Elmer Flatch, lisiado y con más de setenta años, fue reclutado para pagar los jornales de la empresa petrolera. A Sandy Flatch la emplearon como coordinadora en el puesto de Fairbanks, encargada de que los obreros y sus materiales llegaran pronto a Prudhoe. Pero fueron Flossie y su esposo, el enamorado de la naturaleza, quienes recibieron los mejores cargos.

—El administrador vino especialmente a vernos —explicó Nate—. Había estado cazando en nuestro albergue y recordaba lo bien que Flossie se entendía con los osos y los alces. Nos ofreció un trato que no os podéis imaginar. Nos dijo: «Los fanáticos de la naturaleza comienzan a importunarnos por el futuro del caribú. Dicen que, si construimos ese oleoducto justo en medio de las rutas de emigración, los caribúes quedarán separados de su hábitat natural y morirán todos». Quiere que trabajemos con los naturalistas de la universidad para hacer lo posible por ayudar a los caribúes.

Debían comenzar inmediatamente a trabajar. Los diversos miembros de la familia Flatch podían ahorrar casi todo lo que ganaban, pues además del sueldo tenían cubiertos los gastos de alimentación, alojamiento y transporte a sus puestos.

Entonces LeRoy no tuvo problemas en pedirles un préstamo a todos ellos, volar a Seattle, retirar su flamante Cessna 185 con patines permanentes y ruedas retráctiles y regresar con él a Fairbanks, donde se convirtió en el piloto más activo de la operación Prudhoe. Puesto que la empresa cubría sus gastos de mantenimiento y combustible, en el primer año tuvo una ganancia neta de ciento sesenta y cinco mil dólares. Una noche, mientras Hilda Flatch sumaba los ingresos de su familia, que administraba por todos, rompió en una carcajada.

—¿De qué te ríes tanto? —preguntó su esposo.

Y ella respondió:

—¿Recuerdas lo que nos advertían cuando pasábamos hambre en Minnesota? «Si te vas a Alaska no podrás cultivar nada y te comerán los osos polares».

Eran esos salarios los que atraían a los trabajadores de todos los estados de Norteamérica. Fairbanks se llenó de acentos extraños y de obreros boquiabiertos de Nebraska y Georgia, que pagaban doce o trece dólares por un desayuno a base de una taza de café, una torta, un huevo y una sola loncha de tocino. La comida, desde luego, se aproximaba a los treinta dólares. Entre esos trabajadores, traídos apresuradamente, no eran muchos los que permanecerían en Alaska cuando se terminaran las gemelas Golcondas de la empresa petrolífera y el oleoducto, pero los que se instalaron allí hicieron una enorme contribución a la vitalidad y el entusiasmo de la vida en el nuevo estado. Eran, en general, aficionados al aire libre; amaban el tipo de vida de Alaska y representaban una versión modernizada de los antiguos colonizadores. Fueron bien recibidos.

Petroleros, conductores de excavadoras, soldadores, abogados de vívida imaginación: esos hombres continuaron con la tradición iniciada por los inmigrantes buscadores de oro, los audaces que construyeron las primeras poblaciones y los marineros que tripulaban el Bear a las órdenes de Mike Healy. Una vez más, Alaska daba la impresión de ser un territorio para hombres. Pero también había mujeres que buscaban fortuna en la frontera salvaje, tal como en los viejos tiempos: enfermeras, esposas, coristas, fugitivas como Missy Peckham y algunas pocas almas atrevidas, que simplemente deseaban ver cómo era Alaska.

En esos años, una joven en especial experimentó el embrujo de Alaska.

Su llegada al norte pondría muchas cosas en movimiento.

Cierto día, un ingenioso alcalde de Nueva York se opuso a la censura diciendo: «No hay ninguna muchacha que haya sido seducida por un libro». Pero en 1983 una joven de Grand Junction, Colorado, fue engañada por la portada de una revista. Mientras Kendra Scott, de veinticinco años, estaba dando una clase de geografía sobre los esquimales del norte, la bibliotecaria entró en el aula con los dos libros que le había solicitado:

—Registré éstos a tu nombre —le dijo la señorita Deller—. Puedes tenerlos hasta abril.

Kendra le dio las gracias, pues no era fácil conseguir buen material sobre los esquimales. La bibliotecaria añadió:

—Y te he traído el último número de National Geographic, de febrero, pero sólo puedo dejártelo durante dos semanas; lo tenemos solicitado.

Como Kendra ya conocía el contenido de los dos libros, miró primero la revista. Y al hacerlo se perdió para siempre. En la portada se veía una de las fotos de infancia más arrebatadoras de cuantas había visto en su vida. Contra el fondo blanco de una ventisca, en el norte de Alaska, una niñita caminaba de cara al viento cargado de nieve; en realidad, podía ser un varón, pues sólo se le veían los ojos. La criatura estaba cubierta de pies a cabeza con el colorido atuendo de su pueblo: grandes pantuflas de piel, pantalones de gruesa lona azul, una vistosa chaqueta ribeteada de piel, brillante cinturón de cuentas y dos gorras, una de lana blanca y otra más grande, de pana gruesa y acolchada con bordes de glotón, para protegerse del hielo y de la nieve. Una enorme bufanda marrón le daba tres vueltas a la cabeza y se protegía las manos con mitones alegremente decorados. Kendra supuso que, bajo la chaqueta larga, probablemente habría otras tres o cuatro capas de ropa.

Pero lo que hacía adorable a aquella niñita (Kendra ya se había convencido de que era una niña) era la actitud resuelta con que avanzaba pese a la tormenta. Su cuerpecito luchaba contra la ventisca; sus ojos decididos, lo único que se veía de su cara, miraban hacia la meta a alcanzar, pese a la nieve. Era un glorioso retrato de la niñez, representación de la humana voluntad de sobrevivir, y el corazón de Kendra se solidarizó con esa criatura que batallaba contra los elementos. Por largo rato no se sintió en la cómoda escuela primaria de Grand Junction, sino en las pendientes septentrionales del Ártico; ante sí no veía a sus alumnos, los niños blancos de clase media estadounidense, con algunos interesantes mexicanos entremezclados, sino a pequeños esquimales que pasaban medio año en la oscuridad y el resto bajo una fuerte luz diurna que duraba casi veinticuatro horas por día. Kendra había quedado atrapada por una pequeña niñita envuelta en pieles, retratada en la portada de una revista, y jamás volvería a ser la misma.

Llevaba algún tiempo convencida de que necesitaba un cambio, pues su vida se encaminaba hacia una esterilidad tal que, si no efectuaba un giro radical, estaba destinada a una existencia desolada e insignificante. La responsabilidad era suya, sin duda, pero uno de los factores que contribuían era su madre, mujer afligida y asustadiza que vivía con el padre de Kendra en Heber City, Utah, a cuarenta y cinco kilómetros al nordeste de Provo. Los Scott no eran mormones, pero compartían la severa disciplina impuesta por esa religión. Cuando Kendra terminó la secundaria, la inscribieron sin consultarle en la respetable Universidad de Provo, Brigham Young, donde se preparaba a los muchachos para ser agentes del FBI y a las jóvenes, para ser esposas obedientes y temerosas de Dios. Al menos, eso era lo que creía la señora Scott.

—Lo bueno de Brigham Young —decía a sus vecinos de Heber City— es que Grady y yo podemos ir casi todos los fines de semana y enterarnos de cómo está Kendra.

Y lo hacían. Querían saber qué materias estaba cursando y si sus profesores eran «hombres decentes y temerosos de Dios». Sobre todo se interesaban por sus compañeras de cuarto, tres muchachas de orígenes tan dispares que ellos sospechaban cuanto menos de dos. Una era una mormona de Salt Lake City, de modo que no ofrecía problemas, pero otra venía de Arizona, donde podía ocurrir cualquier cosa; la tercera, de California, peor aún.

Pero Kendra aseguró a sus padres que las dos forasteras, como decía la señora Scott, eran más o menos respetables y que ella no se dejaría corromper. Esa palabra, «corromper», ocupaba un sitio preferente en el esquema de valores de la familia. La señora Scott consideraba que el mundo era un lugar maligno, de cuyos habitantes las tres cuartas partes, por lo menos, estaban empeñados en corromper a su hija. Sospechaba morbosamente de cualquier hombre que rondara la órbita de Kendra:

—Debes hablarme de cualquier hombre que se te acerque, hija. Tienes que estar siempre en guardia contra ellos. Las jovencitas no siempre saben juzgar el carácter de un muchacho.

Por eso, en sus visitas semanales a Brigham Young, la señora Scott arrancaba a Kendra informes detallados sobre cualquier joven cuyo nombre surgiera en sus largos interrogatorios:

—¿De dónde es? ¿Qué edad tiene? ¿Quiénes son los padres? ¿A qué se dedican? ¿Por qué estudia geología? ¿Cómo es eso de que pasó las últimas vacaciones en Arizona? ¿Qué estuvo haciendo en Arizona?

Después de ocho o diez acosos semejantes, Kendra reunió coraje para preguntar a su madre:

—¿Cómo llegaste a casarte, si sospechabas de todos los hombres?

La señora Scott no vio ninguna impertinencia en la pregunta, pues consideraba que ése era el problema principal de cualquier muchacha:

—Tu padre pertenecía a una familia de Dakota del Sur, temerosa de Dios, y no se contaminó estudiando en ninguna universidad.

«Tampoco se contaminó con libros, periódicos ni conversaciones de bares», pensó Kendra. Pero en cuanto hubo formulado esa idea se avergonzó de ella. Grady Scott era un hombre bueno y digno de confianza, que administraba una ferretería decente. Si le faltaba coraje para hacerse valer ante su esposa, tenía al menos carácter para manejar con honor sus negocios y su vida. En esos largos interrogatorios a su hija, él rara vez intervenía.

Durante sus cuatro años de universitaria, Kendra salió sólo con dos hombres, tan parecidos entre sí que hubieran podido ser mellizos: de constitución delgada, pelo muy rubio, hablar vacilante y movimientos torpes. El primero la invitó tres veces; el segundo, siete u ocho. Pero las veladas eran tan aburridas e improductivas que, para Kendra, no valían la pena. Para colmo, su madre le hizo quince o veinte preguntas sobre cada uno y llegó a hacer un viaje de sesenta kilómetros para investigar a los padres del segundo. Quedó muy favorablemente impresionada por la pareja, a la que clasificó como «lo mejor de la sociedad mormona, y eso es mucho decir». Alentó vigorosamente a su hija para que continuara con esa amistad, pero tanto el joven como ella sintieron tanto bochorno por ese proceder (y tan poco interés mutuo) que «el cortejo de Kendra», según dijo su madre, terminó sin pena ni gloria. En realidad, ni siquiera terminó: se fue apagando como un lento gemido.

Kendra se graduó como maestra a los veintiún años, con buenas calificaciones y la posibilidad de elegir entre cuatro o cinco escuelas públicas de renombre que le ofrecían empleo. Entonces se produjo la primera crisis de su vida, pues una de esas escuelas estaba en Karnas, Utah, a menos de cuarenta kilómetros del hogar, y sus padres consideraban que debía optar por ésa, al menos durante los primeros cinco o seis años de su carrera. Tal como señaló la señora Scott:

—Podrías pasar los fines de semana en casa.

En un acto de desafío que sorprendió y alarmó a sus padres, Kendra se decidió, sin consultarles, por la escuela más alejada de su casa. Estaba en Grand Junction, Colorado, cruzando la frontera interestatal, pero aun así a poca distancia de Heber City. Durante el primer otoño que Kendra pasó en su nueva escuela, la señora Scott recorrió en coche aquellos doscientos cincuenta kilómetros en seis ocasiones, para comentar con su hija los problemas a los que se enfrentaba, las maestras con quienes trataba y cualquier hombre de la escuela o de la ciudad que hubiera podido conocer. Según la firme opinión de la señora Scott, los hombres de Colorado eran mucho más peligrosos que los de Utah; por ende, aconsejaba a su hija que se mantuviera alejada de ellos.

—Nunca he podido entender por qué rechazaste a ese joven de Nephi, que era tan buen muchacho.

—YO no le rechacé, mamá. No tuve ocasión de hacerlo.

Consciente de que su hija estaba desarrollando cierta tendencia a la terquedad, las plegarias de Grand Junction manifestaron sutiles cambios:

—Dios Todopoderoso, haz que Tu hija Kendra recuerde siempre Tus preceptos; protégela de las decisiones arrogantes y apresuradas y, con Tu constante supervisión, ayúdala a mantenerse pura.

La bibliotecaria Deller entregó a Kendra aquella copia del National Geographic un martes por la mañana. Esa pequeña que caminaba hacia la ventisca obsesionó a la joven maestra durante tres días enteros. En vez de pasar la revista a sus alumnos, la mantuvo en el escritorio durante el miércoles y el jueves, para contemplarla de vez en cuando. El jueves por la noche se la llevó a casa y la estudió con gran detenimiento antes de acostarse. El viernes se levantó temprano, puso la revista junto a su espejo y se comparó con esa criatura extraordinaria. Se observó en el cristal con claridad, sin exagerar ni denigrarse, pero cada vez que se comparaba con la niña de la tormenta debía admitir, con gran dolor, que le correspondía el segundo puesto:

«Soy inteligente, siempre tuve buenas calificaciones y sé contribuir a los proyectos de grupo. Es decir: no soy idiota ni huraña ni estoy mal de la cabeza. Y no soy una modelo, pero tampoco una mujer repulsiva. De vez en cuando los hombres se vuelven a mirarme y creo que, si los alentara… bueno, eso no tiene nada que ver.

»Buen cutis. Buena postura. Pelo, algo desteñido, pero debo deshacerme de estas trenzas. No soy demasiado flaca, gracias a Dios, ni tampoco demasiado gorda; no tengo marcas que me desfiguren. Mi sonrisa no es gran cosa, pero podría fabricarme una. Mis alumnos me quieren, de verdad, y creo que los otros docentes también».

Y entonces, con la niña ante sí, rompió en sollozos convulsivos, balbuceando palabras que la horrorizaron al pronunciarlas y la abochornaron después:

—Soy una fracasada de mierda.

Retrocediendo como si alguien la hubiera abofeteado, se miró en el espejo y murmuró, llevándose la mano a la boca:

—¿Qué dije? ¿Qué me ha pasado? —Una vez aplacado el apasionamiento, comprendió exactamente lo que había dicho y por qué. «Comparada con esa niña, soy una cobarde sin remedio. Da asco el modo en que me he dejado dominar por mi madre. Creo en Dios, pero no creo que Él esté sentado allá arriba, observando con una lupa todo lo que haga una simple maestra de Grand Junction. No soy capaz de enfrentar siquiera una nevada, ni hablar de una ventisca».

Cogió la revista y se la llevó a los labios para besar a la pequeña esquimal:

—Me has salvado la vida, pequeñita. Me has dado lo que nunca tuve: coraje.

Después de vestirse sin prisa, caminó hasta Terrences’s Tresses, la principal peluquería de la región, y se acomodó con expresión ceñuda en la silla, diciendo:

—Tiene que cortarme estas condenadas trenzas, Terrence.

El peluquero objetó, algo espantado:

—¡Pero señorita! ¡Aquí no hay trenzas tan encantadoras como las suyas!

Ella le refutó:

—Mi madre las usa para estrangularme.

Ante la obvia perplejidad de Terrence, añadió:

—Cada vez que viene a visitarme insiste en trenzarme el pelo; me sienta en una silla, delante de ella… para reforzar mi cautiverio.

—Pero ¿con qué las reemplazará señorita? Quiero decir, ¿qué corte le hago?

—Eso lo decidiremos después. —Y cuando las tijeras cortaron las trenzas exclamó, exultante—: Ahora puedo respirar.

Ya liberada de su carga, estudió con Terrence veinte fotografías con diversos peinados. Por fin dijo él:

—Si me permite el atrevimiento, señorita, este peinado de paje sería perfecto para usted: pulcro y limpio, como su personalidad.

—¡Adelante! —dijo ella.

Diestramente, el peluquero aplicó peine, tijera y fijador, hasta lograr un resultado que daba a Kendra un aspecto más refinado, pero también más juvenil y aventurero.

—Me gusta —comentó al salir.

Corrió a la escuela, cruzó corriendo el vestíbulo e irrumpió en la biblioteca:

—Señorita Deller, voy a ser muy atrevida…

—¡Kendra! Casi no te reconozco. ¡Ese peinado es estupendo! Pero ¿qué hiciste con esas trenzas adorables?

—Gracias, pero mi problema es bastante diferente. La verdad es que me da vergüenza plantearlo.

—¡Cuéntame! Yo sé escuchar.

La señorita Deller usaba el pelo corto y ahuecado; sus movimientos y su manera de hablar eran bruscos. Kendra creía recordar que era de Arkansas.

La maestra se sentó, aspiró hondo y dijo:

—Los fines de semana… es decir, algunas veces… usted va a un albergue de Gunnison, ¿verdad?

—Somos varios los que vamos. Para los maestros hay descuentos especiales. Viene gente de todas partes: Salida, Montrose…

—¿De qué se trata, exactamente?

—Es una especie de seminario. Invitamos a conferenciantes de distintas universidades. Hay quienes muestran diapositivas de Arabia, del Uruguay y ese tipo de cosas. El domingo por la mañana casi todos vamos a la iglesia. Y luego volvemos a casa, renovados.

—¿Hay que ir… con un hombre?

—Caramba, no. Algunas van acompañadas. Y a veces una maestra de aquí entabla relación con algún hombre de Salida, pero es una cuestión puramente casual.

Kendra tomó aliento para preguntar:

—¿Puedo ir? ¿Este fin de semana?

—¡Por supuesto! Habíamos pensado invitarte, pero nos pareció que eras algo… Cómo decirlo… Reservada, tal vez.

—Así era.

Dio las gracias con tanta sencillez, con la cabeza tan gacha, que la señorita Deller, ocho años mayor, abandonó su escritorio para rodearle los hombros con un brazo:

—¿Qué te pasa, hija?

—Mi madre. Es tan fuerte… como una bomba de neutrones, modelo nuevo, tamaño familiar.

—Sí, ya lo habíamos notado.

—Quiero ir con vosotros a Gunnison. Dejaré una nota en mi puerta, anunciando que pasaré el fin de semana fuera.

—Dile que te fuiste a Kansas City con un camionero.

—¡Un momento! De hecho es buena.

—Creo que todas las bombas de neutrones están convencidas de ser buenas, de obrar en beneficio de la humanidad. Dile que se vaya al diablo. No le pidas permiso: infórmale de que te vas, simplemente. Te esperaremos.

Por un momento Kendra temió que, al solicitar la ayuda de la señorita Deller, estuviera metiéndose en aguas demasiado profundas. ¿Qué sabía de la bibliotecaria? ¿Era «una mujer de su casa», como habría dicho su madre? ¿Y qué pasaba en el albergue de Gunnison? Pero la señorita Deller, como si le adivinara los pensamientos, le apretó el hombro, diciendo:

—Las cosas nunca son tan feas como una espera, salvo cuando se ponen peor. Si quieres mi opinión, Kendra, harás bien en liberarte. —Después de volver a su escritorio exclamó, chasqueando los dedos—: Creo que tu idea es la más adecuada: déjale una nota y nada más. Hazlo cuatro o cinco veces y dejará de venir.

Ese viernes, a la hora de almorzar, Kendra corrió a su casa y escribió a máquina una pulcra nota que decía:

Querida mamá: Me voy a Montrose a un seminario para docentes.

Disculpa. Surgió inesperadamente.

KENDRA

Después de preparar rápidamente dos mudas de ropa, recogió su equipo para la nieve y volvió apresuradamente a la escuela, para hablar con elocuencia sobre los esquimales.

Cuatro maestros recorrieron juntos aquellos doscientos diez kilómetros por el hermoso camino de montaña que llevaba a Gunnison: la señorita Deller, una maestra de ciencias, el asistente del entrenador de fútbol y Kendra, que formaron un grupo animado: El entrenador estaba casado, pero su esposa ya conocía el albergue de Gunnison y, como no le gustaban mucho los deportes de invierno ni las discusiones sesudas, se había quedado en casa. Después de analizar los errores que cometía la administración de escuelas en Grand Junction y criticar la política de Colorado, la conversación recayó en los asuntos nacionales; todos estaban de acuerdo en que el presidente Reagan representaba un saludable giro hacia la derecha.

—Ya era hora de que hubiera un poco de disciplina en este país —dijo el entrenador—. Él está en el buen camino.

Para sorpresa de Kendra, los otros mostraron un marcado interés por saber cómo era una universidad mormona; como a ella le había gustado Brigham Young, hizo una buena descripción. Pero el entrenador preguntó:

—¿No discriminan a los negros? Ya se sabe que, hoy en día, sin negros no se puede formar un equipo de fútbol decente.

—Todo eso es cosa pasada —le aseguró Kendra—. A mí no me discriminaron, aunque no soy mormona.

Quince minutos después de llegar al albergue ocurrió algo que vino a demostrar, una vez más, de qué modo hechos debidos al mero azar pueden alterar una vida. Al grupo de Kendra se sumó un joven que enseñaba matemáticas en Canon City, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Traía seis copias de multicopista grapadas.

—¡Hola, Joe! —saludó—. Seguí tu consejo y escribí al Departamento de Educación de Alaska. A vuelta de correo recibí todo esto.

—¿Qué es? —preguntó Joe.

—Información. Formularios de solicitud, si quieres.

El grupo demostró tanto interés por el material que él retiró la grapa y distribuyó los documentos. A medida que varios maestros de Colorado iban leyendo datos de las páginas recibidas, la cafetería se llenó de gruñidos y exclamaciones de alegría.

—¡Dios mío! ¡Escuchad esto!: «Tres años de experiencia en una buena escuela secundaria. Recomendaciones de la universidad donde se estudió. Escuela rural. Usted dictará todos los niveles y materias del ciclo básico secundario».

Ante esta referencia a un sistema que había desaparecido cincuenta años antes en casi todo el mundo, las exclamaciones fueron en aumento. Un hombre dijo:

—Quieren un milagro. Son cuatro niveles distintos, ocho materias diferentes, y apostaría a que todo se dicta en una misma aula.

—Así es —continuó el que leía—. Aquí lo dice. «Un aula común, pero no atestada».

El protestón se quejó, pero la frase siguiente lo acalló del todo:

—«Sueldo inicial: treinta y seis mil dólares».

—¿Qué?

La exclamación surgió de seis maestros, que empezaron a pasar de mano en mano ese increíble documento. Sí, la cifra era exacta: treinta y seis mil dólares como sueldo inicial para el maestro principiante, con incrementos anuales hasta alcanzar los setenta y tres mil dólares para el profesor de secundaria y más aún para el director. Esos maestros de Colorado, que constituían un grupo escogido y experimentado, promediaban los diecisiete mil dólares anuales. Por eso les alteró saber que, en Alaska, los principiantes ganarían más del doble, sin tener en cuenta las condiciones. Para Kendra Scott, que ganaba sólo once mil quinientos por carecer de antigüedad, la diferencia era asombrosa.

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