Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Pero la página suelta que había llegado a sus manos contenía un mensaje más profundo que el sueldo a cobrar. Provenía de una entidad de la que ella no había oído hablar: el Distrito Escolar de la Vertiente Norte. Había sido redactado por un equipo de genios que utilizaron todas las triquiñuelas descubiertas por las empresas de turismo para tentar a posibles pasajeros:

Usted viajará en avión hasta Seattle, donde abordará un elegante jet que le llevará a Anchorage. Allí, un representante del cuerpo docente de Alaska lo conducirá a un moderno hotel, donde usted se reunirá con otros maestros principiantes para participar en un seminario titulado: «Introducción al Norte», con filmaciones en colores. A la mañana siguiente, ese cordial representante le llevará a usted al aeropuerto, para que aborde un avión más pequeño, en el que viajará sobre las nevadas cumbres del Denali hasta la metrópoli septentrional de Fairbanks y luego a Prudhoe Bay, donde brota el petróleo que provee a Alaska de sus millones.

Desde Prudhoe volará usted hacia el oeste, sobre el territorio del millón de lagos, con un brazo del gran Océano Glacial Ártico a su derecha. Aterrizará en Barrow, el extremo más septentrional de Estados Unidos.

Allí pasará tres días visitando una de las mejores escuelas secundarias de la nación, después de lo cual, un pequeño avión le conducirá al sur, a su escuela de Cabo Desolación, donde se ha desarrollado gran parte de la historia de Alaska. Hay allí una excitante aldea esquimal, cuyos habitantes se esmerarán de buen grado por que usted se sienta como en su casa.

Al terminar este párrafo, Kendra sentía tantos deseos de partir inmediatamente que echó un vistazo a la página, buscando algún número de teléfono. Lo halló en el dorso: «Telefonee usted por cobro revertido a Vladimir Afanasi, Cabo Desolación, Alaska, 907-851-3305». El nombre de ese personaje despertó en ella mucha curiosidad por la historia que resumía. El nombre de pila era, obviamente de origen ruso, pero la muchacha no logró adivinar qué significaba el apellido. «Quizá sea esquimal. ¡Qué sonoro!». Y lo repitió varias veces en voz alta. Pero fueron los dos párrafos siguientes los que cautivaron su imaginación, tal como lo habían buscado sus insidiosos redactores:

Usted no va a ejercer en algún cobertizo de frontera. ¡Nada de eso! La Escuela Centralizada de Desolation, una de las más modernas y mejor equipadas de Norteamérica, tiene instalaciones para la enseñanza primaria y secundaria. Fue construida hace tres años, con un presupuesto de nueve millones de dólares. Se alza sobre una pequeña elevación, frente al mar de Chukotsk; en días claros, desde su aula verá jugar a las ballenas frente a la costa. Pero lo que convierte en una rica experiencia la enseñanza en Desolation (y no se deje intimidar por el nombre, pues a nosotros nos encanta y lo mismo le ocurrirá a usted) son los niños. Su clase estará compuesta por niños de orígenes interesantísimos: esquimales, rusos, descendientes de aquellos balleneros de Nueva Inglaterra que solían frecuentar esta población y niños como usted, hijos de misioneros y comerciantes que se instalaron aquí. Ver a su alumnado por la mañana, con las caras luminosas a la luz del Ártico, es ver una muestra de lo mejor que ofrece América. Sin embargo, para alcanzar todo aquello de lo que son capaces, necesitan de usted. ¿Le gustaría unirse a nosotros en nuestra nueva y brillante escuela?

La invitación era tan tentadora que la deslumbró. Se imaginó subiendo el tramo de escaleras que llevaba a una gran escuela (sin duda de mármol, a juzgar por ese presupuesto de nueve millones) y caminando por espléndidos corredores hacia un aula provista de todas las comodidades, donde la esperaban unos veinticinco alumnos de todos los colores, aunque todos se parecían a la niñita del National Geographic, con grandes capuchas de piel y anchas bufandas envolviéndoles la cara. Sólo asomaban los ojos, brillantes y muy ansiosos por aprender.

Ese viernes, cuando salió de su habitación para cenar con los otros, buscó con la vista al joven de Canon City y se acercó a él, con una audacia que nunca había exhibido:

—¿Usted es el que escribió a Alaska?

—Sí. Soy Dennis Crider, de Canon City. Siéntese con nosotros.

Ella le explicó que había venido con el grupo de Grand Junction.

—Kendra Scott, maestra de primaria. ¿Puedo ocupar esta silla?

—Por supuesto. ¿Le interesa Alaska?

—Cuando pasé por esa puerta no lo sabía, pero esos papeles que usted me dio a leer… ¡Caramba! ¿Usted piensa ir?

—Me lo estoy pensando. Por eso escribí. Y por la celeridad con que me respondieron, ellos también han de estar interesados.

—Pero ¿cómo supo a quién dirigirse?

—Envié la carta al Departamento de Educación Estatal, Juneau, Alaska. Ni siquiera sabía si el nombre y la dirección eran correctos, pero ellos la hicieron llegar a los distritos esquimales.

—¿Y piensa realmente ir allá?

Las preguntas de Kendra se volvieron tan directas que ella y Dennis, sin prestar atención al resto del grupo, se dedicaron a estudiar profundamente la posibilidad de renunciar a sus puestos para dirigirse a la Vertiente Norte de Alaska, fuera lo que fuese; aunque no tenían mapas de la región, dedujeron que estaba cerca del Océano Glacial Ártico y que, más allá, no existía otra cosa que el Polo Norte.

Pasaron toda la velada del viernes y la mayor parte del sábado analizando seriamente los pasos a dar para mudarse al lejano norte. Cuanto más conversaban, más práctico les parecía tomar la decisión. Pero Dennis señaló un detalle que ella no había leído en su hoja:

—Si te aceptan, debes ir allí en la primera semana de julio, a fin de completar tus planes para el invierno.

—Eso no es problema —aseguró Kendra.

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormir. En la cabeza le atronaban tumultuosas ideas e imágenes; algunas nada halagadoras: «¿Por qué dije aquellas palabras horribles? No son mías. ¿O quizá sí?». Especuló con la posibilidad de ser dos personas distintas: la Kendra que su madre había atendido tan cuidadosamente, aceptable para el mundo, y una Kendra oculta, llena de ambigüedades tan tortuosas que temía profundizar en ellas.

Después de una noche de insomnio, Kendra se levantó para desayunar temprano. Al encontrar a la señorita Deller sentada a solas, le preguntó:

—¿Puedo hablar contigo?

—Sí. Ayer te vi conversar muy animadamente con Dennis Crider. ¿Hay algo serio entre vosotros dos?

—NO, hablábamos de Alaska. Lo que quiero saber es qué diferencia horaria tenemos con Alaska.

Como mucha gente sensata, Kendra suponía que los bibliotecarios sabían de todo, pero la confusión que siguió habría sacado a cualquiera de ese error. Las dos jóvenes pasaron diez minutos tratando de decidir si Alaska estaba antes o después de Colorado; luego, otros quince discutiendo acaloradamente qué significaban «antes» y «después». También se preguntaron si la línea del cambio de fecha estaba al este o al oeste de Alaska y qué significaba, pasara por donde pasase.

Las rescató un pedante profesor de geografía que les explicó:

—Esa pregunta sobre la línea del cambio de fecha no tiene nada de tonta. Estrictamente hablando, debería cortar en dos las islas Aleutianas: para las del este, lunes; para las del oeste, martes, como en Siberia. Pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que era preferible dar el mismo día a toda Alaska. Por eso el meridiano describe una torsión extraña; primero se desvía hacia el este, para que en toda Rusia sea martes, y después hacia el oeste, de modo más marcado aún, para que en toda Alaska sea lunes. Luego vuelve a la normalidad.

—Pero ¿cuál es la diferencia horaria? —preguntó la señorita Deller.

—No puedo hablar de un tema tan complejo si no lo explico todo.

—Prosiga, doctor Einstein.

Él las sorprendió reconociendo:

—No estoy seguro de poder darles la respuesta correcta.

—Sin embargo, usted parece saberlo todo —observó la bibliotecaria, con una sonrisa cordial.

—El problema es que sé demasiado, y que me han estado cambiando las reglas. —Pidió a la camarera que le trajera una hoja de papel, luego sacó los tres rotuladores de colores que llevaba en su estuche y trazó un contorno de la península de Alaska, asombrosamente exacto.

—En la universidad teníamos que saber dibujar bien todos los continentes, pero me he vuelto algo inseguro. —Trazó ocho meridianos—. Sé que son ocho de este a oeste, pero no recuerdo exactamente la numeración. Digamos que la línea del cambio de fecha pasa por aquí. Es de ciento ochenta grados, como ustedes saben.

—Yo no lo sabía —dijo la señorita Deller.

Él le aseguró que así era.

—Por lo tanto éste, más próximo a Rusia, es el de ciento setenta Este, y el que pasa por el este de Alaska, ciento treinta oeste. El territorio abarcado es tan amplio que debería dividirse en cuatro husos horarios diferentes, geográficamente hablando. Por lo tanto, Alaska debería tener la misma diferencia de horas que existe entre los distintos estados de Norteamérica continental. Cuando son las doce en Nueva York, en Los Ángeles son las nueve. Cuando son las ocho en el este de Alaska, deberían ser las cinco en el extremo occidental de Attu.

—¿Y no es así?

—No. Está todo mezclado. Antes Alaska tenía tres husos horarios diferentes; la parte oriental tenía la hora de Seattle; el resto, otra y las Aleutianas, una tercera. Pero el otro día leí que han cambiado todo y ahora no sé cómo son las cosas. Lo que sugiero es que llamemos a la compañía telefónica.

Les atendió una alegre muchacha que les dijo:

—No tengo la menor idea, pero puedo averiguarlo —y llamó a alguien de Denver, que les informó:

—Anchorage va dos horas retrasado con respecto a nosotros. Si aquí son las nueve, allá son las siete de la mañana. Cuando el geógrafo se sentó, Kendra les dejó atónitos:

—Voy a llamar —dijo—. Él tal vez no se haya levantado, pero estará en casa.

—¿Llamar a quién? —preguntó la señorita Deller.

La muchacha les mostró la anotación que tenía consigo: «Vladimir Afanasi, 907-851-3305. Cobro revertido».

—¿Estás loca? —preguntó la bibliotecaria.

—Puede ser.

La señorita Deller llamó a Dennis Crider, que acababa de entrar en el comedor:

—¿Qué has hecho con esta muchacha, que era perfectamente normal?

Al enterarse de los planes de Kendra, el hombre dijo francamente:

—Es una locura. Allá ha de ser noche cerrada.

—Son las siete de la mañana. Y voy a llamar al señor Afanasi.

Dicho esto, se acercó al teléfono público, puso diez céntimos, marcó el número de la operadora y dijo, dominando la voz:

—Quiero hacer una llamada a Alaska, de persona a persona, a cobro revertido.

Y dio el número. Menos de un minuto después oyó una voz grave y algo ronca:

—Hola, habla Vladimir Afanasi.

—Le llamo por el empleo de maestra —dijo Kendra.

Los cinco minutos siguientes los dedicó a detallar su preparación y a dar una lista de personas a las que el señor Afanasi podía telefonear si deseaba verificar los datos. Pero quedó boquiabierta al oírle decir, poniendo muchísima atención en sus palabras:

—Antes de continuar, señorita, debo informarle que no tengo autoridad para hacerle ningún ofrecimiento en concreto. Eso corresponde a nuestro superintendente, que está en Barrow, pero como soy presidente de la junta, puedo asegurarle que usted parece ser la candidata que buscamos. ¿Ha leído los detalles?

—Me los he aprendido de memoria.

Ante eso Afanasi rompió en una carcajada que concluyó con una notable declaración:

—Creo que el superintendente le ofrecerá el puesto esta misma tarde, señorita Scott.

Ella puso una mano sobre el auricular y se volvió para gritar:

—¡Me está ofreciendo un puesto, por Dios!

Siguieron dos preguntas que ella no esperaba:

—¿Tiene alguna deformación facial visible? ¿Alguna discapacidad?

Ella apreció la franqueza de esas preguntas:

—Si la tuviera y no fuera grave, ¿me contrataría?

—Si está usted en condiciones de andar, más o menos, no tendrá la menor importancia.

—Quiero ese empleo, señor Afanasi. No soy lisiada ni tengo ningún defecto facial. Soy una persona muy normal, en todo sentido, y amo a los niños.

—Envíeme dos fotografías y referencias de dos profesores suyos de Brigham Young (allí tienen un excelente equipo de fútbol), del rector y de su sacerdote. Si todo es como usted dice, estoy seguro de que el superintendente le ofrecerá el puesto. ¿Conoce el sueldo?

—Treinta y seis mil. Parece enorme.

—¿Es eso lo que la ha decidido a presentarse? —Afanasi continuó, sin esperar respuesta—. En un restaurante de Barrow se paga por una hamburguesa, sin cebolla ni queso, siete dólares con ochenta y cinco céntimos. La enchilada con un poco de salsa, ochenta y cinco. —Ante la exclamación ahogada de la muchacha, añadió—: Pero usted, con su experiencia, estaría en condiciones de ganar cuarenta y cuatro mil dólares. Es el sueldo que voy a proponer al superintendente.

Ella se mordió los labios para no decir una tontería; luego aclaró, con voz suave:

—No puedo enviarle una recomendación de mi pastor, señor Afanasi. Él pondría a mi madre y a toda la comunidad contra mi traslado.

—¿Su madre no está enterada?

—No. No debe enterarse hasta que todo esté dispuesto.

En la cabina hubo un silencio muy largo; la expresión de Kendra indicaba que nadie decía nada. Sus amigos supusieron que el señor Afanasi había cortado la comunicación y estaban dispuestos a consolar a la muchacha, pero de pronto oyeron la conclusión del diálogo:

—Si usted no tuviera problemas, señorita Scott, este puesto no le interesaría. Todo el que llama tiene dificultades que le obligan a adoptar una solución drástica. Espero que las suyas sean soportables. De lo contrario, no venga a la Vertiente Norte.

Kendra dijo sin vacilar:

—Como ya le he dicho, soy una mujer muy normal, con problemas normales.

—Creo que me dice la verdad. Ahora demuéstrelo.

Fue así como Kendra Scott, de Heber City, consiguió un puesto de docente en Cabo Desolación, Alaska, con un sueldo inicial de cuarenta y cuatro mil dólares.

El vuelo hacia el oeste desde Prudhoe Bay le hizo notar la vastedad de su nuevo terruño. Un folleto turístico, en el bolsillo del asiento, decía: «Créase o no, Alaska tiene un millón de islas y tres millones de lagos». Al mirar hacia abajo Kendra vio reflejarse el sol en un salvaje mosaico de lagos, miles de ellos, algunos, no tan pequeños. «Tendrás que aceptar las cifras —se dijo—. ¡Vaya territorio!».

Aterrizó en Barrow una luminosa mañana de julio, a las diez y media. En cuanto entró en el aeropuerto para retirar su equipaje la detuvo una áspera voz:

—¿Usted es la señorita Scott? —Y vio venir hacia ella a un desaliñado cincuentón que le extendió una manaza y le dijo:

—Soy Harry Rostkowsky. La llevaré a Desolation. —Al ver sus tres grandes maletas añadió, alegremente—: Llega usted con intenciones de quedarse mucho tiempo. La última aguantó tres semanas. Por eso hay una vacante.

—Pero el folleto mencionaba un período de preparación aquí, en Barrow. Tres días en la escuela nueva.

El hombre se echó a reír:

—Normalmente es así, pero allí la necesitan enseguida. Suba.

El corto vuelo a baja altura proporcionó a Kendra una excelente oportunidad para conocer la zona. Abajo sólo veía la tundra desnuda y sin árboles, con su miríada de lagos, y más allá el mar de Chukotsk, oscuro e inquietante. Durante todo el viaje no vio señales de existencia humana. Cuando Rosty le habló por el intercomunicador, ella observó:

—Más desierto de lo que pensaba.

El piloto señaló hacia el este con la mano izquierda.

—Y sigue así hasta Groenlandia.

—Cuando lleguemos a Desolation, ¿querría usted señalarme al señor Afanasi?

—No hará falta. Él en persona es Desolation. Allí tienen suerte en contar con Afanasi. —Luego el piloto añadió—: Será su nuevo jefe, señorita. No lo hay mejor.

Entonces llegó el momento de desviarse sobrevolando el mar, el brusco descenso y el deslizante acercamiento al extremo sur de esa península, que los esquimales nómadas habían utilizado de vez en cuando como base, durante los últimos catorce mil años.

—¡Ése es mi nuevo hogar! —exclamó la muchacha saludando hacia Cabo Desolación, que ya era una población establecida. Quedó atónita ante lo vulnerables que parecían esas frágiles viviendas de cara al mar, apretadas como estaban entre el Chukotsk por el oeste y una extensa laguna por el lado opuesto. Pero pronto se olvidó eso, pues estaba tratando de localizar la escuela de los nueve millones. Como no lograba verla entre ese puñado de casas pequeñas, supuso que la habrían edificado tierra adentro, para protegerla de las inundaciones que pudieran llegar desde el mar. Sin embargo, al observar la zona circundante tampoco pudo hallarla.

Rostkowsky pasó dos veces rozando los techos y toda la población, al parecer, corrió a la pista de aterrizaje. Cuando el Cessna se detuvo, todos los que tenían alguna relación con la nueva maestra, y eso incluía a casi toda la aldea, estaban allí para saludarla. Kendra salió del avión, pisó el ala con timidez y se dejó caer al suelo, entre las exclamaciones aprobatorias de los presentes, que apreciaban su juventud, el atractivo peinado de paje, la sonrisa entusiasta y su obvia ansiedad por conocer a quienes serviría. Era un comienzo prometedor, remarcado por el largo silbido de un jovencito esquimal, que bien podía estar cursando el último año de la secundaria. Otros festejaron su audacia. Mientras Kendra era presentada a los miembros de la junta escolar, uno de ellos susurró a su vecino:

—Creo que esta vez conseguimos una buena.

Entonces se adelantó Vladimir Afanasi, con la cabeza descubierta, canoso, bien afeitado y de facciones asiáticas en la cara casi redonda.

—Bienvenida, señorita Scott. Yo soy Afanasi, el que habló por teléfono con usted. Vamos a su alojamiento.

La condujo a lo que llamaban la Residencia: un edificio bajo y pequeño, que tenía dos puertas de entrada, una junto a la otra.

—El señor Hooker ocupa este lado con su esposa. Han salido a pescar. Este lado es para usted. En el interior encontrará todos los muebles y la ropa de cama.

Abrió bruscamente la puerta para conducir a Kendra al interior de un apartamento compacto: cuarto de baño, zona de cocina y cuarto de estar, más pequeño que cuantos ella había visto en Utah y en Colorado. Pero estaba limpio y tenía espacio en las paredes donde colgar ilustraciones, mapas o grabados. Podía ser un hogar agradable para una mujer soltera.

Afanasi dijo con orgullo, pues era él quien había ordenado la construcción de ese alojamiento para los maestros:

—Esto podría convertirse en un confortable refugio para una chica.

Kendra corrigió:

—Prefiero pensar que soy una mujer joven.

—Mujer, de acuerdo —reconoció él, riendo—. He descubierto que, si la gente no tiene orgullo, no vale gran cosa.

Una vez entregadas las tres maletas y puestas en medio del cuarto vacío, Kendra no hizo esfuerzo alguno por ocuparse de ellas. En cambio preguntó:

—Bien, pero ¿dónde está la escuela? Sueño con ella desde nuestra primera conversación telefónica.

—Allí está —dijo Afanasi.

La llevó fuera para mostrarle un edificio de un solo piso, bajo y nada llamativo. Aunque era nuevo, ya necesitaba que volvieran a pintarlo. A Kendra le pareció un almacén medio abandonado en alguna población minera venida a menos.

—¡Nueve millones! —barbotó sin querer.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras peyorativas, Afanasi se adelantó de un salto para obstruirle el paso y acercó la cara a la de ella.

—Es crucial que usted, desde el primer momento, comprenda cómo es Alaska, el territorio al que ha venido. —Y se volvió hacia todos los puntos cardinales—. ¿Qué ve usted, señorita Scott? ¿Arboles? ¿Grandes tiendas? ¿Grandes depósitos de madera? Nada. El mar donde podemos cazar una morsa de vez en cuando, si tenemos suerte, y alguna ballena. El cielo, que permanece oscuro la mitad del año. Y en esta dirección, hasta donde llega la mente, la tundra, sin una sola planta que pueda servir para encender un fuego.

Con cierta agitación, llevó a su nueva maestra al desolado edificio, que consistía en dos aulas grandes, separadas por un sólido muro aislante, y un gimnasio mucho más grande que el resto de la escuela, cosa que le llamó la atención.

—Ese gimnasio nos hace falta. Es el corazón de nuestra comunidad.

Afanasi inició su instrucción y señalando un clavo en la pared, le dijo:

—Este clavo, esa tabla, ese panel de vidrio: ¿de dónde supone usted que han venido? No pudimos ir por ellos a la ferretería, porque aquí no hay ferretería alguna. Cada objeto de este edificio tuvo que ser especialmente encargado a Seattle y traído aquí en barcaza.

—No lo sabía —reconoció Kendra, como si pidiera disculpas por su falta de consideración.

Afanasi hizo una reverencia, aceptando la excusa. Luego la tomó del brazo y explicó la verdadera desventaja de vivir en el extremo de una línea de navegación al Ártico:

—Debe saber usted, señorita Scott, que la barcaza de Seattle viene sólo una vez al año; generalmente, a fines de agosto. Por lo tanto, si el constructor de esta escuela quiere clavos, debe prever esa necesidad con casi un año de anticipación, pues si perdemos esa barcaza anual es preciso esperar otros doce meses. En un sistema tan implacable, los costes suben mucho.

—¿Y no se podrían traer los clavos por avión?

—Ah, usted imagina las posibilidades. Créame, señorita Scott, que los cálculos serán uno de sus grandes problemas. Tendrá que mascullar cien veces sobre esto en el año venidero.

—No comprendo.

—Se puede traer por avión casi todo lo que hace falta. Pero la carga (el barril de clavos, por ejemplo) debe ser embalada y llevada al aeropuerto de Anchorage. Desde allí se la lleva a Fairbanks. Allí se la transfiere al avión que va a Prudhoe Bay, desde donde se la lleva a Barrow. Y allí Rostkowsky la carga en su pequeño Cessna para traerla hasta aquí, volando sobre la tundra. Si el barril de clavos viene por barcaza puede costar unos treinta dólares. Por avión, hasta cuatrocientos.

La miró con fijeza, dándole tiempo para digerir esa asombrosa diferencia. Cuando le pareció que ella había comprendido, señaló diversos objetos que hacían algo más acogedora esa desnuda escuela:

—Esto lo trajimos por avión. Y los tableros para el baloncesto. Trajimos muchas cosas que usted ya apreciará. Y al final la escuela costó nueve millones de dólares.

Mientras le escuchaba ella asentía con la cabeza. Su sometimiento a la realidad de Alaska era tan genuino que él se echó a reír. Luego la llevó afuera y señaló los sesenta pilotes sobre los que se levantaba el edificio:

—¿Por qué supone que gastamos dos millones de dólares en construir estas columnas antes de poner una sola tabla?

—¿Hay inundaciones en primavera?

—Hay permafrost en las cuatro estaciones del año. —Y Afanasi pasó a explicar que, si se construía una estructura pesada directamente en el suelo, el calor acumulado fundía el permafrost, haciendo que el edificio se hundiera en el lodo para quebrarse cuando éste se moviera. Señaló la Residencia en la que ella se alojaría—: ¿Cuánto cree usted que costó construir eso para usted?

Cuando era niña, Kendra había vivido con su familia en una modesta casa de Heber City; recordaba que sus padres se habían atormentado por el precio, que consideraban exagerado: dieciséis mil dólares.

—En Utah teníamos una casa parecida —dijo, en voz baja—. Dieciséis mil dólares.

—Gastamos doscientos noventa mil… para que usted estuviera cómoda cuando soplara el viento.

Entonces Kendra notó que había sido construida sobre veinte pilotes.

—¿Fue usted quién tomó esas decisiones? ¿Cómo Presidente de la junta o lo que sea?

—El presidente de la junta vive en Barrow, pero escucha mis recomendaciones.

—¿Y esto no le causó…? —La muchacha buscó una Palabra adecuada, pues le habían bastado diez minutos de conversación con Afanasi para comprender que era hombre de fuertes convicciones y que debería confiar en él durante los años venideros.

—¿Si no dudé de estar haciendo lo correcto? Nunca. No he tenido siquiera una punzada de remordimiento. La Vertiente Norte está recibiendo millones de dólares inesperados por el petróleo de Prudhoe Bay; convencí a nuestra gente de que la mejor manera de gastar este maná era invertirlo en la educación. —La acompañó a la Residencia, añadiendo con tranquilo orgullo—: Yo presenté testimonio en el caso de Molly Hootch.

—¿Cómo?

—Fue un caso famoso en el Tribunal Supremo de Alaska. Molly Hootch era una niña esquimal cuyo caso clarificó la ley de Alaska. Nuestra constitución, que yo ayudé a redactar, dice que todo niño alaskano tiene derecho a recibir instrucción en su propia comunidad. Pero cuando yo era joven, si un niño de una aldea nativa quería cursar la secundaria, tenía que abandonar su hogar durante todo el año para ir a Sitka; el efecto emocional era horrible. El decreto de Molly Hootch cambió todo eso. Ahora tenemos buenas escuelas en las regiones más desoladas, algunas, con seis estudiantes, con doce, pero todas con maestros de primera.

—La de Desolation ¿es una escuela Molly Hootch?

—Antes del asentamiento había una especie de escuela. Molly Hootch nos proporcionó el dinero para convertirla en secundaria.

—¿Y cuántos estudiantes tiene?

La respuesta dejó sorprendida a Kendra:

—En la secundaria, donde usted enseñará, tres estudiantes: dos varones y una niña. En la primaria, donde trabajan el director y su esposa… Kasm Hooker, se llevará bien con usted; es un osito de felpa. Enseña en la primaria porque no quiere enfrentarse a los niños mayores; teme que sepan más que él.

—¿Cuántos alumnos tienen él y su esposa?

—Trece, de primero a octavo grado.

La muchacha se quedó tan estupefacta ante esas cifras que se detuvo por un momento.

—¡Dieciséis alumnos en una escuela de nueve millones de dólares! —exclamó, mientras Afanasi la esperaba.

—Así es Alaska. Aquí, lo primero es lo primero.

Pero le estaba reservada una sorpresa aún mayor: al regresar a su apartamento, Afanasi acercó dos sillas al escritorio empotrado y hojeó los papeles que la esperaban allí.

—Sí, aquí está, y casi no queda tiempo. Prepare su pedido y yo lo transmitiré a Seattle por teléfono, mañana mismo, justo a tiempo para que lo carguen en la barcaza.

Kendra no comprendió una palabra, pero él le entregó un catálogo de noventa y seis páginas en letra pequeña; entonces la maestra vio que se refería a los comestibles y las provisiones para la casa, como productos de limpieza, papel higiénico y artículos de tocador.

—Su pedido para todo el año. Ross Raglan tiene en Seattle una sucursal que sólo se ocupa de despachar mercancía al norte, para la gente como usted y como yo, que vive en el Ártico.

Durante las dos horas siguientes, Kendra Scott, criada en zonas civilizadas como Utah y Colorado, se vio inmersa en la vida al norte del Círculo Polar Ártico, pues los probados catálogos de R R cubrían todo lo que podía necesitar una familia o un individuo normales en los dos meses siguientes. Además de los formularios, que databan de los últimos años del siglo pasado, época en que Buchanan Venn había compilado la primera versión, Kendra contó con el sabio consejo de Vladimir Afanasi, que había ayudado a varias maestras jóvenes a preparar la primera lista.

Las cantidades sugeridas por Afanasi dejaron estupefacta a Kendra, acostumbrada a hacer compras para una sola persona dos veces por semana:

—Le aconsejo, señorita Scott, que pida ciento cincuenta kilos de patatas.

—Pero ¿dónde los voy a guardar?

—En la despensa.

El hombre se levantó para abrir una puerta, en la parte trasera del apartamento, y le mostró un depósito casi más grande que el cuarto en que se encontraban. Estaba rodeado de estanterías y contaba con pequeñas plataformas sobre las que se podían disponer toneles; había allí un gran refrigerador para almacenar carnes y mercancías congeladas. Sólo al ver los interminables estantes apreció ella la tarea a la que estaba dedicada:

—¡Tengo que pedir comida suficiente para todo un año!

—No es exactamente así. Pasa lo mismo que con los clavos. Si se le acaba algo, puede pedir a R R que se lo envíe por correo aéreo. Una lata de boniatos cuesta dos dólares por barcaza y seis por correo aéreo.

Cuando Kendra terminó con su lista, Afanasi hizo un rápido cálculo del coste; la factura por barcaza sumaba alrededor de tres mil dólares. Kendra miró la cifra, boquiabierta.

—No tengo dinero para pagar una factura tan elevada.

—Por eso nuestro distrito escolar le pagará un anticipo ahora mismo. —Y Afanasi le entregó un cheque del banco de Barrow, por valor de cinco mil dólares.

Al salir se detuvo y señaló el apartamento vecino ocupado por el director, Kasm Hooker:

—Muchos dicen que es uno de los mejores maestros de la Vertiente Norte, opinión con la que discrepo. Algo más de cuarenta años, muy alto y flaco, casado con una mujer que le adora. Vino de Dakota del Norte, vaya a saber cómo, hace muchos años. No olvide esto, señorita Scott, el principal valor de ese hombre es su habilidad para el baloncesto. Ayúdele en ese sentido y hará una gran contribución a nuestra escuela.

—El nombre de pila es extraño. ¿Religioso?

—Oh, no. Es que Hooker tuvo una preparación muy limitada, nada literaria. Cuando comenzó a enseñar en nuestra escuela utilizaba mucho la palabra inglesa chasm (abismo), pero la pronunciaba tal como se escribe. La repitió así varias veces, pues tiene predilección por ese vocablo; a su modo de ver, el mundo entero se enfrenta a abismos de la peor especie. Por fin uno de sus alumnos vino a decirme: «El señor Hooker pronuncia mal la palabra chasm». Entonces fui a su cuarto (por entonces no estaba casado) y le dije directamente: «Chasm se pronuncia como si se escribiera con K: kasm». Inocente como es, al día siguiente dijo a sus alumnos: «Anoche el señor Afanasi tuvo la amabilidad de corregirme un error de pronunciación». Y desde entonces toda la ciudad le llama Kasm Hooker. Ya oirá usted cómo le vitorean en los partidos de baloncesto. Bien vale los noventa y cuatro mil dólares que le pagamos.

Kendra, asombrada por esa cifra, preguntó:

—¿Y cuánto recibe su esposa?

—Tiene años de experiencia. Cuarenta y nueve mil dólares.

Cuando Afanasi se fue, ella sumó el total de sueldos de la escuela y exclamó:

—¡Ciento ochenta y ocho mil dólares por dieciséis niños!

Y nadie le había hablado aún de los veintidós mil dólares adicionales que se pagaba a una esquimal, «experta reconocida», para que tratara de enseñar a los estudiantes su idioma inupiat, que menospreciaban en favor del inglés, ni de los cuarenta y tres mil que cobraba el encargado por mantener el edificio en funcionamiento. La suma total, según Kendra descubriría después, era de doscientos cincuenta y tres mil dólares: casi dieciséis mil por alumno sólo en salarios.

Esa noche, la primera que pasaba en su nueva cama, se despertó a las dos y cuarenta y cinco de la madrugada, y se incorporó de pronto. Corrió al escritorio, donde aún estaba el pedido para R R, junto a su sobre, y tomó la estilográfica para añadir en el amplio espacio dejado para cosas varias: «Pacanas sin cáscara, cuatro kilos; almíbar Karo, ocho latas de litro; naranjas chinas en almíbar, una docena de latas». Luego, sintiéndose mejor, volvió a la cama y se durmió profundamente, aunque fuera era pleno día.

En otoño, cuando abrió la escuela, Kendra se había ganado el aprecio de los dos tercios de la población, demostrándoles que era una verdadera entusiasta, amante de los niños y respetuosa de las tradiciones esquimales. Iba de una casa a la siguiente, todas pequeñas y oscuras, respondiendo preguntas sobre su niñez y la vida en Colorado, pero también escuchaba los relatos locales sobre cacerías de ballenas y los comentarios sobre quién era el mejor de la aldea para cazar los grandes cachalotes que se trasladaban al norte o al sur, según las estaciones. Sin embargo, lo que le aseguró la aceptación de la comunidad fue el discurso que pronunció una noche en el gimnasio, al que asistieron casi todos los habitantes para ver cómo se desempeñaba la nueva maestra. El letrero anunciaba el tema «Aciertos Y errores», por lo que algunos asistieron de mala gana, pensando que sería una arenga de misioneros.

¡Qué sorpresa se llevaron! Lo que hizo Kendra fue presentarse como cualquier joven de UTA, agradable y nada afectada, Para compartir con ellos los conceptos acertados y erróneos sobre la vida esquimal que ella había traído consigo:

—Por algún motivo que jamás comprenderé, el sistema escolar estadounidense decidió, hace años, que el tercer grado era el momento ideal para hablar a nuestros niños de los esquimales. Hay libros escritos y algunos estudios sobre el tema; una empresa vende hasta lo necesario para construir un iglú. Enseñé tres veces la materia sobre los esquimales y estaba muy entusiasmada con los iglúes. Me imaginaba que todo el mundo aquí vivía en iglúes. Pero cuando llegué, en el avión del señor Rostkowsky, ¿con qué me encuentro? Con que no hay un miserable iglú.

Sus expresiones, algo irreverentes, sorprendieron a algunos y encantaron a la mayoría. Continuó ridiculizando sus conceptos erróneos sobre la vida esquimal. Se burló de sí misma, con palabras vívidas, gestos y anécdotas atractivas; pero cuando logró que el público riera con ella, entonces volvió a ponerse seria:

—Mis textos también decían muchas cosas ciertas sobre ustedes. Hablaban del amor que los esquimales sienten por el mar, de los bravos cazadores que salen a luchar contra los osos polares y las morsas. Describían los festivales y las auroras boreales, que nunca he visto. Espero que ustedes, en los años venideros, me enseñen las otras verdades sobre su manera de vivir, porque quiero aprender.

Hizo un esfuerzo especial para entablar amistad con su director. Al principio, aquel hombre alto y torpe parecía poco dispuesto a trabar relación con nadie; mucho menos, con una joven audaz que tal vez quería reemplazarle como director de la escuela. Las cosas se mantuvieron en tentativas hasta que un día de agosto, tras haber sido rechazada más de una vez, Kendra le interceptó en el porche para decirle con valentía:

—¿Quiere pasar por un momento, señor Hooker? —Cuando le tuvo incómodamente sentado en su sala-dormitorio, continuó—: Señor Hoo…

—Kasm, por favor —interrumpió él.

Ella se echó a reír:

—Me contaron lo de su apodo. Reconozco que usted manejó las cosas de manera elegante.

Y él sonrió débilmente.

—Vengo desde muy lejos para trabajar en su escuela —prosiguió ella— y no puedo desempeñarme debidamente a no ser que reciba mucha ayuda y orientación de su parte.

—Cuente usted con toda mi cooperación —asintió él.

Pero Kendra no aceptó esa débil afirmación.

—Me dicen los niños que usted perdió a su maestra anterior porque la trataba como si fuera una paria.

—¿Quién le dijo eso?

—Los niños de la escuela. Dicen que usted la hacía llorar.

—Era una incompetente y el señor Afanasi lo sabía. Fue él quien le sugirió que volviera a Los cuarenta y ocho de abajo, donde estaría mejor.

—Pero usted podría haberla ayudado, señor Hooker… digo, Kasm.

El director siguió sentado, con las manos apretadas contra las rodillas, en una actitud de celosa autoprotección. Por fin admitió a regañadientes:

—Tal vez en otras circunstancias…

—Conmigo no tendrá ese problema, Kasm. Me gusta este lugar. Estoy deseosa de enseñar, pero más aún de ayudarles, a usted y al señor Afanasi, a administrar una buena escuela.

Ese empleo sutil del nombre de Afanasi recordó al señor Hooker que la muchacha ya había establecido una sólida amistad con ese poderoso ciudadano. Entonces empezó a ceder, pero cuando estaba a punto de decir algo conciliador resonó por la aldea el ruido más importante del año: el eructo de la chimenea de un navío que indicaba su proximidad. Hasta los habitantes más formales corrieron por las calles, gritando:

—¡Ya viene la barcaza!

Y allí estaba: un enorme depósito de mercancías, arrastrado por un viejo remolcador.

Su llegada fue el comienzo de dos días de celebración, con la aparición de una abundante oferta de provisiones, como si con ello, obedeciendo a alguna orden mágica, se entregara la recompensa a los esfuerzos previos: allí venían los cajones de latas, un camión, un bote con motor fuera de borda, una grúa, montones de tablas aserradas, martillos nuevos, cortes de paños coloridos, libros, lámparas con mechas especiales para cuando fallara la electricidad. Y, como siempre, esos inventos modernos que hacían más soportable la vida en los meses oscuros: un televisor, varios magnetófonos con dos juegos de pilas, una docena de pelotas de baloncesto y una radio de onda corta. Presenciar la descarga de la barcaza anual en Cabo Desolación era formar parte de la vida esquimal en un asentamiento remoto, y Kendra se dejó llevar por la actividad. Pero no estaba preparada para el gesto de amistad que le hizo el señor Hooker. Cuando algunos jóvenes comenzaron a traer desde la costa, en sus camionetas, los enormes cajones y los bultos asignados a la maestra, él dio un paso adelante, se instaló en la despensa y supervisó el ordenado almacenamiento de sus provisiones para todo el año:

—Queremos que usted comience bien —dijo.

La gran sorpresa de ese año se produjo el segundo día, hacia el final de la descarga, cuando bajaron a tierra los nuevos vehículos para nieve. En Desolation hasta los niños tenían skidoos[11], como los llamaban, y no era raro que una sola familia contara con tres de esas máquinas peligrosas y ensordecedoras. Pero cuando hubieron descargado varias decenas, los muchachos que observaban la operación silbaron de asombro, pues dos marineros subieron por la rampa con un modelo totalmente mejorado: un SnowGo-7 azul y rojo, de orugas anchas, parabrisas de plástico moldeado y manillares de carreras. El precio era de cuatro mil dólares.

—¿Quién ha pedido eso? —preguntaron los jovencitos, muy excitados.

En respuesta a las repetidas preguntas, un joven apuesto, que se había graduado en la escuela dos años antes, se adelantó para reclamarlo. Una mujer le dijo a Kendra:

—Jonathan Borodin. Su padre y su tío trabajaban en Prudhoe. Ganaban una fortuna.

Kendra reconoció el nombre de una familia a la que no conocía: los orgullosos Borodin, que conservaban las costumbres antiguas, en contraste con Vladimir Afanasi, que aceptaba muchos aspectos de las nuevas. La maestra se preguntó cómo era posible que los tradicionalistas Borodin hubieran concedido a su hijo un vehículo para nieve; en eso había una contradicción. Pero ahí estaba la maravillosa máquina. Al ver con qué placer se la llevaba el joven Borodin, ella comprendió que monopolizaría su imaginación y su vida. Entonces se volvió hacia la mujer para preguntar:

—¿Era un buen alumno?

Y la respuesta fue:

—Muy bueno. Habría podido ir a la universidad.

—¿Y por qué su familia se gasta tanto dinero en una motonieve, en vez de gastárselo en la universidad?

—Oh, ya fue —aclaró la mujer—. El año pasado, a una buena universidad en Oregón. Pero a las tres semanas le atacó la nostalgia. Echaba de menos «el humo y las bromas» de nuestras calles, por la noche. Y volvió.

Al anochecer, cuando todo estuvo guardado, los ciudadanos de Desolation se reunieron en la costa para despedir a la barcaza, que levó anclas y zarpó hacia Barrow, donde descargaría el resto. ¡Qué triste era ver alejarse el inmenso navío, para ausentarse durante todo un año! Era la salvación de la zona, un recordatorio grande y sólido de que existía otro mundo allá abajo, cerca de Seattle. Pero lo más emocionante fue el momento en que la barcaza hizo sonar su sirena a modo de despedida, pues entre los ecos los pobladores de Desolation comentaron entre sí:

—Bueno, ahora comienza el invierno.

Kendra pasó el resto de agosto y la primera semana de septiembre familiarizándose con la aldea: las casas castigadas por el viento, los pasillos largos y oscuros que servían como entradas protectoras, los pozos cavados en el permafrost para almacenar carnes, el lago hacia el sur de la ciudad, donde se cortaba hielo de agua dulce que se fundiría después, a fin de obtener agua potable. A Dondequiera que mirara, veía indicios de que esos esquimales se habían pasado siglos luchando con el medio ártico y hallando soluciones aceptables. Por las noches, mientras jugaba al bingo con las mujeres de la aldea, las estudiaba con admiración, sin sombra de condescendencia.

Ellas, a cambio, se encargaron de adoctrinarla debidamente.

—Tienes que encargar a alguien tu ropa de invierno —le advirtieron, señalando por encima del hombro el mar de Chukotsk, cuyas olas libres de hielo llegaban a pocos metros de la aldea—. Cuando llega diciembre el viento aúlla en el hielo, necesitas abrigo.

Pero Kendra quedó atónita ante los precios que debería pagar por su equipo.

—Lo primero son los mukluks[12] —dijeron ellas—. Tienes los pies abrigados, la batalla está ganada.

La maestra descubrió que podía conseguirlos de dos maneras:

—Eres maestra principiante, con poco dinero; tienda vende barato Sorrel Packs, hechos a máquina, goma, plantillas de fieltro y forro, bastante buenos. Quieres ser como esquimales, compras mukluk, suelas de piel de foca, arriba caribú hasta la rodilla, calcetines de vellón, tal vez doscientos cincuenta dólares.

Kendra reflexionó sólo por un momento:

—Si estoy en la tierra de los esquimales porque así lo quise, haremos las cosas como corresponde. Quiero mukluks de verdad.

Su parka, lo esencial del atuendo esquimal visible, presentaba las mismas alternativas:

—J. C. Penney hace una comercial buena, a trescientos dólares. Muchos esquimales la usan porque las verdaderas son muy caras.

—¿Cuánto cuestan?

—Pieles, hechura, borde para proteger la cara… —La lista de prendas extrañas era interminable—. En total, unos ochocientos dólares.

La respuesta la dejó atónita, pues a Kendra nunca le habían permitido gastar más de cuarenta y cinco dólares por un vestido. Después de aspirar hondo, preguntó:

—¿Quedaría muy ridícula con mukluks de verdad y una parka de confección comercial?

Las mujeres discutieron entre ellas ese importante problema y dieron una respuesta unánime:

—Sí.

Sin más vacilaciones, Kendra dijo, casi alegremente:

—En ese caso, que sea una parka esquimal.

Para no ofender a las mujeres esquimales con una pregunta sobre dinero, esperó hasta quedarse a solas con los Hooker:

—¿Cómo hacen estas pobres mujeres para pagar semejantes precios? ¿Y lo que gastan apostando al bingo?

La señora Hooker se echó a reír.

—¡Estas mujeres tienen los bolsillos forrados, señorita Scott! Los maridos ganan salarios enormes trabajando en los yacimientos petrolíferos de Prudhoe Bay. Además, todos los años reciben una bonificación del gobierno.

—¿Qué bonificación?

—En Alaska no pagamos impuestos. El dinero del petróleo corre tanto que es el gobierno el que nos paga a nosotros. Dicen que este año serán cerca de setecientos dólares.

Kasm intervino:

—¿No ha notado usted que casi todas las casas esquimales, aquí en el norte, tienen dos o tres motonieves abandonadas en el patio delantero?

—Iba a preguntar eso.

Y Kasm explicó:

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