Alabama

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En algún lugar de Alabama.

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                                                        En algún lugar de Alabama.                          

 

 

 

 

Un anciano de raza negra permanecía en la acera, sentado sobre una silla, en la puerta de un bar, mientras que con sus arrugadas manos sostenía una armónica que, deslizándola entre los dedos, hacía sonar.

Uno  de  sus  pies  no dejaba de golpear el suelo marcando el compás. Del  metálico instrumento surgía una hermosa y melancólica melodía. Por un   momento, el tiempo parecía haberse detenido.

El  aire  veraniego  impulsaba enormes  bolas de hierba seca que rodaban  por la calzada y acababan estrellándose contra los vehículos estacionados junto a la acera.

  Al lado de donde se encontraba el músico una  niña,  de raza negra, esperaba junto a su madre la llegada de un autobús. Hasta ellas llegaban los acordes del  instrumento impulsados por el viento sureño.

El implacable sol, desafiante, amenazaba con derretir el asfalto. En el cielo,  algunos cirros de majestuosas formas se sostenían desafiando la ley de la gravedad.

La figura del enorme vehículo se materializó por fin en el condensado horizonte y la mujer y la pequeña ascendieron tras abrirse la puerta de acceso.

El conductor, un hombre blanco que portaba una gorra de béisbol, ni siquiera se dignó a contestar a los buenos días que le ofreció la madre.

Mientras se dirigían balanceándose hacia la parte de atrás, la mujer evitaba encontrarse con las miradas intimidatorias de los pasajeros, que ocupaban el resto de los asientos.

–Mamá, ¿podemos sentarnos? Estoy muy cansada y tengo mucho calor, es insoportable – solicitó la pequeña  –. De  verdad, no sé por cuánto   tiempo  voy  a   poder aguantarlo más. Te lo estoy diciendo en serio. Nunca me había sentido tan mal. Esto es un horror.

–No te preocupes, hija, te prometo, que dentro de unas pocas manzanas  habremos  llegado  a nuestro   destino  y   podremos refrescarnos  y comer algo, que te repondrá de energías. Verás cómo te sentirás mucho mejor.

–Me  encuentro mal. No puedo aguantar  más, estoy muy mareada. Necesito  sentarme ahora mismo. Creo que me voy a desmayar.

–Hija, sé que es complicado, pero ten  un  poco  más  de paciencia – pidió  la mujer mientras cogía la mano de la pequeña.

–Lo siento, mamá, me voy a caer.

La  madre,  muy   preocupada, decidió sentarla en una de las butacas que  quedaban libres. Mientras el autobús continuaba su marcha, y los pasajeros permanecían impasibles ante el malestar de la niña a quien empezó a cambiarle el color de la cara.

Al rato, el auto se detuvo en una parada y ascendieron varias mujeres tocadas con sombreros. Su costosa y elegante vestimenta dejaba adivinar su alta clase social.

Una de las señoras que portaba un vistoso vestido, con mirada desafiante, se dirigió hacia donde estaba sentada la niña:

–Dile a tu hija, que se levante de inmediato de ese asiento. Ella no puede sentarse – ordenó la señora Mary, indignada –. Parece mentira que no lo sepas ya. Los negros no podéis ocupar los asientos de los blancos. Es muy sencillo.

–Disculpe, es que se encuentra muy  mal  y  además, hay  otros asientos vacíos. Hace mucho calor y está exhausta. Tiene que comprenderme es solo una criatura y podría  marearse  en cuestión de minutos e incluso podría perder el conocimiento. Apuesto a que tiene hijos y lo comprenderá, estoy segura. A usted no le gustaría nada ver a sus vástagos en esta lamentable situación, ¿verdad?

–No me importa lo que le pueda suceder a su hija, las butacas son para que se  sienten  solo los blancos y las  leyes, seguro, que me darán la razón – continuó,  dirigiéndose al resto de pasajeros –. Si damos nuestro brazo a torcer, alguna vez, se apoderarán de nosotros. Y ellos, son inferiores a los blancos. Tendrían que continuar recogiendo algodón, no sirven para otra cosa. Solo saben que causar problemas y cometer todo tipo de delitos y fechorías.

–Es  muy  cierto, lo  que  dice  esta  honrada  mujer. Tiene  usted  toda  la

razón – intervino un hombre que sostenía un diario –. ¿Qué se habrán creído? Mi abuelo, siempre decía que a  los  negros no hay que dejar de darles con el látigo, que es lo único que  entienden. Y créanme, mi abuelo sabía  muy bien de lo que hablaba. Era un viejo chiflado, pero muy listo. Pocas veces se equivocaba en lo que admitía.

–Siempre están metidos en líos. La prueba está en que la mayoría de reclusos son de raza negra – continuó Mary.

–No  se  equivoca en absoluto. Se nota que es la esposa del juez – comentó el caballero del periódico –. La ley y el orden tienen que  estar  por encima de todas las cosas, si de verdad queremos gozar de tranquilidad y seguridad, deben de ser nuestro principal propósito.

Tras las palabras del hombre, los usuarios del autobús prosiguieron de nuevo con sus quejas.

La madre levantó a la pequeña de su asiento en medio de las protestas de  los demás pasajeros y esta al no poder  aguantar  más  comenzó a vomitar. Toda la regurgitación fue a parar encima del vestido de la señora Mary. Quién ante semejante hecho se llevó las manos a la cabeza, en señal de indignación. Mientras se lamentaba mirando su vestimenta completamente ensuciada y era incapaz de  canalizar en su mente lo que le estaba sucediendo.  

Los demás viajeros observaban la escena, atónitos, y no eran capaces de reaccionar. 

–Miren cómo me ha puesto esta maldita negra – exclamó la señora Mary  mirándose el vestido –. ¿No piensan hacer nada? ¿Se van a quedar tan tranquilos, con los brazos cruzados, viendo como una maldita y apestosa niña, me mancha el costoso vestido? Cuando se entere mi esposo no le va a hacer nada de gracia. Y ya saben quién es, no hace falta que lo repita más veces – señaló la mujer sin dejar de mirarse, indignada.

–Es lamentable. No puedo creer lo que acabo de ver – objetó el señor del diario.

–¡Maldita, negra, me las vas a pagar! Tarde o temprano te encontraré y pienso arruinarte la existencia. No eres más que carroña.

Al oír los desesperados gritos de la  esposa del juez Carter muchos de los viajeros acabaron por levantarse y sin dejar de mirar donde estaban madre e hija  empezaron a increparlas, con gestos violentos, para que abandonaran el autobús de forma inmediata.

El chófer, desde su asiento, no perdía detalle de lo que ocurría en el interior del auto público, y de vez en cuando se giraba para poder observar mejor.

No tardó el autobús en llegar a otra parada y se detuvo para que subieran  nuevos pasajeros que ascendieron, exhaustos, debido al tremendo calor que azotaba la población.

La pequeña Rosa, ya por fin recuperada del todo, fue literalmente arrastrada por su madre fuera del vehículo. Una vez habían alcanzado la seguridad de la acera la señora Parks dirigió una última y rápida mirada al interior del autobús donde se encontró con la desafiante mirada de Mary.

–Mamá, vas demasiado deprisa, me vas a tirar al suelo. ¿No te das cuenta? – se quejó la pequeña.

  –Vamos, apresúrate. Ya no queda nada para llegar a casa. Te prepararé un  refresco, para que te sientas mejor. Te vas a quedar nueva.

–Gracias, lo voy a necesitar. Qué ganas tengo de llegar. Se me hace interminable.

Ambas continuaron caminando por la calle hacia su hogar mientras en el cielo unas enormes y grises nubes empezaron a juntarse hasta formar una agradable y placentera tormenta de verano.

El sol desapareció por completo entre las nubes. Al instante, unas grandes gotas de lluvia mojaban la calle y fueron extendiéndose hasta cubrir por completo la tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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