Alabama

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Primera parte » Capítulo 21

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Sentada en su mesa, la bibliotecaria leía, con tranquilidad, un libro. A unos escasos metros la operaria de la limpieza empujaba el carro con la parafernalia higiénica.

Al oír a la limpiadora la funcionaria la saludó sin levantar la vista de la novela. La trabajadora le contestó al saludo con una palabra interrumpida por una tos.

–Tendrías que cuidarte un poco ese catarro. No me gusta nada esa tos – dijo  la  bibliotecaria –. Y  vas demasiado tapada, debes de tener fiebre. Deberías ir al médico, quizás necesites algún tipo de medicación.

La bibliotecaria no quiso incomodar más a la mujer que bastante tenía con su constipado y volvió a hundir su mirada en el libro. La operaria continuó con su labor y siguió deslizando su instrumento de limpieza sobre el encerado y brillante pasillo.

  Al poco de perder de vista a la encargada de la biblioteca entró en una de las salas destinadas al conocimiento. Unas enormes estanterías repletas de libros adornaban la amplia estancia. 

Se despojó del pañuelo que le cubría el cuello y parte de la cara, y apareció la cara de Jack. Este había decidido adquirir la vestimenta de la mujer de la limpieza sabiendo que iba a faltar al trabajo por una baja laboral. Su madre se lo contó, ya que era íntima amiga de la bibliotecaria, Louise. 

Las dos mujeres se conocían desde hace muchos años, antes incluso de que naciera Jack, pero a pesar de la confianza, había decidido disfrazarse, para no poner en un compromiso a la amiga de su madre.

El mulato observaba  con admiración la enorme librería que se extendía a lo largo de la sala. Unas largas escaleras de madera se apoyaban en las estanterías. El muchacho comenzó a examinar los letreros indicadores, expuestos en orden alfabético. Los lomos de los libros parecían adivinar las intenciones del joven.  

La Historia, geografía y todas las demás ciencias se mostraban a los ojos solícitos de Jack, como un gran manantial de cultura.

Subió por una de las escaleras y cogió varios volúmenes. Acto seguido escondió su peculiar adquisición en el interior del carro y enfiló de nuevo el pasillo. Volvió a toser una última palabra a la bibliotecaria y salió al exterior por la puerta trasera.

Se aseguró de que no había nadie en la vía pública y con los libros metidos en una enorme bolsa se dirigió hacia su hogar.

 

 

Estaba muy cerca de su casa cuando al ir a girar una esquina se encontró con unos rapaces que increpaban a otro niño. Al fijarse en él, se percató de que portaba en las piernas unos enormes hierros, que eran sin duda el centro de las perversas burlas, estos no paraban de hostigarle.

–Mirad tiene las piernas de hierro. Parece un robot. No había visto nada igual – reía un niño mientras le escupía.

–Son prótesis – aclaró el chico.

–Vamos a lanzarle piedras a ver si es capaz de esquivarlas – propuso el rapaz mirando al resto de amigos.

El mulato observaba el abuso escondido en una esquina. Al instante, uno de los muchachos lo empezó a empujar y este comenzó a correr, de tal manera, que las llamativas prótesis se  desprendieron de sus piernas y el muchacho acabó desapareciendo tras una nube de polvo.   

Jack se quedó atónito.

Los muchachos se asombraron de la velocidad que terminó alcanzando el corredor, que tras difuminarse la nube de polvo, en el horizonte, no quedó señal alguna del veloz niño.

El asombro y la turbación se adueñaron de los abusones.

Aquella increíble escena se grabó en la memoria de Jack. Al fin de cuentas, entre aquel singular personaje y él existía un vínculo provocado por la sociedad. Una extraña conexión que los unía de una insólita manera.

El hijo de la sirvienta encontró en el Niño Corredor un nuevo aliado y deseó volver a verlo pronto y compartir con él, sus malas experiencias.

Tras una caminata evitando toparse con los transeúntes, que de seguro le increparían.

Al llegar, se encontró la vivienda vacía porque su madre estaba atendiendo sus obligaciones diarias en la mansión de la familia Carter.

Entró en su habitación y emprendió una batalla con toda la basura que se amontonaba en el interior del cuchitril.

Las bolsas de basura fueron apiladas hasta que decidió sacarlas a los contenedores. Aquella noche, cuando Lucrecia regresó del trabajo, para su gran sorpresa, descubrió a su vástago estudiando en su habitación. Pero lo que en verdad le llamó más la atención fue el hecho de hallar la estancia con aquella pulcritud.

El mulato al ver a su madre asomada le dirigió una mirada repleta de satisfacción. Tan pronto como Lucrecia volvió a cerrar la puerta cogió un libro pero, esta vez, de supervivencia.

En el exterior se oyó un búho que, sobre una rama que le servía de atalaya, se recortaba en mitad de la luna llena. Jack, que había oído a la rapaz nocturna, se levantó para poder verla y al instante se volvió a inclinar sobre el libro.

En el salón de la pequeña y desvencijada casa, Lucrecia escuchaba la radio. De esta surgía la melodía de una vieja canción de blues, que seguramente fue creada en los campos de algodón. Cuando con lo único que podían ser felices era con la música. Un tiempo en que el abuso y la intolerancia se unían para generar la esclavitud y la dignidad se medía por el color de la piel.

Unas circunstancias que por desgracia, continuaban todavía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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