Alabama

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Primera parte » Capítulo 23

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Cuando los indios llegaron al campamento se percataron de la presencia del sheriff y de varios coches patrulla. La autoridad de Montgomery observaba el lugar. A su lado su hijo Mark miraba con aires de superioridad a los pobladores.

–Mira, papá, ¿has visto las tiendas?

  – Te he dicho muchas veces, que en el trabajo no me llames papá – se quejó el agente, que se había apartado unos metros, con su hijo, para que no los oyeran –. No sé cómo decírtelo ya. Te lo tengo que repetir siempre. No hay forma de que me entiendas de una vez.

–Está bien, no volverá a ocurrir.

–Eso espero.

–Tranquilo, pero ¿puedo llamarte padre?

    El sheriff ignoró la pregunta de su hijo y habló a los indios:

–Esa tienda hecha de harapos tiene que desaparecer. Las casas de madera se fabricaron para sustituir a las antiguas.

Tras las palabras del agente, los indígenas se pusieron a desmontar la tienda ante las miradas de los policías. En un momento, el campamento se llenó de trabajadores que portaban trozos de lo que antes fue la vivienda del jefe de la tribu. Este, incrédulo, observaba la triste escena, junto a su hijo que era el enorme indio que jugó la partida con Larry, hacía unos minutos.

Cuando solo quedaba la estructura, una de las maderas verticales que sujetaban el armazón que los nativos cubrían con pieles, se resbaló y cayó al suelo, con la mala suerte de atrapar a un niño que estaba en el sitio menos adecuado. Al instante, fue corriendo el indio grandullón y sin pensarlo levantó con sus brazos la pesada madera. El sheriff, atónito, contemplaba como el gigante alzaba el pesado tronco y para su asombro lo lanzó a tal distancia que pareció un auténtico lanzador olímpico.

El agente Steve se percató de la mirada que le dirigía el nativo. Al instante, introdujo su monumental barriga en el interior del vehículo oficial y seguido de los demás policías abandonaron el poblado, no sin antes dirigir a los pobladores una mirada cargada de prepotencia.

En fila, los coches policiales, salieron del campamento mientras los niños imitaban el sonido de las sirenas. Zorro Negro, que era el nombre del gigante indio, pasó su brazo por el hombro de su padre hasta que los vehículos desaparecieron en el horizonte.

–¿Viste el rostro del sheriff?

–Sí, vi miedo en sus ojos.

–Así es.

–Hombres cobardes y malvados.

–No hay hombres malvados, hijo.

–No puedo entenderte, padre, mira  en  lo  que  nos  han  convertido – aseguró  señalando el poblado –. Nuestros antepasados lo tenían todo y ahora, fíjate, nada. Vivimos en una especie de prisión y lo que es peor, nos inculcan sus costumbres, ni siquiera han respetado nuestra forma de vida. Han acabado con los bisontes, que eran nuestra comida y nos protegían de la intemperie con sus pieles, la mayoría de los bosques centenarios han sido talados y todavía te atreves a asegurar  que  el hombre blanco no es malvado – exclamó indignado Zorro Negro.

–La hermana luna está triste. Llora ante el hermano lobo, por culpa del hombre blanco – sentenció el viejo y sus palabras se mezclaron con el cálido aire en aquella calurosa tarde del mes de agosto.

 

 

Más hacia la ciudad, entre las coníferas, dos jinetes miraban hacia el poblado. A sus espaldas el sol comenzaba a descender y en el horizonte se empezaba a adivinar el rojo crepuscular. Unas horas después de pasada la media noche, los dos hombres abandonaron la seguridad de la densa foresta y se dirigieron al campamento. Cuando llegaron uno de los jinetes destapó una garrafa de gasolina y la derramó por encima de las viviendas. El otro lanzó varias cerillas que provocaron que una enorme llamarada se extendiera por el suelo del poblado y alcanzara hasta los tejados de los hogares. Los desesperados ladridos de los perros advirtieron a los indios, que en medio de la confusión, se dispusieron a exterminar el fuego, ayudados de cubos de agua, lo que evitó que no pudieran descubrir a los causantes del siniestro, quienes en ese instante, cabalgaban a trote hacia la ciudad.

Los indígenas cargaban con gran cantidad de cubos llenos de agua que lanzaban sobre las destructoras llamas. La desesperación se reflejaba en los semblantes de los indios que no daban crédito a lo que terminaba de suceder. Una mujer corría escapando del peligroso fuego mientras sostenía a su pequeño que no dejaba de llorar.

Por fortuna, la rápida intervención evitó que quedaran acorralados por las llamas y que aquella noche hubiera habido una auténtica tragedia. Una desgracia.

  Extinguido el fuego, Zorro Negro se agachó y cogió algo del suelo. Su padre, el jefe del clan, observaba con curiosidad a su hijo. Este acercó el objeto a la luz de una hoguera y la luminosidad de las llamas alumbraron la gorra de béisbol de Larry.

–Mirad  lo  que  tengo  aquí – exclamó Zorro Negro, alzando la prenda hacia el cielo estrellado. Se le ha caído al incendiario.

Los demás indígenas le contemplaban sorprendidos.

–¿Conoces al propietario de esa gorra? – quiso saber el anciano.

–Sí y te juro qué pagará por lo que ha hecho...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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