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CAPÍTULO 11

Apenas había atravesado el zaguán cuando escuché un alarido cuya procedencia no pude identificar de inmediato, puesto que el contraste entre la luz de la calle y la penumbra del interior me había dejado momentáneamente cegado.

—¿Quién anda ahí? —grité aturdido—. ¡No me hagan daño! ¡Yo también creo que el reparto de la riqueza es completamente injusto!

—Acaban de traer esta carta para usted, señorito.

Quien hablaba con tan peculiar retintín era, por supuesto, la portera, que tras haberme lanzado primero un grito había salido después de su garita para obstaculizarme el paso hacia el ascensor. A medida que mis ojos se acostumbraban a la semioscuridad, pude distinguir mejor a la señora Domitila, y observé que llevaba en la mano un misterioso papel al que se aferraba como si hubiera sido víctima de una descarga eléctrica.

—Gracias, señora Domitila —contesté—. ¿Acaso está estropeado el buzón?

—No ha llegado por los conductos ordinarios, si se me permite la expresión. Me la ha entregado un tipo que, por cierto, y salvadas las distancias, se daba un aire al último ganador de «Un hígado para el mejor» a quien, según dicen algunos rumores de los que se han hecho eco en el telediario de hoy, se le relaciona con la famosa actriz y no menos contrastada pelandusca Natalia Nodd, la cual, por si usted no lo sabe, está de visita en nuestro país y ha exigido que le sea servida fruta fresca diez veces al día.

—Fascinante. ¿Me permite? —pregunté, dando por terminada la conversación e intentando abrirme paso hacia el ascensor.

—¿No le parece sospechoso? —me interpeló la portera, desplazándose al mismo tiempo hacia la pared e interrumpiendo con su chinela de conejo mi ágil movimiento anterior.

—¿Qué debe parecerme sospechoso?

—Que alguien quiera escribirle a usted, y que además prescinda del eficaz servicio público de correos, si se me permite la expresión.

—Si no recibo correspondencia habitualmente —me apresuré a responder, y de inmediato me sentí como un imbécil por tratar de justificarme con una subalterna— es porque todos mis conocidos se comunican conmigo a través del comunicador personal.

—¿Y si le dijera que la llegada de la carta coincidió con una misteriosa avería en la torre de protección ciudadana, vulgo piruleta, de la calle?

—¿Y usted cómo sabe que la torre se averió?

—Porque, cumpliendo con mi deber de portera, he llamado a la policía en cuanto ese individuo se marchó, por si nuestras fuerzas de seguridad pudieran considerar oportuno hacerle un seguimiento e inclusive detenerlo. Pero al intentar identificar su adeene, el agente que me atendía se encontró con que la torre no respondía a sus órdenes, y eso que, según pude averiguar durante nuestra conversación, no era un agente pelado, si se me permite la expresión, sino que llevaba cinco años de cabo y se había presentado ya dos veces al examen de teniente, no habiendo podido aprobarlo debido a problemas familiares que distrajeron su atención durante las semanas previas a la prueba, y que al parecer estaban relacionados con un cuñado melenudo que se empeña en haraganear y que mantiene a su mujer en un sinvivir. A los pocos minutos ya funcionaba.

—¿El cuñado melenudo?

—No, la torre de identificación. Pero yo ya había perdido de vista al tipo que trajo la carta, y no pude darle ninguna referencia al agente cabo para que lo localizara.

La llegada del ascensor fue mi salvación. El ruido distrajo a la portera, que se giró presta de modo que, al hacerlo, descuidó su flanco derecho. Salió de la cabina el vecino del tercero izquierda, y dado que éste se había mudado recientemente y era un tipo algo siniestro que rara vez salía o entraba, y que ambos hechos impedían a la portera cumplir con los deberes que juró al abrazar su profesión, a saber, criticar a los vecinos y cotillear como un loro, la señora Domitila tuvo un momento de duda que yo me apresuré a aprovechar antes de que reaccionara. En un movimiento que integró el todo con las partes, me escurrí por el hueco, le arrebaté la carta que todavía protegía con su espalda, saludé al vecino del tercero izquierda, y me deslicé en el interior del ascensor antes de que la puerta se volviera a cerrar. Pulsé el botón apresuradamente para no dar tiempo a un posible contragolpe de la portera y, sintiéndome a salvo cuando la cabina comenzó a elevarse, examiné el sobre blanco y bastante arrugado en el que, por lo demás, no había ninguna otra seña que mi propio nombre y dirección.

Quizás imbuido del misterio que la señora Domitila había querido ver en todo aquel asunto, tuve que admitir que en verdad resultaba sospechoso el hecho de que aquellos datos estuvieran escritos a mano, como todavía era costumbre en otros siglos, y también en el nuestro entre aquellos proscritos que no desean ser reconocidos por el código personal que las impresoras micro-graban en cada letra. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la operación, en general, resultaba de lo más irregular: un sobre escrito a mano, sin señas del remitente y entregado por un individuo que no se identifica y que tampoco deja dirección alguna a la que dirigirse si, como bien pudiera haber ocurrido, el destinatario, o sea yo mismo, hubiera rechazado el envío. Y, por si todo eso fuera poco, la torre de protección ciudadana, conocida como piruleta por su increíble parecido con dicha golosina, había dejado de funcionar en los momentos inmediatamente anteriores y posteriores al incidente, de modo que el sujeto no había podido quedar registrado en ninguna de las lecturas de adeenes. Mientras reflexionaba sobre todos estos hechos se me ocurrió que quizás, y debido al asaeteo al que me había sometido la portera, me había concentrado demasiado en arrebatarle la carta sin considerar siquiera si me convenía hacerlo. ¿Y si fuera algo ilegal?

Aunque, por otra parte, ¿qué podría haber en un pequeño sobre que resultara en sí mismo ilegal? ¡Drogas, imbécil! ¿Drogas? ¡Sí, drogas! ¡Marihuana, cocaína, unas hebras de Fortuna, una mouillette impregnada de Ron Pujol! ¿Y quién querría obsequiarme con drogas a mí, si mi único y mínimo vicio consistía en permitirme de vez en cuando una Cokepepsi, marca registrada de Eternal Life Inc.? ¡Pues alguien que quisiera tenderte una trampa, papanatas! Muy bien, pero ¿quién? Ya habían pasado los tiempos en los que yo era un triunfador y concitaba las envidias de todos los desarrapados del planeta. Si alguien hubiera querido acabar con mi reputación no habría necesitado montar todo ese numerito porque, como ya queda explicado, mi camino de regreso a la sociedad sólo acababa de comenzar, y en aquellos momentos era difícil hundirme mucho más de lo que ya estaba.

Al sudor acumulado por los miles de saltos que había tenido que dar durante mi regreso a casa, se unían ahora los efluvios provocados por la tensión y el pánico. Mi aroma corporal empezaba a resultar desagradable incluso para mí mismo, que era su propietario. Dispuesto a cortar el flujo de líquidos orgánicos, aunque todavía atenazado por los nervios, iba ya a rasgar el continente de tan extraño mensaje para proceder a leer su contenido y salir de dudas, cuando el ascensor se detuvo en mi rellano. Abrí la puerta y, como sospechaba, me encontré de nuevo a la portera, que no sólo había subido los cuatro pisos con una velocidad impropia de su edad, sino que lo había hecho cargada con un cubo y el mocho que ahora fingía utilizar para fregar las baldosas que me separaban de la puerta de mi casa, y que no habían visto el agua durante los últimos cinco años.

—Así que —me dijo sin levantar la vista del terrazo—, ¿era algo importante?

—No lo sé —contesté pisando sin miramientos el tramo fregado y, más que húmedo, pringoso por la mezcla del líquido con la costra que comenzaba a disolverse en él—. Todavía no la he abierto.

—¿No esperaba ninguna carta, entonces?

—No, no esperaba ninguna carta. Pero eso no quiere decir que haya de ser por fuerza algo turbio o irregular. Mucha gente utiliza cartas de papel, y todavía hay quien escribe a mano. Existen personas a las que les gusta mantener tradiciones de otros tiempos.

—Sí, se les llama delincuentes.

—No, señora Domitila, se les llama nostálgicos o también horteras. Y ahora, si me permite, me gustaría entrar en mi casa.

La portera se llevó el dorso de la mano a la frente en actitud extática.

—Si es que no la dejan trabajar a una. Pues sepa usted que…

—¡Por favor! —atajé por fin con energía, pues aprendí por parte de madre que al servicio hay que tratarlo con firmeza—. He tenido un día muy fatigoso. Continuaremos esta interesante charla en otra ocasión, si no le importa.

Y dicho esto, abrí la puerta de mi casa y me metí en ella sin ni siquiera darme la vuelta.

Lo que me encontré en el interior de mi morada, y que no fue otra cosa que los muebles y enseres que me encuentro todos los días cuando abro la puerta, apenas merece reseña alguna. Vivo, como ya habrá quedado claro por la falta de respeto con la que se comporta el personal de intendencia, en uno de los llamados CID intermedios. Es cierto que gracias al fallo absolutorio del juez Pera habría podido, teóricamente hablando, claro está, regresar a mi casa en el CID del Barrio de Salamanca, junto a las familias que en su día me sonreían cuando coincidíamos en la panadería, y bajo la protección de los onerosos policías privados que me saludaban apoyando los dedos sobre las viseras de sus incólumes gorras negras. Pero, ¿qué autoridad puede tener el fallo de un juez frente a catorce tertulianos capitaneados por Javichu Depy? La realidad es que uno no puede vivir en un barrio que está por encima de su Registro de Adeene Personal, o RAP. Yo quise intentarlo, y, dado que tras el divorcio mi mujer se había quedado con el chalé del CID de Soto de Trepas, cuando el juicio concluyó regresé a la casa que poseíamos en Lagasca. Pero desde que me instalé en ella no faltó un día en el que alguno de aquellos inoxidables policías me detuviera por la calle para pedirme mi identificación mientras me apuntaba con su lector de RAP portátil. ¿RAP, por favor?, me decían mirándome a los ojos sin pestañear, como si nunca antes nos hubiéramos visto. Y yo recitaba la letanía, consciente de que no era aquello lo que en realidad buscaban.

—04-D65-726-361, also known as

Y el policía me lanzaba una mirada de desprecio y me decía: ahórrese el AKA, que tengo otras cosas que hacer, o qué se cree, venga, puede usted continuar, vamos, circule, no me hagan grupos, aquí no hay nada que ver, vamos, que le meto un paquete que no veas, etcétera, etcétera.

Para quien no haya pasado por este desagradable trance quizás resulte difícil de entender, pero cuando uno viene de estar, por así decirlo, en el Everest de la sociedad, cuesta mucho soportar el trato despectivo de los vecinos, el acoso permanente de las fuerzas del orden y, por qué no decirlo, las patadas en las espinillas de los niños. Por eso me apresuré a vender, o a malvender, mejor dicho, mi lujoso dúplex y me mudé a un CID intermedio, donde nadie pregunta a nadie, salvo las porteras, claro está, que para eso son porteras, y donde nadie te propina patadas en las espinillas porque, por supuesto, las familias con niños no viven en los CID intermedios.

Sea como fuere, el caso es que me encontraba por fin dentro de mi casa, dispuesto a abrir de una vez por todas el maldito sobre para rascar así la curiosidad que la portera había espolvoreado sobre mi psique y que no me dejaba ya pensar en otra cosa.

También, todo sea dicho, quería dejar de sudar. Así que me encaminaba ya hacia el salón mientras metía el dedo por uno de los dobleces, cuando el videoguol se encendió y la femenina voz del contestador me saludó a través del sistema dodecafónico Sanders, marca registrada de N'Joy Corporation, que en su día me había regalado el Director Adjunto de Artes Menores como muestra de su agradecimiento por mi contribución a la Literatura, y también como prueba de su capacidad de soborno, pues no mucho tiempo después de ofrecerme aquel agasajo me vi obligado a escribir un soneto para la boda de su sobrino.

—¡N'Joy! —dijo, como siempre, el aparato al encenderse. Y después añadió—: ¡Regocíjese, no más!

—¿Por qué me hablas en mexicano? —le pregunté, intrigado por aquel nuevo acento.

—No lo sé, cuate. ¿Reconduzco a otro ajuste?

—Español.

—¿Burgalés?

—Últimamente te desajustas mucho, tú.

—Avisaría al servicio técnico, pero este mes tu peculio no permite alegrías —me recordó el aparato.

—La casa nueva: he tenido que pagar por adelantado al lampista y al carpintero. Ya te arreglarás el mes que viene. ¿Algún mensaje?

La sensual dicción del contestador tosió para aclararse la voz y después me informó de que tenía un requerimiento urgente de comunicación firmado por mi ex amada ex mujer. El requerimiento estaba acompañado de un brevísimo texto que decía: vas a acabar con mi salud.

Dejé, pues, la carta para mejor ocasión, puesto que por muy fiera que pudiera ser la amenaza oculta en el interior de aquel misterioso sobre, nunca podría ser más temible que una nueva demanda por parte de mi ex adorado ex cónyuge. Llamé. Mi ex media naranja apareció en la pantalla a la orilla de la piscina de nuestra ex casa, o ex nuestra casa, mejor dicho, de Soto de Trepas.

No se veía a Foom por allí. Ponderé la posibilidad de que hubiera elegido a posta esa ubicación para poner de manifiesto, por contraste, mi descenso social, y situarme así desde el comienzo de nuestra conversación en una posición de desventaja psicológica.

Me puse a la defensiva, pero sin demostrarlo, como siempre me aconsejaba mi Experto de Apoyo en Conflictos o EAC, pues ello habría implicado aceptar mi supuesta inferioridad ante ella, lo que me habría sumido en una nueva y doble inferioridad. Me ubiqué, pues, junto al mueble-bar, calculando que en ese encuadre ella recibiría la mejor imagen posible de mi modesta residencia, y fingí estar la mar de bien sirviéndome un zumo de champiñones.

—¿Querías hablar conmigo, querida? —dije, empleando el mismo tono que Tulius Grim utiliza cuando interpreta papeles de fiscal de distrito y pretende dar confianza al acusado.

Observé entonces en la imagen que la barbilla de mi ex alma gemela comenzaba a temblar frenéticamente, cosa que atribuí primero a algún efecto secundario de su última y todavía reciente operación de cirugía estética, y después a su verdadera causa: un compungido estado de ánimo. En efecto, apenas abrió la boca para intentar hablar, dos lagrimones se deslizaron sobre su recién estrenado cutis de polietilihidroxicarbonato y, tras surcarlo de norte a sur, se precipitaron sobre el suelo de mármol que nos había instalado su cuñado por el doble del precio que habría cobrado un albañil neutral.

—¡Oh, Dios mío! —dijo por fin, echándose a llorar—. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—¿Ocurre algo, darling? —pregunté para contemporizar, pues su reacción me había dejado fuera de juego.

—¡La niña! ¡Es la niña!

—¿Qué le pasa a la niña?

—¡La niña se ha fugado!

—¿Otra vez? ¿Se ha fugado de casa?

—¡Pues claro, imbécil! ¡De casa! ¡De esta casa! —Y añadió, con soterrada saña—: ¡De mi casa!

Mi ex desposada me informó entonces de que, al regresar aquella tarde a su hogar, antes nuestro hogar, se había encontrado con una extraña quietud que la había puesto en alerta. En pleno verano como estábamos, era frecuente que la niña invitara por las tardes a algunas de sus amistades, por lo demás tan ociosas como ella misma, a compartir las instalaciones recreativas del jardín cuya construcción había financiado yo en su día. Su madre, mi ex mujer, quiso pensar en un primer momento que quizás la niña había decidido dedicar aquella tarde al estudio y la meditación, e incluso se aventuró a imaginarla vestida con el bonito uniforme de graduación, y quiso creer que pronto el título universitario estaría colgado por fin en el saloncito de verano, para envidia cochina de todas las vecinas cuyos hijos todavía andaban por sexto o séptimo de carrera, lo que quería decir que tendrían que esperar corroídas por la pelusa al menos cinco o seis largos años para poder decorar sus saloncitos con idéntico papelajo.

—Cariño —me atreví a decirle llegados a este punto—, estás divagando.

—Mira quién habla. Pero vamos a lo que vamos.

El caso es que tan halagüeños pensamientos la tuvieron entretenida durante bastantes minutos, los que de hecho empleó en recorrer la casa y comprobar tras la inspección de todas las habitaciones que la niña no estaba tampoco en el interior del chalé.

Algo alarmada ya, pensó en llamar a algunos de los padres de sus amiguitos, por si se le había olvidado que aquella tarde se celebraba algún cumpleaños, comunión o bautizo. Y fue entonces, al acercarse al videoguol, cuando éste detectó su presencia y le hizo saber que tenía un mensaje personal y privado, si es que existe alguna diferencia entre ambos términos. Estupefacta, escuchó la voz de nuestra hija comunicándole que abandonaba el hogar materno. La razón, aunque indeterminada, parecía estar relacionada esta vez con un individuo que respondía al nombre de Johnny y que, a decir de la niña, tocaba unas baladas a la guitarra que, textualmente, hacían que se te cayeran las bragas al suelo. Terminaba el mensaje con un suspiro y una llamada al amor universal, a la paz, y a una reducción de los tipos de interés interbancarios que permitiera a los jóvenes acceder a una vivienda donde consumar su amor sin necesidad de protagonizar ridículas fugas.

—¿Qué vamos a hacer? —concluyó, por fin, mi ex costilla echándose de nuevo a llorar, y enjugándose las lágrimas con un carísimo pañuelo de Franco Tancretti, marca registrada de N'Joy Corporation.

Pasé por alto el arrebato de mi ex pareja y esperé a que cesaran sus sollozos antes de hablar. Cierto era que, al parecer, en esta ocasión la fuga estaba durando más tiempo del habitual. En el pasado, muchas veces la niña había regresado a casa antes incluso de que su madre, o yo mismo en su día, hubiéramos podido ver el mensaje de despedida en el videoguol. Pero, con todo y eso, la situación no semejaba tal que mi astucia y templanza no pudieran afrontarla con muchas posibilidades de éxito.

—Creo que en este caso podemos dejar las reflexiones a un lado y pasar directamente a la acción —aseveré, todavía de pie junto al mueble-bar aunque de buena gana me habría sentado en el sofá hacía rato si no fuera porque todavía no había limpiado la mancha del yogur que se me había caído dos días antes, y no deseaba yo que tan ignominiosa cochambre se proyectara en el videoguol de mi ex cuchicuchi para regocijo suyo—. Las torres de protección ciudadana registrarán su adeene y, por lo tanto, su posición. ¿Has llamado a la policía para que procedan a ejecutar dicho plan?

—¡Claro que he llamado! —me espetó mi ex cosita, mutando su aspecto afligido en otro más, cómo decirlo, apocalíptico—. Se han limitado a tomar nota de su adeene y a añadirlo a la lista de personas desaparecidas y vehículos robados. Técnicamente ya es mayor de edad, aunque sólo haga unos meses que cumplió los treinta y cinco. Estoy segura de que si se tratara de alguien importante —añadió, subrayando esta última palabra y pulverizando con la saliva de la «p» el resto de las sílabas— removerían Roma con La Coruña. La niña ya estaría en casa si fuera la hija de un prócer, un periodista o un cantante melódico o un concursante de televisión, pongo por caso, pero siendo como es la hija de un prófugo, ahora su adeene comparte espacio foliar con la matrícula de un Volgswagen Escarabajo —y volvió a entregarse al llanto.

—Yocasta —la apelé—, no soy un prófugo, y estoy harto de que me trates como a un delincuente. El juez Pera…

—¡El juez Pera es un mindundi, como todos los jueces! Más te valdría haberte tomado unas Cokepepsis con Javichu Depy, haberle peloteado un poco como hace todo el mundo, y pelillos a la mar. No nos veríamos ahora en estos barros, que provienen de aquellos fangos. ¿O era de aquellos lodos? De una cochinada, en cualquier caso.

Me apoyé en la barra del mueble-bar para evitar que se me durmiera la pierna izquierda, y reconduje la conversación.

—¿Has hablado con alguno de los amigos de la niña? ¿Alguien sabe quién es el tal Johnny y adónde pueden haber ido?

—Será uno de esos adolescentes melancólicos que recitan a poetas antiguos, como… como… —y encogiéndose de hombros prosiguió—: Bueno, poetas de esos que dicen «cuando me vaya de viaje, tú serás todo mi equipaje». Y toca la guitarra.

Sweetheart, me temo que estamos ante un simple caso de estupidez juvenil, valga la redundancia. A fin de cuentas, tú lo has dicho, la niña sólo tiene treinta y cinco años. ¡Pero si sólo está en cuarto de postgrado! Todavía le falta el master, el executive internship, y el professional qualification program. Criaturita… Volverá en cuanto pase una noche sin su patito de goma.

—¿De verdad piensas eso? —me preguntó mi ex partenaire, con la irresistible ingenuidad que transmite cuando habla hipando, y mientras retorcía nerviosamente unas petunias que había arrancado del arriate que con tanto cariño había construido yo durante los fines de semana.

—Claro, churri darling. Y si no vuelve por el pato de goma, volverá cuando compruebe que no dispone de fondos, puesto que voy a proceder a cancelar su línea de crédito ipso facto. Lo de ipso facto es un decir, claro está, puesto que los bancos sólo abren de diez a once y por lo tanto tendré que esperar a mañana para dar las oportunas instrucciones. Es más, daré orden también para que me informen de cualquier intento de utilización de su cuenta personal. —Y para terminar de reconfortar a mi ex terrón de azúcar, añadí—: A ver si el guitarrista poeta puede mantenerla más de veinticuatro horas. No te preocupes. Yo me encargo.

Continué intentando tranquilizarla durante unos minutos más y, tras recomendarle que se tomara algunas cajas de Stress-less, marca registrada de Eternal Life Inc., me despedí de ella con un sonoro ósculo. A fuer de ser sincero, he de reconocer que ni yo mismo me creía todo lo que le había dicho. La lógica era la que articulaba mis palabras, pero en mi interior no podía evitar aventurar las más negras perspectivas. Todos los días leemos en los periódicos noticias sobre pervertidos que abusan de jovencitas desvalidas, sin importarles que éstas, como era el caso de mi hija, ni siquiera frisen la cuarentena. Esos desalmados seducen a las niñas sin parar mientes en el irreparable daño que causan en el frágil espíritu de una persona todavía en construcción. Sí, he de reconocer que consideré esa posibilidad, pero me tranquilizó el hecho de que mi ex panal de miel hubiera mencionado que el tal Johnny era también un adolescente. No era probable, pues, que su mente estuviera ya contaminada por las perversiones lúbricas que azotan a la segunda e incluso a la tercera edad, por no hablar de los viejos verdes. Dos treintañeros enamorados; dos adolescentes con sus corazones palpitando; dos chiquillos obnubilados por el sedoso velo del amor.

¿Puede existir algo más bello, excepción hecha de las roqueñas nalgas de Natalia Nodd, si así nos ponemos?

—Por cierto —apuntó mi ex amorcito cuando yo ya estaba a punto de colgar—, ¿qué narices es ese papel que llevas en la mano todo el rato? ¿Es un pañuelo? ¿Estás resfriado? Lo estás poniendo perdido de zumo de champiñones.

—No es nada, my love. Hala, descansa y déjalo todo en mis manos. Te llamaré en cuanto sepa algo, que confío será pronto.

La carta estaba ciertamente pringada del espeso líquido. Procuré secarla un poco mientras reflexionaba sobre la sensatez de mi propio plan y me sentaba, por fin, en el sofá. Desde luego, si la policía no estaba dispuesta a esforzarse un poco más, la única alternativa era el banco. Bien es cierto que mi cuenta corriente había conocido épocas más gloriosas, especialmente antes del divorcio, pero todavía estaba lo bastante lustrosa como para que pusieran a un becario a trabajar gratis para mí durante unas horas. A fin de cuentas, para eso están los becarios. En cuanto la niña se viera en auténtica necesidad y quisiera comprar, pongo por caso, el último disco de Los Latinos Divinos, marca registrada de N'Joy Corporation, yo conseguiría saber su localización en menos de un minuto. No era el mejor plan, pero era el único que podía permitirme. Aunque me doliera reconocerlo, tenía que admitir que mi ex consorte llevaba toda la razón: con mis influencias de unos años antes, habría tenido formadas y cuadradas a diez patrullas policiales sin tener que mover más que un par de hilos. Pero, como queda dicho, yo ya me estaba acostumbrando a mi nueva vida gris, aburrida y, por qué no decirlo, un poco cutre.

O eso me creía yo. Porque, seamos sinceros: ¿hay alguien capaz de acostumbrarse a eso?

En mi caso, me bastó con leer, ya era hora, la famosa carta para darme cuenta de que, en realidad, el deseo de recuperar mi vida anterior no había desaparecido, ni mucho menos, sino que había subsistido larvado en algún rincón de mis meninges, como el bicho de la clásica Alien El Octavo Pasajero, marca registrada de N'Joy Corporation, de modo que, tras la lectura de la mencionada epístola, salió asimismo disparado al igual que el también mencionado alienígena, pero sin dejarlo todo perdido de bilis corrosiva. El mensaje decía lo siguiente.

Por motivos equis que no vienen al caso, puedo conseguir que se rehabilite usted no sólo como persona sino también como ser humano, el cual he cargado en su RAP una invitación para el acto, con perdón, que se celebrará esta noche en el hotel Palace, por la visita a nuestro país de la gran actriz Natalia Nodd.

Cosa que además está buenísima.

Si le interesa, personifíquese allí a las ocho de la tarde de incógnito y en el más estricto anonimato. Y en habiéndole dicho todo lo quetenía que decirle, me despido de usted esperando que se encuentre bien, nosotros bien adiós, gracias.

Suyo afectísimo,

Capricornio

PD: Canapés gratis para los cien primeros.

Al concluir la lectura de la carta tuve la estremecedora sensación de que una mano helada me recorría la espalda. Y no era el sudor ya casi reseco que me acartonaba la ropa el que provocaba que me sobrevinieran aquellos repentinos escalofríos: lo que en realidad me dejó petrificado fue la visión que de inmediato se dibujó ante mis ojos tras la lectura de aquella atroz composición lingüística. Se me ofreció sólo un instante, sí, pero después ya no pude quitarme de la cabeza la ilusión de reconquistar mi antigua jerarquía. Durante un segundo me vi de nuevo en mi casa del CID del Barrio de Salamanca, frecuentando las tertulias literarias en Port Aventura, marca registrada de N'Joy Corporation, recibiendo peticiones de los grupos minoritarios más influyentes, e incluso, ¡ay quimera!, aceptando la invitación para convertirme otra vez en persona de raza negra, también llamado afroeuropeo o euroafricano. Desfilaron ante mis ojos los muslos pétreos de aquellas rubias despampanantes que, intentado ganarse mi recomendación ante los directivos de la todopoderosa N'Joy Corporation, acudían a mi encuentro al terminar mis conferencias en la Universidad Internacional Pato Lucas.

Sí, es cierto: fui un inconsciente, o peor, fui un miserable vanidoso ávido de rendibúes. Pero he de decir en mi descargo, y no pretendo que ello me excuse puesto que nada debe prevalecer sobre nuestra honestidad como ciudadanos, salvo la honestidad de otros ciudadanos, y lo mismo se aplicaría a éstos para con nosotros, lo que nos conduce a un círculo vicioso, expongo pues en mi descargo que con la fatídica misiva todavía en la mano me dirigí hacia la nevera con la intención de prepararme un piscolabis que me ayudara a meditar sobre todo lo acontecido en el día y que, habiendo abierto la puerta del frigorífico y golpeado el lateral con energía para que se encendiera la bombilla, ésta lanzó sus débiles y macilentos rayos hacia una loncha de mortadela en la que las dos aceitunas engarzadas en ella habían menguado por efecto del tiempo y la temperatura, y que, como consecuencia del golpe, aquéllas, las aceitunas, se precipitaron a través de la rejilla hasta ir a parar a un plato sobre el que descansaba un espárrago ajado por las mismas circunstancias cronotérmicas junto a un plátano dispuesto perpendicularmente a él, a modo de paréntesis horizontal, de manera que al reunirse aceitunas, espárrago y plátano reconocí ante mí, como si se tratara de una pintura rupestre compuesta por una imperita civilización vegetariana, la mueca de una cara sonriente que parecía decirme: acude a la cita, vuelve a tu vida anterior, imbécil, acuérdate de los esféricos pechos de las rubias, rememora las cimbreantes caderas de aquellas mulatas, también llamadas afroeuroamericanas o afroamericoeuropeas o euroamericoafricanas, deja esta porquería de vida que llevas, hombre, que das pena, qué digo pena, das asco, que eres patético, qué digo patético, eres un gusano, un deshecho, so idiota, papanatas, que se avergüenza uno de ser plátano en tu nevera, o aceituna, o espárrago, qué dirían mis amigos de Tudela si me vieran contigo, pusilánime…

Y muchas cosas más me habrían dicho mentalmente aquellos vegetales si no fuera porque uno también tiene un límite y, al sobrepasarlo, me abandoné a una magra venganza tirando las aceitunas y el espárrago a la basura, y comiéndome el plátano pues todavía no estaba muy pasado. Pero no pude evitar interpretar todo aquello como una oportunidad para restaurar mi desastrada existencia y recuperar por fin el máximo nivel de confort del sistema, al que, en aquel momento lo supe sin asomo de duda, yo pertenecía por naturaleza.

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