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CAPÍTULO 11101

—Chumillas —prosiguió Alexander Liar con una calma de lo más sospechoso—, tendrás que hacer la lista de despidos tú solo. No, mientras estás con la masajista venezolana no, que después me traes los documentos perdidos de mantequilla. Hazlo en casa, y no despidas ni a mujeres ni a negros ni a otras especies protegidas. En cuanto a usted —añadió dirigiéndose, como es obvio, a mí—, tenía razón: los había subestimado. Lo cual, por otra parte, era muy fácil, ya que mi concepto de ustedes no podía ser peor. Reconozco que, en efecto, disponen de cierta ventaja, aunque antes de que se lancen al abismo creo que hay algunas cosas que deberían saber.

—Le escucho —respondí, y ahora sí busqué con la mirada a Miclantecuhtli para saber su opinión al respecto, y me pareció que ésta era favorable.

—Debo advertirles —comenzó Alexander Liar, poniéndose cómodo— que tengo mucho que decir, y que es muy probable que les coloque un ladrillo de muerte. Por ello, aquellos que lo deseen quedan excusados de atender a mi discurso y pueden ir a tomarse un refresco —y la mayoría de los ejecutivos aprovechó estas palabras para dirigirse a las mesitas con bebidas—, aunque quienes lo hagan no cobrarán el bono de fin de año —y el quorum se restableció al instante—. Y aquellos dos del fondo —añadió, refiriéndose a Porfirio y Berenice, que para mi exasperación habían retomado las risitas y los cuchicheos—, ¿les importa guardar silencio? Gracias. También les advierto, antes de soltar la perorata que ya me dispongo a endosarles, que es casi seguro que todo lo que voy a decir ya habrá sido postulado a lo largo de la Historia por alguna persona, o incluso por varias, pero de todos es sabido que nuestro Sistema Educativo Universal, al dispensarnos del estudio de lo que nuestros congéneres han hecho y dicho en el pasado, hace que cualquier imbécil se crea que ha descubierto la rueda cada vez que dibuja un círculo. Esto, lejos de encontrarlo un problema, lo califico yo de enorme ventaja, puesto que permite que cada individuo se crea el primero en articular las ideas que su experiencia vital le va sugiriendo, con la consiguiente satisfacción del propio sujeto así como de sus allegados. Quedan ustedes, entonces, alertados. María Jesús, esté al tanto por si digo algo interesante. ¿Prosigo? Bien. Nos enfrentamos aquí a algo más importante que mi modesta, si bien que acromegálica, persona, y desde luego más importante también que la reputación del propio Javichu Depy. Aunque usted no lo sepa, que creo que no, la esencia del dilema que me está planteando radica en el hecho de que, al igual que los seres humanos no soportamos las situaciones en las que no tenemos ninguna opción para elegir, puesto que nos sentimos faltos de libertad, tampoco soportamos aquellas otras en las que disponemos de infinitas alternativas ante nosotros, puesto que tanta incertidumbre nos abruma. ¿Les gusta la idea?

—Eso —intervino Porfirio, restregándonos una vez más la refinada educación que había adquirido en el cotolengo— lo dijo con parecidas palabras Kierkegaard.

—¿Amigo suyo? No importa. Kierkegaard, yo… A la gente le dará lo mismo. Es más, creo que preferirán que lo diga yo, que tengo un apellido de cuatro letras, como los vulgares. Deberíamos hacer un programa sobre filosofía. Nada serio, claro… Un concurso quizás, con azafatas tetudas y un tipo que imite al presidente del gobierno, y con concursantes que digan burradas… Ya se sabe que a la plebe le gusta enorgullecerse de su ignorancia y exhibirla como atributo distintivo de lo que ellos llaman «gente llana» o «gente normal», como si llaneza y normalidad fueran sinónimos de incultura. Aunque, ahora que lo pienso, bien podría ser así.

—Cierto —animó Chumillas.

—Prosigamos, entonces. Señor Kant, diría que me decepciona —continuó— si no fuera porque, como ya he mencionado antes, el concepto que tengo de usted no puede ser peor. Este asunto, señor mío, no se circunscribe a una persona física. El dilema al que nos enfrentamos no es «¿nos cargamos a Javichu o no nos lo cargamos?». Javichu, querido amigo, caerá al fango antes o después sin necesidad de que unos canijos como ustedes lo empujen. La gleba se cansará de él en algún momento. Así es el populacho: una panda de niños consentidos. Crean sus propios ídolos, los encumbran, y los derriban después sólo para demostrarse que nadie puede escapar a la «voluntad del pueblo». Eso es lo que ellos se creen, claro, pero es bueno que se lo crean, así que los dejaremos y, llegado el momento, ya haremos que Javichu desaparezca de escena con el riñón bien cubierto por varias capas de billetes de mil, mientras nosotros seguimos manejando los hilos desde la sombra, porque la radiación solar, como todos sabemos, provoca cáncer. Así pues, no estamos hablando de Javichu: cuando él caiga, otro Javichu que tal vez se llame Áticus José o algo parecido ocupará su puesto, y hará lo mismo que hace él, a saber, decirle a la gente lo que la gente quiere escuchar. Con la democracia hemos creado un monstruo, es cierto, pero una vez creado lo único que nos queda es alimentarlo, porque un monstruo es peligroso, pero un monstruo hambriento es la leche, y cuando se ponga de malas no va a haber quien lo pare. ¿Por qué, si no, cree usted que desde N'Joy Corporation y Eternal Life Inc. promovimos ya hace años el salario social? Un sueldo para todos, por el simple hecho de existir. ¿Generosidad? No, señor mío: soborno. Mientras la bestia no piense, o mejor dicho, mientras la bestia piense que piensa pero no piense, tanto mejor para los que sí lo hacemos. Eso si realmente lo hacemos, claro, porque bien podríamos estar en un segundo círculo controlado desde un tercer nivel que desconocemos. Esto sería un buen guión para una película de marcianos, ¿eh? María Jesús, apúntelo. Pero no nos desviemos. Hemos concluido que no es sólo Javichu Depy quien está en juego en esta charada de pacotilla. ¿Qué es lo que está en juego, entonces? Todo, amigo mío, todo. El sistema, ya que veo que le gusta la palabra. Si usted siembra la desconfianza generalizada, el sistema colapsará como una superloba, que supongo que será un animal extinguido que quizás se camuflaba colapsándose. No lo sé. María Jesús, averigüe qué es una superloba.

—Si me permite la interrupción —me atreví a decir, levantando la mano, y Alexander Liar puso cara de fastidio—, hasta ahí ya habíamos llegado nosotros. Nuestra amenaza se basa, precisamente, en que sabemos que la caída de Javichu Depy provocaría una serie de efectos secundarios de mucha mayor magnitud, en especial para los accionistas y mandamases de N'Joy Corporation como usted mismo.

—Por favor, no vuelva a interrumpirme para decir tonterías. O sea: no vuelva a interrumpirme. Las consecuencias a las que yo me estoy refiriendo no se circunscriben al ámbito de N'Joy Corporation, sino que afectarían a los cimientos más profundos de toda nuestra sociedad. Que también es la suya. Y por eso le advierto: piénseselo dos veces antes de destruir este bonito circo en el que todos vivimos tan ricamente.

—Para mí —repliqué con jactancia— sería un orgullo y un alivio contribuir a que un mafioso mediático como Javichu Depy se cayera de su pedestal. Eso por no hablar del aspecto vengativo del asunto, que no es baladí. Por lo tanto, no creo que la sociedad en general y mi vida en particular se vieran perjudicadas por ese hecho. Al contrario, creo que estaría aportando mi granito de arena para construir un mundo mejor.

—Pues yo le aseguro que está usted equivocado —me replicó Alexander Liar con retintín—, pero si no deja de interrumpirme para hacer alegatos de adolescente atrofiado, y perdón por la redundancia, nunca podré demostrárselo. Como le decía al comienzo de mi brillante exposición, el ser humano no puede afrontar una infinita libertad, como tampoco puede soportar una carencia excesiva de la misma. Un exceso de libertad provoca demasiada incertidumbre, y ésta aumentaría nuestro nivel de angustia hasta llevarnos a cometer las mismas barbaridades que históricamente se han cometido cuando la desesperación de los hombres ha rebasado un cierto límite: guerras, revoluciones, matanzas, y otras desgracias que no recuerdo porque no había televisión para retransmitirlas. Si nuestra sociedad ha conseguido desarrollarse en un ambiente más o menos pacífico durante el último siglo ha sido gracias a que personas abnegadas como yo mismo hemos entendido esto, y nos hemos dedicado a limitar la libertad de nuestros semejantes por su propio bien. No se trata de decirle a la gente lo que tiene que pensar: simplemente, hacemos una selección previa de las ideas que pueden ser consideradas. El virtuoso término medio: ni tantas como para que la incertidumbre se desboque, ni tan pocas como para que el ansia de libertad se sienta amenazado. Tomemos el ejemplo de nuestro común amigo Monseñor Leño. Sí, por supuesto que lo conozco. Yo conozco a gente en todas partes, y la Iglesia no iba a ser una excepción. Pues bien, como garantes de la estabilidad social nos conviene que la gente crea que en la Iglesia son todos una panda de mangantes, pero sin llegar al extremo de que la Iglesia desaparezca. ¿Por qué? Porque mientras los ciudadanos tenga una Iglesia para criticar y una religión de la que apostatar, no se darán cuenta de que ellos mismos han creado otra religión con sus propios ritos y herejías, con sus sacerdotes y santos, una religión con dogmas similares a los tradicionales si sustituimos el término Dios por la palabra Hombre. Una religión, por lo tanto, cuyo primer y principal mandamiento es «el Hombre es Dios» y, por ende, «yo soy Dios». No me refiero a mí solamente, que también, sino a cada individuo que se guía por ese lema. Porque, ¿de qué sino de dogmas pueden calificarse majaderías como «hay que ir con la verdad por delante» o «el amor lo puede todo», o la Ley de la Gravedad, si lo llevamos al extremo? ¿Qué otra cosa sino adoración puede llamarse al culto a la longevidad que profesa todo el género humano? La gente, como creo que ya he dicho, aunque no sé si ahora o hace unos días en una conferencia en Ohio, crea sus propios iconos. Llámelos como quiera, pero la gente necesita dioses y demonios, héroes y villanos, inocentes y culpables, necesita dogmas y herejías, necesita premios y castigos, y alguien tiene que proporcionárselos o la plebe se dedicará a destruir bastillas y palacios de invierno en una suicida carrera por conseguirlos. Sí, señor Kant, los seres humanos necesitamos todo eso, necesitamos el Bien y el Mal, lo blanco y lo negro, y lo necesitamos desesperadamente porque tenemos que simplificar la realidad para poder entenderla, o para crearnos la ilusión de que la entendemos, y porque, por encima de todo, necesitamos trascender esa realidad. Los ascensores ascienden y descienden, pero eso no es suficiente para un ser humano: un ser humano no es un ascensor, y por eso necesita trascender. María Jesús, apunte. La negación de las religiones es una religión, porque es una negación irracional. Pero por eso es necesario mantener las religiones y sus Iglesias: para que nadie se dé cuenta de que hay otra iglesia a la que todos pertenecen y en la que cada uno se adora a sí mismo, a su propio Dios. Y entramos aquí en la cuestión de la identidad. ¿Se ha parado usted a pensar que en nuestra sociedad la identidad personal no se define interiormente, sino por contraposición a los otros? ¿O no está usted harto de que todos sus amigos, si los tuviere, le cuenten a dónde han ido de vacaciones, o qué modelo de videoguol se acaban de comprar, o lo listos que son sus hijos? Uno es valioso en cuanto que es diferente: en cuanto que tiene cosas que otros no tienen, o en cuanto que hace cosas que otros no hacen, o en cuanto que piensa cosas que otros no piensan. Por eso es imprescindible que los otros estén muy bien definidos, y de ahí nuestro, es cierto, férreo sistema de control de identidades, tan injustamente criticado por los tipos de la ralea de su hacker mexicano. ¿Se imagina el caos que provocaría ese otro compinche suyo que puede tener el RAP que quiera? No es porque pueda provenir de otro tiempo, cosa que no sólo mola sino que convertiría al elemento en un tipo resultón y objeto de múltiples entrevistas y documentales. No, amigos, lo preocupante es el hecho de que nadie sabría quién es él exactamente. Y, si eso se generalizara, nos veríamos abocados al desastre social: si un individuo puede ser cualquiera, y eso se extiende, todos pueden ser cualquiera, y entonces, ¿quién soy yo, si me quitan las referencias para compararme? Esto provocaría el caos, el desorden, aerofagia, migrañas, contraprogramación en la tele. Grandes catástrofes en general. ¿Es eso lo que usted quiere? ¿Quiere que su mujer, su hija y sus futuros nietos vivan en un pandemónium? Total, ¿para qué? Cada vez que la Humanidad ha decidido hacer borrón y cuenta nueva ha terminado en el mismo sitio en el que estaba. Mire la Revolución Francesa, con Robespierre, Marat, Cantoná, y otros. La Humanidad se libera una y otra vez sólo para darse cuenta de que no puede resistir el peso de la libertad, la incertidumbre, la insoportable levedad del ser. María Jesús, apunte esto último. Escribiré algo con ese título. Pero prosigamos. Para suavizar la angustia que le produce esa incertidumbre inherente a la propia vida, el ser humano siempre termina por crearse algunas mentirijillas para sobrevivir. Con el tiempo, las mentirijillas se convierten en mentiras, y éstas en trolas del quince. Siglos después todo es una gran farsa. Alguien prende la chispa y la plebe clama otra vez por la Verdad, por la Justicia, por la Libertad, y por otras chorradas de ese estilo. ¿Debemos congratularnos por ello? Unas cuantas generaciones y todo vuelve a estar igual. Así que, ¿para qué alborotar tanto? Dejemos las cosas como están. Sinceramente, de todas las mentiras que la Humanidad se ha inventado, las que tenemos ahora son las más soportables. Porque no me irá a comparar las tertulias de la tele con los místicos medievales… A ver, los del fondo —se interrumpió Liar para llamar la atención otra vez a Porfirio y Berenice—, ¿quieren dejar de poner caritas? Bien, prosigamos. La cuestión es esa: la Humanidad se equivoca una y otra vez, y no parece que haya manera de evitarlo. Lo único que podemos hacer para sentirnos mejor es buscar culpables: eludir nuestra responsabilidad diciéndonos que son otros los que se equivocan, y los que hacen que nosotros nos equivoquemos. Y la verdad es que ahora tenemos mucha gente a la que echarle la culpa de todo: los partidos políticos, los futbolistas, los médicos negligentes, los jueces corruptos… Jamás en la Historia el Hombre ha podido sentirse tan poco culpable, teniendo en cuenta que toda la culpa es suya. Y como responsable máximo tenemos, claro está, al gobierno, sea cual sea, que nos engaña para que lo votemos. Pero no quiero distraerles ni llevarles a razonamientos que la mayoría de ustedes serían incapaces de seguir. Quédense con este mensaje: ustedes, los ciudadanos, son muy listos, y ellos, los del gobierno, son muy tontos, pero, debido a una maldad congénita, ellos consiguen engañarles, ya que ustedes, además de inteligentes, son buenos. Dicho esto, es posible escapar de este círculo de pescadillas viciosas que se muerden la cola, de ahí el vicio. Véanme a mí, si no: dirijo una de las dos empresas que existen en el mundo, escribo columnas en cinco periódicos, artículos en tres revistas, he publicado siete ensayos sobre economía aplicada, imparto conferencias sobre cualquier tema que me indiquen, incluso sobre aquellos que desconozco, y soy doctor honoris causa por tantas universidades que ya he perdido la cuenta. Así pues, el éxito es posible. ¿Y por qué no triunfa todo el mundo? Porque hay mucho vago. Véanme a mí, si no. Ah, no, esto ya lo dije antes. ¿Qué venía ahora, Chumillas? Ah, sí. Vean a Chumillas, si no. Y llegados a este punto es cuando yo digo: la lengua se me ha pegado al paladar. ¿Alguien tiene un poco de agua?

Chumillas se apresuró a servirle un vaso colmado, y Alexander Liar se lo bebió como si viniera de un rally por el desierto. Después pidió otro más y, tras dar buena cuenta de él, aspiró con fuerza una bocanada de aire y se preparó para proseguir ante las miradas de pánico de sus colaboradores.

—Pero ustedes ocultan la realidad —intervino oportuno Miclantecuhtli, adelantándose al magnate—. La seleccionan, y cuentan sólo lo que quieren.

—¿Y qué hace usted, caballerete?

—¿Yo?

—Sí, usted, no va a ser el extintor. O usted, o usted, o usted —repitió, y mientras lo hacía iba señalando en cada caso a uno de los que estábamos en el extremo opuesto de la mesa, hasta volver a centrar su atención en mí—. ¿Acaso deja usted que su niña, que, por cierto, tiene casi cuarenta años aunque todos convengamos en llamar niñas a mujeres hechas y derechas, acaso deja usted, digo, que su hija salga a ver la vida real? ¿Dejaría usted que se marchara con el primer guaperas que encuentre sólo para darse cuenta, varios meses después y con varios kilos de más, que al guaperas le huele el aliento y se ducha dos veces por semana? ¿Permitiría usted que su niña conociera miserias tales como el hambre, la muerte, el dolor, el odio, y otras muchas, que la vida no sólo no esconde sino que enseña con obscenidad pornográfica? ¿Haría usted todo eso sólo porque cree que su hija debe «conocer la verdad», o «vivir la vida»? No, señor mío: usted haría lo que hacemos todos. Construiría una verdad agradable y una vida bonita, y serían esas las que dejaría que su niña conociera. Es más: se esforzaría porque su hija creyera que no existen otras, y usted mismo terminaría por olvidarse de aquella primera realidad, de la auténtica. ¿O es usted acaso un desalmado?

Me giré un instante y pude contemplar a mi pobre hija indefensa, a merced de los embates de la vida y de las melenas de cualquier cantautor depresivo, frágil como un bikini en la Antártida.

—No —respondí, casi emocionado.

—Le diré cuál es el problema, amigo mío: todos hemos visto «El rey león» cuando éramos pequeños y, dado que los Dibujos Animados son una asignatura obligatoria, todos los niños seguirán viéndola, ¿correcto? Pues bien, el problema es que nadie nos hace reparar en el hecho de que sólo hay un rey león. Y todos vemos la película asumiendo que somos ese personaje. Ningún niño piensa que será Pumba o Timón. Ninguno piensa que será Scar. Ninguno piensa que será uno de los ñúes que son regularmente zampados por los leones. Todas estas cosas las descubre uno cuando se hace mayorcito, y así pasan generaciones y generaciones. ¿Cree que ganaríamos algo si, de repente, le abriéramos los ojos a la manada de ñúes? Yo no, se lo aseguro.

—Interesantes reflexiones —concedí, primero porque me parecía que ya iba siendo hora de poner freno a la inspiración de Liar, y después porque pensé que me convenía rebajar un poco la tensión de nuestro enfrentamiento antes de comenzar a negociar—. De hecho, le animo a que haga usted ese programa de filosofía ligera, aunque también le recomiendo que no lo ponga en primetime. Pero, aun reconociendo la perspicacia de su razonamiento, soy yo ahora quien no entiende la relación que su discurso pudiera tener con el asunto que nos ocupa.

—Veo que mi juicio sobre usted no estaba errado, y que su capacidad de síntesis es alarmantemente baja. Simplificaré, pues, mis exposiciones a partir de ahora. La relación es esta: todos simplificamos la realidad para poder enfrentarnos a ella, y utilizo el término simplificar en este caso como un eufemismo de deformar. Parte de esa deformación consiste en que todos buscamos culpables cada vez que sufrimos alguna desgracia, incluso aunque ésta sea producto de una simple casualidad, o incluso sabiendo que nosotros mismos habríamos obrado de igual manera que aquellos a quienes culpamos. Así, usted me acusa a mí y a otros prohombres como yo de mentir, calumniar, y de vilipendiarle en el pasado, pero sin embargo es usted mismo quien ahora está dispuesto a utilizar idénticas armas para conseguir sus espurios fines, los cuales, por cierto, todavía desconozco. Y lo mismo podría decirse del doctor gusano, aquí presente.

—Hay una diferencia esencial —objeté—: nosotros, caso de llegar a cumplir nuestras amenazas, difundiríamos datos verídicos sobre Javichu Depy, sacaríamos a la luz su verdadero rostro, ventilaríamos los rincones más pútridos de su persona. En resumen, y antes de que me pida que no me extienda con mis metáforas, nosotros diríamos la verdad.

—Veo que, como me temía, no ha entendido usted nada de lo que le he dicho antes. ¿Qué es la verdad, amigo mío? ¿Que Javichu Depy tuvo una hija hace veinte años? ¿Que no pudo ocuparse de ella? ¿Es esto algo vergonzoso?

—Abandonó a la madre de la niña y se desentendió de sus responsabilidades.

—Eso —matizó Alexander Liar desplegando su dedo índice para señalarme— lo ha deducido usted. ¿Qué pensaría si le dijera que, en realidad, Javichu Depy deseaba ardorosamente ser padre, que fue el hombre más feliz del mundo cuando se enteró del embarazo de su pareja, y que estaba dispuesto a renunciar a su entonces incipiente carrera periodística para dedicarse por entero a la paternidad? ¿Qué opinaría si supiera que fue la madre quien, abrumada por un futuro que no había previsto, decidió abandonar a Javichu para poder deshacerse de la criatura sin intromisiones? ¿Cambiaría su juicio si le dijera que Javichu, siendo todavía un pobre estudiante universitario, removió cielo y tierra durante meses para intentar localizar a la madre y, por extensión, a su hija, y que si no lo consiguió fue sólo por el inflexible sistema de privacidad que rige nuestros hospitales, y que hace inaccesibles las fichas de los pacientes para todo aquel que no sea un banco, una empresa de seguros, o un emporio comercial con influencias? ¿Y si le demostrara que, tras el intento de chantaje del doctor tinieblas hace unos años, localizamos por fin a la muchacha, la sacamos del cotolengo, la enviamos a estudiar a Iowa y, dada su incapacidad para las matemáticas y la cultura en general, la convertimos en una actriz de éxito que hoy triunfa en todo el mundo y que, de hecho, es la rutilante estrella a la que ustedes estaban entrevistando hace unos instantes?

—¿Natalia Nodd es la hija secreta de Javichu? —exclamó el perverso galeno—. ¡Imposible! Nos está contando una milonga para hacernos sentir culpables. ¡No lo escuchen!

—Tanto da si me creen como si no —contestó Alexander Liar recuperando el tono reposado que había exhibido durante sus intervenciones—. Me permito recordarles además que, en su día, Javichu Depy tampoco empleó ni una sola mentira cuando, atendiendo a su sagrado deber de informar, los arrojó a los leones de la audiencia y se lavó las manos como Cleopatra, en leche de burra. Todos los hechos que él expuso entonces fueron, técnicamente, ciertos. Así que yo les pregunto: ¿están ustedes seguros de que su versión, su simplificación de la realidad, es la correcta? ¿Saben sin ningún género de duda si es verdad lo que van a contar al público? ¿Toda la verdad? ¿Es verdad la verdad incompleta? Y, por otra parte, ¿es materialmente posible contar toda la verdad sobre cualquier asunto? Insisto: ¿toda la verdad?

—¿Me lo pregunta a mí, excelencia? —quiso saber Chumillas.

—Era una pregunta retórica —se molestó Liar, pues su subordinado le estaba destrozando el clímax que tanto trabajo le había costado crear—. La gente no quiere saber la verdad, señor Kant. O, mejor dicho, la gente sólo quiere saber una verdad: la que a ellos les conviene creer. ¿Sabe cuál es la verdad? La verdad es que cada día se mueren miles de personas de hambre, que otras muchas fallecen a causa de enfermedades para las que existe remedio pero que, mire usted qué pena, es demasiado caro para ellas; la verdad es que todos vamos a envejecer, que todos vamos a enfermar y que, dentro de más o menos tiempo, todos nos vamos a morir. La verdad es que los mejores no están arriba y los peores abajo, salvo quizás en mi caso. La verdad es que la virtud no triunfa, sino que son los intrigantes quienes siempre terminan venciendo. La verdad es que las cien personas más ricas del mundo tenemos tanto dinero como los restantes nueve mil millones de habitantes del planeta, pero que sin embargo ninguno de esos miles de millones hace mucho por cambiar las cosas: al contrario, a lo que dedican sus esfuerzos es a intentar pertenecer algún día a nuestro selecto grupo, convertirse en multimillonarios, y perpetuar la situación. La verdad es que todo esto —y con un movimiento de su brazo extendido abarcó la sala completa, y casi parecía incluir también el hotel, la Gran Vía, el CID del Centro, la ciudad entera, y hasta los campos que, según dicen, existen más allá— es mentira. Pero es una mentira tan agradable que, ¿a quién le interesa la verdad? Se lo repito: a la gente no le gusta la verdad, y quieren algo mejor, pero las drogas son malísimas, sobre todo últimamente.

—¿A que sí? —recalcó Chumillas—. Ya lo decía el ministro el otro día.

—Así que primero vinieron las películas, que permitían a la gente abandonar la realidad durante un par de horas. Pero una vez que se prueba, uno siempre quiere más. Y entonces llegó la radio, y después la tele, y más tarde los videojuegos, y, quizás sin tomárselo como un fin en sí mismo, de repente alguien, probablemente un antepasado mío, se dio cuenta de que la gente ya sólo pasaba unas pocas horas en la realidad, y se preguntó: ¿para qué sirve la realidad? Y la respuesta es esta: para hacernos sentir vivos. ¿Recuerda lo que le dije antes sobre la identidad personal? Me lo imaginaba. Da igual. El caso es que necesitamos tener un punto de referencia, un punto que todos podamos compartir y que nos haga saber que somos reales, más allá de nuestra propia experiencia personal. Necesitamos que exista algo real fuera de nosotros para que, después, ese algo pueda decirnos que nosotros también somos reales. Pero, una vez aclarada la función que debe cumplir la realidad, nada nos impide construirnos una a medida. ¿Que a la gente le molesta la muerte? No hay problema: la quitamos. Que no salga en la tele. ¿Que la pobreza es desagradable? La guardamos en África. ¿Que hay asesinos y violadores? Hagamos cárceles en mitad del monte. ¿Que las cárceles son muy crueles? Pongamos psicólogos.

—No veo que haya nada de malo en eso —opiné.

—¡Justamente! No hay nada de malo en esta realidad. ¿No le parece sospechoso? Una realidad sin enfermos, ni criminales, ni muertos. O todavía mejor: una realidad con enfermos y criminales y muertos, para que en efecto parezca una realidad real, pero con enfermos y criminales y muertos que cumplen su papel con tal profesionalidad que me río yo de Stajanov.

—¿El media punta del Dínamo de Kiev? —se interesó Chumillas—. Carne de banquillo. No me extraña que se ría usted de él.

—Está usted loco —sentenció Miclantecuhtli, aprovechando que Liar se había amorrado a la botella de agua como un poseso, y cargándose con estas palabras mi estrategia de acercamiento para allanar la negociación—. Sufre delirios de grandeza.

—Igual que el señorito —apostilló la señora Domitila refiriéndose a mí.

—Llevan tanto tiempo dirigiendo el mundo que han llegado a convencerse de que éste ya no puede existir sin ustedes. ¿No hablaba hace un momento de las religiones, de Dios? Pues bien, creo que así es como ustedes se ven a sí mismos: como dioses que cuidan a unas pequeñas criaturas inferiores. Pero hete aquí que esas criaturas no son inferiores, sino sus iguales, y son capaces de enfrentarse a la vida sin necesidad de que nadie las proteja. Es más: están deseando hacerlo. Sólo necesitan que alguien, como yo por ejemplo, les abra los ojos.

Alexander Liar meneó la cabeza mientras tragaba el último sorbo de agua, y Chumillas le quitó otra botella a uno de los ejecutivos para ponerla a disposición de su superior con una leve pero rastrera inclinación de espalda.

—Bla, bla, bla, bla, bla… —comenzó a decir Liar, y algunos pensamos que se había atragantado—. ¡Chorradas! ¿Es que no han escuchado todo lo que les he estado contando? ¿Para eso me dejo el paladar pelado? ¡La gente no quiere vivir, maldito demagogo! La gente no quiere asumir la enorme responsabilidad que supone vivir la vida real, ni la infinita libertad que eso conlleva. La gente no quiere aceptar el ineludible riesgo que implica tener que elegir continuamente entre varias alternativas, y arrostrar al final el hecho de que tal vez han elegido mal y han desperdiciado la única oportunidad que tenían de pasar por este valle de lágrimas, para unos, y de masajistas venezolanas para otros. Lo vemos todos los días: la gente no quiere casarse, no quiere abrazar ninguna religión, no quiere afiliarse a ningún partido político, no quiere declararse ni existencialista ni nihilista ni empirista. Como ya expuse antes con maestría, a la gente no le gusta tener una sola alternativa, pero tampoco le gusta tener demasiadas. Sí, el virtuoso término medio. Así que para tenerlos contentos no hay que decirles lo que tienen que elegir, sino solamente lo que no tienen que elegir. Ofrézcales la religión católica, pero ponga a los mandos a alguien como Monseñor Leño para que todos puedan decir, satisfechos, que no son católicos. ¿Son protestantes? No lo sé. ¿Qué son? No lo sé. Pero no son católicos. Tampoco son musulmanes. Tampoco son budistas. Embadúrnelos con la cultura americana, pero sólo para que puedan decir que la rechazan. Permítales que flirteen con otras mujeres u hombres, pero sólo para que puedan decir que no dejarán a sus cónyuges por ellos. En resumen, mostrémosles las opciones que queremos que rechacen, porque las rechazarán para sentirse libres, y escondamos las opciones que queremos que abracen, porque las estarán abrazando por omisión y, lo más importante, sin ser conscientes de ello. Serán fieles que se creen infieles; devotos que se creen herejes; militantes que se creen anarquistas. Serán monos de feria que se creen seres humanos. Porque, ¿sabe qué? La gente no sale de la jaula porque no quiere. Y no van a salir tampoco ahora porque un hacker mexicano los empuje. Al revés: protestarán y dirán que, ejerciendo su libertad, prefieren quedarse dentro de la jaula. — Llegado a este punto, Alexander Liar hizo una pausa con una clara intención melodramática, y por eso fulminó a Chumillas con la mirada cuando éste hizo un amago de intervención. Por fin, el magnate decidió proseguir con un tono mucho más relajado—. En realidad, mi oligoneuronal amigo, la gente no quiere vivir porque, simplemente, no quiere morir. Bueno, esto es una tontería. María Jesús, táchelo. Quiero decir que la gente no quiere afrontar el hecho de que tiene que morirse. No toda a la vez, claro, sino poco a poco. Y nosotros hemos encontrado la solución. Nosotros hemos conseguido que la gente no tenga que morirse.

—¿Ah, sí? —se interesó, cínico, Mic—. ¿Y cómo?

Liar nos recorrió a todos con una mirada entre enigmática y miope. Quizás fuera bizco, pensé, aunque sería extraño porque ahora sólo los pobres tienen miopía o bizquera. La ciencia adelanta que es una barbaridad.

—La única manera de no morir es… no vivir. No, hombre, no me mire así. ¿Es usted bizco?

—Pero la gente está viva —balbucí, confundido por los extraños argumentos que se nos estaban ofreciendo.

—Ahí es donde entramos nosotros, y uso el plural en sentido casi mayestático porque ya se habrá dado cuenta usted de que Chumillas y los otros no son de gran ayuda. Pero carecen de escrúpulos, y eso siempre viene bien. En fin, es lo mismo de antes: si usted vive la vida real, antes o después se preguntará por la muerte. Y ahí terminará su felicidad.

—Eso es discutible, cuando menos —objetó Porfirio que, como siempre, parecía interesarse sólo por las cuestiones más esotéricas—. Pero dejando a un lado enmiendas ontológicas, ¿cómo rompe usted ese silogismo?

—Claro, como se ha pasado usted toda mi charla achuchando a esa joven, de muy buen ver, por cierto, ahora tiene dudas. Muy mal —lo amonestó Liar—. Pues sepa que ya he dicho antes cuál era la solución: construir una vida ficticia. Una vida en la que también hay muerte, claro, porque si no la gente no se la creería. Pero es una muerte ligera, una muertecilla, una muerteticilla. Nada, una minucia. Algo que les sucede a los demás y que, además, incluso les viene bien. A los demás, claro. Pero yo soy eterno.

—¿Ah, sí?

—No yo. Cualquiera. Quiero decir que, desde el punto de vista de cada individuo, él es eterno. Sólo se mueren los otros. Y él ni siquiera se da cuenta. ¿Me sigue? Es una vida artificial, más falsa que las noticias del telediario, o mejor dicho tan falsa como ellas, pero es una vida creíble. Y eso es lo único que importa. Ya hemos visto tantas películas que a la vida le exigimos lo mismo que a un buen guión: que sea creíble y entretenido. Yo ofrezco eso: una vida con un buen guión. El original, si se me permite la crítica, dejaba bastante que desear.

—¡Pero todo eso es imposible! ¡La gente exige la verdad! ¡No quieren mentiras! —clamó otra vez Miclantecuhtli.

—Eso es lo mejor de todo. Sí, reconozco que ahí nos hemos permitido una pequeña frivolité, un guiño creativo. Hemos construido una vida falsa en la que, por encima de todo, hemos realzado el valor de la verdad. ¿No es genial? En cierto modo, era imprescindible hacerlo: la mejor manera de que nadie sospeche que todo es mentira es adelantarse y hacer bandera de la verdad. Pero, sea como sea, esto es secundario. Lo importante es lo que le decía antes, que para eso se lo dije primero. Mientras haya que morirse, la gente estará dispuesta a creerse casi cualquier cosa que lo evite. Y, extrapolando ese principio, podríamos decir: mientras haya cosas desagradables, la gente estará dispuesta a creerse cualquier cosa más agradable. ¿La verdad? ¿Qué verdad? Mírese a usted mismo —me dijo Liar sin perder el hilo—: ¿quién es usted?

—Immanuel Kant.

—Ese nombre me suena… —intervino uno de los consejeros—. ¿No se llamaba así un famoso domador rumano?

—Ese no es usted —atajó Liar, sin hacer caso de la clac—. Ese es su AKA. Usted es un número. Usted es uno más. Todos somos uno más, pero todos nos creemos especiales. ¿Qué dice usted, jovencita? Sí, vale, tal vez Johnny sea realmente especial, porque unos alaridos semejantes no pueden ser obra humana. Pero todos los demás, incluidos los millones de seres que nos han precedido en esta lotería universal, incluido yo mismo con mi excepcional inteligencia, tan sólo somos un número más. Pero como esa verdad es muy triste y, desde luego, nada popular, cuando se proclamó el Acta de los Cuatro Bytes se permitió que las personas pudieran conservar un nombre, un AKA. Algo que les hiciera sentirse especiales, y como consecuencia de ello ahora tenemos niños que se llaman Xilófono o Ganimedes, que no sé si los hará especiales, pero que desde luego a mí me parece lamentable. Pues bien, eso mismo ocurre con la realidad. No vivimos en ella, sino en el AKA que hemos construido a nuestro gusto: reacciones químicas, AKA amor; impredecibilidad cuántica, AKA genialidad; preguntas sin respuesta, AKA Dios; preguntas con respuesta incompleta, AKA Ciencia; angustia de futuro, AKA destino; televisión, cantantes melódicos, futbolistas, hipotecas, automóviles, hijos universitarios, pensiones de jubilación… AKA realidad. Existir es difícil y doloroso, amigo mío, y a medida que nos hacemos adultos nos vamos dando cuenta de ello. Y entonces nos resistimos a madurar, y nos agarramos a la infancia con uñas y dientes. Somos niños de treinta, de cuarenta, de cincuenta años. Adoramos a los niños, jugamos con los niños, vivimos con los niños, queremos ser niños. E, igual que hacen los niños, no arreglamos los problemas: sencillamente, cerramos los ojos y nos comportamos como si no existieran, en una realidad con problemas de juguete que podemos resolver y que nos hacen sentir bien. —Se recostó en su asiento y dio un largo suspiro, tras el cual añadió—: María Jesús, no se marche a comer: haga que le suban un bocadillo porque hoy estoy inspiradísimo.

Volvió a la habitación uno de esos silencios que iban y venían. El de esta ocasión era, sin duda, un silencio hueco, un silencio que simplemente había venido a envolver el vacío de palabras, de ideas, y de ánimos que había ocupado la sala después del discurso de Alexander Liar. Un silencio ni ligero ni grave, ni violento ni amistoso, un silencio que nos hacía sentir desamparados, nadando contra una corriente que tal vez no nos hiciera retroceder, pero que desde luego nos impedía ganar un solo metro. Y es que las palabras del preboste habían hecho cierta mella en nuestras filas.

Las miradas dubitativas que nos cruzábamos demostraban que quien más y quien menos comenzaba a considerar si, en efecto, merecía la pena seguir peleándose contra aquel gigante sin cara. Yo, debo reconocerlo, y a la vista de los datos que Liar nos había ofrecido sobre el pasado de Javichu, me preguntaba también si era justo salvar nuestros pellejos desviando la atención de la gleba hacia los pellejos de otros que, según lo que acabábamos de escuchar, podían resultar tan inocentes, o tan culpables, como nosotros mismos. Por otra parte, la arenga de Liar nos invitaba a renunciar a nuestro plan, pero no nos proporcionaba otro alternativo al que aferrarnos. Si a todo esto unimos el agotamiento físico y mental que ya comenzaba a apoderarse de todos nosotros después de la larga noche anterior, y del no menos extenso día que estábamos viviendo, se entenderá que Kopp, la portera, mi hija, Johnny, el hostelero, Gaio Claudio, y hasta el propio Porfirio, arrimado por cierto a la celestial Berenice, se dejaran caer sobre la moqueta en un gesto que, más allá de responder a un deseo de sentarse a descansar un rato, simbolizaba a la perfección el desánimo que ya cundía de manera irreversible entre nuestras tropas.

Este hecho no pasó desapercibido para Alexander Liar, en cuyos ojos pude vislumbrar un destello de satisfacción que volvió a ponerme en alerta.

—Pues lo siento mucho —reaccioné antes de que la flaqueza nos dominara—, pero en este caso no me queda otro remedio que estar de acuerdo con un italiano llamado Maquia Velo, o algo así, que al parecer opina que el fin justifica los medios.

—¡Semejante teoría sólo podía provenir de un italiano! —se escandalizó Chumillas—. Seguro que juega en el Inter. ¿Alinear más centrocampistas para marcar gol? Fútbol especulativo llamo yo a eso.

—Maquiavelo —nos corrigió a los dos el culto Porfirio—. Se llamaba Maquiavelo, y no es un futbolista del Inter.

—¿No? —se sorprendió Chumillas—. Pues con esas ideas encajaría a la perfección en el ancestral catenaccio transalpino.

—Tanto da —atajé yo—. El caso es que nuestro plan, aun pudiendo ser injusto, es el único que tenemos. Y si alguien tiene que ser sacrificado en el altar de la calumnia para satisfacer al dios de la envidia…

—Esa es buena —me aplaudió Alexander Liar—. María Jesús, apúntela.

—Gracias. Pues digo que si alguien tiene que ser sacrificado, mejor que sea Javichu Depy, que también participa de este cotarro y, por lo tanto, seguro que ya se habrá ganado su porción de penitencia.

—Javichu —volvió a corregirme Alexander Liar— no sabe nada de nada. Por eso triunfa: porque cree en lo que hace. Nosotros no le damos instrucciones, sino que él mismo actúa por iniciativa propia. Javichu cree en la Libertad, en la Democracia, en el criterio del pueblo, en la Paz, en la inteligencia humana. Yo mismo me sorprendo, pero le juro que es cierto. Así que, cuando queremos cargarnos algo, lo vestimos de amenaza para alguno de esos sacrosantos valores y Javichu aparece al instante capitaneando al llamado pueblo llano, que siempre acude dispuesto a colgar de un pino al ofensor. A colgarlo después de un juicio, eso sí, y siempre que el juicio corrobore la versión de Javichu, porque tiene muy mal perder y si no le dan la razón se ensaña entonces con el juez.

—Peor me lo pone —repliqué—. ¿Me está diciendo que cuando Javichu destrozó mi reputación no lo hizo siguiendo órdenes insoslayables, sino que actuó por iniciativa propia? Vuelvo a ver nuestro plan con buenos ojos…

—No entiende usted nada —se impacientó Liar—. Se empeña en buscar culpables, y yo intento explicarle que no hay ningún culpable que buscar, o que la cadena de culpabilidades es tan larga que medio Madrid podría tener algo que ver con su desgracia pasada. Pero, sobre todo, intento decirle que las cosas son como son, y que desde luego no van a cambiar porque ustedes prendan la mecha de la hoguera que terminará por quemar a Javichu Depy. Eso, amigo mío, sólo sería parte del juego. Parte de este AKA de realidad en el que vivimos.

Y, sencillamente, llegados a ese punto, ya no pude más. Aparte de sus méritos profesionales y de su pericia empresarial, había que reconocer que Alexander Liar tenía un pico de oro, y una labia incansable. Después de aquel largo toma y daca, yo ya no sabía si éramos prisioneros o carceleros, si nuestro objetivo era derribar a Javichu Depy o fichar al tal Maquiavelo para el Inter, si Alexander Liar era nuestro enemigo o ese padre comprensivo que todos habríamos querido tener. Además, los chichones que había ido coleccionando en las últimas horas llevaban un buen rato palpitando con su propio corazón, y ahora parecían estar ya a punto de nacer, a juzgar por los terribles dolores que yo sentía en la cabeza. En cuanto a mis compañeros de fatigas, sus caras reflejaban la misma confusión que yo experimentaba, al menos las de aquellos que seguían despiertos. Sólo Miclantecuhtli conservaba una actitud enérgica, e intentaba contagiarme su entusiasmo con gestos de ánimo. Y quizás fue precisamente ese contraste, al contemplar la inmarcesible determinación de Mic en medio de aquel desierto de resignación y cansancio, lo que me hizo comprender que Liar tenía razón. Al lado de Kopp, de Gaio Claudio, de la señora Domitila, de mi hija, de Porfirio, demasiado arrimado a Berenice para mi gusto, incluso de Johnny y del doctor culebra, que a pesar de todas sus peculiaridades no dejaban de ser personas normales, con aspiraciones normales y quejas normales, Miclantecuhtli se me apareció más bien como uno de esos iluminados que salen en los programas de testimonios junto a otros individuos que afirman descender de Ramsés o haberse comunicado telepáticamente con un plutoniano. Y por eso supongo que fue el conjunto de la escena que se me ofrecía, y no ninguna de sus partes en concreto, lo que me hizo sentir súbita y simultáneamente ridículo, exhausto, y vencido. Y, supongo también, estas tres sensaciones confluyeron en mi rostro para dotarlo de una inequívoca expresión de derrota, pues cuando Alexander Liar recuperó el turno de palabra lo hizo con una calma condescendiente, casi diría que con cierto aburrimiento, o más bien con desilusión, como si hubiera esperado más resistencia o incluso, por una vez en su vida, un rival realmente digno de él.

—Dejémonos de charlatanería —dijo—. Se hace tarde: yo tengo que volver a Miami, puesto que ya he localizado al pendón de mi hijo, y mis esbirros tienen que ir a hacer bulto en la rueda de prensa que comienza en unos minutos. Así que usted dirá.

—¿Diré qué? —pregunté confundido.

—Pues usted dirá qué quiere. Antes me amenazó con airear cierta información turbia sobre el pasado de Javichu Depy. Digamos que, a pesar de todo lo expuesto, yo prefiero que dicha información siga a cubierto, al menos temporalmente. No es que me preocupe que Javichu caiga, como ya le he explicado. Es sólo que no lo habíamos planificado y no nos gustan las cosas que no podemos prever: afectan a la cotización en Bolsa. ¿Qué quiere usted a cambio de su silencio?

Quizás alguien más acostumbrado que yo al chantaje y a la delincuencia en general hubiera previsto antes este extremo, pero debo reconocer que a mí me cogió por sorpresa. Con tanto cambio de planes, en ningún momento nos habíamos parado a pensar qué íbamos a pedir cuando llegáramos al final. O, tal vez, era sólo que ninguno de nosotros había confiado realmente en llegar tan lejos, o en hacerlo en condiciones de pedir nada. Despistado, pues, por el requerimiento de Liar, miré a un lado y a otro buscando algún tipo de pista entre mis compañeros, pero dado que unos estaban dormidos, otros peleados, pues parecía que mi hija no había perdonado los coqueteos de Johnny durante la entrevista a la señorita Nodd, y un último grupo se había arrimado a las mesas de refrescos, sólo pude intercambiar unas breves muecas con Miclantecuhtli, quien, al igual que yo, no parecía haber pensado qué hacer si su temerario plan salía bien. En qué manos nos habíamos puesto, pensé una vez más.

—No sabría decirle —confesé por fin, sabiendo que estas palabras me dejaban, más que en evidencia, en ridículo.

—Lo suponía —se jactó Alexander Liar—. Mucho criticar a los que mandamos, pero cuando les toca mandar a ustedes se acochinan. En fin, tendré que pensar una manera de liquidar este asunto. No me mire así, hombre. ¿Por quién nos ha tomado? No somos de esos que van cargándose a todos los que se ponen en su camino. ¿Eh, Chumillas?

—Lo que usted diga, excelencia.

—Creo que lo mejor será que, mientras llegamos a un acuerdo, su banda no esté presente. Y confío, por supuesto, en que no harán uso de ese enlace ilegal con el plató de emisión, ¿eh? Yo también les prometo que no intentaré ninguna maniobra sucia. Fíense de mí: aunque la imaginería popular gusta de reunir en un mismo personaje todas las maldades posibles, les aseguro que soy un hombre de palabra. Así que ¿por qué no bajan todos al salón principal para presenciar la rueda de prensa, y se toman unos canapés gratuitos? Natalia Nodd está, como ya han podido comprobar, arrebatadora. Cargaré en sus RAP unos pases VIP. Son ustedes libres. Huelga decir que, al escuchar estas palabras, mis leales perdieron tal condición y salieron en tropel por la puerta principal hacia el pasillo, y supongo que desde allí corrieron hasta el ascensor para asegurarse de coger un buen sitio en el salón. Sólo Miclantecuhtli opuso cierta resistencia que, por lo demás, fue vencida sin mayor dificultad gracias a la intervención de los famosos muchachos de Alexander Liar, que por lo visto habían estado esperando todo el tiempo al otro lado de la puerta. En cuanto a mí, qué otra cosa podía hacer, me quedé allí parado, con la cabeza a punto de estallar, y solo, más solo que nadie, más solo que nunca, más solo que alguien que haya estado muy solo, y además, y como bien prueban estas últimas palabras, desmoralizado y abatido hasta el punto de no tener fuerzas ni para componer ingeniosas comparaciones.

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