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CAPÍTULO 1001

Constaba la sorpresa de dos piernas firmes y de aspecto sedoso, caderas bien definidas aunque no rotundas, cintura minimalista, dos brazos delicados y algo huesudos en codos y hombros, y un torso trémulo que sostenía con decisión un buen par de tetas, talla ciento cinco si mi experimentado ojo no me engañaba. Al lado de la sorpresa, que en cuanto se percató de mi presencia cambió su sonrisa blanca por un mohín de desconcierto que realzaba aún más el perfecto arco de sus cejas, sus pómulos ovalados y unos ojazos que, por cierto, eran verdes, verdes como la albahaca, pues digo que a su lado se encontraba el rijoso señor Paco con un cucurucho de periódico delante de la boca a modo de megáfono antiguo.

—¿Y bien? —le espeté, aguardando una explicación razonable a aquel numerito de vodevil.

—Esto… Berenice, te presento al señor… al señor… al señor Spielberg. Es el productor del que te hablé. Spielberg, aquí la señorita Berenice Nedó.

—RAP número 04-265-727-461, AKA Berenice Nedó —aclaró la interfecta en un susurro.

—¿Soy un productor? —pregunté yo asombrado, sin dejar de dirigirme al señor Paco.

—¿Es un productor? —preguntó la señorita Berenice, mirándome como si yo fuera no sólo el hombre más atractivo del planeta, sino también el más interesante, el más fornido, y el más poderoso.

La chica permaneció extasiada contemplándome, mientras el señor Paco, a quien a partir de ese momento me sentí autorizado a retirar el tratamiento, se deshacía en guiños, muecas, y algún que otro gesto que me pareció un poco obsceno, dirigiendo los primeros a mí y estos últimos a Berenice.

—Berenice, quédate aquí ensayando —le dijo a la muchacha—, mientras Spielberg y yo discutimos unos asuntos personales.

—Pero, ¿a qué viene esto? —exclamé furioso, dejando salir en una sola frase toda la irritación que había ido acumulando primero con el oficinista del banco, más tarde con el propio Paco, después con el taxista, y ahora con la surrealista situación que se me ofrecía.

Mi reacción desorientó a Berenice, que ante mi cólera retrocedió un paso, qué digo un paso, un pasito, un delicioso pasito con sus pies de bailarina y sus piernas de alhelí, y se llevó las manos a la boca para ocultar el susto que se había llevado, qué digo un susto, un sustito, un encantador sustito que agrandó si cabe sus infinitos ojos, ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde, y el verde, verde limón.

—Señor Paco —dijo con una voz angelical y temblorosa—, ¿qué está pasando aquí?

Y ante el irresistible espectáculo de su cuerpo liviano y su mirada indefensa, pero con un poso todavía de la ilusión que unos segundos antes había invadido sus ojos y su sonrisa y sus manos entrelazadas, me apresuré a hablar dirigiéndome al propio Paco para impedir que él pudiera decir algo inconveniente.

—¿Pero por qué no me habías avisado de que hoy empezábamos el casting? ¡Campeón! ¡Monstruo, que eres un monstruo! —Y dirigiéndome a la chica—: Somos uña y carne. Permítame que me presente: RAP número 04-D65-726-361, AKA Spielberg Kant, para servirla.

Y dicho esto me abracé primero a Paco, con brevedad, flojera y desidia, y acto seguido a Berenice con atributos bien diferentes a éstos, si no opuestos, y algún otro adicional, producto del largo tiempo que hacía que no palpaba yo unas costillas como aquellas en vivo, y no en los sucedáneos de realidad virtual, sistema Real-Bunny, marca registrada de N'Joy Corporation, que alguna vez me había visto obligado a consumir en las largas y solitarias noches de invierno. Pero no frías, puesto que yo soy uno de esos exigentes ciudadanos que disponen del conjunto térmico Shiverless, marca registrada de Eternal Life Inc.

Pasado un tiempo que a mí me pareció ridículo pero que a Paco debió de parecerle prudencial o incluso excesivo, se acercó a nosotros y nos separó, le recordó a Berenice que debía repetir el ensayo completo en nuestra ausencia, y con gran dolor de mi corazón me llevó con él a través de la casa, hasta que llegamos al extremo opuesto a aquel en el que acababa yo de agarrarme como un poseso a las carnes macizas de la dulce muchacha. No me costó reconocer los síntomas: me había enamorado de ella en cuanto la había visto. Claro, que eso no era gran cosa, porque lo mismo podría decirse cada día de las cincuenta o sesenta chicas de las que me enamoraba a primera vista. O incluso de cien o doscientas, si era un día de fiesta o pasaba mucho tiempo en la calle.

—¿Y bien? —le dije a Paco, repitiendo mi pregunta inicial, una vez que recuperé la compostura—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde está su compinche, el doctor malvado? ¿Quién es esa chica, de tan buen ver, a la que acaba de presentarme como un productor de cine? ¿Cómo ha llegado ella aquí? ¿Tiene novio?

—No saque conclusiones precipitadas —trató de calmarme Paco—. ¿Puedo confiar en usted?

—Esa es una pregunta estúpida. Si no sabes si puedes confiar en mí, ¿cómo sabrás que mi respuesta es sincera? Di lo que tengas que decir y déjate de frases peliculeras.

—¡Quién va a hablar! Se pasa usted todo el día repitiendo eso de «marca registrada de no sé quién».

—Mencionar una marca sin citar a su propietario constituye delito contra la propiedad intelectual. ¿En qué mundo vives? Da igual, no me líes. Cuéntame ahora mismo qué es todo esto. Y, sobre todo, dime dónde está tu cómplice.

—No sé por dónde empezar. Las cosas se han ido complicando, y ahora estoy metido en un lío de no te menees.

La frase, tomada al pie de la letra, no parecía muy acertada, puesto que de hecho Paco no paraba de menear la cabeza mientras hablaba, y de menear el cuerpo en general paseando arriba y abajo por toda la habitación, por lo demás tan vacía, desnuda, y provisional como el resto de la casa. Mientras Paco se debatía en lo que, a juzgar por su expresión, debían de ser unas terribles dudas o un no menos atroz dolor de muelas, yo aproveché para calmar definitivamente mis desordenados instintos y hacer balance de la situación. Más allá del desasosiego que me estaba provocando todo aquel asunto en general, y el individuo llamado Paco en particular, reconocí que mi posición continuaba siendo altamente ventajosa. No debía de faltar más de un par de horas para que Chumillas se pusiera en contacto conmigo, y muy mal tenían que darse las cosas para que yo no pudiera retener a aquel psicópata durante ese lapso de tiempo. Además, mientras Paco estaba allí contándome su periplo no estaba en otra parte, fuera de mi alcance. Con un poco de suerte, me dije, quizás incluso consiguiera localizar al indecente médico para completar el lote. Y por último, mis perspectivas de futuro se habían enriquecido con la presencia de Berenice, de quien procedería a encargarme en cuanto me hubiera deshecho de Paco.

—Te diré lo que haremos —propuse, taimado—: cuéntame cómo te has metido en este jaleo sin escatimar detalles ni prodigar bolas, y te prometo que, si me demuestras que todo esto responde a un noble propósito, o a uno innoble pero lucrativo, te ayudaré hasta donde pueda, siempre que ello no me suponga un compromiso ni una merma patrimonial. Y procura que en algún momento de tu relato se mencione el paradero de tu amigo, el rastrero facultativo.

Me miró de hito en hito, si es que posible era que en aquella destartalada estancia pudieran existir dos hitos, o ni siquiera uno.

—No me creerá —dijo finalmente—. Pensará que estoy loco.

—Si eso te tranquiliza —repliqué—, te confesaré que eso ya lo pienso ahora. Así que por ese lado no tienes nada que perder.

—Es una larga historia, amén de increíble.

—Tú sólo cuéntame la verdad. En este mundo, nada hay peor que ser un mentiroso. Y no tengas prisa —añadí, mirando de reojillo mi reloj—: tengo tiempo de sobra.

Con ese gesto que tantas veces hemos visto utilizar a los actores con propósitos tan diversos como aceptar una misión suicida, o confesar una infidelidad, o embarcar rumbo a Vietnam, o despedirse de un amigo moribundo, o comprender una gran verdad sobre la vida, o soltar un rollo antes de apretar el gatillo, pues, digo, fue con ese gesto en la cara con el que Paco comenzó su, lo advierto ya, inverosímil y psicótico relato.

—Allá vamos —dijo—. Todo empezó hará un mes. Un mes para mí, claro. Para usted ha pasado muchísimo tiempo. Sí, supongo que ahí fue donde empezó todo: con aquel mensaje en el teléfono móvil.

—¿Qué es un teléfono móvil?

—Un aparato. Un aparato que existía entonces. Digamos que es como su comunicador personal, pero más grande, más ruidoso, y a pilas, o baterías. Y a veces no tenía cobertura. Y llamar costaba una fortuna, a pesar de lo cual todo el mundo lo usaba así tuvieran que dejar de comer los niños.

—Salvo esto último, que me parece normal, el resto me está sonando a chino, también llamado asioeuropeo. ¿Qué es una batería, aparte del instrumento que toca el líder de Los Cuates de Guate, marca registrada de N'Joy Corporation?

—No importa. A lo que vamos: recibí aquel mensaje en el móvil. «Llámame cuando puedas. Es urgente». En fin, ella no solía mandarme mensajes, y yo tenía apagado el móvil porque estaba en una reunión del colectivo antiglobalización. Me había metido en el colectivo por ella, porque ella era una progre auténtica, con todas las connotaciones de liberación sexual que esto conlleva y que yo valoré en su justa medida. Con esto no quiero decir que yo no lo sea, progre quiero decir, que lo soy, creo, aunque sólo sea por la cantidad de libros que me hicieron leer, pero al principio mis motivaciones no eran tan ideológicas y altruistas como los camaradas suponían. —Pensé que quizás había dicho demasiado alegremente aquello de «no tengas prisa», y viendo lo que se me venía encima opté por sentarme en el suelo, acción que Paco imitó de inmediato como esos chimpancés que salen en los documentales—. En fin, me afilié y allí me tiene usted dale que te pego: Chomsky, Klein, Negri, Stiglitz, incluso Bakunin y Marx, no, hombre, el de los hermanos no, el otro… Así que me tiré un montón de tiempo esperando a que ella me hiciera alguna señal, a que me indicara subrepticiamente que tenía alguna posibilidad de convertirme en alguien especial para ella, y en concreto de llevármela a la piltra. Pues ya ve: justo el día que apago el móvil, ella intenta llamarme. Total, que quería invitarme a un fin de semana de esquí. Yo no esquiaba, ni entonces ni ahora. Y ella tampoco quería que yo esquiara, pero uno de sus amigos había cogido la gripe y necesitaban a alguien que ocupara su puesto y, sobre todo, que pagara su parte de los gastos porque ya no se podían cancelar. Ella sabía, ya lo creo que lo sabía, que yo aceptaría sin pensármelo siquiera, pero por si pudiera albergar alguna duda me contó todo esto con una voz susurrante, un poco ronca, como la de Emmanuel Negra.

—Afroeuropea —corregí.

—Después resultó que no lo había hecho para resultar provocativa, sino porque tenía laringitis. En fin, llegamos a Sierra Nevada y, como yo no sabía esquiar y llega un momento en el que incluso beber cerveza puede llegar a resultar aburrido, salí a dar una vuelta acompañado por un lugareño que conocía los caminos del contorno, lo que, por otra parte, es habitual que suceda entre los lugareños. Sin embargo, en el argot turístico, esto se llamaba hacer senderismo con guía y se cobraba a sesenta euros la hora.

—¿Qué es un euro?

—Si sigue interrumpiéndome no terminaremos nunca.

—Vaya, ahora la culpa del retraso es mía.

—Yo iba, por si no lo ha deducido usted de mi sibilina referencia anterior a la cerveza, más cocido que un huevo duro, con perdón, que ya sé que son ustedes muy susceptibles al lenguaje burdo. El guía tampoco estaba mal colocado en el ranking, porque se había pasado un par de horas conmigo en el bar intentando convencerme, así que supongo que en algún momento nos perdimos en la montaña y no nos dimos cuenta, porque toda nuestra concentración estaba puesta en contener las lágrimas mientras coordinábamos nuestra interpretación de «algo se muere en el alma cuando un amigo se va». Caminábamos abrazados por los hombros sin miedo ni vergüenza, y nos detuvimos un instante para marcarnos un baile durante la parte instrumental de la canción. Y en esto que noto un gran estruendo, como un trueno pero a lo bestia, y después de eso reparo en que yo sigo bailando pero ya no tengo acompañamiento de palmas. Miro a mi alrededor y veo que en el lugar donde unos segundos antes mi improvisado compañero se deshacía en requiebros, se apilaba ahora un enorme montón de nieve, y cuando digo enorme debería decir mejor bestial, que al parecer se había desprendido de una cornisa de la que yo me había separado unos metros para disponer de más espacio para taconear. Aunque, por si alguna vez lo intenta, le advierto que la nieve desluce mucho el taconeo. Como bien podrá entenderse, la impresión del atronador sonido, la súbita ausencia de mi acompañante, y la premonitoria letra de la canción que todavía resonaba en mi mente, provocaron en mi el mismo efecto que me habrían producido veinticinco tortazos seguidos, es decir, me despejaron bastante pero me dejaron completamente exánime. Para estos casos lo mejor es un café con sal, por si no lo sabe. Y menos doloroso que los tortazos. En fin, sigo. Bruscamente despabilado, calibré el volumen de nieve que podía estar cubriendo al guía y lo cifré en miles de kilos, quizás millones, o incluso más. La única solución era desandar el camino, buscar ayuda en la estación de esquí, y regresar a aquel mismo lugar provisto de una brigada de excavadoras industriales. Sin pensarlo más, comencé a andar en la dirección que me pareció más lógica, es decir, cuesta abajo. Pero la montaña es traicionera, amigo conductor, como dice la canción. No la que cantábamos, sino otra. La cuesta abajo no tardó en hacerse cuesta arriba, y ésta se tornó llano, que pronto transmutó en risco, que a su vez se convirtió en talud devenido más tarde en escarpe. Total: una paliza. El tiempo empeoraba y la magnitud de mi desánimo sólo era comparable a la de mi resaca. Agotado, me dejé caer sobre la nieve y maldije mi suerte, o mi falta de ella, y maldije también a la mala mujer que había provocado todo aquello con una inoportuna laringitis, y por eso maldije también al cuerpo médico de la Seguridad Social, y a los estreptococos en todas sus variedades. Y, de haber sido por mí, allí habría seguido maldiciendo a todos los organismos vertebrados e invertebrados de no ser porque, de repente, escuché un ruido similar al que antes había precedido a la desaparición de mi compañero, sólo que esta vez parecía sonar más lejos, aunque pensándolo mejor no, no se oía tan lejos, de hecho parecía que estaba más cerca, cada vez más cerca, mucho más cerca, cerquísima…

Paco dejó las últimas palabras en el aire, puesto que no había otro lugar donde dejarlas en la desierta habitación. Yo que, lo reconozco, había bostezado varias veces y ya me estaba acurrucando contra la pared cuando llegó esta inopinada pausa, me limité a pastelear pronunciando unas palabras que Paco pudiera utilizar como punto de apoyo para hacer palanca y elaborar otro ladrillo discursivo que nos acercara al encuentro con Chumillas, a quien, me dije, debía avisar de que acudiera a la cita acompañado de algún psiquiatra o, en su defecto, de un anestesista.

—¿Otro alud? —dije.

—La verdad es que no noté nada especial. Fue como cuando apagaban las luces en el reformat… en el internado, quiero decir, sólo que en este caso no vino el padre Juancho a darnos las buenas noches tocando la guitarra. Por lo demás, podría decir que eso es todo lo que noté: la luz se apagó y yo me quedé dormido.

Soñé muchas cosas, claro, pero de sus ronquidos deduzco que esta parte no le interesa mucho, así que aligeraré. Supongo que todavía estaba soñando cuando de repente me vi en una oscura autopista desértica, con la brisa fresca en el pelo y un suave perfume de colitas flotando en el aire. Qué poético, ¿eh? No tanto, porque entonces divisé a lo lejos una luz vacilante, y la cabeza se me volvió pesada, la vista se me nublaba… Como en los sueños uno piensa cosas muy raras, me dio por pensar que tenía que pasar la noche en algún sitio, y entonces la vi a ella, a la chati que le mencioné anteriormente y que en última instancia es la causa de todas mis peripecias. Estaba allí, en la puerta de entrada, y entonces escuché como la campanilla de una misión, y pensé que aquello podía ser el cielo, o el infierno. Ella encendió una vela y me guió; se oían voces en el pasillo, y las escuché decir… Vale, vale, ya acelero. Resumiendo: pensé que estaba a punto de pasar al otro barrio, la verdad, cuando de pronto abro los ojos y veo un techo con grietas. Y pienso: hombre, en el más allá no tendrán problemas de construcción, porque ya sería el colmo. Noto que no puedo levantarme porque me siento fatal, y me digo a mí mismo que la resaca está siendo de órdago. De nuevo querría entrar en una descripción más pormenorizada de las sensaciones que atravesé en ese instante, pero acabo de darme cuenta de que los golpes que he estado escuchando durante mi relato no provienen de la obra vecina, sino que son producto de sus cabeceos contra la pared. Así pues, sintetizaré: al poco rato entró en la habitación un hombre que se presentó como el prestigioso doctor Jiménez-Pata, a pesar de no llevar bata blanca ni fonendoscopio al cuello, y me informó de que me había encontrado por casualidad y congelado como una merluza. Me había llevado a su casa y, ayudándose de sus profundos conocimientos anatómico-forenses, me había devuelto a mi estado normal, supongo que metiéndome en el microondas en posición 1 con la bandeja giratoria, o con algún otro sofisticado mecanismo de esos que suelen utilizar los médicos, como el palo de un polo para mirar las amígdalas. Pasaron varios días hasta que pude comenzar a moverme. Conseguí levantarme primero, caminar después, y por fin pude hablar. Y así hasta que, en el descanso de un partido de fútbol que estábamos viendo en casa del doctor, empecé a darme cuenta de que algo no encajaba: la pantalla donde veíamos el partido era enorme, y las imágenes se proyectaban en cualquier lugar de la casa, incluso en el vacío, o en el baño; el doctor me alimentaba con productos muy extraños, entre los que no se encontraban los huevos, el vino, la chistorra, ni cualquier otro de los pilares de la dieta mediterránea; no se me permitía salir a la calle, y el doctor justificaba esta reclusión argumentando que a mi ADN le pasaba algo que yo no conseguía entender; y, por último, el partido de fútbol que estábamos viendo era la final de la Copa de las Repúblicas, lo que ya me pareció raro, y la disputaban los Móstoles Rangers contra el Atlético de Madrid, lo que se me antojó insólito, y además el Atleti terminó ganando el encuentro, lo que acabó de convencerme de que aquello no podía ser el mundo real tal y como yo lo había conocido hasta entonces.

—Estremecedor —dije, y en verdad un escalofrío me estaba recorriendo el espinazo ya que me había quedado frío entre cabezada y cabezada.

De todo el desvarío que estaba escuchando, el único detalle que había llamado mi atención fue el nombre del médico que, según apuntaban todos los indicios, al final del relato terminaría por ser el mismo galeno traidor al que Chumillas pretendía neutralizar. Me pregunté cómo habría sido posible que un doctor en medicina, un prohombre de la sociedad que además dispone de tanto dinero como para poder permitirse un apellido de más de cuatro letras, hubiera llegado a caer en el pozo de la delincuencia y la marginalidad. Este hecho, por otra parte, venía a confirmar que era aquel un asunto de altos vuelos, en el que incluso los malvados tenían el riñón bien cubierto.

—Estos y otros detalles —proseguía mientras tanto Paco, incombustible— me llevaron a la conclusión de que mi congelación había durado más de lo que habría sido recomendable, puesto que ni siquiera un filete debe permanecer en ese estado más de seis meses. El doctor, no obstante, me informó de que la ciencia médica había avanzado hasta límites insospechados, y que uniendo aquélla a su singular pericia, el milagro había resultado posible. De hecho, me informó de que ahora un filete podría permanecer congelado varios siglos y recuperar después su frescura original, si no fuera porque, según me dijo, ya no se consumen filetes.

—Según los expertos —dije, conectando mi CP para actualizar los datos—, comer filetes aumenta un 31% el riesgo de desdoblamiento de colon, que a su vez provoca en el 18% de los casos un incremento de la globulina beta, que se relaciona en un 52% de las ocasiones con un envejecimiento prematuro de los cartílagos nasales, lo que, a la larga, podría desembocar en otitis canina. A la vista de lo cual, el gobierno decidió suspender hace unos años el comercio de carne fileteada. Puede consumirse en hamburguesa, no obstante.

—En fin, podrá imaginarse mi angustia al descubrir que, de un día para otro, me veía transportado en el tiempo a una época muy posterior a la mía. Cierto es que yo no tenía familia, ni novia, ni casi amigos, salvo los del colectivo antiglobalización, que tampoco eran los mejores amigos que uno puede tener porque hay muchas intrigas, pero a pesar de mi relativa soledad, que a mí me gustaba llamar independencia, coincidirá conmigo en que el impacto de tal descubrimiento tiene por fuerza que ser mayúsculo. El doctor, por su parte, no las tenía todas consigo, y pensaba que quizás se trataba de un simple desarreglo mental provocado por la congelación, y que quizás sufría sencillamente algún tipo de amnesia que despendolaba mis recuerdos y, por ende, mi identidad. Pero como quiera que mi estado no mejoraba con el paso de los días, sus esperanzas fueron desvaneciéndose, y con ellas las mías. A todo esto hay que añadirle la inquietud que me producía no poder salir a la calle y tener que alimentarme de compuestos nutricionales, lechugas proteínicas, leche de soja deshidrogenada, y otras zarandajas por el estilo. Créame: habría matado por un muslo de pollo.

—¿Y cómo pasó de ese estado de ánimo lúgubre a otro, supongo que más festivo, que le animó a asociarse con el astuto doctor para colaborar con él en sus perversos fines?

—Pues un día el doctor Jiménez-Pata regresó a casa de muy buen humor. De excelente humor. Borracho, diría yo, si no fuera porque ya sé que el alcohol también está prohibido. No, no me cuente los porcentajes y los riesgos derivados. El caso es que el doctor me dijo que tenía la solución a mi problema, y que podía conseguir que yo regresara al tiempo que me corresponde, donde el Atleti no va ni a la UEFA y mi Madrid eclipsa al resto de conjuntos del planeta con su señorío y buen hacer futbolístico. Porque yo soy antiglobalizador, pero del Madrid, ¿eh?

—Todo el mundo lo es. Por lo menos todo el mundo de Madrid, que es lo que cuenta.

—El doctor me dijo que se trataba de un experimento que un celebérrimo científico, colega suyo y pareja de tenis, estaba llevando a cabo, y que gracias a él podría retornar a mi tiempo. Dicho colega estaba dispuesto a utilizarme como cobaya, sin más riesgo para mi persona si las cosas no salían bien que unos pequeños dolores de cabeza, o, como mucho, una parada cardiaca o, todo lo más, la muerte clínica. Lo normal, según me dijo. No negaré que al principio me asustaron los posibles efectos secundarios, pero tuve que reconocer que era la única alternativa. Mi situación era insostenible, y el doctor Jiménez-Pata insistía en que con mi ADN no podía vivir en este mundo, o algo así.

—Lo que el delincuente médico querría decirle —aclaré, para intentar cerrar ese capítulo y pasar al siguiente— es que si su adeene no está registrado en la Unidad Central de Ciudadanos, con su RAP correspondiente, no duraría usted ni cinco minutos en la calle antes de que la policía lo detuviera, lo acusara de inmigración ilegal, y lo pusiera en una canoa rumbo a África con una cantimplora y una naranja.

Pero puede estar usted tranquilo: mi lector de RAP reconoce el suyo con el número 04-261-726-561, lo que quiere decir que su adeene es legal. Y, por cierto, y según esta lectura, usted sí es productor de cine.

—Eso me lo hicieron después. Cuando acepté la propuesta del doctor, éste me dijo que antes de devolverme a mi tiempo necesitaba que le hiciera un favor. Al parecer, en su alocada juventud universitaria, y dado que su dedicación al estudio le obligaba a abandonar la biblioteca a altas horas de la madrugada, terminó por intimar con la jefa de seguridad del recinto, con quien vivió un apasionado pero breve romance que dio como fruto una niña preciosa y risueña, o quizás fea y malencarada, el doctor no podía precisarlo, puesto que la madre desapareció y nunca más volvió a saber de ella. Ahora, por una casualidad del destino, había podido averiguar que aquella hija olvidada se encontraba interna en el Cotolengo de los Padres Radiadores, donde su madre la había depositado al considerar que no estaba preparada ni para ser madre ni para renunciar al descapotable que todavía estaba pagando a plazos. Los religiosos habían cuidado de ella durante los últimos veinte años con absoluta entrega, pero el doctor Jiménez-Pata deseaba tener a su hija consigo, y recuperar el tiempo perdido comprándole videojuegos, permitiéndole que fuera grosera con los extraños, y premiándola con billetes de mil dólares cada vez que sacara un notable, dos mil por un sobresaliente.

—Todo eso —dije con cierta sorna—, suena a trola de gran calibre. Porque, vamos a ver: ¿para qué necesitaba el retorcido doctor que usted le ayudara a recuperar a su hija? Podría haberse presentado en el orfanato él mismo y haberle contado toda esa patraña al padre prior radiador, por mor del rigor.

—Según me dijo, el doctor es un miembro destacado de la noble profesión médica. Eso lo dijo él, que conste. Su reputación se vería en entredicho si, de repente, aparecía en su vida una hija perdida. Todo tipo de rumores se levantarían, y muchos pensarían que toda la historia anterior era mentira y que, en realidad, había sido él quien había abandonado a la madre a su suerte. Por eso necesitaba que fuera yo, un don nadie según su opinión, aunque no según la mía, quien realizara la operación. Y dado que yo no era el auténtico padre de la criatura y, por lo tanto, no podría demostrar mi relación con ella ante los padres radiadores, el doctor sugirió que me presentara como un importante productor cinematográfico en busca de jóvenes promesas. Se mostró convencido de que cualquier interna o muchacha en general hipotecaría la casa de sus padres, o incluso a éstos mismos, si los tuvieran de no ser expósitas, por llegar a ser actriz, y, con respecto a los padres radiadores, la mejor publicidad que podrían soñar para el cotolengo era que una de sus educandos se convirtiera en estrella del celuloide.

—¿Qué es un celuloide?

—Sinceramente, no vi nada oscuro en la propuesta del doctor, y me pareció lo mínimo que podía hacer por él a cambio de que me devolviera a mi tiempo. Así que acepté el trato y planificamos toda la operación para ejecutarla en el día de ayer. Por la mañana el doctor me llevó a su oficina de usted para, según me dijo, hacerme un último reconocimiento antes de mi inminente regreso al pasado, y acto seguido me condujo al orfanato donde representé la farsa. Tras presenciar a un montón de tías buenas casi en cueros cantando y bailando, seleccioné como candidata a la muchacha cuyo nombre me había indicado el doctor, y que yo suponía su hija. Después, y siguiendo también sus instrucciones, me dirigí con la muchacha a una dirección que me había apuntado en un papel, el cual, por cierto, he perdido con todo este trajín, y me dispuse a esperar allí hasta que él, el doctor, regresara. Pero tras esperarlo toda la tarde y toda la noche, e incluso durante algunas horas de esta mañana, sospeché que algo andaba mal y me decidí a actuar. Dejé a Berenice ensayando y me dirigí a su oficina, puesto que, como ya le dije cuando nos encontramos, es usted la única persona que conozco, aparte del padre prior radiador, ante quien no puedo presentarme después de haberle engañado como a un chino, sí, vale, como a un asioeuropeo, y del propio doctor cuyo paradero desconozco. Finalmente, y antes de venir a alojarme aquí siguiendo sus instrucciones, las de usted, pasé a recoger a la chica puesto que no estaba seguro de que se encontrara a salvo en aquel piso.

Atando cabos, aunque la verdad es que después del soporífero relato que me había endosado Paco los cabos ya estaban bastante anudados, no me costó inferir una serie de conclusiones que modificaban o refutaban las suposiciones que yo había estado haciendo desde el día anterior. Así, deduje que Paco y el aborrecible doctor no eran familia a pesar de que se hubieran presentado ante mí como hijo y padre. También vislumbré con claridad que Berenice era la niña secuestrada a la que había hecho referencia Chumillas el día anterior, lo que por un lado me alegraba, puesto que también podría entregársela a éste junto con el tal Paco, pero por otra parte me preocupaba, puesto que hasta que eso sucediera yo estaba alojando en mi futuro hogar a un secuestrador y a su víctima. No obstante, y a juzgar por la historia que acababa de escuchar, así como por la situación que había presenciado al llegar a mi chalé, no me parecía que aquellos sucesos pudieran calificarse de secuestro. La muchacha había dejado el orfanato por deseo propio, había seguido a Paco con idéntica voluntariedad, y además no aparentaba tener menos de veinticinco años, lo que si bien la situaba por debajo de los treinta y cinco requeridos para alcanzar la mayoría de edad social, y por lo tanto no podía trabajar ni asumir ninguna responsabilidad, la colocaba ampliamente por encima de los dieciséis años requeridos para obtener la mayoría de edad personal que da derecho a recibir un sueldo del Estado y faculta para votar, cantar, ser actriz o futbolista, y entrar y salir cuando uno quiera de la casa de sus padres, o del orfanato en este caso, y también la elevaba muy por encima de los diez años en los que está fijada la mayoría de edad penal, aunque sólo para los delincuentes, claro.

En conclusión, empezaba a darme cuenta de que todo el mundo estaba engañándome. El doctor Jiménez-Pata me había engañado al presentarse como padre de Paco y contarme aquella milonga sobre la herencia, cuando lo único que pretendía era saber si podía fiarse de Paco para sus malvados propósitos; Paco, por su parte, estaba por fuerza engañándome al contarme la inverosímil historia sobre su descongelación con la que, de seguro, intentaba ocultar otros hechos y fines más perversos; y, por último, Chumillas también me había engañado al magnificar los acontecimientos y hacerme creer que yo podía estar involucrado en un secuestro. Aceptado esto, por otra parte, las razones por las que todos ellos me habían contado mentiras no me importaban lo más mínimo. Sé por experiencia que los hombres poderosos actúan de maneras que a las personas normales pueden resultarles extrañas, incluso enfermizas, casi depravadas, pero también sé por experiencia que es mejor no intentar entender sus motivos y limitarse a cumplir sus órdenes o, todavía mejor, apartarse de su camino.

No negaré que la actitud de todos aquellos individuos me estaba resultando harto extraña, pero desde luego no iba a ser yo quien tomara ninguna medida al respecto. Si había una lección que ya había aprendido para toda la vida, era la de que cada uno tiene un sitio que ocupar y que no debe intentar ocupar otro. Ya lo dice nuestra Constitución: un sitio para cada persona, y cada persona en su sitio. Mi único objetivo era que de una vez por todas, y después del conflicto con Javichu Depy, mi vida comenzara por fin a reconstruirse. También, es cierto, albergaba la esperanza de encontrar en algún momento a una muchacha con la que rehacer mi vida sentimental, una muchacha, por qué no, como la que ahora ensayaba «Arma Letal XXIV» en la habitación opuesta de la casa, una chica tímida, dulce, buenorra, que encontrara en mi serena madurez el complemento ideal a su fogosa juventud, y que gustara de los pequeños placeres que nos ofrece la vida, como participar en los concursos desde casa, ver películas, informarse con los telediarios, conocer el mundo a través de documentales, aprender nuevas recetas en el canal de cocina y, en definitiva, ver la tele. ¿No era esto, acaso, una expectativa legítima en un hombre trabajador, honrado, que entraba en su madurez y que, lo más importante, ya había aprendido las reglas del juego?

Así pues, y mientras Paco me miraba esperando un veredicto sobre su saga, yo ya había tomado una decisión. Intentaría sonsacarle a Paco la dirección de aquel piso en el que el villano doctor lo había citado, por si volvía a aparecer, y después me reuniría con Chumillas para entregarle esa información junto con los dos elementos que ahora se alojaban en mi chalé. Después de eso, cada uno en su casa y N'Joy Corporation en la de todos. Si acaso, conservaría el RAP de Berenice para poder llamarla cuando las cosas se hubieran calmado.

—Mira —le dije a Paco—, cuando ibas a empezar a largarme este rollo te di dos consejos de los que ahora ya me arrepiento: uno fue que no tuvieras prisa, lo que obviamente has interpretado de manera muy generosa, y el otro fue que me dijeras la verdad. A este último no sé si has hecho caso, pero si ha sido así te recomiendo ahora que no vuelvas a contarle esta historia a nadie. Salvo a personal facultativo. Por otra parte, y salvo en raras ocasiones como esta, contar la verdad es siempre la mejor opción y por ello yo voy a ser sincero contigo: tengo un amigo que, de ser cierto todo este desvarío que me has contado, sabrá cómo ayudarte. Y si no es cierto, también. Es un tipo muy influyente —añadí, refiriéndome por supuesto a Chumillas—, a quien además te aconsejo que entregues a tu cómplice el doctor colmillo y, ya puestos, también a Berenice, porque todo este sainete del productor cinematográfico tiene que terminar cuanto antes. La chica se está haciendo ilusiones, que al menos yo considero infundadas a juzgar por los fragmentos de su interpretación que nos llegan atravesando las paredes. Que, por cierto, debería decirle al albañil que refuerce puesto que se oye todo. Cuán grita esa maldita.

—Pero el doctor también tenía un amigo que iba a hacer un experimento…

—Créeme: el doctor no tenía ese amigo. De hecho, la única relación que tu doctor podría tener con un experimento espacio-temporal es que él mismo puede terminar protagonizando una reclusión espacial durante un lapso temporal no inferior a veinte años y un día.

—¿Usted cree?

—Te diré algo: tu supuesto benefactor es en realidad un delincuente, aunque esto nunca pudo demostrarse. Pero lo dijo la tele, amigo mío. Así que hazme caso: deja a la chica en paz, entrega al avieso galeno, y tú ponte en manos de mi amigo. Él sabrá qué hacer con tan florido lote.

Paco resopló, suspiró, se mordió las uñas, las escupió, se hurgó la nariz hasta profundidades que supuse vírgenes, puso los ojos en blanco, se rascó las orejas por dentro y por fuera, y, en definitiva, desplegó un catálogo de mímica que, de haber ejecutado en la Gran Vía, le habría reportado una nada desdeñable cantidad de bonos-limosna. Distraído como estaba en la contemplación de tal espectáculo, tardé en darme cuenta de que el ruido de golpes que nos llegaba desde el otro extremo de la casa no era producido por Berenice, quizás entregada a un éxtasis interpretativo, sino por el aporreo violento y sistemático de la puerta de entrada, lo que me demostró que el lampista también me había mentido cuando me dijo que había instalado el timbre.

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