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CAPÍTULO 1011

De vuelta en la habitación, me encontré con las miradas ansiosas e inquisidoras de Berenice y Paco. Este último hizo una tentativa de volver a entregarse a sus movimientos compulsivos, pero lo detuve con una mirada fulminante.

—No era nadie —mentí, y me sentí mal por estar mintiendo tanto últimamente, pero me dije también que en nada podía ayudarme decir la verdad—: el repartidor del butano.

—Pues se ha tirado un buen rato de cháchara.

—He estado regateando para ver si me hacía un precio mejor que los del gas natural, que son más caros que el jamón, si es que el jamón era caro, porque ahora ya no existe.

—¿No existe el jamón? —preguntó alarmado Paco.

Pero su pregunta se quedó sin respuesta, ya que al punto noté una descarga eléctrica proveniente de mi CP y, previendo que pudiera ser Chumillas, me excusé con un conato de cólico y me fui al cuarto de baño. Una vez allí encendí mi anillo-proyector y pude ver, en efecto, la imagen de Chumillas, quien se me mostró tumbado sobre una especie de camilla, cara abajo, y con las manos de una mujer que bien podría ser Miss Venezuela paseándose por su espalda y quizás más allá, aunque esto último no podía yo comprobarlo puesto que la proyección sólo alcanzaba hasta la región lumbar.

—… y no sé qué me pasa contigo que me encuentro superbién —le escuché decir, antes de que se pudiera percatarse de mi tele-presencia—: ¿Ya está usted ahí? Anda, chata, déjame un momento que tengo que hablar de unas tonterías con este señor. —Permaneció en silencio mientras la escultural masajista abandonaba la sala y prosiguió—. Aquí Papá Pato llamando a Pato Colorado. Pato Colorado, ¿me escucha?

—¿Yo soy Pato Colorado?

—¡Pues claro, hombre! Ofrece usted muy poco juego cada vez que intento darles un poco de color a nuestras conversaciones. ¿Está solo? Oigo voces.

—Pues conmigo no hay nadie. Estoy en un cuarto de baño.

—No me refiero a eso: es que oigo voces. ¡Escuche! ¿No las oye usted? En las noches de luna llena me atormentan incitándome a que cumpla con mis obligaciones fiscales. «Paga, Caifás, paga», me dicen. Pero ¡silencio!: no diga nada. Estos aparatos los carga el diablo. Quiero decir que las paredes escuchan, las puertas observan, los imbéciles comprenden, el mar se tiñe de color perro, y, en fin, los signos son propicios. ¿Propicios para qué? No lo sé. Escuche esto: el viajero que descansa hace su viaje más largo, pero el coyote no entiende de lealtades. ¿Qué le parece?

—Si me está hablando en clave, me parece bien. Si debo interpretarlo en sentido literal, me parece una simpleza.

—Me lo enseñaron en uno de esos seminarios en los que le cuentan a uno cuatro cosas obvias escritas en transparencias y le cobran diez mil dólares, pero los tentempiés suelen ser exquisitos, y al final te dan un diploma que te permite relacionarte con todos los que tienen otro igual. No nos entretengamos más, empero. Cada segundo que pasamos hablando por estos cacharros puede estar comprometiendo nuestra seguridad, sobre todo la mía, porque a mí la suya me la pone gorda.

—Seré breve, entonces. Resulta que…

—¡Calle! Ni una palabra más hasta que nos veamos en persona. Por la presente, queda usted citado a las ocho en la Plaza de los Milli Vanilli. Acuda solo.

—¿Solo? Es que querría llevar a unas personas que podrían interesarle.

—Pues guárdelas en una caja. No quiero sorpresas ni regalos en mi cumpleaños. El resto de los días, sí. Y, por favor, no se ponga el traje que lució en la fiesta de ayer: le tira de la sisa. ¿Quiere el nombre de mi sastre? Se lo daré si usted cumple su parte del trato. Ya sabe a qué me refiero: espero que en breve me entregue el paquete, que el conejo vuelva a la madriguera, que la carta llegue al buzón, que la pizza traiga el pepperoni

—Ya, ya. Ya lo he entendido.

—Es que suele ser usted tan lento que he preferido asegurarme. En fin. Corto y cierro. Con esto quiero decir que voy a colgar. No tengo mucho tiempo para conseguir que caiga la periquita esta. ¿La ha visto? Está buenísima. Quiere que la valoren por su intelecto y se presenta siempre con unas minifaldas de infarto, la muy imbécil. Le daré un consejo para estos casos, una frase que nunca falla. Dígale: tía, no sé que me pasa contigo que me encuentro superbién. Mano de santo. Ya me contará los resultados. Bueno, nos veremos más tarde. Papá Pato cerrando la comunicación.

La imagen de Chumillas se desvaneció dejándome a solas con mi inmensa soledad. Esta frase está extraída de una novela cuyo título no recuerdo, pero lo digo por si estuviera sujeta a derechos de mención. En realidad no me sentía solo ni triste ni deprimido en absoluto. Antes al contrario, en cuanto terminó mi conversación con Chumillas mi cabeza se convirtió en uno de esos manantiales de donde surge el agua con abundante desprendimiento de burbujas gaseosas, que hacen ruido y agitan el líquido. O sea: un hervidero. Las ideas bullían. Eso es de otra novela, por si acaso. Mi cerebro desplegaba sin cesar múltiples posibilidades, y las recogía una vez consideradas y descartadas como un vendedor ambulante de alfombras epistemológicas. Esto último es mío.

Regresé a la habitación en la que Paco y Berenice procedían a emular, con poco éxito, a Nigel Rittenmaier y Sorina Lewis en «Jo, qué totales somos XII (Una movida superguay)». Llamé su atención con algunos carraspeos que acabaron provocándome una tos persistente y auténtica. Cuando recuperé el aliento, les expuse el plan que acababa de pergeñar.

—Casualidades de la vida: me ha llamado el amigo del que te hablé —dije primero, dirigiéndome a Paco y, no atreviéndome todavía a desengañar a Berenice, añadí—: Un colega de la farándula. Otro campeón. Un monstruo.

—¿Entonces? —inquirió Paco.

—Entonces, si te parece bien lo que te he dicho antes —respondí, acompañando mis palabras de repetidos guiños de ojos—, podrías decirme dónde vive ese médico amigo tuyo para que me mire la rodilla.

—¿Le duele la rodilla? —preguntó, con adorable interés, Berenice.

—Sí, se lo estaba contando antes al señor Paco —insistí, intensificando mis guiños.

—¿Y no preferiría un oculista? —sugirió Berenice—. Tiene un tic brutal en los ojos.

—Eso otro día —mascullé, comenzando a impacientarme—. Pero ahora, queridísimo Paco, ¿me dices o no me dices la dirección de ese médico? Sí, hombre, ese médico con el que te vi ayer, el que tenía melena y barbas blancas… ¡Ese médico que se parece tanto a tu padre!

—Eh, oiga, sin faltar.

—Berenice —dije, meloso, intentando que la aludida nos dejara a solas—, debes de estar agotada. ¿Por qué no te refrescas con una ducha? El agua es una de las pocas cosas que funcionan, o al menos funcionaba antes de lo del regateo con la radial que me contó el lampista esta mañana.

—No me apetece ducharme. Prefiero seguir ensayando.

—Entonces —propuse a cambio—, ¿te importaría terminar en otra habitación la escena en la que Sorina Lewis discute con otra actriz porque se ha liado con Nigel Rittenmaier a pesar de que éste era su novio, aunque después resulta ser un mutante viscoso, y aquélla su mejor amiga, y finalmente se descubre que era una bruja positiva que lucha contra el mal?

—Esa escena no es de «Jo, qué totales somos XII (Una movida superguay)», sino de «Jo, qué totales somos VIII (Flipa cantiduvi)».

—Admiro tu preparación, y te vaticino un futuro brillante en el arte de la interpretación. En cualquier caso, ¿puedes proseguir con tu ensayo en otro lugar? —Esperé a que Berenice, dulce y obediente, abandonara la estancia, para volver a dirigirme a Paco—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Me das la dirección del infecto doctor o no?

—Es que, como le dije, he perdido el papel con las señas del piso en el que debía reunirme con él.

—Pero esta mañana el taxista te ha llevado allí.

—Supongo que lo perdí después, o en el mismo piso mientras recogía a Berenice.

—¿Y no sabrías volver? ¿No te acuerdas de la dirección, más o menos?

—¿Está de guasa? ¡He pisado la calle hace sólo dos días después de un viaje en el tiempo! Y, desde luego, esto no se parece en nada al Madrid que yo conocía…

Los desvaríos de Paco no iban a servirme de mucha ayuda, así que comencé a buscar otras alternativas. Aquel era el primer escollo que obstaculizaba mi, hasta entonces, perfecto plan. Pero no hay nada que pueda detener a un hombre decidido y equipado con un comunicador personal que le permita llamar al servicio de información.

—Anda, dame la llave del piso que ya me encargaré yo de averiguar dónde está —dije con cierto ahuecamiento, y Paco me tendió una extraña pieza metálica del tamaño de un dedo meñique, plana y alargada, con dientes irregulares en uno de sus filos—. ¿Y esto qué es?

—Una llave.

—Esto no es una llave. Una llave es un chip cargado con tu adeene que te permite abrir las puertas que se encuentren en su lista de acceso.

—Pues esto es lo que me dio el doctor Jiménez-Pata, y así he entrado y salido del piso hasta ahora.

—¡Dios mío! —exclamé—. Pero, ¿dónde se ha buscado un piso este hombre? ¿En una caverna?

Encendí por fin el anillo-proyector y esperé a que apareciera una de las señoritas con cara de asco y voz de pepino que, por incógnitas razones, los de New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation, seleccionan siempre para este servicio.

—Buenas tardes —dije—. Desearía conocer la dirección de un amigo. Su apellido es Jiménez-Pata.

—¡Vaya! Un apellido largo. Parece que tenemos pasta, ¿eh? Y si es amigo suyo, ¿cómo es que no sabe usted su dirección?

—La he olvidado.

—Pues tome pastillas para la memoria, que aquí estamos para cosas más serias.

—Señorita —insistí con firmeza, como hay que hacer siempre con estos del servicio de información—, haga el favor de buscar la dirección que le he dicho. Si la he olvidado y por qué son problemas míos.

—Precisamente. Si es problema suyo, a mí no me líe.

—Muy bien —razoné—. ¿Qué tengo que hacer para que busque usted esa dirección?

—Suscribirse a la opción «Premium Estampita», que por sólo mil dólares más al mes le permite seguir usando el CP que ya tiene usted, y utilizar este mismo servicio, pero todo ello aderezado con una actitud más amable por mi parte.

Entre pitos y flautas, aquel asunto empezaba a suponer una merma apreciable en mi debilitado peculio, pero si el barco llegaba finalmente a buen puerto habría merecido la pena el esfuerzo y el empobrecimiento eventual.

—De acuerdo. Suscríbame.

—Cobramos por adelantado, y el contrato mínimo es por dos años.

—Muy bien —claudiqué, ansioso por salir de aquel callejón burocrático, como siempre termina por suceder con los servicios de New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation—. Lea mi RAP y proceda a efectuar el cargo. ¿Algo más?

—No. Ya he cobrado el recibo. Es usted muy simpático, amén de apuesto y culto —continuó, leyendo una hoja que se encontraba frente a ella pegada con chicle a la pared—. Su inteligencia no tiene parangón. Y qué decir de su encantadora mujer, si la tiene, y de sus brillantes y preciosos hijos, si los tiene, o si los llegare a tener en un futuro de seguro venturoso. New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation, desea loar su buen juicio al contratar el servicio «Premium Estampita» y le aconseja que considere ampliar su contrato con el nuevo servicio «Megapremium Superestampita», que por sólo cinco mil dólares más al mes le permite…

—¿Podemos pasar ya a la búsqueda, por favor? —atajé—. El apellido era Jiménez-Pata.

—Pues por Jiménez-Pata no me viene nada. ¿Quiere que mire por Jiménez-Pierna?

—Si fuera usted tan amable.

—Yo puedo ser muy amable, como ya ha quedado demostrado, pero New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation, no. Tendré que cobrarle otros cien dólares adicionales, eso sí, con gran dolor de mi corazón. O, si lo desea, puede usted contratar el servicio «Gigapremium Estampita Total» que…

—Busque lo que tenga que buscar y cóbrese lo que quiera —terminé por decir, casi sollozando.

—Muy bien. Clientes como usted son los que hacen falta.

Después de buscar por Jiménez-Pata, Jiménez-Pierna, Jiménez-Brazo, Brazo-De-Gitano, esto último a sugerencia de Paco no sabría decir muy bien por qué, por Jiménez-Extremidad, por Jiménez-Jamón y Jiménez-Paletilla, ambos también por idea de Paco, y por múltiples nombres similares más, sin el más mínimo atisbo de éxito, decidí considerar otras alternativas y detener la sangría financiera a la que me estaba sometiendo la telefonista, que al ver que la cosa iba para largo ya se había descalzado.

Terminé la comunicación y me quedé pensativo, lo que preocupó a Paco y provocó que volviera a desplegar su repertorio de espasmos. No pretendo atribuir al nerviosismo que me provocaban éstos el fracaso de mi proceso mental, pero tampoco negaré que un poco de tranquilidad no me habría venido mal. Terminé por rendirme y aceptar que tendría que presentarme ante Chumillas sin haber completado la misión, aunque con buenas perspectivas de terminarla y, lo más importante, con una parte del botín en forma de tipo convulsivo y muchacha de proporciones afrodisíacas. Modifiqué, pues, mi plan original e informé a Paco de que iba a reunirme con el amigo del que le había hablado, dándole instrucciones para que, entretanto, permaneciera en la casa con Berenice y aguardara mi regreso ensayando nuevas y desafiantes escenas.

Para entretener la espera mientras se cumplía la hora convenida con Chumillas, aproveché para llamar a mi ex esposa y preguntarle si se habían producido novedades sobre nuestra hija. Me informó de que, en efecto, la niña había llamado desde un videoguol público para comunicarle que era feliz, que perdonaba a todos sus enemigos, y que a su primer hijo, cuando lo tuviera, le pondría Amor, o, en su defecto, José Luis, que era como al parecer se llamaba un tatarabuelo de Johnny. Mi ex mujer, destrozada ante la perspectiva de tener un nieto con tal nombre, me urgió a que localizara a la niña, la arrancara de los brazos de aquel sátiro, y la reintegrara a la segura monotonía del hogar. Intercambiamos otra vez palabras de ánimo, y nos consolamos mutuamente considerando posibles vías legales para rectificar una eventual inscripción en el Registro Civil de un niño llamado José Luis.

Cuando terminé de hablar con mi ex cónyuge eran poco más de las seis, y aunque todavía tenía tiempo de sobra para llegar a mi cita con Chumillas, decidí ir llamando a Teletasis, marca registrada de N'Joy Corporation, para pedirles que me enviaran uno. La amable operadora me indicó que desconocía las señas que le estaba proporcionando y, al informarla yo de que se trataba de una nueva urbanización, me advirtió que sería difícil encontrar a algún taxista dispuesto a ir tan lejos, a menos que fuera yo extranjero o imbécil, puesto que en cualquiera de esos dos casos podría cobrarme el doble o el triple de lo estipulado y compensar así el sacrificio que supone su esforzado trabajo, rayano en la esclavitud. Verificados mi nacionalidad y mi coeficiente intelectual, la señorita me confirmó que los chóferes disponibles preferían permanecer en las paradas, donde se vivía mucho mejor, o, en su defecto, en la explanada del aeropuerto, jugando a tenis mientras esperaban a que llegara algún avión cargado de turistas.

Recordé entonces al taxista que había utilizado doblemente, aquella misma mañana y la noche anterior, y supuse que, de localizarlo, podría llegar a un nuevo acuerdo con él a costa de adelgazar todavía más mi cuenta corriente. En los pagos que le había hecho aparecía, como es lógico, su RAP, así que se lo facilité a la operadora y a los pocos segundos ésta me informó de que el conductor que yo buscaba se encontraba descansando, pero que al enterarse de que era yo quien requería sus servicios, había proferido un aullido, había dicho algo sobre terminar de pagar el videoguol nuevo gracias a los pardillos, y había aceptado reincorporarse al trabajo y salir pitando hacia mi casa, cuyas señas por otra parte ya conocía.

Reconozco que tardé unos minutos, que empleé en seguir los progresos de Berenice, si es que de progresos podían calificarse sus repetitivas interpretaciones de famosas películas, en ser consciente de que, involuntariamente, mi plan se había enderezado. Porque reparé entonces en que el taxista bien podría recordar el lugar al que había llevado a Paco aquella misma mañana, aunque era muy probable, por no decir absolutamente seguro, que esa información no me iba a salir gratis.

Consideré también, por otra parte, que quizás mi futura vivienda no era ya un lugar seguro para dejar en él a Paco y, sobre todo, a Berenice. La inesperada y probablemente nada casual visita de Monseñor Leño me había escamado, y en tanto no tuviera claro de qué lado estaba él juzgué más oportuno llevarme a mis nuevas amistades a mi hogar habitual. Dejando a un lado sus delirios, no parecía que Paco pudiera resultar peligroso y, además, la lectura de su adeene indicaba que no tenía antecedentes, al contrario de lo que yo había supuesto en nuestro encuentro de aquella mañana. Y por lo que respecta a Berenice, estaba claro que se trataba de la muchacha que Chumillas había mencionado, y por lo tanto era cierto que hasta unas horas antes había pasado toda su vida interna en un orfanato, así que su adeene sólo podía estar manchado de la harina que espolvoreaban los padres radiadores sobre las galletas que manufacturaban, y que se comercializaban con el nombre de «Sweet Cilicios», marca registrada de Eternal Life Inc. Teniendo en cuenta todo esto, pensé que lo mejor sería encargarle al taxista que, una vez que me hubiera llevado a mí a mi destino, volviera a por Paco y Berenice y los condujera a mi domicilio.

A pesar de que la sinceridad es lo más importante, y de que en esta vida hay que ir siempre con la verdad por delante, e incluso a pesar de que el Protocolo de Sinceridad condena la mentira en todo el planeta y tacha de personas malas a aquellas que la utilicen, me abstuve de comentar estas últimas reflexiones mías con Paco y con Berenice, puesto que no se me ocurrió ningún beneficio que yo pudiera obtener de tal comportamiento. Les instruí, eso sí, sobre lo que debían hacer después de mi marcha, que no era sino aguardar a que el taxi volviera a recogerlos y los llevara a mi casa, en donde esperarían con paciencia hasta que yo regresara. También les di las instrucciones oportunas sobre lo que deberían decirle a la señora Domitila en el caso de que no les franqueara el acceso, cosa que seguro intentaría.

—Allí estaréis más cómodos —argumenté—. No hay mucha cosa en la nevera, pero podéis llamar a Telelechuga, marca registrada de Eternal Life Inc., y pedir los vegetales que deseéis. En fin, disponed de mi casa como si fuera vuestra, pero, por favor, si os ducháis no dejéis pelos en la bañera.

—Yo no me ducharé —replicó Berenice, a pesar de que nadie esperaba respuesta alguna a mis indicaciones—. Prefiero seguir ensayando.

Tras asegurarme de que habían entendido mis instrucciones, esperamos todos pacientemente a que viniera el taxi. Cuando llegó, y una vez que hube comprobado que el conductor recordaba el lugar al que yo quería dirigirme, y que estaba dispuesto a llevarme allí a cambio de una propina, que sin saber cómo terminó siendo el doble que la de la mañana, y que también estaba dispuesto a regresar después a por Paco y Berenice, por otra propina que ya fijó sin consultarme, me subí al coche esquivando sus alharacas.

En cuanto nos incorporamos a la autopista, el taxista se metió un palillo en la boca y puso la radio. Durante el resto del trayecto, además de entregarse de nuevo a la copla, interpretando en este caso una tonada en la que se reflexionaba sobre el poder del dinero auténtico y su eventual falsificación, mediante la comparación de una moneda falsa con una mujer que no consigue encontrar el amor verdadero, pues además de canturrear dicha tonadilla, digo, el chófer también intentó cotillear sobre mi persona, lanzándome de tanto en tanto algunas indirectas sobre mi vida en general.

—Ese amigo suyo es un poco raro, ¿no?

—Tuvo una infancia muy difícil.

—Yo no soy psicólogo y nadie me ha pedido mi opinión, pero debido a que mi profesión de taxista requiere de mucha psicología para con el cliente, y aunque yo no tengo estudios ni criterio pero me he formado en la universidad de la vida y todo ese rollo, me atrevería a decir que este individuo presenta un cuadro de psicopatía conductual de nivel 4 de Amstrong, con episodios esquizoides ocasionales. Pero claro, qué voy a saber yo que sólo soy un pobre taxista.

—Eso digo yo.

Mientras el vehículo seguía avanzando, yo me concentraba en memorizar todos los semáforos, giros, y bocacalles que íbamos pasando para, llegado el caso, ser capaz de regresar al mismo lugar acompañando a Chumillas. Hacía mucho tiempo que no me pasaba por un CID suburbano y, a la vista del panorama que se me ofrecía, imaginé lo que podría llegar a suceder si un día la tele cesaba sus emisiones y dejaba de mantener domesticada a toda aquella morralla. El sol declinaba ya, y esa parecía ser una especie de arcana indicación para que todos los tipos con cicatrices y camisetas ajustadas se lanzaran a la calle. Reconoceré que me sentí algo intimidado por aquel ambiente portuario, todo lo contrario que el taxista, que tocaba el claxon e increpaba a los indígenas cada vez que intentaban cruzar la calle, incluso aunque tuvieran el semáforo en verde para hacerlo.

La iluminación de la avenida por la que transitábamos era deficiente, debido a que los vecinos parecían encontrar solaz en apedrear las farolas fotónicas y en apantallar las ondas de recarga, probablemente para bloquear también cualquier otro tipo de ondas entre las que se encontraban las de vigilancia, localización, e identificación de ciudadanos. Su conciencia, pues, no debía de ser una patena. No obstante, y pese a los deficientes equipamientos, el tráfico era fluido, especialmente en nuestro caso, puesto que el taxista se encontraba en aquel caos como pez en el agua. La ausencia de autoridad le permitía invadir el carril autobús, el carril pata coja, y el carril trote. En el carril bici, sin embargo, patrullaban ecologistas armados que disparaban lentejas a quienes intentaban arrebatarles su espacio. El taxista maniobraba, pegaba frenazos, sacaba medio cuerpo por la ventanilla que, por supuesto, llevaba bajada a pesar del bochorno, gritaba a diestro y siniestro, y, entre volantazo y volantazo, entonaba con pasión una nueva copla.

—¡Aparta de ahí! ¿Estás loco? ¡Tu padre! Sí, sí, hombre, y yo ministro. ¡Vete a que te den, que seguro que te gusta! —dispensaba a quien quería escucharle, y de repente entraba en trance y continuaba—: Cuando por los campos de verdes chumberas, suenan las campanas de la madrugá, y sarta a los montes la luna lunera, y a mi vera-vera te siento llegar. ¡Subnormal!

Entretanto, yo intentaba acumular signos de referencia que me ayudaran a rehacer la ruta llegado el caso. Me había fijado en que, mucho después de haber dejado atrás el último CID protegido, al salir del Reino de Leganés-Getafe, anduvimos un largo trecho por una carretera interestatal que nos había llevado hasta el CID en el que ahora nos encontrábamos, probablemente cerca del Barranco del Primo Julián y un poco antes del Hoyo del Chaquetón.

Habíamos abandonado la carretera a la altura de una enorme nave con un rótulo que rezaba «Cortaúñas Ruiz», y allí giramos a la derecha para enfilar la avenida por la que todavía seguíamos circulando. Iba yo contando las bocacalles que dejábamos a nuestra diestra cuando, al llegar a la número doce, el taxista dio un nuevo volantazo y giró hacia la izquierda obsequiando al público con nuevas y ocurrentes saetas verbales.

Progresamos por aquella nueva calle, más oscura y siniestra si cabe puesto que el sol continuaba su descenso, y el taxista volvió a efectuar un giro en el segundo callejón de la derecha. Allí disminuyó la marcha y escrutó las fachadas desconchadas y sucias para intentar reconocer el lugar correcto. Se detuvo por fin frente a un portal, al que en su día había protegido una reja de la que ahora sólo quedaban tres hierros y un faldón metálico. Por un instante consideré pedir al taxista que se olvidara del asunto y que me llevara directamente a la Plaza de los Milli Vanilli para reunirme con Chumillas. No ayudó a infundirme valor para proseguir con mi misión el ruido de palmas que salía del mencionado portal, y que acompañaba a una letra cuyos primeros versos, no pude evitarlo, encontré premonitorios.

Tuve que matarlo, mare,

me se atravesó su mirada,

y es que no hay pena más grande

que la de ser payo en Granada.

—Muy bien —dije por fin, inspirando con fuerza y armándome de coraje—. Ahora vuelva a por mis amigos y llévelos a la dirección que le he dado. Por cierto, cuando termine aquí tengo que acudir a una importante cita. ¿Podría usted volver a recogerme cuando haya dejado a mis amigos?

—Depende.

No tardamos en llegar a una cifra que nos satisfizo a ambos, más a él que a mí pero qué se le va a hacer. Intenté atisbar el interior del zaguán desde la calle, pero sólo pude ver un gran vacío negro e informe, al que algún tertuliano podría haber sacado un significado metafórico pero que a mí sólo me provocó un ligero tembleque en las piernas. Mirando hacia atrás a cada paso, pude contemplar con cierta angustia cómo el taxista retrocedía hasta el comienzo de la calle y desaparecía después en la vía transversal, entre ecos que decían: pena mora, pena mora, que me nubla la rasón.

A pesar de la congoja que se iba apoderando de mí, llegué hasta la puerta de entrada y me introduje en el inmueble. Para mi tranquilidad, pude comprobar que la canción que antes había escuchado estaba producida por un reproductor enchufado a unos cables pelados que salían de la pared. A tientas llegué hasta la escalera, y junto a ella distinguí la puerta de un ascensor con la pegatina de la última revisión sellada en el siglo pasado. Subí, pues, a pie, intentando no hacer ningún ruido que llamara la atención de los vecinos y los incitara a asomarse. Los inquilinos del edificio, como cabía esperar, constituían una buena muestra del tipo de gente que uno puede encontrar fuera de los CID protegidos: un filósofo, un falsificador, un destilador y una poetisa inédita eran algunos de los representantes de aquel elenco de notables que anunciaban sus servicios con papeles pegados junto a sus puertas. Supuse que también habría traficantes de embutidos o incluso políticos de derechas, pero preferí alejar aquellos pensamientos de mi cabeza y concentrarme en mi misión, que se desarrolló por lo demás sin mayor contratiempo hasta que llegué por fin al rellano del quinto piso.

Saqué la llave que me había dado Paco y me pasé unos minutos intentando descubrir cómo abrir la puerta con aquel curioso adminículo. Después de probar a acercarla a varias distancias, por si la frecuencia de emisión se veía afectada por ello, y de intentar hablar con el extraño objeto para pedirle que cumpliera su función, terminé por deducir que no había nada electrónico en el aparatejo y que, al parecer, era un simple trozo de metal. Estaba por tirarlo y marcharme cuando observé astutamente que en el mencionado objeto aparecía una grabación, idéntica a otra que vi impresa sobre un pequeño disco que se hallaba encajado en la puerta. Esto era lo que ponía en ambos: «Mister Mint». Acerqué mi objeto al otro, intenté que se comunicaran de nuevo, los puse en contacto físico y, cuando ya estaba desesperado por la complejidad de aquel mecanismo diabólico, me ensañé con la puerta e intenté apuñalarla con mi trozo de metal, con tan buena suerte que en uno de los intentos éste se introdujo por una ranura diminuta que el círculo de la puerta tenía y en el que yo no había reparado. Mi pieza, de tan oportuna manera, se quedó introducida en el disco, y de nuevo intenté varias operaciones hasta que por fin, en el transcurso de una de ellas, aunque no sabría decir muy bien cuál, hubo un ruido seco y la puerta se abrió.

Me las prometía yo muy felices y me disponía ya a entrar en el piso, pero había formado tal alboroto que por la puerta de enfrente se asomó de pronto una mujer con la cabeza casi rapada, a excepción de tres largos mechones que emergían de su región occipital y le caían después hasta las caderas. Podría decirse que era una figura neopicassiana, o también que era un adefesio de tía.

—Buenas tardes —dije, desplegando una amable sonrisa—, o buenas noches, porque aquí hay tan poca luz que ya no se sabe. No pasa nada. Me tiembla mucho el pulso porque soy epiléptico y neurocirujano, y la combinación de ambas condiciones me somete a un estrés terrible. Pero ahora, llegado ya a mi acogedor hogar, todas mis preocupaciones desaparecen. Gracias por interesarse, y por favor no me muerda.

—Un viaje, otro viaje, caminos que me llevan, pero tengo que pagar peaje, así que abandono los caminos, y todo me importa un caraje —replicó mi coyuntural vecina que, por cierto, era la poetisa a la que antes he hecho referencia.

—Precioso. No la distraigo más, pues no querría yo que por mi causa se le espantara a usted el estro.

—Él se va, yo me voy, nada hice, nada hizo, quiero huevos, con chorizo.

Me introduje por fin en el piso y cerré la puerta a mi espalda.

Sobresaltado todavía por aquel pequeño contratiempo, lo primero que hice fue acercarme a la ventana para localizar una posible salida en caso de emergencia, como siempre hacen en las películas. Después busqué el interruptor de la luz, puesto que estaba visto que la vivienda era pleistocénica y no se controlaba con la voz, y comencé a inventariar lo que se me ofrecía a la vista, que resultó ser lo siguiente: una silla. Pensé que quizás el centro de operaciones se encontraba en otra habitación, así que crucé una de las tres puertas que partían de aquella sala e inspeccioné la estancia vecina, y esto es lo que me encontré allí: una mesilla de noche. Regresé y abrí la segunda de las puertas, que daba a un pequeño pero cochambroso cuarto de baño equipado con lavabo, retrete picado y con lamparones, y ducha con cortina mohosa. La tercera y última puerta comunicaba, por increíble que pueda parecer, con una cocina. Esto venía a confirmar la antigüedad del edificio, construido obviamente cuando todavía las casas se hacían con cocina separada, y antes por lo tanto de que se prohibiera la construcción de dichas estancias, ya que el 68% de los accidentes domésticos ocurrían en ellas. De nuevo nuestro gobierno, escuchando el clamor popular, ordenó que la nevera y los fogones se pusieran en los comedores, y con ello atajó el problema de raíz: no más accidentes en las cocinas. Sin embargo, y por alguna misteriosa razón, o por culpa de la oposición que siempre quiere fastidiar, se rumoreaba que últimamente había aumentado el número de accidentes en los salones, así que el gobierno no tardaría en prohibirlos, y a ese paso pronto las casas quedarían convertidas en un inmenso hall o recibidor.

Pero no era el caso que yo hubiera llegado hasta aquel desvencijado lugar para efectuar valoraciones arquitectónicas, así que me apresuré a cumplir el objetivo que me había marcado, esto es, buscar pruebas de que aquel era el lugar desde el que el libertino doctor planeaba sus acciones. La tarea, por lo demás, iba a resultar mucho más sencilla de lo previsto dada la precariedad del mobiliario. Levanté la silla para comprobar que no había nada debajo de ella, como así resultó ser, y después busqué en los cajones de la mesilla de noche algún rastro del sujeto en cuestión.

Cuál no sería mi sorpresa al encontrar en el primero de dichos cajones una fotografía de mi propia persona, no muy buena y nada actual, puesto que entonces llevaba el pelo con unas pequeñas extensiones que, según mi peluquero, me daban sensaciones de melena, y junto a dicha fotografía la tarjeta de visita que yo mismo le había entregado el día anterior a Jiménez-Pata creyéndolo un venerable anciano. También había un trozo de papel con dos números anotados, que a todas luces parecían los RAP de sendas personas.

En el otro cajón, para mayor asombro mío, había una copia de la foto de mi promoción de Calumniados Anónimos, que nos dieron junto con el diploma al terminar la terapia que había seguido después del asunto con Javichu Depy. Cotejando ambas fotos, pude comprobar que la primera era en realidad una ampliación de la segunda en el lugar en el que aparecía mi agraciado rostro. Por último, encontré también un gorro a rayas rojas y blancas con la inscripción «Centro de Felicidad Personal Tristan Braker», y una botella de aceite de oliva con una etiqueta pegada con muy poca pericia y que rezaba «Haceite de Comperativa, Bueno, Bueno».

Arranqué dicha etiqueta y me la guardé en un bolsillo, junto con el gorro, el papel con los RAP, y las dos fotografías. Eché un último vistazo a la mesilla, al suelo y al techo de la habitación, así como a los de la sala y el baño, e inspeccioné la cocina desde la puerta sin encontrar ningún otro objeto de interés. Y me disponía ya a salir, algo mosqueado, lo reconozco, por haber encontrado aquellas fotografías mías en el piso, cuando de repente escuché un ruido sospechoso en la puerta, y vi cómo ésta empezaba a girar para dejar el paso franco a quienquiera que la hubiera abierto.

Me apresuré a apagar la luz y me escondí en el baño, soportando el olor como pude, y dejando la puerta entornada para poder escrutar todo lo que sucediera en la sala. La puerta principal terminó de abrirse, se cerró después, y cuando la luz se hizo de nuevo pude contemplar con sorpresa, injustificada puesto que él era el dueño del piso según todos los indicios, al bilioso galeno, cuyo aspecto sin melena y barbas blancas era, en efecto, igual al de la imagen que Chumillas me había mostrado en la fiesta. Sin duda, acababa de llegar mi pasaporte al estrellato socioeconómico.

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