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CAPÍTULO 1100

Mientras pergeñaba algún plan que me permitiera reducir a mi presa, lo único que yo podía hacer por el momento era quedarme donde estaba, inmóvil, callado, y algo humillado por mi postura pues, huyendo de aquel peligro intangible, mi subconsciente me había subido al retrete, y ahora me encontraba acuclillado sobre él sin atreverme a descender por si algún chirrido pudiera delatar mi presencia.

El bellaco facultativo, por su parte, y después de haber cerrado la puerta de entrada con el mismo sigilo con el que la había abierto, se dio un pequeño garbeo por sus posesiones y terminó por ir a sentarse en la silla con gesto pensativo. No se mostraba, sin embargo, tranquilo, ni mucho menos, como demostró el hecho de que a los pocos segundos volviera a levantarse para dar otro paseo que lo llevó esta vez a la habitación, donde lo perdí de vista unos segundos hasta que regresó de nuevo al salón y ocupó el único sitio que podía ocupar. Repitió la operación tres o cuatro veces más, caminando unas veces por la sala, viajando en otras hasta el supuesto dormitorio, o incluso, en una de ellas, llegándose hasta la puerta del cuarto de baño donde yo me escondía en vergonzosa posición. Mientras tanto, y ante la ausencia de alternativas mejores, yo había decidido permanecer en aquel cuchitril hasta que Chumillas, advirtiendo mi tardanza, decidiera llamarme otra vez, y pudiera yo entonces darle cuenta de todo lo sucedido, así como indicarle el modo de llegar hasta aquel lugar para que atrapara al ruin doctor y, por extensión, me rescatara.

Pero todos aquellos paseos y nervios de mi anfitrión no me estaban dando ninguna buena espina, puesto que de todos es sabido la directa conexión que existe entre el sistema que se encarga de las preocupaciones y el que regula la micción. Otrosí, el pérfido galeno se había adentrado en una ocasión en la cocina, de donde regresó con una Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation, de la que dio buena cuenta en un santiamén. Y como resultado de la conjunción de todos estos elementos, no tardó en levantarse de la silla, encaminarse con paso decidido hacia el baño, tocarse con disimulo sus partes pudendas intentando hacer presión, agarrar la manilla, bajarla, hacer girar los goznes de la puerta, encender la luz, asistir al triste espectáculo de mi papel de estatua humana, y dar un alarido que retumbó en la minúscula estancia, mientras reculaba trompicándose hacia al salón. Yo, asustado por el berrido, grité también, aunque no me moví de donde estaba, en parte por el miedo y en parte porque empezaba a notar las piernas algo entumecidas.

—¿Qué hace usted ahí? —preguntó por fin el malévolo doctor una vez que se hubo recuperado de la impresión.

Ponderé la conveniencia de contarle la verdad, puesto que en la vida hay que ir con la verdad por delante y sólo mienten quienes no se respetan a sí mismos, pero enseguida confeccioné una nutrida lista de razones por las que no me convenía ser sincero en aquella ocasión, así que me sentí muy mal por mentir pero elaboré una trola sobre la marcha que, justo es reconocerlo, no me quedó nada mal.

—He venido a traerle el informe de la traducción de ayer. Como usted no ha venido a recogerla…

El embuste causó el efecto deseado, puesto que el despreciable doctor se quedó desconcertado y por unos instantes pareció recuperar la calma, dejándome también a mí algunos segundos más de ventaja para que pudiera perfeccionar los detalles de mi invención. Sin embargo, pronto descubrió que mi respuesta en efecto contestaba a su pregunta, pero al mismo tiempo abría otra de no tan fácil respuesta.

—Muy profesional por su parte, pero ¿de dónde ha sacado esta dirección?

—Su hijo vino a verme esta mañana —seguí improvisando—, preocupado, y me preguntó si yo había tenido noticias suyas, de usted quiero decir, últimamente. Al responderle yo que no, me rogó que, de llegar a saber algo, acudiera por favor a este lugar para informarle. Y aunque no he tenido ninguna noticia sobre usted en las últimas horas, me pareció que era mi deber traer la traducción y hacer entrega de ella a quien pudiera encontrar en esta dirección. Podrá imaginar mi alborozo al verle llegar, cosa que me permite dársela personalmente. La he dejado en la nevera, para que los datos no se alteren con el calor. Y ahora, si me disculpa, tengo una importante cita a la que no puedo dejar de acudir.

—Un momento, un momento… —me detuvo mientras, por el gesto de su rostro, parecía meditar sobre toda la milonga que le había contado y de la que yo, he de reconocerlo, me sentía muy orgulloso—. ¿Y cómo ha entrado?

—Su vecina ha tenido la amabilidad de abrirme. Y me ha recitado un soneto —añadí, para darle credibilidad a mi argumento.

—No sé quién de qué vecina me habla, pero desde luego nunca le he dado una llave ni a ella ni a nadie, salvo a Paco. A mi hijo, quiero decir.

—¡Eso es! —reaccioné, aunque ya empezaba a ver como toda mi brillante falacia se resquebrajaba—. Fue su hijo quien me la dio, por si venía a traerle noticias de usted y él no estaba en casa. Su vecina no tiene nada que ver. Olvidémonos de su vecina.

Mientras intentaba remendar mi historia como podía, el doctor liendre había comenzado a esbozar una siniestra sonrisa que, al término de mi discurso, ya era una mueca burlona y, la verdad, algo intimidatoria. De pronto, y con un movimiento veloz, introdujo la mano en un bolsillo interior de su chaqueta y extrajo de él un endoscopio con el que me apuntó mientras su risa se hacía cada vez más socarrona y temible.

—Muy bien, pollo, dejémonos de historietas —me espetó—. Siéntate ahí. ¿Dónde va a ser? En la silla. Y no te muevas o hago un largometraje de tu colon con esto. ¡Ah, los refinamientos de la ciencia médica! —se deleitó, acercándome más el endoscopio y soltando una carcajada sardónica—. Dime: ¿quién te envía?

—He venido por iniciativa propia. No todo lo que le he contado es mentira: su hijo vino efectivamente a verme y me pidió ayuda para localizarle por motivos que ignoro, puesto que si yo tuviera un padre como usted no vería el día de perderlo de vista —solté en plan chulo, como tantas veces he visto hacer a Ledonius Mile en sus papeles de antihéroe—. Soy de natural honrado, solidario, y proclive a proteger a los animales, y por esto último me avine a lo que su hijo me solicitaba de modo que, una vez terminada mi jornada laboral, me puse a buscarlo. Fue él quien me indicó que residían en este recoleto lugar, así que pensé que lo mejor sería empezar por buscar en él alguna pista que nos condujera hasta usted.

La calidad de mis añagazas disminuía a gran velocidad, es cierto, pero a quien quiera criticar mis mentiras le diría yo que pruebe siquiera a bosquejar un señuelo con la afilada cámara de un endoscopio apuntando a su retaguardia. Para mi sorpresa, y en lugar de reaccionar a mi evidente falacia con algún gesto amenazador, de pronto el cuasiconvicto galeno relajó la expresión de su rostro, devolvió el endoscopio al bolsillo del que nunca debió haber salido, y se dejó caer hacia el suelo hasta sentarse en él apoyando la espalda contra la pared, desconchada, por cierto.

Comenzó a hablar como si todo lo anterior no hubiese sido más que un casting para una obra teatral y ahora acabara de recibir la noticia de que no había superado la prueba.

—No hace falta que me lo diga —musitó con un suspiro—. Sé muy bien quién le envía. Son ellos, ¿verdad? —y, como quiera que yo me limité a asentir con gesto apesadumbrado, como diciendo «pues sí, esos mismos», aunque igual podría haberse interpretado mi expresión en otras circunstancias como «era una gran persona y siempre se van los mejores», él continuó sumiéndose en un estado de ánimo cada vez más pesimista—. Llevo todo el día intentando quitármelos de encima, aunque ya no sé si realmente me están siguiendo o si sólo son imaginaciones mías. Pero da igual. Creía que esta vez lo tenía todo bien planeado, pero ya veo que me estaba engañando a mí mismo. ¿Quién ha cantado? No, no me lo diga. Qué más da quién haya sido. No lo culpo. Le habrán ofrecido el oro y el magrebí. Riqueza, fama, poder, fontaneros, entradas para el fútbol… ellos pueden conseguirlo todo, aunque en realidad no consiguen nada, sólo hacen que los demás nos creamos que lo hemos conseguido. ¿Me comprende?

Yo lo comprendía, ciertamente, porque tampoco las cosas que estaba diciendo resultaban tan difíciles de interpretar, aunque por supuesto me reservé la opinión que me merecían todos aquellos desvaríos. Antes al contrario, asentí y, haciendo un gesto con la mano, lo animé a que continuara mientras yo procedía a arrimar la silla contra la pared opuesta a la que él ocupaba, e intentaba buscar la posición más cómoda para aguantar el chaparrón de aforismos baratos que se me venía encima. Dejaría que transcurrieran los minutos, y cuando Chumillas me llamara al comprobar que no me presentaba en el lugar acordado, yo, sin que el lloroso doctor lo escuchara, lo invitaría a que se reuniera con nosotros en aquel desvencijado piso, y de esa manera concluiría todo aquel lamentable incidente.

Así pues, mi interlocutor continuaba pegando la hebra, y yo lo escuchaba sin prestarle mucha atención puesto que empezaba a acusar el cansancio acumulado. El palique del médico quejica, así como la mala noche que había pasado, unida al ajetreo al que me había visto sometido durante todo el día, comenzaban a pasarme factura, y no descarté descabezar un sueñecito. Llegado un momento, sin embargo, noté que la habitación se había quedado en silencio y, por el contraste que ello supuso, me sobresalté. Al mirar al melancólico doctor me lo encontré con la vista fija en mí y con una expresión ansiosa en su rostro.

—¿Qué? —pregunté.

—Que si no me reconoce.

—Por supuesto que le reconozco. Es usted el tipo que me ha estado hablando durante la última media hora, más o menos —y al decir esto consulté mi reloj para calcular cuánto faltaba para la cita con Chumillas y, por tanto, cuánto tendría que seguir aguantando aquel tostón—. No se crea que me he dormido. Sólo estaba reflexionando.

—No me refiero a eso. Me refiero a si no recuerda haberme visto antes. Hace un par de años.

—No —respondí, sin ni siquiera hacer el intento de bucear en mis recuerdos para localizar su cara.

—Le contaré mi historia.

—¿Cambiarían sus intenciones si le dijera que no me interesa lo más mínimo? Ni se imagina la cantidad de películas que me está contando la gente últimamente —supliqué.

—Lo siento: mi Asesor Contra la Depresión, o ACD, me ha aconsejado que no me cohíba y que, cuando sienta la necesidad, le endose el rollo al primero que tenga a mano, en este caso usted. Todo empezó hace unos años, no recuerdo cuántos porque me gusta sentirme joven. Fue un incidente desagradable e injusto. Por aquel entonces yo era un inexperto pero brillante licenciado que había comenzado lo que sin duda sería una meteórica carrera científica en el área de ginecología del Hospital Marcus Welby. Un día estaba yo tranquilamente en mi domicilio, repasando algunas novedades sobre zoología, cuando oí sonar el timbre. Habrá usted oído hablar de los perros de Paulova, la famosa tenista. Bien, pues imitándolos reaccioné al metálico sonido dirigiéndome hacia la puerta y abriéndola de par en par. Y hete aquí que me encuentro con una atemorizada y bellísima jovencita, nerviosa, en claro estado de precardiopatía aguda, quizás leve, pero cardiopatía al fin y al cabo. A partir de ahí todo sucedió muy rápido. En esos momentos un buen médico no piensa, sólo recuerda sus juramentos y se deja llevar por sus instintos. Le pedí que se quitara la ropa para proceder a un examen detallado, en el transcurso del cual, y como bien puede comprenderse, parece ser que toqué uno de los pechos de la paciente. Al fin y al cabo, el corazón está ahí debajo, y no por decisión mía precisamente.

—¿Eso es todo? —pregunté sorprendido por la brevedad del relato.

—El resto ya se lo he contado antes —dijo, y yo asentí por no volver a escucharlo—: la denuncia, la persecución de los medios, mi nombre despellejado por las ondas hertzianas, el juicio, el ensañamiento de Javichu Depy…

—¿También fue usted despellejado por Javichu?

Ignorando mi pregunta, el desarrapado doctor se levantó y se acercó con cuidado hasta la ventana fría, oscura, temible, irreal, vengativa, cruel, como invernal. Vaya, que se acercó a la ventana.

A veces me pierde la retórica, ya me lo dijo un crítico hace algunos años.

—Antes de que llegara a emitirse el fallo —prosiguió el lamentable doctor—, la muchacha retiró la denuncia, lo que todavía fue peor puesto que todo el mundo, aceptando la teoría propuesta por Javichu, dio por hecho que yo la había sobornado para que lo hiciera. Una demanda por toqueteos y la sospecha de un soborno es más de lo que cualquier reputación galena pueda soportar. Tuve que retirarme de la circulación, y fue entonces cuando acudí a Calumniados Anónimos, adonde usted llegó a los pocos meses.

—Pues le repito —dije, y esta vez sí que había rebuscado por las imágenes mentales que yo tenía de aquella época— que a mí su cara no me suena, más allá del encuentro que tuvimos ayer.

—No me extraña, puesto que usted se ponía siempre en la primera fila y no hacía más que levantar la mano para preguntar al profesor, mientras que yo me sentaba al final del aula y zanganeaba lanzando bolitas de papel con el tubo del boli, buscando hacer diana en las orejas de los tiralevitas.

—¡Ajá! ¡Era usted!

—No reabramos ahora viejas heridas. Como le decía, pasé por Calumniados Anónimos, pero reconozco que no aproveché las enseñanzas que allí nos impartían. Según el psicólogo de guardia, el problema era mío y sólo yo podía resolverlo: mi resentimiento era demasiado grande, y cuando terminó el curso yo seguía obsesionado por hacer justicia, o por vengarme, que viene a ser lo mismo. Pero pronto descubrí que ni siquiera podía seguir viviendo en mi propia casa. Qué digo vivir en mi casa: no podía continuar habitando en mi barrio, ni ejercer mi profesión… Me refugié en un CID intermedio, porque yo no vivo en este chamizo, esto sólo lo he alquilado para llevar a cabo mi plan, y por cierto el tipo de la agencia me aseguró que estaba amueblado, y añadió que «con un toque minimalista», pero en fin, a lo que vamos, dejé toda mi vida anterior y tuve que empezar de nuevo. Durante estos años he montado un pequeño negocio de venta de aceite de Jaén a granel. En realidad no era de Jaén, sino de Granada, pero a la gente le gusta más si se les dice que es de Jaén. No me mire así: no me refiero a aceite ilegal, obtenido antes de los controles del Ministerio de Felicidad y Vida. Lo que yo hacía, aprovechándome de ese gusto por lo alternativo que demuestran muchos de nuestros congéneres, era comprar litros y litros de aceite en un supermercado de Granada, y trasvasarlo después a garrafas de plástico transparente sobre las que colocaba etiquetas hechas por mí mismo, con faltas de ortografía incluidas. Fijaba un precio tres veces superior al invertido por mí y, aunque le cueste creerlo, tenía todos los domingos caravanas de excursionistas frente a mi puerta, que además regresaban al domingo siguiente diciendo cosas como que «lo natural es lo mejor» o «nada que ver con el que venden en las tiendas». La operación, como habrá deducido, me reportaba pingües beneficios. Y dedicado a tan lucrativa estafa me encontraba yo, cuando un día que andaba cerca de Granada cumpliendo con mis deberes de logrero, encontré junto a una carretera secundaria y por casualidad a un tipo con muy mal aspecto. Tras asistirlo, revivirlo, y afeitarlo un poco comprendí que aquello era una ayuda que el todopoderoso, y no me refiero a Alexander Liar, me prestaba. Aquel extraño sujeto, despistado y un poco lerdo, pero sujeto al fin y al cabo, sería la llave que abriría la puerta de mi reclusión social. —Con esta última parte de la historia el patético doctor parecía haber recuperado un cierto buen humor, pero pronto su semblante cambió y recuperó el gesto compungido que había mostrado durante la mayor parte de su discurso—. Lo peor… —comenzó a decir con esa misma expresión de pena, y el dolor del recuerdo lo atenazó interrumpiendo sus palabras.

—… son las patadas de los niños —completé yo—. No me diga más. Es que a los niños no hay que coartarles la creatividad.

—Pues no sé qué quiere que le diga. Yo no he visto a ninguno empleando esa creatividad en investigar sobre la vacuna contra la malaria.

Y, quizás, estas y otras interesantes reflexiones sobre la educación infantil habríamos seguido intercambiando el doctor y yo de no haber sido por lo que sucedió a continuación, y que nos sorprendió en igual medida a ambos, puesto que ninguno de los dos esperábamos visita. Al oír el zumbido eléctrico del timbre, el médico llorón y yo mismo giramos nuestras respectivas cabezas hacia la puerta. Después deshicimos el giro y nos miramos el uno al otro. Repetimos esta secuencia de acciones dos o tres veces, sin saber qué hacer, hasta que el timbre volvió a sonar. Entonces los ojos del depresivo doctor comenzaron a abrirse como mi boca lo había hecho antes al bostezar, hasta que ya no pudieron abrirse más y entonces optó por agarrarse los cabellos y tirar de ellos en un gesto que provocaba dolor sólo con presenciarlo.

—¡Son ellos! —dijo casi en un cuchicheo—. ¡Han venido a acabar conmigo!

—Vamos, vamos —intenté apaciguarlo—, no se ponga tan dramático. Estoy seguro de que «ellos» no quieren matarlo.

—¡Claro que no! —exclamó con los ojos fuera ya de las órbitas y una expresión esquizofrénica que daba miedo—. Harán algo peor: volverán a calumniarme. Mi foto volverá a salir en los periódicos, mi nombre será pasto de las tertulias, mi trayectoria será objeto de mofa en las peluquerías, harán gags sobre mí en la tele y los protagonizará Petrus Egg, el lamentable cómico. Los niños volverán a pegarme patadas jaleados por sus padres, las mujeres me mirarán otra vez con un asco profundo, como si fuera una blusa de la temporada pasada, los hombres se referirán a mí con palabras cuyo significado desconocen, el sol se oscurecerá… No me mire así: han anunciado un eclipse para dentro de un par de semanas. Pero esta vez… ¡Esta vez no me cogerán vivo!

Y tal vez empujado por un tercer timbrazo, que sonó coincidiendo con sus últimas palabras como si fuera el llamador de la recepción del Purgatorio, se lanzó hacia la cocina, donde despareció de mi vista. Yo, por mi parte, no pude ni siquiera intentar disuadirlo de sus intenciones, o seguirlo y confirmar que las iba a poner en práctica, puesto que cuando me disponía a hacer una de esas dos cosas, no recuerdo cuál, la puerta se vino abajo tras escucharse un golpe fuerte y seco que, deduje, había producido una buena patada lateral aplicada sobre la precaria cerradura.

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