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CAPÍTULO 11110

—Deje de mirarme así, hombre —me dijo Alexander Liar cuando por fin se quedó a solas conmigo y con sus treinta subalternos, y tras contemplar mi, supongo, pávido rostro—. Ya le he dicho antes que no somos de esos que van cargándose a todos los que se ponen en su camino.

Yo, en efecto, había reparado de pronto en la abrumadora inferioridad numérica en la que me encontraba ahora que mis compañeros ya no estaban en la sala. El agotamiento que me había provocado la insufrible perorata de Liar me había anestesiado unos minutos, pero una vez que mis sentidos hubieron recuperado cierta capacidad de reacción, reconozco que me sentí ligeramente amedrentado.

—Entonces —sondeé—, ¿por qué ha querido quedarse a solas conmigo?

Alexander Liar no contestó inmediatamente, y eso hizo que yo mismo me pusiera a barajar las potenciales respuestas a mi pregunta. La más lógica me pareció esta: para no tener testigos. Pero, ¿testigos de qué? De un crimen, me respondí de nuevo. ¿De qué crimen?

—¿Ya está otra vez murmurando? —se molestó el preboste—. Hay que ver qué desconfiada es la clase media-baja. Si no he querido que sus compinches estuvieran presentes a partir de este instante es porque voy a proponerle a usted un trato que también los incluye a ellos. —Alexander Liar interpretó correctamente mi gesto de desconcierto ante tan evidente contradicción, y se dispuso a aclarar sus últimas palabras—. No puedo perder el tiempo negociando uno por uno con todos los miembros de su banda. Usted mismo lo ha podido comprobar hace unos minutos: tal y como yo había postulado ya en mi magistral exposición teórica, la gente no quiere tomar decisiones, no quiere elegir.

—Por favor —le supliqué palpándome uno de los chichones—, le pido por sus hijos que no me suelte más reflexiones sobre la vida, la libertad, o las prácticas sexuales de los pollos. Dígame simplemente qué quiere y déjeme marchar a mi casita, de la que nunca debí haber salido.

—Vamos, vamos —me animó Liar—, no se me venga abajo. Por otra parte, también me temo que si algunos de sus cómplices fueran conscientes de que están participando en un arreglo, tal vez lo rechazarían. Sobre todo el maldito hacker mexicano, y quizás también ese peludo que estaba con su hija. Que, por cierto, ¿cómo permite usted que la niña salga con semejante sarnoso? Déjelo. Ya me lo explicará.

—¿Y si soy yo quien no acepta el trato? —tanteé.

—¿Y si le digo que antes le mentí y que, en realidad, nosotros sí somos de esos que se cargan a todos los que se ponen en su camino?

—¿Y si no me importara morir? —me resistí, en un último y falsísimo conato de dignidad.

—¿Es usted imbécil? —contragolpeó Alexander Liar con la sinceridad de la que había hecho gala durante toda la charla—. Déjese de supuestos. Acepte el trato. Se lo diré más directamente: no tiene otra opción. No hace falta que las repase una por una.

Quizás no haya mencionado antes que, durante el interminable monólogo que nos había recitado Liar, yo me había mantenido en pie, inasequible al desaliento, firme en mi posición, pero tras las últimas palabras del mandamás consideré que ya no tenía sentido continuar con la pantomima, y que por lo tanto ya iba siendo hora de sentarse para descansar un rato, y también para que así Liar pudiera interpretar mi gesto como la rendición incondicional que de hecho era, y me evitara la ignominia de tener que reconocerla abiertamente. Decidí, pues, tomar asiento en la silla que me cedió amablemente uno de los ejecutivos, que aprovechó la ocasión para ir a buscar un refresco.

—Dispare —claudiqué, sin dejar claro si empleaba el verbo en sentido figurado o no.

—Bien: comencemos. Primero el morbífico doctor, que es el caso más fácil. Le conseguiremos un puesto como director médico en una clínica de adictos al sexo —y al escuchar esto recordé mis fantasías y consideré que ese destino lo habría querido mejor para mí mismo—. Chumillas conoce varias, así que él se encargará de todo. En cuanto al pensionista que venía con ustedes, ¿qué cuernos le pasa? ¿Cómo puede tener alguna queja un pensionista?

—Quiere algo de acción —respondí—, pero poca.

—Una plaza de funcionario en Correos, ¿eh? Un tipo listo. Todos piden lo mismo. Vale: concedido. ¿Y la portera?

—Le saldrá barata. Con unos prismáticos y un micrófono de largo alcance la tendrá contenta, y además podrá utilizarla como informadora freelance. Tampoco tendrá problemas con Gaio Claudio, el lampista, pero prefiero que sea él mismo quien exponga sus demandas porque yo no entiendo muy bien su idioma. Quizás le pida una radial, pues le oigo hablar mucho de ello, aunque desconozco lo que es. Lo mismo le digo del otro tipo, el que tiene más cicatrices que el honor de un ministro. Todo lo que sé de él es que tiene un bar, pero ignoro qué puede querer más allá de cobrarse unas Cokepepsis que me vendió.

—Marca registrada de N'Joy Corporation. No se me relaje. Bien, se las pagaremos. Y además le pondremos un garito nocturno, y un restaurante para bodas, bautizos y comuniones. En cuanto al resto de la banda, asumo, y permítame la licencia, que de su hija se encarga usted solito, así como del melenas que la acompaña. Le deseo suerte. Yo también tengo un hijo que es un tarambana y no sé qué hacer con él. ¿En qué nos hemos equivocado? En nuestra época los jóvenes éramos más normales: nos pasábamos todo el día viendo dibujos animados coreanos, nos tatuábamos los genitales, y escuchábamos música compuesta a base de eructos. ¿Por qué nuestros hijos nos han salido tan raros? Y le diré lo más gracioso: cuando yo estire la pata, todo este imperio comercial irá a parar a manos de mi primogénito. Pero no me preocupo: hay que tener mucho talento para hundir N'Joy Corporation, y mi hijo, desde luego, no lo tiene. Así que mis nietos y mis bisnietos seguirán viviendo como maharajaes sin haber hecho nada para merecerlo. Aunque, para serle sincero, a mí todo esto también me cayó del cielo, o del apellido. En fin, ¿quién es el siguiente?

—Pues está Porfirio…

—Ah, sí. El protegido de Monseñor Leño. Ambos son de confianza, aunque ellos se empeñen en contarle a todo el mundo que urden un plan secreto encaminado a subvertir el orden establecido culturizando a los negritos, o afroeuropeítos. Sí, amigo mío, también estoy al tanto de eso.

—¿Y le parece mal?

—Al principio me pareció peligroso —reconoció Liar—. Eso de darles libros a los africanos… No es que yo esté en contra, pero prefiero que elijamos antes los libros que les vamos a dar. Pensar es bueno, siempre que todo el mundo piense lo mismo. Porque, ¿y si al leer por su cuenta concluyeran que la pena de muerte es justa? ¿Y si decidieran que Platón es más importante que Tulius Grim? ¡Menudo caos! Hay que fomentar la diferencia de opiniones, pero dentro del sistema: a cada idea, un título. Exámenes, reválidas, universidades, bonitos diplomas enmarcados, postgrados en inglés, orlas con fotos de negritos con toga… Eso sí que es una sociedad moderna. ¿Discrepa usted de mí? Pues enséñeme el título que le acredita para discrepar. ¿Quiere cortarme el césped? Sáquese antes un título de cortacespedista. La idea es que aprendan, pero dentro de un orden. Es como cuando aquí decidimos crear la carrera universitaria de fontanería. Fue una solución perfecta a un problema históricamente irresoluble, que no era otro que el alto porcentaje de ciudadanos descontentos porque sus hijos no conseguían un título universitario. De acuerdo, tener un hijo fontanero está bien: tratará a sus clientes con desdén y además les cobrará una fortuna. Pero, ¿quién no preferiría que, en lugar de fontanero, su hijo fuera un doctor fontanero? O mejor: un doctor en Tecnologías de Hidroconducción Residencial, como se llama ahora. Para mí es un misterio, pero los mediocres parecen empeñados en demostrarse los unos a los otros que son muy inteligentes. Y los que no lo consiguen por sí mismos lo intentan apelando a vínculos genéticos: si consiguen demostrar que sus hijos son muy listos, es decir, si consiguen un título que certifique que lo son, entonces ellos, como portadores de los genes originales, también quedan redimidos por efecto rebote. El problema es que, entre usted y yo, y a pesar de las múltiples reformas educativas, la mayoría de los jóvenes no están capacitados para licenciarse en Física o en Piano, pongo por caso, ni siquiera en Psicología. Ni antes, ni ahora, ni nunca. El gobierno podría haber optado por seguir suavizando los planes de estudios hasta llegar a dar los títulos de abogado a todos aquellos que acreditaran haber visto más de diez episodios de Perry Mason, pero esto, a la larga, habría conducido a la extinción de los auténticos abogados, y me refiero a los que son capaces de tirarse diez años litigando por una Cokepepsi caducada, si es que ello pudiera suceder, y forrarse con la indemnización conseguida. Y esta es una pérdida que los ciudadanos no podrían permitirse, especialmente los ciudadanos que ya son abogados, entre los que se cuentan varios ministros. Así que el gobierno lanzó un mensaje a la población civil: si la montaña no viene a ti, constrúyete tu propia montaña. No, espere: eso era el eslogan de un seminario sobre especulación inmobiliaria al que asistí el mes pasado. Bueno, el gobierno dijo algo, no recuerdo qué, y a partir de entonces todo el mundo tiene un título con el que enorgullecer a sus progenitores. Fontaneros, patinadoras en línea, trapecistas, lecheros, pilotos de autos de choque, sastres… ahora todos se tiran cuatro o cinco años en la cafetería de una facultad, pasean por el metro con libros subrayados y apuntes pringosos, escriben tonterías en las puertas de los lavabos, y cuando empiezan a aburrirse les dan un título y que pase el siguiente. Brillante, ¿eh? La ciudadanía está encantada. Vótenos.

—Fascinante —admití, no porque yo tenga problemas para expresar una opinión discrepante, sino porque quise retomar el hilo principal de nuestra conversación—. Sin embargo, y sistemas educativos aparte, todavía no me ha dicho qué va a pasar con Porfirio y con Monseñor Leño.

—No tiene por qué preocuparse. Como le decía, Monseñor me inquietó en sus comienzos, pero ahora ya no tengo ninguna intención de hacer nada al respecto. Es un caso típico: un joven de altos ideales que un día, y pensando que es una mínima concesión a cambio de alcanzar más adelante sus loables propósitos, decide saltarse por primera vez uno de sus principios. Ahí, aunque él no lo sepa, termina todo: el listón contra el que medía sus actos ya ha bajado un poco, muy poco, casi nada, pero algo. Sus próximas acciones las medirá contra un listón ligeramente más bajo, y entonces, en algún momento, volverá a sacrificar alguna de sus creencias en nombre de los supremos designios que lo guían. Y el listón habrá vuelto a bajar unos milímetros. Con el tiempo, y milímetro a milímetro, el listón estará a un palmo del suelo. Y aunque ese individuo, ya no tan joven, se repita que él es noble y honesto, y que quiere cambiar el mundo, lo cierto es que ya está dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa que le pidan, cosas que con respecto a su nuevo listón no supondrán casi ningún agravio, pero que con respecto al listón original estarán tan lejos que por el hueco podría pasar un elefante. Un día le dará una patada al listón y se hará socio del Círculo de Comercio. Monseñor Leño entró en esa espiral el día que aceptó el puesto que le ofrecimos en el Vaticano a cambio de su silencio, aunque él se justifique diciendo que lo hizo para poder ejecutar su plan africano desde una posición de mayor influencia. No hay que inquietarse: seguirá bajando el listón poco a poco, como todos. ¿Quién nos queda?

—La bella joven que estaba junto a Porfirio, aunque —quise puntualizar— tal vez no por su voluntad.

—¿Ah, no? Pues nadie lo diría.

—De esa puedo encargarme yo —se ofreció Chumillas—. Pero necesitaré bastante mantequilla.

—¡Fíjese usted en las mujeres de su edad, sátiro! —me indigné, aunque no era yo el más indicado para dar ese tipo de consejos.

—Le diré una cosa, amigo mío —me replicó Chumillas—: el paso de los años merma algunas cualidades físicas y mentales del ser humano, pero no se encuentran entre ellas ni el sentido común ni el buen gusto. Es por ello que, a pesar de mi edad, sigo siendo capaz de distinguir perfectamente unos glúteos de veinte años de otros de cuarenta, y les adjudico a aquéllos un valor estético notablemente superior, créame. Si a usted le parecen atractivas las sexagenarias, le dejo el campo libre y le deseo los mayores triunfos. Yo, por mi parte, sigo prefiriendo la firmeza carnal de las veinteañeras, y a eso no lo llamaría yo desviación o carencia de sustancia gris sino todo lo contrario.

Escuchado este alegato a favor del libertinaje opté por dejar correr el tema, pues es bien sabido que el vicio convoluto no atiende a razones, y retomé la cuestión principal.

—La muchacha desearía ser actriz —dije—, aunque yo no estoy seguro de que reúna las cualidades necesarias.

—Si yo le contara… —resopló Alexander Liar—. No se preocupe por eso. La sacaremos en la tele, hará un par de series, le crearemos una imagen de colega juvenil, empapelaremos la ciudad con su cara junto a un eslogan estúpido, algo así como «La paz es guay», incluso grabará un disco, y el año que viene estrenará una película como que yo me llamo Liar.

—No sé si funcionará —insistí, pues no quería que Berenice pudiera hacerse falsas ilusiones—. La chica ha estado interna en un orfanato, es tímida, ingenua, y, hasta donde yo sé, no ha conocido varón.

—Me río yo de las mosquitas muertas. Fíjese en Natalia Nodd, sin ir más lejos. Hace unos años, cuando la rescatamos del cotolengo, respondía al mismo perfil que acaba usted de esbozar. Y mírela ahora. Menudo zorrón. ¿Eh, Chumillas? —lo codeó—. Su mente está deformada por Tiffany, tiene querencia a los Mercedes, y tiene un montón de muchachos guapos…

—Guapos… —repitió Chumillas con entonación maliciosa.

—… a los que llama amigos. ¡Ja! Tendría que verlos. ¡Cómo bailan en el patio!

—Dulce sudor de verano… —se deleitó de nuevo Chumillas, con los ojos cerrados—. Bailes para recordar…

—… y bailes para olvidar —atajó Liar, temiendo que la excitación lúbrica de Chumillas se extendiera por la sala, con consecuencias temibles en un colectivo formado por treinta hombres encerrados en la misma habitación—. Sigamos con lo nuestro. ¿Quién es el siguiente?

—Miclantecuhtli.

—A este lo primero que haremos será cambiarle el nombre. Es el caso más interesante.

—Por favor, no sea demasiado duro con él —me atreví a solicitar—. Yo creo que no es peligroso.

—¿Duro? En absoluto. Lo invitaremos a participar en tertulias, le daremos una columna diaria en algún periódico, se convertirá en un habitual de los programas sesudos en la radio. Saldrá en la tele hasta que la gente se aburra de él. Dejaremos que propague sus teorías sobre la opresión del poder, y le daremos facilidades para que convoque manifestaciones. Le diseñaremos un logotipo chulo en colores brillantes, de esos que parecen diseñados por un veterano de guerra desquiciado.

—¿Habla en serio? —desconfié.

—Por supuesto. Creí que a estas alturas ya habría entendido usted que, en este AKA de realidad que hemos construido, necesitamos absorber todo lo que existe en la otra realidad, en la auténtica, e incorporarlo al espectáculo para que el público no pueda sospechar que todo es una ilusión, que todo es falso. Sólo si no existe nada fuera de nuestra realidad podremos presentarla como la única verdadera. ¿Soy o no soy un fenómeno? Gracias, María Jesús, aunque no hablaba con usted. No descarto que el mexicano se convierta en una estrella mediática, y que incluso llegue a darnos algunos problemas si termina por demostrar que N'Joy Corporation y Eternal Life Inc. son, en realidad, una sola compañía…

—¿Lo son? —pregunté sorprendido.

—¿Qué más da? —respondió Alexander Liar encogiéndose de hombros—. Cada una se preocupa de lo suyo. Digamos que ha llegado un momento en el que a ninguna de las dos le conviene arriesgarse a perder lo que ya tiene para vencer a su rival. Nuestro enemigo no es Eternal Life Inc., sino los malditos consumidores que cada día están más consentidos. Además, Arístides Pupa y yo crecimos juntos, jugamos juntos al golf, e incluso hemos hecho otras cosas juntos. No podría arrebatarle su empresa, y sé que él piensa lo mismo de mí. Siempre que nos vemos, el muy cachondo me dice: no nos toquemos las narices. Es un monstruo. Pero no es eso lo que nos ocupa. ¿Nos quedan muchos más facinerosos a los que sobornar?

—Si no me he perdido, creo que sólo quedamos Paco y yo mismo.

—Perfecto, entonces, puesto que para ustedes dos tengo un plan conjunto, o más bien dos planes complementarios. ¿Qué le parecería recuperar su vida anterior? Volver a ser un personaje respetado, vivir en un CID protegido, escribir un libro…

—¿Un libro? ¿Sobre qué?

—Sobre lo que usted quiera. Es más: si le apetece, puede relatar esta misma historia. Yo creo que daría para una novela de intriga, retocando un poco los personajes, incorporando a algún homosexual, y cambiando los nombres. Ya nos encargaremos nosotros de lo demás. Crearemos un par de premios y se los concederemos automáticamente a su libro. Algunos amiguetes escribirán laudatorias críticas que citaremos después en la contraportada. En fin, lo que hacemos siempre. Por supuesto, todo tiene que ser verdad, técnicamente al menos. Por ejemplo, uno de los premios podría llamarse «Premio a lo que no merece ser premiado». No, claro, eso no, porque todo el mundo lo entendería y desprestigiaría la novela. Además, es larguísimo y no cabría en el fajín promocional. ¿Y si lo ponemos en latín? O, mejor aún, en griego. Nuevamente gracias a nuestro fantástico sistema educativo, la gente no tiene ni idea de lenguas clásicas. María Jesús, búsqueme cómo se diría ese premio en griego. ¿Phaulos? Qué bonito. Y qué simple. Estos griegos, ya se sabe… Muchas gracias, María Jesús, es usted una máquina.

—No sé, no acabo de verlo claro…

—Déjenos a nosotros, que ya hemos hecho esto muchas veces con excelentes resultados. Utilizaremos, obviamente, nuestros medios de comunicación, que para eso los tenemos. Lo presentaremos como un libro maldito, algo casi prohibido, rodeado de polémica. ¿Está tomando nota, María Jesús? Haremos que los periodistas lo tachen de machista, de racista, de belicista, de violinista. En plan iniciático: así la gente buscará pistas ocultas, se creará una teoría de la conspiración, y el asunto se convertirá en objeto de debate por parte de oficinistas y pescaderas. Yo mismo diré en la tele que su libro me ha cambiado la vida. Lo llevaré bajo el brazo a las fiestas, y les pediré a mis amigos famosos que hagan lo mismo. Todo el mundo lo comprará para llevarlo debajo del brazo. ¿Qué me dice?

—Creo que lo voy entendiendo… —respondí pensativo—. Una novela que reflexione sobre el ser humano y su relación con la realidad, un retrato de nuestra sociedad desde un prisma existencialista. Una especie de novela negra filosófica. ¿Se refiere a eso?

—¿Ha bebido? —se agitó Liar—. En absoluto. ¿Es que no me ha escuchado antes cuando le hablaba de la realidad desagradable, de la muerte, de la Filosofía, y de cómo la gente abomina de cualquier cosa que le pueda hacer la vida difícil? Hágame caso: escriba una comedia. Nadie aguantará las peroratas que acabo de soltar si no las viste usted con algún chiste. Incluso así, apuesto a que las últimas cincuenta páginas no se las leerá ni su editor. Aunque esto, según dicen, parece que sucede con frecuencia. Pero acepte mi consejo: no intente hablar de cosas serias. No volveré a repetirle el rollo anterior, sobre todo porque si va a escribir una comedia sería insufrible, pero créame cuando le digo que la gente no quiere pensar. Sólo quieren algo que les haga creer que están pensando.

—¿Y qué pinta Paco en todo esto?

—Usted no ve ninguna relación, caramba. Reconozco, no obstante, que esta no es evidente. Le diré algo que usted ignora, o que no ignora pero toma por falso: su señor Paco sí ha venido de otro tiempo. No sé si la historia de la congelación es cierta, o si lo han arrojado desde un platillo volante en marcha, pero puedo asegurarle que nuestros muchachos, no, no esos muchachos, otros muchachos con bata blanca, han investigado su adeene y han concluido que pertenece a alguien de una generación muy anterior a la nuestra. Como le dije antes, este tal Paco es mi mayor quebradero de cabeza. No podemos dejar que ande suelto por ahí, cambiándose de RAP a su antojo, siendo hoy un periodista y mañana un vendedor de coches, a las nueve un estibador y a las cinco un saltimbanqui. Nuestro sistema no está preparado para eso. ¿Qué harían los bancos con un tipo que no tiene pasado? ¿Cómo recaudaríamos impuestos de alguien que cambia de profesión como quien cambia de camisa? ¿Quién querría tener de vecino a un sujeto que no tiene nómina? No, amigo mío: su señor Paco tiene que desaparecer. Pero no me mire así otra vez, hombre. Me refiero a que hay que devolverlo a su tiempo.

—¿Es eso posible?

—Seguro que algún millonario californiano ya lo ha intentado. Déjelo de mi cuenta. De una manera o de otra lo devolveremos a su lugar. Y aquí entra de nuevo su novela: le daremos a Paco un ejemplar para que se lo lleve. ¿Qué le parece?

—¿Y para qué se va a llevar mi novela?

—Déme ese capricho. Por lo que sé de nuestra historia reciente, que es más bien poco, los comienzos del siglo XXI fueron un paraíso para las artes, las ciencias, y la cultura en general. La gente todavía no estaba hipnotizada por la televisión, no participaba en concursos, renegaba de los pastiches cinematográficos, y dedicaba horas a la lectura de los clásicos. La educación de los niños se centraba en el estudio del pensamiento humano y en el conocimiento de la Historia, y como consecuencia de ello, con los años, los pequeños se convertían en personas reflexivas, poseedoras de un refinado sentido del humor, amantes de la moderación y del buen gusto y, por encima de todo, preocupadas por las grandes cuestiones existenciales. En semejante entorno, le auguro a su novela un éxito sin precedentes. ¿No le parece excitante? Antes incluso de haber nacido, se convertirá usted en un modelo a seguir. Las adolescentes llevarán su foto en la carpeta. Yo me conformo con que mi nombre aparezca en la portada, a modo de guiño. Pero bien grande, por supuesto. Ya buscaremos alguna manera ingeniosa de hacerlo, con una de esas imágenes que se ven distintas según cómo las mire uno.

—Y si en la época del señor Paco —objeté—, hace poco más de un siglo, las cosas eran como usted las cuenta, ¿cuándo comenzó a cambiar todo?

—Pues no lo sé —respondió Alexander Liar rebuscando en su cabeza—. Quizás fue por culpa del euro. ¿Le interesa mucho?

—En realidad no. Pero sigo dudando de que su plan funcione. Las personas de aquella época no entenderán nada de todo esto. Y no me refiero sólo a las circunstancias, sino al propio lenguaje. ¿Qué idioma hablaban entonces?

—Tampoco se preocupe por eso. ¿Ve esta elegante gargantilla? Es un microtraductor simultáneo de última generación que incorpora el prestigioso programa Microsoft OneLanguage, marca registrada nuestra.

Seguro que nuestros muchachos, los de la bata blanca, pueden desarrollar una versión que traduzca su obra al idioma del pasado. Será una traducción exacta, y no me refiero a un simple ejercicio teórico: su novela quedará escrita en un lenguaje llano, con los mismos términos y giros que pudieran emplear los ciudadanos medios de aquella época. Si acaso, y como muestra para estudios antropológicos, podríamos dejar sin traducir a algún personaje, de modo que nuestros antepasados tendrían así un ejemplo de cómo hablamos ahora. ¿Qué le parece?

—¿Podría ser mi hija? Me gustaría darle un papel especial en la novela.

—Concedido. Dejaremos a su hija sin traducir y ella será nuestro embajador lingüístico en el pasado. Vaya, qué bien suena eso. María Jesús, elija a alguien a quien tengamos que pelotear y nómbrelo embajador lingüístico en el pasado. —Y dirigiéndose de nuevo a mí, me tendió la mano y me dijo—: Entonces, ¿trato hecho?

Medité la propuesta en su conjunto, aunque reconozco que me detuve más en la parte que me concernía a mí directamente, así como a la mirífica Berenice, y no tardé en reconocer que la oferta de Liar era bastante más generosa de lo que yo habría podido imaginar tan sólo veinticuatro horas atrás, y desde luego mucho más de lo que habría estado dispuesto a aceptar diez minutos antes, cuando todos mis compañeros habían abandonado la sala y me habían dejado allí solo, agotado, y haciendo el ridículo.

No me pareció justo, sin embargo, hablar en nombre del grupo, puesto que no era yo quién para garantizar que los demás aceptarían sus respectivas contraprestaciones. Y así se lo hice notar al señor Liar.

—Acepto la parte que me toca —dije—, pero no puedo responder por los otros. Y si quiere mi opinión, no creo que todos vayan a estar de acuerdo con el trato. Porfirio, por ejemplo, o Miclantecuhtli, obedecen a principios que están por encima del bienestar material. Preveo dificultades, la verdad.

—Bien —respondió el señor Liar, dando una sonora palmada en la mesa con la mano que todavía tenía extendida—, pues como veo que no ha entendido usted nada, daremos aquí por finalizada nuestra conversación. ¿No le he dicho que el truco está en hacerles creer que son ellos mismos quienes eligen su suerte? Da igual. Ya no queda agua y me niego a dar otro discurso sobre el mismo tema. Acepto su palabra de que, si yo cumplo mi parte, ustedes no difundirán la delicada información que conocen sobre Javichu Depy. Todavía lo necesito unos años más. Y no se preocupe por sus colegas: nosotros nos encargaremos de ellos. ¡Que no, hombre, que no! Que no me refiero a eso.

Yo, en efecto, cada vez entendía menos, pero tenía tantas ganas de salir de aquella sala, marcharme a mi casa, y dormir dos días seguidos, que no insistí. Tampoco podría haberlo hecho, en cualquier caso, porque Chumillas comenzó a carraspear con insistencia.

—A ver, ¿qué narices pasa ahora? —protestó Liar meneando la cabeza.

—Tenemos que hacer algo con lo del becario. Necesitamos un culpable, porque la población civil está indignada. Es más: la hemos indignado nosotros mismos.

—Tienes razón, por una vez —reconoció el mandamás—. Ya va siendo hora de darle a la gleba un poco de carnaza. Ha pasado más de un año desde que sacamos el tema de las comisiones del amigo Bola, que, por cierto, a estas horas debe de estar tomándose un cocoloco en alguna playa de las Maldivas. Qué bribón. En fin, el caso es que la plebe está inquieta. Necesitan un escándalo que termine con el descabezamiento de un notable. Cómo les gusta eso… Así que alguien tendrá que dejarse calumniar un rato y terminar dimitiendo. A ver… —y recorrió con la mirada la mesa de reuniones considerando rápidamente a todos los candidatos—. Chumillas: calienta que sales. Filtraremos a la prensa que has utilizado las piruletas para fines ilícitos y personales, dos términos que en tu caso siempre suelen ser sinónimos. Diremos que te ha desenmascarado el Ministro de Seguridad Personal, y a ver si así conseguimos sacarlo del frenopático porque ese asunto se nos ha ido un poco de las manos. Explicaremos que, en realidad, el ministro estaba allí en misión oficial reuniendo pruebas contra ti. Para terminar de contentar a la caterva, montaremos un escándalo de órdago, nos rasgaremos algunas camisas viejas, y te destituiremos del cargo.

—Pero si yo no tengo ningún cargo.

—¿Ah, no? María Jesús, redácteme un nombramiento para Chumillas con el cargo de… Comodoro de Licencias Agropecuarias. ¿Qué te parece? Derivaremos lo de las piruletas hacia algún asunto turbio relacionado con los peces, y así los de Greenpeace, marca registrada nuestra, podrán salir un rato en la tele, que eso también entretiene a la plebe. Además, tienen unos barcos de colorines que a los niños les encantan. María Jesús, prepare un documento en el que ordenamos la ejecución sumaria de mil delfines y fíltrelo a la prensa. ¿Son pocos? Ponga diez mil. No sé si habrá tantos, pero da igual porque, en cuanto nos hayamos cargado a un par, ya tendremos a los ecologistas encadenados al Puente de Gianni Versace, con la tele entrevistando en directo a sus madres. A las de los ecologistas, quiero decir, no a las de los delfines. Aunque tampoco descarto esto último. María Jesús, entérese de si ya es posible comunicarse con los delfines, pero con fluidez, nada de gruñidos y señas que la gente no está para lenguajes primitivos. Y que en el documento no salga el nombre de Chumillas, para que tengan que investigar un poco y parezca más real. Si consiguiéramos que lo confesara uno de los delfines sería la leche. María Jesús, consígame un delfín con cara de pobre y entrénelo hasta que diga Chumillas. Pues no sé cómo. Como a un loro, supongo: repítaselo todo el día. Que le instalen un acuario en su despacho y póngase a ello, pero que le tapen la cara al delfín con una media para que nadie lo reconozca después cuando salga en la tele. Y en cuanto a ti, Chumillas, péinate con gomina y practica para poner cara de malo. A partir de ahora irás siempre con traje y corbata, para que la gente vea que, además de corrupto, eres rico y chulo. ¿Dónde quieres pasar los meses de cuarentena, mientras la prensa te despelleja?

—¿Sería posible Bali?

—Anda que no sabes nada… Claro que es posible, perillán. ¿No está allí todavía el amigo Plin? Míralo, se fue para seis meses y lleva ya más de tres años.

Chumillas tomaba notas a toda velocidad, y supongo que la tal María Jesús ya estaría buscando un delfín y encargando el acuario, y los treinta ejecutivos de N'Joy Corporation se felicitaban por la brillantez de su jefe, y éste agradecía los halagos con ademanes majestuosos, y yo me dejaba vencer definitivamente por el cansancio y el dolor de cabeza, y cerraba los ojos para dejar que la luz templada del día me acariciara la piel, y que la brisa del aire acondicionado, el maldito aire acondicionado, me refrescara la mente, haciendo que mis ideas volaran más allá de las paredes del hotel, a mi humilde casa del CID intermedio, y me la imaginé decorada con gusto por una mano femenina, y también imaginé que la propietaria de esa mano era la sensual Berenice, y que ambos retozábamos alegremente en un sofá de plumas mientras en la tele se hablaba de mi último éxito editorial, pero entonces mi fantasía empezó a desobedecer mis órdenes, y cuando volví a mirar a la propietaria de la mano femenina me encontré con el rostro de mi ex mujer, y me llevé un susto de muerte, pero no porque mi ex mujer estuviera en mi casa, retozando conmigo sobre un sofá de plumas, sino porque, para mi sorpresa, la escena me resultaba agradable, o más, me resultaba excitante, y todo esto me provocó una fuerte conmoción que casi me saca de aquel estado pseudocatatónico, en el que de todas maneras no pude permanecer mucho tiempo más porque la voz de Alexander Liar comenzó a reclamarme con insistencia.

—¡Eh, usted! —me decía—. No se duerma. ¿No quiere ver la rueda de prensa?

Al abrir los ojos vi que todos los ejecutivos habían dirigido sus sillas hacia la pared de la izquierda, y que un empleado del hotel con tantos galones como un capitán de fragata había entrado en la sala con unas botellas de ese champagne rosa, sin alcohol, con el que los privilegiados celebran sus éxitos. Uno siempre supone que los ricos se entregan a todo tipo de vicios, así que quise probar suerte y llamé al capitán.

—Por favor, tráigame vino.

Él dijo:

—No hemos tenido ese licor aquí desde 1969.

Hice un ademán de condescendencia y me resigné al champagne rosa que, bien pensado, combinaría mejor con el dolor de cabeza que ya se había apoderado de todos mis lóbulos cerebrales. El videoguol mostraba unas imágenes del salón principal del hotel en las que, entre el gentío, pude reconocer a algunos de mis camaradas, en particular a Porfirio y Berenice bailando un bolero, y también a Monseñor Leño con su llamativo uniforme naranja, mientras en la tarima comenzaban a mezclarse agitación y sonrisas falsas. Un individuo se había abierto paso hasta el atril y comenzaba a pedir silencio. Al escuchar de pronto aquella voz que salía de los altavoces, Chumillas, que continuaba tomando notas de espaldas al videoguol, se sobresaltó.

—¡Escuchen! —dijo—. ¡Todavía me llaman esas voces desde muy lejos! Me despiertan en mitad de la noche y las escucho decir…

—Bienvenidos al Hotel California —prosiguió la voz del videoguol.

—Un lugar adorable —coló el director del hotel, que también estaba en la tarima.

—Un rostro adorable —piropeó un espontáneo dirigiéndose a la rutilante Natalia Nodd.

—Se lo montan bien en el Hotel California —comentó uno de los ejecutivos de nuestra sala mientras se daba al champagne.

—Qué sorpresa tan agradable —ironicé yo al reconocer a Javichu Depy, pues era él quien ejercía como maestro de ceremonias—. Preparen sus coartadas.

Javichu reclamó silencio otra vez y pronunció unas palabras en las que alababa la trayectoria profesional de Natalia Nodd, su compromiso con la cultura, y sus senos recién operados. Comentario este último que fue recibido en la sala con una ovación cerrada. Después, hizo una llamada a la rebelión contra el orden establecido o contra cualquier otro, y se despidió convocando a los asistentes a un nuevo acto que se celebraría unos días después para presentar un libro que, según dijo Javichu, revolucionaría el panorama cultural de Madrid e incluso de otros lugares; un libro, añadió, que él todavía no había podido leer pero del que había escuchado todo tipo de loas por parte de sus más reputados amigotes; un libro, machacó, que se convertiría en un referente para las próximas generaciones. Varios periodistas lo interrumpieron para preguntarle el título, el autor, y el precio. Javichu respondió que no podía decir nada más, puesto que no se descartaba que el libro terminara por ser censurado debido a que, bajo su apariencia de divertida comedia, la obra escondía una brillante e implacable crítica del sistema, dato este que fue recogido con un murmullo de admiración por la audiencia. Mientras tanto, en la sala de reuniones, yo cruzaba una mirada con Liar y colegía de su sonrisa que, en efecto, era de mi libro del que ya se estaba hablando, y al constatar este hecho no pude sino admirar íntimamente la capacidad de aquel hombre para organizar conspiraciones.

—Eso es todo, amigos —concluyó Javichu—. Antes de cederle definitivamente el micrófono a nuestra querida y deslumbrante estrella, les dejo con una de las más geniales poetisas del panorama actual, que recitará una de sus obras a modo de homenaje.

Subió entonces a la tarima una mujer terriblemente fea, con gesto agrio, vestida con ropa seis tallas más grande que la que le correspondía, y a la que, con aquellos tres largos mechones de medio metro emergiendo de su cabeza rapada, reconocí sin esfuerzo como la poetisa que había visto la tarde anterior al irrumpir en el piso del doctor malandrín.

—¡Es la vecina del inmundo doctor! —exclamé por inercia.

—Claro —admitió Chumillas sin inmutarse—. Al principio se resistió a facilitarnos información sobre él, argumentando algo sobre la intimidad, la opresión, y no sé cuántas mamarrachadas más. Le ofrecimos publicarle un poemario, con una tirada mínima de veinte mil ejemplares, y no sólo respondió a todas nuestras preguntas sino que se brindó también a entregarnos a su padre que, al parecer, destila aguardiente en la clandestinidad. Ahora tenemos que rentabilizar la operación, así que habrá que hacerla famosa. Pero calle: nuestra protegida va a recitarnos uno de sus poemas.

—No sé si podré soportarlo —dije, recordando los ripios que me había endosado en el rellano—. Son malísimos.

—Lo sabemos. Y seremos perversos pero no somos tontos, así que le hemos facilitado unas antiguas tonadas de las que ya nadie se acuerda, y que pasarán por obras maestras y originales entre el público poco cultivado, o sea, todo el público. Calle: ya empieza.

Alguien corrió las cortinas de la sala en la que nos encontrábamos y, al hacerlo, la cerúlea luz que el verano derramaba sobre la ciudad quedó reducida a una especie de nimbo colectivo, que dotaba a todos los presentes de un aspecto beatífico y que invitaba al perdón o, más bien, al olvido. Y es que, de hecho, la visión de aquellos seres aureolados, unida a los espejos del techo y al champagne rosa en hielo, me hizo sentir transportado en el tiempo, como si todos los peligros que acabábamos de sortear pertenecieran de repente a un pasado remoto y casi imaginario.

La poetisa comenzó a recitar y todos nos quedamos escuchando. La pantalla mostraba a los críticos con gesto agrio, a los políticos con gesto intelectual, a los intelectuales con gesto repugnante, a los directores de cine con gesto irreverente, a los actores con gesto aburrido, y a todos, en fin, con el gesto que les correspondía poner de acuerdo a su papel en el circo. Liar contemplaba el conjunto satisfecho, orgulloso de su obra, pero con aquella leve sombra de desilusión o tal vez de aburrimiento que ya le había visto yo antes, y que no parecía causada precisamente por el repulsivo aspecto de la poetisa. Mientras, ella decía:

Aquí todos somos, simplemente,

prisioneros de nosotros mismos.

Y en las habitaciones del amo

se han reunido para la fiesta;

le clavan sus cuchillos acerados,

pero no pueden matar a la bestia.

Los versos iban desapareciendo en el aire dulzón del Palace, y el aire dulzón del Palace desparecía en nuestros pulmones, que lo devolvían más sucio, no sólo por los humores que se mezclaban con él en nuestros interiores, sino también, por qué no decirlo, por las miserias que todos llevamos dentro y que sólo podemos expulsar al exterior disueltas en el aire que respiramos. Pero todo eso, ahora que volvía a estar dentro de la película, y no como un vulgar extra sino como uno de los personajes principales, todo eso, digo, a mí, plin. A medida que los versos fluían, yo sentía cómo me iba haciendo más leve, más simpático, más feliz, y por obra y gracia de todo aquello me pareció mas incomprensible y ridículo que nunca el hecho de que pudiera existir gente capaz de sublevarse por nimiedades, gente que se indignara por detalles accesorios y a la que no se la trajera al fresco eso de tener que reírles las gracias a los cuatro de siempre, o tener que aplaudir las habitualmente no muy inspiradas obras de los intelectuales, como era el caso en aquel mismo instante, sin ir más lejos. Aunque el poema que continuaba recitando la infernal poetisa, justo es reconocerlo, tampoco era tan malo, y, a pesar de lo que me había advertido Chumillas, a mí me pareció que lo recitaba con tanta pasión como si realmente fuera suyo. De hecho, ¿acaso no lo era ya?

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