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CAPÍTULO 1111

—Soy Publio Trajano Puig, su asesor bancario de hoy.

Estaba yo saliendo de la Plaza de los Milli Vanilli, y casi enfilaba ya la calle Locutor Robisco, cuando había notado la incómoda descarga de mi comunicador personal. Lo había encendido sin pensarlo, deseando que fuera una llamada de Chumillas para relevarme del caso, pero en su lugar me encontré con la estampa engolada de un tipo con una calculadora.

—¿Qué quiere? —le pregunté, algo molesto por lo inoportuno del momento.

—Un pajarito nos ha dicho que ha perdido usted su empleo, lo cual nos ha llenado de preocupación y desasosiego.

La oscuridad de la noche comenzaba a caer con amenazadora rapidez, y aunque el fresquete del ocaso y la brisa que se había levantado hacían más llevadero el paseo, me detuve en la esquina de Rumberos con Columnista Luengo para ver de parar un taxi. Ni mis piernas ni mi cabeza soportaban un esfuerzo más.

—Escuche, señor Puig —contesté con toda la firmeza que pude reunir—: ni se imagina el día que he tenido, y el que me espera mañana.

—Si quiere le cuento yo también mis penas. Pero en lugar de eso le diré dos cosas, señor Kant: la primera es que el banco no está preocupado por usted, sino por sí mismo, puesto que prevé con pavor el advenimiento de impagos; la segunda es que veo que el señorito ha decidido que el metro o el patinete ya no están a su altura, y ahora se desplaza continuamente en taxi. Y pagando unas tarifas absolutamente abusivas, si se me permite la observación, lo cual lo convertirá pronto en impecune.

—¿Están espiando mis transacciones? —pregunté, y al mismo tiempo bajé el brazo y me puse otra vez a caminar como si el tal Puig pudiera verme, y en cierto modo parecía que así era.

—No se llama espionaje: se llama prevención de riesgos. Pero como usted es un ser marginal y sin ingresos mensuales se pone a la defensiva. —Tosió, satisfecho con su exposición, y añadió—: Además le comunico que, debido al escaso interés que en estos momentos presenta usted para nosotros, mi jefe de sección me ha ordenado que deje de hacerle favores, y que reabra la línea de crédito de su hija de usted. Cosa que ya he hecho antes de llamarle para evitar que pudiera usted enternecerme y apartarme del sagrado cumplimiento de mi profesión.

La agitación que me estaban produciendo la caminata y la sorna de Puig comenzaban ya a desquiciarme. Necesitaba descansar.

—Escuche, Puig…

—Señor Puig.

—Escuche, señor Puig, ahora tengo otros problemas —le advertí—, pero le aseguro que esto no quedará así.

—Ja, ja —me respondió, y no fue una risa sino una onomatopeya burlesca—. Y eso lo dice un desempleado, un hombre sin nómina, un vago full-time, un profesional de la haraganería…

Fue suficiente. Colgué el CP, respiré hondo, y me detuve un instante para volver a orientarme, pues la indignación me había llevado a caminar sin dirección concreta y ya me había pasado el cruce con la Avenida del Pacifista Smith.

—Era una pregunta retórica —musité para mis adentros mientras desandaba el camino, aunque en realidad me dirigía a una eventual divinidad que pudiera haber leído mis pensamientos cuando, unos minutos antes, yo me había preguntado: ¿qué más puede pasarme?

Tras una breve pausa para tranquilizarme un poco con la brisa nocturna, me guardé las portadas que me había dado Chumillas, tiré el resto de los periódicos en una papelera, y reemprendí el camino a casa. Para demostrarle a Puig quién era yo, había decidido sacrificar las plantas de mis pies en un lento y fatigoso paseo hasta mi domicilio. Probablemente Puig estaría ya en el suyo bebiéndose una Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation, viendo una película o jugando con sus hijos a «Quién gana más», la versión familiar del conocido programa de televisión, pero yo estaba convencido de que algún campo cuántico desconocido le haría saber de mi pedestre inmolación, de modo que, tras la caminata, mi espíritu sería más noble, la conciencia de Puig más negra, y yo obtendría algún tipo de recompensa divina por mi entereza y recto obrar.

Con ese estúpido convencimiento y los juanetes como espoletas de un misil, llegué casi una hora después al portal de mi casa, donde me quedé apoyado un instante contra la fachada del edificio para tomar aire antes de atravesar el umbral y someterme a la auditoría de la señora Domitila. Cuando me encontré con fuerzas para caminar erguido y sin cojear los no más de veinte pasos que me separaban del ascensor, y evitar así indiscretas preguntas, me decidí a entrar. Pero, para mi sorpresa, la portera no se mostró ni en cuerpo ni en espíritu, como hacía algunas veces cuando se encontraba en plena fritanga y gritaba a los visitantes desde su cocina. En general, el zaguán se encontraba sumido en la calma más profunda, lo que, como todos sabemos por el cine, sólo puede ser señal de que o bien uno está viendo una película europea sobre zaguanes, o bien un asesino en serie se encuentra agazapado detrás de la puerta con un cuchillo del tamaño de Andorra. Como quiera que en las películas nunca pasa nada si el protagonista no mira hacia atrás, opté por seguir ese comportamiento y caminar hacia el ascensor como si nada me preocupara. Incluso me permití canturrear para quitarle hierro al asunto, y también para ver si finalmente la portera hacía acto de presencia, pues la situación comenzaba a inquietarme. Pero cuando no llevaba ni dos estribillos, escuché de pronto a mi espalda:

—¿No es ese el último éxito de los Spacing Out Pepinillos?

—Marca registrada de… —y no tuve tiempo de terminar la frase.

Siempre había deducido de lo que nos muestran las películas que, cuando un tipo recibe un contundente golpe en el cráneo, la pérdida de consciencia es inmediata. Error: en realidad pasan unos segundos entre una cosa y otra. Y qué segundos. Quizás ni siquiera sean unos segundos, pero puedo afirmar que el desmayo no es instantáneo porque jamás en mi vida había sentido yo un dolor tan intenso ni tan desagradable, comparable al efecto combinado de un berbiquí penetrando en el cerebro con el del pisotón de unos crampones sobre un uñero. Después de eso, la lipotimia se recibe como un ascenso a director general, y uno se pasa en ese limbo minutos, o quizás horas, y supongo que podría pasarse días, sin sufrir ningún dolor ni sentir preocupación alguna, instalado en un viscoso mundo flotante en el que no hay berbiquíes ni crampones ni uñeros y, si los hubiere, habría médicos que serían capaces de curarlos, porque bien mirado tampoco es tanto pedir.

Pues a pesar de todas esas bondades, y de otras muchas que no entro a describir por mor del ritmo narrativo, el subconsciente rechaza en cuanto puede la responsabilidad de hacerse cargo del cuerpo, y se obstina en devolverle el control al consciente, el cual, para vengarse de no sé sabe quién, lo primero que hace es cargarse el mundo amniótico y restablecer las conexiones que transportan el dolor insoportable del golpe y, movido por razones insondables, lo adereza con una cefalea elefantiásica. Por otra parte, con esto el consciente sólo consigue volver a desaparecer de inmediato en cuanto alguien, como ocurrió en mi caso, menea un poco la cabeza del herido.

—¡Despierte! —escuché decir a la señora Domitila mientras me agitaba como si fuera un tetrabrik—. ¡No sea vago! ¡Vamos, cobarde!

Y el zarandeo, que despertó al berbiquí, a los crampones y al uñero, me devolvió por efecto rebote a la placidez acolchada del sueño, de la que no salí hasta pasado un buen rato, o eso me pareció a mí, aunque no debió de ser tanto porque la portera seguía a mi lado cuando volví a despertarme.

—No me pegue más —dije en primer lugar, seguramente como consecuencia de un acto reflejo pues no soy de natural pusilánime, y después añadí—: ¿Qué ha pasado?

—Eso querría saber yo —me respondió la portera—. Creía que todo esto era obra suya.

Me incorporé como pude, sin ayuda de la señora Domitila que después de su respuesta me había dado la espalda haciéndose la digna, y contemplé un lugar que me era por completo desconocido: un recinto diáfano, grande, de unos cuarenta metros cuadrados y sin ventanas, iluminado tan sólo por una bombilla que pendía de unos cables en el techo, y con diversos utensilios desparramados por aquí y por allá: un cubo y una fregona, una sillas de camping, una escalera, y otros trastos metidos en cajas recubiertas de mugre. Vi que compartían estancia conmigo, además de la señora Domitila, la bella Berenice y el orate Paco, amén de un tipo membrudo a quien no reconocí y que permanecía sentado en una de las sillas de camping junto a la única puerta que había en el cuarto. El forastero mataba el rato haciendo girar el tambor de un revólver como si éste fuera un instrumento de percusión, y es que, bien pensado, eso era lo que era, valga la iteración, aunque de otro tipo de percusión, valga la rima.

—¿Quién es usted? —le pregunté todavía atolondrado—. ¿Adónde nos ha traído? ¿Qué quiere de nosotros?

—Yo nada —respondió sin levantar la vista de su entretenimiento—. No se ponga nervioso y espere como los demás.

—¿Esperar? —insistí—. ¿A qué?

—No lo sé. Ya me avisarán cuando pueda dejarlos marchar.

—Escuche: creo que esto es un malentendido. Acabo de hablar con Chumillas, así que si usted trabaja para él…

—¿Chulillas? —preguntó el matón levantando el labio superior para expresar repugnancia—. No sé quién es ese pollo, así que cállese de una vez y estése quieto.

Mientras mantenía esta improductiva conversación con el forzudo, Berenice, la mirífica Berenice, se aproximó hasta donde yo estaba. Conmovida sin duda por el dolor que mi gesto noble dejaba traslucir, se acuclilló junto a mí y me acarició la cabeza con dulzura. Yo, conocedor de lo que las mujeres esperan de un hombre maduro y experimentado en situaciones de apuro, puse los ojos en blanco y me acurruqué contra sus pechos, firmes y sin embargo acogedores, a fe mía.

—¿Va usted a hacer algo, o nos vamos a quedar aquí toda la noche? —intervino, oportuna como siempre, la señora Domitila.

—¿Toda la noche? —me sorprendí—. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Y, por cierto, ¿qué lugar es este?

—Es el cuarto de contadores de nuestro edificio —me informó la portera—, que yo uso también como cuarto trastero. Y lleva usted roncando media hora pelada. Más que suficiente para recuperarse del coscorrón.

—Pobre… —contrarrestó Berenice—. Tiene un chichón enorme. Será mejor que descanse un poco. Ya nos salvará después, ¿a qué sí? —preguntó ilusionada, y yo, claro está, acepté su confianza y la aproveché para retornar al confort de sus ondulaciones.

—Tenemos que salir de aquí como sea —terció entonces Paco, que también se había acercado al rincón en el que ahora ya estábamos todos menos el sicario—. Está claro que ese tipo trabaja para los mismos que perseguían al doctor, y seguro que ahora querrán deshacerse de nosotros.

—Por cierto —dije, empezando ya a recuperar por completo el sentido, y reparando de pronto en que la señora Domitila no había sido parte activa de la trama hasta ese momento—, ¿cómo se ha metido usted en este jaleo?

—Aquí el dúo dinámico se presentó esta tarde pretendiendo acceder a su casa. A mí me da igual quién entre en su casa, mientras yo lo sepa y pueda cotillear después, pero las instalaciones comunitarias son mías, figuradamente, aunque también a veces en sentido literal, y no voy a dejar pasar al primero que aparezca.

—Tiene usted una portera —puntualizó Berenice— que me río yo de Buona Roti, el felino cancerbero de la Juventus.

—Sí, algo he oído al respecto.

—¿Sobre su portera o sobre Buona Roti?

—Sobre ambos —respondí, algo escamado ya por las frecuentes referencias al fútbol italiano.

—Pues sospechando yo que podrían ser drogadictos o libre-pensadores —prosiguió la señora Domitila haciendo caso omiso de mi intervención—, y en el ejercicio de mis responsabilidades como portera de finca urbana, llamé a la policía para que acudieran sin demora. Lamentablemente, parece ser que había muchos coches mal aparcados en Cuzco y tuvieron que detenerse a multarlos. En el ínterin, se presentó este fulano y, a punta de pistola, nos metió a todos en este cuarto sin darnos más explicaciones.

—¡Eh, los del fondo! —nos gritó de repente nuestro guardián—. No conspiren. Y usted —añadió, dirigiéndose a mí—, no sea quejica: le he dado tan flojo que hasta un canario habría aguantado el golpe, e incluso se habría revuelto.

—¡Eso! —jaleó la señora Domitila—. Haga algo y deje de sobar a la niña.

Berenice me miró intentando compartir mi indignación. Y digo intentando porque yo no tenía la menor intención de indignarme con lo bien que estaba entre aquellas dos protuberancias, sobre todo después de los agotadores sucesos de las últimas horas. Pero aquella mirada de devoción que dejaba entrever la promesa de recompensas todavía mayores si no la defraudaba, me empujó a tomar las riendas de la situación sin pararme a considerar, pobre de mí, las consecuencias que ello podría acarrearme.

—Espérenme aquí —le dije al trío calavera.

Y con la misma me puse en pie, me sujeté la cabeza, que parecía una cofradía en pleno Viernes Santo, y me dirigí hacia la puerta para intentar negociar con nuestro vigilante. Cuando llegué junto a él, me miró sin levantar la cabeza y siguió jugueteando con la pistola.

—¿Qué le pasa ahora? —me preguntó con desgana—. A ver si voy a tener que sacudirle otra vez…

—No se lo aconsejo —le dije yo—. Por esta vez estoy dispuesto a olvidar lo sucedido, y no azuzaré a la miríada de abogados que tengo a mi servicio para que lo demanden a usted hasta que se le caiga el pelo de las cejas, que, por cierto, es el único que posee. Le diré además, por si no lo sabe, aunque lo dudo porque la portera habla a gritos, que la policía ya fue avisada hace un buen rato y se presentará en cualquier momento. Todavía está a tiempo de dejarnos marchar y rehabilitarse en un buen centro para cocainómanos.

—Pero qué tío más pesado —fue lo que obtuve por respuesta—. Váyase al rincón o le meto otro cachiporrazo.

—¡En menudas manos estamos! —se quejó la portera desde el fondo sur.

—¡Sálvanos, Spielberg! —me suplicó Berenice.

—¿Y quién es ese? —interrumpió de nuevo la señora Domitila.

—¡Cállense todos! —bramó el matón, levantándose de la silla y blandiendo su revólver.

—¡Dios mío, va a matarnos! —tartamudeó Paco, y acto seguido cayó de rodillas—. Señor, Tú sabes que en realidad yo no me tomaba en serio eso de la antiglobalización, y lo de quemar contenedores, en realidad…

—Como no se callen le pego otro culatazo al charlatán.

—¡Eso, sacúdale otra vez al cobarde ese!

—… aunque no olvidemos que a Jesucristo lo crucificaron los romanos, que también eran unos globalizadores…

—¡Haz algo, Spielberg!

—¡Silencio todo el mundo!

—… pero nada más lejos de mi intención que incendiar iglesias…

—¡Dele ya! ¿O es que usted también es un gallina? Menudo matón de habas…

—¡Ya basta!

Y fue entonces, con todos los elementos alineados en mi contra, cuando salió de repente mi otro yo; un yo al que hasta entonces jamás había conocido, un yo que nunca me había resuelto ningún problema ni me había sacado de situaciones comprometidas: ese yo que todos tenemos dentro, pero que sólo sale cuando quiere, o cuando el dolor de cabeza se hace insoportable. Sea como fuere, aquel yo bravucón e inconsciente, y un poco harto de tanto griterío, compuso una mueca asesina y adelantó mi puño izquierdo con un empuje considerable hacia el apéndice nasal del gorila, quien ya había elevado el revólver por encima de su cabeza con la intención de volver a bajarlo, de seguro, sobre la mía. El resultado de tal acción, de la mía, quiero decir, fue un sonido seco, seguido después de un grito contenido, el del gorila, y otro libre, el que yo proferí al notar cómo, uno por uno, se iban deshaciendo todos los metacarpianos de mi extremidad zurda.

A pesar de ello, el objetivo principal había sido alcanzado: el forzudo había dado con sus músculos en tierra, y de su nariz comenzaba a fluir un hilillo de líquido rojo. Un nuevo grito hizo aparición en el sótano, ya que Berenice no encontró otra forma de exteriorizar su repulsión hacia tan natural viscosidad que la de desmayarse.

—¡Lo sabía! —exclamé, resuelto a convertirme en el ídolo de la concurrencia—. Estas cosas no son para mujeres.

—Mejor será que se calle y empiece a buscar la forma de abrir la puerta —me interrumpió ariscamente la portera—. Como el armario ese se levante del suelo no va a dejarle sanas ni las uñas de los pies.

Espoleado por esta última advertencia, que no por la fe que en mí se depositaba, me dirigí con decisión hacia la entrada de la estancia, más bien salida diríase en este caso, para comprobar, no sin cierto pánico, que se encontraba tan cerrada como era de imaginar.

—Necesitamos encontrar algo que nos permita abrir la puerta —dije, y mis compañeros de desdicha se dispersaron por la habitación en busca de cualquier objeto que pudiera servirnos de ayuda.

Yo también comencé a rebuscar entre las cajas, bajo las sillas de camping, en los rincones, y por las esquinas de la habitación, hasta llegar al fatídico número de cuatro y, mientras lo hacía, mi cada vez más diluido otro yo, al igual que el subconsciente en los desmayos, comenzaba a batirse en retirada para dejarle la pendencia al yo de diario. Una última mirada en derredor me sirvió para evaluar la situación en que la que me había metido aquel maldito e insensato yo.

—De esta no salgo —murmuré, a modo de resumen de mi análisis circunstancial.

—Ya vuelve en sí —comentó alguien a mi espalda.

—En fin; alguna vez tenía que ser —suspiré—. Bien sabe Dios que soy de los que prefieren que se les recuerde con un «aquí corrió» antes que con un «aquí murió», pero me temo que en esta ocasión la suerte está echada. Preparémonos para recibir, si no a la parca, sí a un buen número de golpes, y sigamos las enseñanzas sagradas para conseguir, si es posible, que no vengan todos a parar a la misma mejilla.

—No me refería al gorila —me cortó la portera—. Ande, deje de recitar y venga; creo que le llama la chica.

Convencido de que aquel podía ser mi último instante agradable al menos en lo que quedaba de noche, encaminé mis pasos hacia el fondo del cuarto, me agaché, y aparté un mechón de la cara de Berenice, todavía sudorosa.

—Sabía que tú me protegerías —dijo en un susurro—. ¿Ya estamos a salvo?

—Unos más que otros —respondí sin querer preocuparla—. Descansa. Yo tengo que resolver un asunto con un señor. Ahora vuelvo —dije, y añadí repensándolo—, o no.

Antes de que me levantara para arrostrar mi destino, Berenice tomó mi mano y la apretó con suavidad contra su mejilla de melocotón, y me dedicó una sonrisa de esas que inspiran poemas en los que el autor dice: de morir, morir por su sonrisa. Y muchas cosas más me inspiró aquella caricia furtiva, cosas que sin embargo me callo porque volvería a enternecerme y la situación requiere más bien un cierto ambiente de thriller. Así que suspiró ella, suspiré yo, suspiró la señora Domitila expeliendo el aire con violencia más propia de un bufido, y me pareció que también suspiraba Paco, aunque no tenía motivos para hacerlo, y es que en realidad no lo había hecho: al girarme para preguntarle por qué suspiraba, descubrí que el ruido que estaba escuchando a mi espalda provenía en realidad de la puerta, y que no era un suspiro sino una especie de siseo o chicharra que provenía del exterior. El misterioso sonido nos puso a todos en vilo, inmovilizándonos durante los interminables segundos que pasaron hasta que, de repente, la puerta se abrió.

—¡Si hay algún pendejo allá adentro —se escuchó decir desde el otro lado del umbral, que estaba completamente a oscuras—, que no más se muestre o me lo juacarameo con todo el guachaco!

Nos miramos los unos a los otros intentando adivinar si alguno de nosotros podía ser un pendejo, y, si éste fuera el caso, hasta qué punto merecería la pena mostrarse al desconocido, o si sería mejor aceptar que nos juacarameara con el guachaco. Indecisos, permanecimos en silencio interrogándonos con la mirada, y el dueño de la voz misteriosa debió de interpretar aquello como un síntoma, bien de vacío, bien de rendición, puesto que se asomó a la puerta y nos permitió ver su rostro.

—¡Micampachuli!… —me apresuré a decir en cuanto lo reconocí.

—Sí, soy yo, Miclantecuhtli —me corrigió y, haciéndose eco de las interjecciones de queja que había despertado su nombre, añadió de inmediato—: Pero pueden llamarme Mic.

—¡El hacker del tercero izquierda! —dijo la señora Domitila—. Seguro que es uno de ellos.

—¿Uno de quiénes?

—No le haga caso, Mic —intervine, y para compensar la acidez de la portera me sentí obligado a ofrecerle algún cumplido al recién llegado—: Veo que progresa con rapidez en su aprendizaje del mexicano. Pero, ¿cómo nos ha encontrado?

—En lugar de entrar a mi casa por el acceso secreto que tengo en la parte de atrás… y que después de haber dicho esto ya no es secreto, puesto que veo cómo la portera lo apunta en su libreta, pues digo que en lugar de entrar en mi domicilio por ahí, hoy he entrado por el portal para comprobar si por fin tenía en el buzón el kit de falsificación de RAP que pedí hace unos días. Y ya me había preparado física y mentalmente para enfrentarme al férreo marcaje de aquí, la señora Domitila, cuando para mi sorpresa comprobé que podía atravesar el portal y el zaguán, e incluso llegar hasta el ascensor, sin que nadie me preguntara nada. Esto me resultó harto extraño, y ya me estaba felicitando yo por mi suerte cuando escuché unos gritos procedentes del otro lado de esta puerta. Con el transcomutador RG-2112 que siempre llevo encima, estas cerraduras se abren en un pispás.

—¿Qué tal si nos contamos la vida en otro sitio? —terció Paco—. El maromo no tardará en despertarse.

Todos acogimos con entusiasmo esta propuesta, incluido Mic, quien, después de echar un rápido vistazo a las dimensiones del mamporrero, se apresuró también a salir de la estancia sin hacer preguntas. Mi ego audaz y aventurero, que aún no se había disuelto del todo, consideró oportuno dejar salir a los demás primero y hacer que fuera yo el último en abandonar aquel sótano.

La señora Domitila ya había recuperado su llave del bolsillo del forzudo, así que éste quedaría encerrado dentro hasta que la policía terminara de multar coches en doble fila y apareciera por allí. Esta decisión, sin embargo, no fue sino el primero de una serie de errores que me condujeron de nuevo al desastre: en primer lugar, y mientras los demás iban saliendo, yo me había ubicado estúpidamente junto a la puerta, como si estuviéramos en una emergencia y yo fuera el encargado de supervisar la evacuación del edificio; en segundo lugar, me distraje más de lo recomendable siguiendo con la mirada las vibrátiles nalgas de Berenice; y en tercer lugar, no presté atención a la señora Domitila cuando, desde el fondo del pasillo, me gritó:

—¡Corra, lechuguino!

—Ya estoy harto de que me trate usted como a un cobarde —le repliqué, altanero—. ¿No ve que tengo que cerrar la puerta?

Y fue entonces cuando noté cómo una garra se me aferraba al tobillo, al tiempo que una voz de ultratumba auguraba grandes catástrofes para mi persona.

—Maldito mierdecilla —dijo la voz—. Te voy a separar todos los huesos y después construiré con ellos una maqueta de la Torre Eiffel.

Intenté soltarme de la feroz tenaza que me retenía, pero el esfuerzo fue inútil. Me tiré al suelo y me arrastré, con grave deterioro de mi imagen pública, supliqué quebrando la voz intencionadamente, rasqué con las uñas el suelo de baldosín sucio por ver de provocarle dentera al rufián, grité pidiendo socorro, invoqué a todos los dioses que conozco e incluso a alguno nuevo, pero todos estos empeños no alcanzaron el propósito esperado. Las manos del hampón trepaban por mi pierna, tirando de ella y atrayendo hacia él, por extensión, todo mi cuerpo, mientras sus risotadas comenzaban a retumbar como truenos en el estrecho pasillo que, visto en aquella postura y situación, me recordó a esos tubos de luz que dicen atravesar los espíritus errantes, y al final de los cuales se supone que se halla la dicha eterna. Cosa que, para ser sincero, no confiaba en alcanzar yo en aquellos momentos.

De pronto, una silueta se dibujó al final del pasillo. Era una silueta pequeña, ancha, de perfil casi cuadrado, una silueta, en definitiva, que no me pareció la de ninguno de mis compañeros de desdicha, pero que en cualquier caso se plantó allí y dijo:

—¡Alto! ¡Policía! —Y una vez que hubo captado nuestra atención, puesto que tanto el sicario como yo nos quedamos paralizados, él porque quiso, y yo porque a esas alturas ya estaba inmovilizado y con su zapato en la boca, añadió—: ¿De quién es el coche que está aparcado en el vado?

Palabras mágicas parecieron las pronunciadas por el agente, puesto que al llegar a los oídos del truhán provocaron que éste se levantara de un salto y saliera pitando por el pasillo hacia la calle. Supuse que el dueño de la silueta, si en efecto era un servidor de la Ley, lo detendría y quizás lo condenaría allí mismo para evitar innecesarios trámites burocráticos que pagamos todos los ciudadanos. Sin embargo, no pareció que así fuera: se escuchó un pequeño tumulto, después un interludio de silencio, y por fin rumores de voces que identifiqué como las de mis compañeros de fatigas. Todavía agitado por el inminente peligro que acababa de sortear, me levanté, me sacudí un poco la ropa, y fui a reunirme con ellos en el portal.

—¿Qué ha pasado? —pregunté al llegar.

—Ha venido la policía —me respondió la portera, señalando con la barbilla a un individuo, en efecto, vestido de uniforme—. A buenas horas.

Paco miraba al agente con los ojos como platos. Confieso que a mí también me sorprendió un poco que, además de la porra, la placa, y las botas de media caña, el agente trajera consigo una silla de ruedas que, además, usaba para desplazarse.

—Pero el malhechor ha conseguido escapar, no más —apostilló Mic.

—¿Está usted cuestionando mi labor profesional? —se ofendió el policía— Por si alguien lo duda, sepan ustedes que he superado todas las pruebas requeridas para el puesto.

—¿También los cien metros lisos? —le preguntó Paco, que seguía contemplándolo con gesto de alucinado.

—Por supuesto. La marca mínima necesaria era media hora. Los que pueden andar lo tienen que hacer en diez segundos.

—¿Y no podrían mandarnos a uno de esos para que persiga al agresor? —insistió, inconsciente, Paco.

—¿Me está discriminando?

—¡Dios nos libre, agente! —me apresuré a intervenir, pues yo sabía que, por alguna razón todavía desconocida para mí, a Chumillas no le gustaría que la policía se viera envuelta en el asunto que nos traíamos entre manos—. Olvidemos este desagradable incidente. Lo importante es que ya estamos todos a salvo.

—Ya veo que lleva razón el sargento cuando dice que los ciudadanos son todos unos desagradecidos y unos vagos. Me voy: veo que aquí no soy bien recibido. Y yo, si es que sí, es que sí, pero si es que no, es que no.

Y dejándonos estas sabias palabras para que reflexionásemos, hizo un giro acrobático con la silla y desapareció de nuestra vista persiguiendo a un ciclomotor con dos pasajeros.

—¿Qué hora es? —pregunté a mis compañeros cuando volvimos a quedarnos a solas, desorientado todavía por los acontecimientos que se acababan de producir.

—Casi las doce.

—Pues salvo que alguno de ustedes tenga pensado convertirse en hombre lobo, puesto que columbro entre esos jirones de nubes una bonita luna llena allá en lo alto, creo que ha llegado el momento de que todos empecemos a contarnos unas pocas verdades. Porque, no sé si ya lo he dicho en alguna ocasión, en la vida hay que ir siempre con la verdad por delante, a menos que convenga lo contrario, o que uno pueda mentir y liquidar a todos los testigos. Caso este último en el que yo nunca me he visto envuelto, por si alguien lo sospechaba. Era sólo un supuesto.

—Me parece muy bien —me apoyó, para mi sorpresa, la portera—. Yo también quiero saber qué está pasando aquí. En algún momento tendré que contárselo a todo el barrio y no quiero defraudar.

—No tenemos mucho tiempo —proseguí—: hace unos años me quedé sin cónyuge, hoy me he quedado sin trabajo, y, si no pongo remedio con urgencia, mañana a las tres me quedaré sin hija, sin reputación, y sin permisos de fin de semana durante la larga condena que de seguro me caerá ante la presión popular. Así pues, les invito a subir a mi casa y, tras contarles yo mi parte de la historia, espero que ustedes se sinceren también y me cuenten la suya. A ver si entre todos somos capaces de encontrarle algún sentido a todo este desmán.

—Sólo me permito sugerir —matizó Mic—, que en lugar de ir a su casa vayamos a la mía: la tengo forrada con bolsas para congelados que, lo crean o no, anulan las ondas de las piruletas. Así nadie podrá saber dónde estamos.

—Pues tal y como están las cosas, el anonimato espacial nos resulta casi imprescindible —admití—. Sólo querría pasar por mi casa para darme una ducha y cambiarme de ropa.

—Puede usted ducharse en la mía —me propuso Miclantecuhtli— y le presto la ropa que necesite. Será más seguro. Y hago la invitación extensiva al resto de los presentes, salvo a la portera, como venganza.

—Yo prefiero no ducharme —dijo Berenice—. Si acaso, seguiré ensayando.

—Lo único que lamento —se disculpó Miclantecuhtli— es que no podré ofrecerles refrescos ni colaciones. Dada la condición de centro de operaciones clandestinas que he conferido a mi piso, sólo tengo lo imprescindible para sobrevivir, a saber, Agua del Grifo y Pan Duro, ambas marcas registradas de Eternal Life Inc.

—Pues entonces podemos subir esa caja de Cokepepsis que han traído esta tarde para el señorito —intervino la señora Domitila, señalándome con un espasmo de cabeza—. Han dicho que estaba pagada.

—¿Consume usted al por mayor? —se interesó Miclantecuhtli.

Comprobé cómo, en efecto, una caja de cien Cokepepsis, marca registrada de N'Joy Corporation, se hallaba arrimada a la garita de la portera, y recordé entonces el incidente de la noche anterior con mi videoguol y la inesperada comunicación con el hostelero con antecedentes, quien había aprovechado el malentendido para cobrarse la caja de refrescos al instante. Al menos, me dije, me ha enviado la mercancía.

—Es una historia larga y, sobre todo, humillante para mí —respondí—. Pero, por una vez, estoy de acuerdo con la portera. Ya que están aquí, las pongo a disposición del grupo para aligerar la, presumo, intensa sesión de confesiones que nos espera.

—Subamos, entonces.

Y, como una triste procesión de restos de serie, enfilamos hacia el ascensor el supuesto viajero del tiempo, la huérfana con ínfulas de actriz, el millonario marginal aspirante a mexicano, la portera cotilla, y un servidor, que tampoco desmerecía en aquella parada de los monstruos gracias a mi nueva y doble condición de parado y futuro delincuente. Vaya, que si nos pilla un grupo de niños con botas, nos destrozan las espinillas.

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