AKA

AKA


AKA » CAPÍTULO 10001

Página 20 de 34

CAPÍTULO 10001

El Centro de Felicidad Personal Tristan Braker se había llamado antes Centro de Vida y Autorrealización, y antes de eso Centro de Salud y Bienestar, y antes de esto último Centro Médico de Cuidados Básicos, y antes incluso Centro de Asistencia Primaria, y, allá en la noche de los tiempos, Ambulatorio de la Seguridad Social. Y menciono todo esto porque, cuando apenas pasaban unos minutos de las ocho de la mañana, Paco y yo nos encontrábamos ya plantados ante la fachada del mencionado centro, la cual, a consecuencia de las torrenciales lluvias de junio, presentaba notables desperfectos en la cubierta de escayola sobre la que estaba pintado el nombre, y por ello mostraba varias desconchaduras por las que asomaban los letreros que habían denominado a la institución a lo largo de las últimas décadas, o quizás incluso siglos. Y justo bajo ese lugar celebrábamos Paco y yo un breve conciliábulo con el fin de ultimar detalles, mientras varios albañiles ataviados con uniprendas profesionales, antes llamadas monos, de Eternal Life Inc. se afanaban por tapar los agujeros con una mezcla de dudoso aspecto que, si bien no se antojaba la más adecuada para resistir los próximos embates meteorológicos, sí parecía, por contra, ideal por su coste para cuadrar la cuenta de resultados entre vítores de los accionistas.

Al despuntar el alba habíamos dejado a la escultural Berenice roncando a pierna suelta, y no uso esta expresión en sentido figurado. Miclantecuhtli, por su parte, había cogido un taxi para dirigirse al Cotolengo de los Padres Radiadores mientras Paco y un servidor nos encaminábamos hacia el susodicho Centro de Felicidad Personal, adonde llegamos cuando las puertas casi acababan de abrirse.

—Y recuerda —aleccioné a Paco, resumiendo las indicaciones que le había dado por el camino—: déjame hablar a mí. Les contaré la verdad, porque en la vida hay que ir con la verdad por delante, porque con la verdad se llega muy lejos, y porque se coge antes a un mentiroso que a un cojo.

Nos encaminamos hacia la puerta principal por la que entraban y salían, en animada conversación, varios grupúsculos de jubilados que se mostraban orgullosos unos a otros los últimos medicamentos obtenidos, ante la mirada complacida de facultativos y enfermeros. Crucé el umbral acompañado por Paco y, casi sin darnos tiempo a escuchar el habitual soniquete de «You deserve Eternal Life», un policía de colectivos especiales o PCE se nos acercó y dirigió su lector de RAP hacia nosotros.

—Usted —me espetó antes de que yo pudiera decir nada—: fuera de aquí.

—¿Yo? —pregunté sorprendido—. ¿Por qué yo?

—Porque veo en la lectura de su RAP que se encuentra usted desempleado. También veo que suspendió usted Música en quinto de primaria, pero eso más que preocuparme me da risa. Más le valdría ir a buscar un trabajo en lugar de perder el tiempo en las tabernas. Si no tiene una nómina, eso quiere decir que tampoco tiene seguro médico y que, aunque lo tuviera, la farmacia no le vendería nada. Así que ¿para qué quiere que le vea el médico? Hala, a la calle.

—¡Eh! —intervino Paco—. No hace falta que saque la porra.

—Nosotros no usamos porras —le corrigió el PCE que, en efecto, había sacado un objeto alargado y de aspecto compacto—. ¡No somos animales! Esto es un EDP, o Elemento de Disuasión y Pacificación. A ver si hablamos con propiedad.

—Agente —tercié yo, como si no me hubieran intimidado ni la actitud ni los músculos ni el apéndice del policía—, estoy dispuesto a pasar por alto el hecho de que haya leído usted nuestros RAP sin permiso, puesto que últimamente esto se está convirtiendo ya en un hábito. Y también porque lo que me ha traído a este lugar es un asunto de máxima importancia. Verá…

Iba ya a comenzar a narrar todas las peripecias que me habían acontecido en los últimos dos días, desde la misteriosa carta que me citaba en el Palace hasta la pelea con el matón del día anterior, pasando por supuesto por el secuestro de mi hija a manos del despiadado Johnny, pero cuando las palabras estaban a punto de salir de mi boca se me vino a la mente, como si estuviera en el cine, la imagen de mí mismo relatándole toda aquella historia al mastuerzo que tenía delante, hablándole de Chumillas, del doctor ladilla, del congelado Paco, de la bella Berenice, del hacker Miclantecuhtli y, no sé por qué, de repente el plan que yo había concebido, y que consistía en contar toda la verdad, ya no me pareció tan bueno, así que decidí modificarlo sobre la marcha por el bien de nuestra misión y también por el de mi propia integridad física.

—¿Va a decir algo más o puedo echarlo ya a la calle?

—Verá —repetí—, vengo acompañando a mi amigo. A pesar de que él se esfuerza por disimularlo, apenas puede tenerse en pie. Está muy enfermo —y mientras decía esto pisé con disimulo y con todas mis fuerzas el pie izquierdo de Paco, lo que provocó que éste se tambaleara y también, por fortuna, que se le saltaran algunas lágrimas que añadieron credibilidad a mis palabras.

—Pues aguántelo un segundo mientras consigo una silla de ruedas —se alarmó el policía, mientras guardaba la porra y la expresión se le mudaba de súbito—. La última vez que se nos cayó un anciano demandó a la empresa y, como no es cuestión de disgustar a los accionistas reduciendo beneficios, hubo que despedir a 2000 empleados para pagarle la indemnización. Yo era el número 2012. Sí, sí: por los pelos. No se muevan de aquí; las sillas de ruedas están en el almacén. Sujételo bien, ¿eh?

En cuanto el PCE desapareció de nuestra vista, y por lo tanto nosotros de la suya, me apresuré a dirigirme hacia el mostrador principal arrastrando conmigo a Paco, que no cesaba de recriminarme mi acción entre gemidos lastimeros. Apelé a los altos y nobles designios que inspiraban nuestra misión, y me planté en la fila sin dejar de vigilar la puerta por la que había desaparecido el morlaco.

Gracias a la eficacia de nuestros servicios sanitarios, la fila avanzaba a buen ritmo, y Paco y yo pronto nos encontramos a tan sólo un paciente de distancia del mostrador. El anciano que nos separaba de nuestro objetivo, y que llevaba las canas recogidas en luengas trenzas de estilo retroafro, se levantó la camiseta descubriendo múltiples tatuajes y comenzó a largarle una perorata al médico, quien lucía el habitual uniforme a rayas blancas y rojas de Eternal Life Inc., así como con un gorro de esos mismos colores e idéntico al que había encontrado yo en el piso del odioso doctor. El que ahora portaba el facultativo llevaba prendida una chapa con la inscripción «Me llamo Mike» y otra que decía «Pregúnteme por las pastillas del día». Mientras escuchaba al provecto paciente bajo los carteles con las ofertas, el doctor resolvía un cubo de Rubik apoyado en la caja registradora.

—¿Me curaré, doctor? —preguntó el vejete.

—Firme aquí —le respondió el médico tendiéndole un formulario—. Al hacerlo, reconoce usted que le he explicado con detalle su estado físico, y que éste es consecuencia de sus malos hábitos alimenticios y de su dejadez para consigo mismo. —Y después, cogiendo el micrófono alargado y flexible que tenía junto a él, y acercándoselo a la boca hasta llenarlo de babas, añadió con voz metálica, o al menos así sonó por los altavoces de la trastienda en la que los enfermeros empaquetaban pastillas y líquidos—: Doble de Trilium con patatas, Cokepepsi, y extra de queso. Recoja su pedido en la esquina junto con el gorro que regalamos esta semana. Y recuerde: «You deserve Eternal Life». ¡Siguiente!

Paco y yo nos disponíamos ya a aproximarnos al mostrador cuando, por el rabillo del ojo, pude ver cómo, por la misma puerta por la que había desaparecido antes, regresaba el expeditivo policía empujando una silla de ruedas, e ingresaba con ella en la sala mientras recorría ésta con la mirada. Visto lo cual, deduje que no me quedaba mucho tiempo para charlar con el médico y, por ello, tuve que alterar nuevamente mi plan consistente en contar toda la verdad, e improvisar una vez más, y contra mi voluntad, una trola que nos evitara entrar en una larga plática.

—Buenos días —dije por fin—. Mi RAP es 04-D65-726-361, AKA Immanuel Kant. Soy el seleccionador nacional de atletismo y me encuentro aquí en acto de servicio.

—Qué interesante —me respondió el doctor Mike, asomando la lengua entre los dientes mientras movía las capas del cubo con frenesí.

—Le digo esto porque es posible que dentro de unos segundos me vea usted salir corriendo de este excelente centro, tal vez perseguido por algún funcionario del orden, y no querría que ello le hiciera albergar malos pensamientos sobre mi persona: es parte del entrenamiento. En fin, este sujeto que ve junto a mí es uno de nuestros más insignes atletas, a pesar de sus escasísimos músculos, y acaba de sufrir una lesión que de no ser tratada inmediatamente podría descartarlo para la próxima carrera, que será retransmitida por televisión. Necesito que lo vea urgentemente el médico de nuestro combinado nacional, el muy ilustre doctor Jiménez-Pata quien, según me han dicho, colabora de alguna manera con esta celebérrima institución, o la visita de tanto en tanto, o quizás no ha estado aquí nunca, o tal vez sí, o quién sabe. En cualquier caso, ¿lo conoce usted? ¿Lo ha visto últimamente?

—Jamás he oído hablar de ese individuo —respondió lacónico el doctor Mike, que no parecía poder alinear el último nivel del cubo—. Recuerde: «You deserve Eternal Life». ¡Siguiente!

No tuve tiempo de decir nada más. Incluso antes de que el doctor Mike hubiera terminado de hablar, Paco ya había comenzado a tirarme con insistencia de la manga para advertirme sobre la inminente presencia del concienzudo vigilante, a quien, en efecto, pude ver dirigiéndose hacia nosotros con cara de pocos amigos. Para no perderme en redundantes pormenores sobre las señales que me pusieron en guardia contra sus intenciones, valga decir que traía la silla de ruedas en volandas y que hacía molinetes con ella sobre su cabeza mientras clamaba fuera de sí: maldito parado de mierda. Así pues, y cumpliendo mi reciente profecía, pronto me vi cruzando a la carrera la distancia que nos separaba de la puerta mientras el doctor Mike, siempre pendiente de la salud y felicidad de sus pacientes, todavía tuvo tiempo de dirigirnos unas sabias palabras antes de que Paco y yo saliéramos zumbando del edificio.

—¡Correr sin calentamiento previo daña el tejido cartilaginoso! —nos advirtió—. Después no vengan quejándose de las rodillas…

La brillante luz del sol que nos regalaba aquella mañana veraniega nos acarició otra vez en cuanto volvimos a encontrarnos en la calle. No obstante, los sucesos se desarrollaban a una velocidad considerable, y no era el momento de ponerse poético buscando formas reconocibles en las escasas nubes o en las copas de los árboles. Digamos, por tanto, que en la escena dominaba el verde si uno miraba al frente y el azul si uno miraba arriba. Abajo supongo que dominaría el gris, pero la verdad es que no pude mirar al suelo porque tenía todos mis sentidos ocupados en seguir corriendo a toda pastilla. Esfuerzo este baldío, por cierto, ya que en cuanto pisamos la acera pude comprobar con alivio cómo el riguroso policía se había detenido al llegar a la puerta. Y de hecho allí se quedó, contemplándonos con más curiosidad que animadversión, mientras Paco y yo continuábamos alejándonos de él más al trote que al galope, y pronto más al paso que al trote, hasta que por fin nos detuvimos en una esquina ocupada, como todas las esquinas, por una oficina bancaria. Junto a ella se encontraba, tentador, un coqueto bar con el ventanal cubierto por las pegatinas de las correspondientes inspecciones de sanidad y felicidad, empleo y realización personal, prevención de riesgos, ergonomía en el beber, integración de minorías, tolerancia y bienestar, seguridad ciudadana, supervisión dietética y, en fin, todas aquellas revisiones que un negocio serio y profesional debe superar para ofrecer a sus clientes, como dice el eslogan del Ministerio de Dinamismo Mercantil, una insuperable y plena experiencia de consumo.

Consideré que se hacía necesaria una breve pausa para la reflexión, así que, sin pedir opinión a Paco, continué tirando de él hasta que nos encontramos dentro del bar. Al punto, los molestos ruidos que continuaban llegándonos desde la obra vecina fueron reemplazados por el reconfortante soniquete que siempre lo recibe a uno en los lugares de ocio. ¡N'Joy!

—Vivan los clientes salerosos que con su presencia animan este local y con su dinero dinamizan el flujo de capitales —nos saludó el camarero, un tipo rechoncho y piloso con boca de hot-dog—. ¿Qué les pongo a estos dos caballeros de porte distinguido y andar… andar original?

—Una Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation, para mí —pedí con ansia.

—Una caña —dijo Paco.

—¿Para pescar? —se interesó el barman.

—No: una caña de cerveza —aclaró Paco con desgana.

—¿De qué? —se asustó el otro.

—De nada —atajé yo—. Póngale lo mismo que a mí.

Mientras caminábamos hacia la mesa más alejada de la puerta, Paco no dejó de quejarse y de preguntarme con insistencia por qué no podía consumir una serie de productos que, de haber estado permitidos por la Ley, habrían aumentado en más de un 34% la probabilidad de que se muriera antes de los noventa años, según dicen los expertos.

—¡Silencio! —lo interrumpí, harto ya de tanta tontería—. ¡Mira el videoguol!

Y no dije esto con la simple intención de distraer a Paco: de repente, en las imágenes que proyectaba el videoguol sobre todas las paredes del local pude contemplar estupefacto el rostro de Javichu Depy rodeado de sus habituales colaboradores, uno de los cuales exhibía la portada de un periódico mientras apuntaba con saña a la foto que Chumillas me había mostrado a mí la noche anterior. Allí estaba, en primer plano, el pobre desgraciado cubierto de moraduras, arañazos, y heridas inciso-contusas, y también las manos que rodeaban su cuello y que, por el momento, continuaban siendo anónimas para la ciudadanía de bien. En un acto reflejo, escondí las mías, que a la sazón eran las mismas que aparecían en las imágenes del videoguol, debajo de la mesa.

Sin que casi me hubiera percatado de su presencia, el camarero se había acercado y nos había dejado las bebidas sobre la mesa. Cuando se hubo retirado, me atreví por fin a sacar una mano con la que agarré la Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation, para llevármela a la boca y ventilármela de un trago. Entretanto, en el videoguol, los contertulios se entretenían apilando sus sillas en lo que terminó por ser una horca simbólica. Además, todos se prendieron una hoja de lechuga en la solapa y exigieron al gobierno que capturara al culpable, que implantara un plus de peligrosidad para los periodistas, y que los eximiera del pago de la zona azul. Sólo el pobre Cicerón Lapa, que como siempre defendía la posición contraria a los demás, se atrevió a tirar su hoja de lechuga al suelo y a reclamar el beneficio de la duda para el autor del crimen, hechos ambos que fueron recibidos con silbidos y abucheos por sus compañeros, quienes aprovecharon para hacer notar lo pacífico, tolerante, y respetuoso de su actitud, en contraposición a, en sus propias palabras, la violencia exhibida por el miserable gusano que había agredido a su colega.

En su habitual papel conciliador, Javichu hizo una llamada al orden, y cuando consiguió que por fin los enardecidos comentaristas se desencadenaran del foco al que se habían amarrado, anunció que iba a proceder a dar la palabra al pueblo llano, al ciudadano de a pie, al señor Pepe y a la señora Paca, a los desheredados, a los catedráticos de la universidad de la vida, y no sé cuántos símiles más, con los que dio a entender que quedaba abierta la tradicional sección de su programa «Javichu te escucha».

—Disculpadme, amigos —les dijo a sus colaboradores—, pero tenemos ya al primer televidente que desea opinar sobre el caso que nos ocupa, y supongo que también sobre el ciudadano que ha perpetrado tan rastrero crimen. Y lo llamo ciudadano cuando habría individuos, menos demócratas que yo, que lo llamarían cerdo oprobioso. Adelante. ¿Cuál es su nombre?

—Prefiero no decirlo, si ello lo permiten las normas de ese excelente programa que diriges con admirable maestría y singular temple, Javichu —respondió el televidente, que por lo demás aparecía en la imagen a contraluz, como una simple silueta, y con la voz deformada por algún extraño artilugio casero.

—Por supuesto que puede usted permanecer en el anonimato, querido comunicante. Este es un país libre, y es usted libre de ser anónimo o de no serlo. ¿Cuál es el propósito de su llamada?

—Tengo pruebas que no puedo presentar debido a la distancia —comenzó a decir el espectador entre chirridos y distorsiones provocados por el sistema de ocultación doméstico—, pero que tampoco presentaría caso de tener oportunidad material de hacerlo, de que ese sujeto, y lo llamo sujeto aunque habrá quien pensará que debería llamarlo asqueroso delincuente, es un desequilibrado mental cuyas deficientes meninges representan un peligro para nuestros hijos.

—Y tiene usted el valor —se emocionaba Javichu—, qué digo valor, el arrojo, qué digo arrojo, la valentía de llamar al programa y decirle a la cara, en sentido figurado, a este personaje, todo esto que usted le dice. Y lo llamo personaje cuando podría llamarlo rijoso mezquino, si no fuera porque hace ya muchos años que abracé la integridad profesional como religión.

—Tú también tienes un par de huevos, Javichu. Y perdona mi limitado vocabulario, pero procedo de la sufrida clase media y por lo tanto poseo, a pesar de la gratuidad de nuestro sistema educativo, una importante carencia cultural de la que inexplicablemente me siento orgulloso y exhibo a la menor oportunidad, siendo el responsable de ello el actual presidente del gobierno, sea éste quien sea.

—Pero —intentó mediar Cicerón Lapa, y yo se lo agradecí en silencio— no ha ofrecido usted ninguna prueba, ningún hecho. Ni siquiera se ha esforzado en inventarse una mentira. ¡Es usted un oportunista!

—De oportunista nada, Lapa —respondió, crecido, el televidente de la voz ahuevada—: yo sólo estoy diciendo la verdad. Pero no pretendo iniciar un linchamiento. No hay que ponerse a su altura: nosotros los demócratas ofrecemos a nuestros congéneres, y lo llamo congénere cuando muchos colectivos preferirían llamarlo consumado patán, la oportunidad de defenderse ante un juez. Así que espero que lo detengan y que lo juzguen, y que después lo manden a pudrirse a la cárcel: ya lo lincharán allí.

—Gracias de nuevo, ejemplar individuo —intervino Javichu—. Pero no quiero parecer partidista. Ya se sabe que, por muy intachable y prolífica que sea la carrera profesional de uno, siempre hay fariseos dispuestos a ver en ojo ajeno la paja y otras guarrerías por el estilo. Así que dejaremos las líneas abiertas por si se diera el caso, por ridículo que pueda parecernos a todos, de que algún pelagatos, o presuntos pelagatos debería decir puesto que soy un demócrata de toda la vida, quisiera defender la indefendible postura contraria. Comprenderán que tenemos que filtrar antes ese tipo de llamadas, puesto que el acceso incontrolado a los medios de comunicación es un arma peligrosísima, aunque afortunadamente impensable en una sociedad moderna y pujante como la nuestra.

El resto de testimonios que desfilaron por el programa de Javichu no fueron muy diferentes del primero. Esto, como se podrá comprender, no contribuyó en nada a mejorar mi estado de ánimo que, todo sea dicho, no era ya muy boyante. Sentado en aquel rincón, con la mirada perdida en el videoguol temporalmente convertido en máquina expendedora de vituperios, el futuro se me apareció de un negro tan negro que ni el progresista más radical se habría atrevido a censurarme por no calificarlo de afroeuropeo. La luz clara de la mañana, apenas tiznada por la película de grasa adherida a los cristales del ventanal, me ofreció una visión más realista de nuestras posibilidades de éxito, y mientras los colaboradores de Javichu procedían a incendiar simbólicamente un pelele que, según explicaron, representaba simultáneamente al criminal, al presidente del gobierno, y al extremo zurdo del Real Madrid que, al parecer, había fallado un penalti decisivo el pasado domingo, yo aproveché para reevaluar a vuelapluma mi situación, y a pesar del empeño que puse en no dejarme dominar por el pánico, las conclusiones que iba alcanzando eran tan tenebrosas que terminé golpeándome la cabeza contra la mesa de formica.

El reloj del bar avanzaba implacable hacia las diez de la mañana, y la cita con Chumillas se acercaba peligrosamente sin que yo me viera capaz de recolectar el más mínimo dato, hecho, o rumor, con el que cooperar en la captura del malicioso doctor. Si Miclantecuhtli no había tenido más suerte en el Cotolengo de los Padres Radiadores, la suerte estaba echada. Y no dormida precisamente, pensé abandonado a los más negros augurios, sino muerta.

—¿Me invita a un refresco, joven? —dijo alguien a mi izquierda, sacándome así de mis estériles reflexiones.

—No llevamos suelto —respondió Paco ante mi silencio y, como siempre, lo hizo empleando términos que a mí me resultaban crípticos—. Pregunte en otra mesa.

—En otra mesa —insistió el pesado—, no les interesaría escuchar lo que yo sé sobre ese tal Jiménez-Quijada.

—¿Jiménez-Pata? —pregunté yo dando un respingo, y al hacerlo levanté la cabeza, que ya me dolía de tanto golpearla contra la mesa, y pude comprobar así que el cargante pedigüeño no era otro que el anciano con peinado afropunk que habíamos visto en la fila del Centro de Felicidad Personal.

—Algo así —contestó él como desganado, fingiendo una repentina flojera memorística—. ¿Puedo sentarme ahora?

Aparté a Paco de un empujón y le ofrecí su silla al venerable jubilado.

—Por supuesto —dije—. Así pues, ¿conoce usted al insigne y admirado doctor?

—Nah —respondió, otra vez con indolencia, el ajado pensionista, o tal vez lo que dijo fue «noa», o «neah», o «nap», pero fuera lo que fuese lo dijo con tremenda desgana.

—Pero usted ha dicho…

—No sé que he dicho, pero no diré nada más si no veo en todo esto un beneficio claro y directo para mí.

Resignado a una nueva merma patrimonial, dejé que me apuntara con un lector de RAP que sacó del pantalón, y que procediera a cobrarme un importe que me pareció razonable, y pensé que quizás era debido a eso, a cobrar importes razonables por sus servicios, por lo que aquel sujeto se encontraba en el lamentable estado que ofrecía a la vista.

—El caso es que ese tipo —comenzó a decir— vino al Tristan Braker anteayer y estuvo hablando con algunos médicos. Quizás intentando pasar por un jubilado más, apareció tocado con una peluca blanca ridícula, cuya falsedad habría adivinado a la legua un párvulo —añadió, y yo asentí con un leve carraspeo—. Quería localizar a un tal Nicolás Kopp, tendrán que disculparme por no recordar su RAP, que al parecer es un tipo con el que trabajó hace años y con el que quería reencontrarse, según dijo, por orden de su Terapeuta de Conflictos Psicológicos No Resueltos, o TCPNR. Caramba, casi es más largo con las iniciales…

La pista parecía prometedora, puesto que el nombre mencionado por el venerable rastafari coincidía con el que Miclantecuhtli había relacionado la noche anterior con el RAP hallado en el piso del doctor lagarto.

—¿Y usted cómo sabe todo eso? —preguntó, reconozco que oportunamente, Paco.

El jubilado projamaicano sonrió, de nuevo, como si ello le supusiera un gran esfuerzo.

—Ustedes todavía son jóvenes —dijo—, pero cuando crezcan descubrirán que en este mundo sólo hay dos tipos de jubilados: los que se quejan de la pensión y se pasan el día viendo obras, y los que se quejan de la pensión y se pasan el día en su Centro de Felicidad Personal al que, además, insisten en llamar ambulatorio a pesar de todos los cambios de nombre que promueve el ministerio. Yo, por si no lo han deducido, soy del segundo tipo. —Y, girándose para ver el reloj que colgaba de la pared, añadió con voz quejumbrosa—: Tengo que volver a ponerme en la cola.

—Espere —intenté detenerlo yo—. ¿Qué pasa con el doctor Jiménez-Pata? ¿Consiguió encontrar al tal Nicolás Kopp? ¿Trabaja ese sujeto en el Centro de Felicidad Personal?

—Noah —dijo otra vez, o tal vez fuera «neah», o «nopa», o «neao»—. Kopp no es médico. No sé si lo fue en el pasado, pero ahora, y según dijo el doctor Romo que esta semana está de tardes, Kopp es sólo uno de los pacientes del centro.

—¿Y mencionó dónde se le puede localizar? —pregunté ansioso.

—Lo único que le dijeron al doctor Jiménez-Coxis es que Nicolás Kopp vive en el CID de Can Jubileta. El doctor Romo, no sé si guiado por la legislación vigente sobre protección de ancianos o enfurecido por la feroz resistencia del cubo de Rubik, se negó a proporcionarle más datos.

—¡En marcha! —exclamé, dirigiéndome a Paco, tras escuchar las palabras del vejete—. Tenemos que encontrar una manera de entrar en ese CID, cosa que preveo complicada puesto que los CID para jubilados son auténticos fortines.

—Ejem —tosió entonces nuestro interlocutor.

—¿Tiene algo más que decir? —le pregunté, y él volvió a exhibir un gesto de cansancio, de debilidad mental, como si quisiera recordar algo y no pudiera, así que dejé que volviera a apuntarme con su lector de RAP.

—Si quieren un consejo —dijo una vez que se hubo cobrado otra modesta cantidad—, les daré el mismo que le di anteayer al tal Jiménez-Pata: busquen a Nicolás Kopp en la obra del nuevo ECO, a dos manzanas de aquí. Guíense por los ruidos. —Y al ver mi gesto de escepticismo, añadió—: Nunca he visto al tal Kopp por el ambulatorio, y de esto deduzco que debe ser del primer tipo de jubilados.

Ir a la siguiente página

Report Page