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CAPÍTULO 10011

Después de que varios taxistas rehusaran atender mi llamada al comprobar mi situación laboral, tuve que acudir, una vez más y a sabiendas del sobreprecio que ello me supondría, al conductor que ya me había paseado por medio Madrid mientras yo me enfangaba cada vez más en aquel turbio asunto. El folclórico chófer se llegó hasta el lugar donde Kopp, Paco, y yo lo esperábamos, y nos montó a los tres junto a los requiebros vocales que culebreaban por el vehículo, y que, una vez más, se me antojaron premonitorios.

Embiste, toro bonito,

embiste, por caridá.

Morir se me importa un pito,

pues nadie me iba a llorá.

Kopp había decidido unirse finalmente al grupo después de presenciar mi conversación con Miclantecuhtli, la cual, según me dijo, y sin ánimo de ofender, le había parecido un diálogo entre esquizofrénicos, razón por la que había considerado más oportuno velar por sus intereses personalmente y vigilar nuestros progresos en directo. Yo no objeté nada a su decisión porque, la verdad, a mí ya empezaba a darme todo igual, y precisamente debido a ese derrotista estado de ánimo reconozco que tampoco dediqué una gran cantidad de energía a pensar dónde y cómo podría reclutar al nuevo miembro que Miclantecuhtli me había pedido que incorporásemos a nuestra banda. Me limité a sondear a los allí presentes acerca de sus nociones sobre el intrincado mundo del aire acondicionado, y todos ellos, incluido el propio conductor del taxi, manifestaron su más profundo desconocimiento sobre el asunto. Descartados así Paco y Kopp, y tras deducir que Miclantecuhtli tampoco podía ser un candidato, puesto que era él quien me había hecho el encargo, pensé para mí, primero, que mi lista de amigos y conocidos era vergonzosamente breve, y, segundo, que Miclantecuhtli tendría que rehacer su plan y asumir que no podíamos contar con el experto técnico que me había solicitado.

En estas cuitas andaba yo cuando el taxi tuvo que detenerse en uno de los atascos organizados por el Ayuntamiento para desanimar a los conductores de vehículos particulares. Y hete aquí que, mientras intentaba distraerme observando a los viandantes, mi mirada fue a toparse con un grupo de operarios de La Luz, marca registrada de Eternal Life Inc., que charlaban amigablemente apoyados sobre una de las vallas que delimitaban su espacio de trabajo, contemplando con satisfacción la sima que habían excavado en la acera, y que obligaba ahora a los peatones a trepar por la fachada del edificio contiguo para poder ganar el paso de cebra. Esta costumbrista estampa me llevó, por una larga e intrincada asociación de ideas que mi mente elaboró a velocidad de vértigo, desde los operarios de La Luz retozando hasta el operario lampista Gaio Claudio, también retozando, puesto que de hecho, y ahora que lo pensaba, nunca lo había visto trabajar.

Sin perder ni un segundo, proyecté mi CP sobre el respaldo del asiento delantero y lo llamé.

—Ya sé qué me va a decir —me espetó Gaio Claudio sin ni siquiera saludarme—: que no he tirado el tabique. Es que en el almacén no tenían manetas, y eso, sin manetas, es para poner los pelos de gallina. Por no hablar del repartidor de la entrada, que le llega el trifásico y se bifurca en X por toda la casa. Vamos: fatal.

—Escuche, Gaio Claudio —lo atajé y, como señal de buena voluntad, añadí en su idioma—: estoy dispuesto a hacer la vista sorda con lo del tabique. Pero a cambio necesito que me eche una mano con otro asunto urgentísimo.

—A los hechos me repito —me respondió, enigmático—. Usted dirá.

—Es cuestión de vida o muerte —recalqué—: deje lo que esté haciendo y venga ahora mismo a mi casa de Madrid. Tengo un grave problema de aire acondicionado que no puede esperar.

—A sus órdenes. En cuanto termine el bocadillo voy para allá. Casi me viene bien, porque eso me da una excusa para dejar colgado a un banquero al que le estoy haciendo un doble fondo por toda la casa, y resulta que me he olvidado el soplete, y, claro, sin soplete no hay quien acode las juntas para que los rodapiés asienten. Total: que tendré que volver otro día.

—Perfecto —lo celebré—. ¿Se acuerda de mi dirección?

—Claro que me acuerdo: es a donde voy a cobrar. Pero ate usted a la portera, por favor.

Y con el ánimo algo recuperado por las inesperadas y favorables coincidencias que me habían permitido cumplir los encargos de Miclantecuhtli, las cuales, siendo como eran las primeras casualidades en muchas horas que habían jugado a mi favor en vez de en mi contra, me hicieron concebir ciertas esperanzas de éxito con respecto a la temeraria empresa que nos aguardaba esa misma tarde, pues digo que con el ánimo levemente repuesto vi cómo el taxi conseguía salir del atasco por una callejuela y progresar después con celeridad por otras arterias secundarias hasta llegar a la calle donde yo vivía. Nos detuvimos por fin junto a la puerta de mi casa, mientras los alabeos de voz que seguían inundando el vehículo volvían a tornarse en misteriosos mensajeros del futuro inmediato.

Ya vestido de alambres

no ha de verme la afición,

y, como no tengo mare,

la Macarena me ampare

y me dé su bendición.

—Espere aquí, junto al vado —le ordené al taxista, previendo que podría volver a necesitar un taxi y que ningún otro querría atenderme mientras no recuperara mi nómina mensual—. Pero si ve venir a un policía paralítico, huya.

Ya en el portal, intenté en vano que la portera dejara subir a Kopp con nosotros, y tuve que ceder ante sus pretensiones de abrirle una ficha que, según me dijo, cumplimentaba con los datos de todos los desconocidos que se asomaban por la finca. Dejamos, pues, a Kopp respondiendo a las preguntas de la señora Domitila, y Paco y yo subimos sin perder ni un instante hasta el piso de Miclantecuhtli, quien tan pronto como nos abrió la puerta nos llamó a capítulo en el salón. Allí se encontraba también la bella Berenice, declamando sin piedad.

Miclantecuhtli se sentó frente al videoguol, en el que parecía haber estado practicando extraños rituales del submundo informático, al igual que había hecho la noche anterior, pero dejó a un lado momentáneamente sus quehaceres para mirarnos, ora a Paco, ora a mí, a la espera de algún suceso que no acababa de acontecer.

—¿Y bien? —pregunté para romper el silencio, una vez que los tres nos hubimos sentado en el suelo, y Berenice se hubo retirado a la habitación contigua para proseguir con su formación dramática.

—No hay tiempo que perder —me respondió Miclantecuhtli—. Son más de las doce y tenemos muchas cosas que preparar antes de que, a las tres, Chumillas pueda cumplir sus amenazas. Así que cuénteme usted lo que ha averiguado, y ya le contaré yo mi parte en otro momento.

Procedí, pues, a compartir con Miclantecuhtli nuestros últimos descubrimientos, esto es, la identidad de Kopp y su relación con el degenerado doctor, las acciones perpetradas por ambos en nombre de la medicina, y en especial el alumbramiento de la huerfanita que resultó no ser tal puesto que su padre vivía y bebía, amén de dirigir en la actualidad los destinos mediáticos de medio país, y que precisamente este singular linaje parecía ser la causa última de todas nuestras desgracias. Le relaté asimismo, repitiendo las palabras de Kopp, el intento de chantaje que el reptil galeno había intentado años atrás, y que terminó con la jubilación anticipada de aquél y el destierro perpetuo de éste, del que había salido recientemente por causas desconocidas, aunque todo parecía indicar que planeaba reincidir y destruir la reputación de Javichu Depy utilizando para ello, de una manera que no estaba del todo clara, a nuestro ya querido Paco. Por último, y por si de mi narración no se deducía con claridad, compartí con Miclantecuhtli mis fundadas sospechas de que la maciza Berenice no era otra que la mencionada huerfanita, y que por lo tanto la persona que voceaba en la habitación contigua era de hecho la primogénita del gran Javichu, cosa esta que podía reportarnos grandes recompensas o también grandes desgracias, pero que, fuera lo uno o lo otro, lo que parecía claro era que las dimensiones de nuestros problemas estaban adquiriendo proporciones dolménicas. Concluí la exposición de mis teorías sugiriendo que, a la vista de todo lo anterior, el objetivo de Chumillas tenía que ser por fuerza el de neutralizar a Jiménez-Pata para evitar a toda costa la publicación de la historia de la huerfanita y, en especial, la parte relativa a su parentesco con Javichu Depy.

Miclantecuhtli asistió a la narración con gesto impasible, y sólo algunos destellos fugaces en sus ojos ante determinados detalles de mi relato me indicaron que la información que le estaba proporcionando alcanzaba realmente su cerebro. Cuanto terminé de hablar, Mic permaneció todavía un buen rato en silencio, asintiendo con la cabeza y con la mirada perdida en el infinito.

—Todo encaja —dijo por fin—. Y, o mucho me equivoco, o dentro de unas horas no sólo habremos conjurado las amenazas de Chumillas, sino que seremos nosotros quienes tengamos la sartén por el mango para utilizarla como mejor nos parezca.

—¿Recuperaré a mi hija? —pregunté, recobrando cierta esperanza al percibir la sólida convicción que sostenía el discurso de Miclantecuhtli.

—Su hija, su trabajo, su casa… —sonrió—. Pero esas son recompensas menores: tenemos en nuestras manos la posibilidad de despertar al país, al planeta, a la galaxia entera. Si mi plan funciona y logramos hacer pública toda esta historia, temblarán los cimientos de la sociedad. Plantaremos la semilla de la desconfianza en los medios de comunicación, desenmascararemos a los tótemes de las ondas, sacaremos a la luz la conspiración que dirige el mundo y, como consecuencia de todo ello, conseguiremos que los ciudadanos vuelvan a utilizar el cerebro. Resién.

—¿Y yo podré volver al pasado? —se ilusionó Paco.

—A tanto no sé si llegaremos.

—¿Pero quiere explicarnos de una vez cómo vamos a conseguir hacer público todo este folletín? —quise saber yo.

—Usted mismo me dio la solución —me contestó Mic, y yo hice un gesto de falsa, falsísima modestia—. Sí: usted dijo ayer que Jiménez-Coz veía a Paco como una llave, o algo así. Pues Paco también será nuestra llave. Mientras ustedes venían hacia aquí he conseguido acceder a su RAP puesto que, tal y como suponía, Jiménez-Pata era un simple principiante en estas lides subversivas, y cuando lo creó lo protegió con una vulgar contraseña. Tras escuchar su historia y la que me ha contado esta mañana el padre prior radiador, con estupor pero también con rigor, deduje que la citada contraseña sólo podía ser una palabra: venganza.

—¿Y funcionó?

—No —me respondió, y aprovechó el momento para volver a ponerse a los mandos del videoguol que no había cesado de mostrar extraños símbolos y grafismos—. Pero empecé a probar con palabras similares: desquite, desagravio, revancha, satisfacción… Hasta que, por fin, encontré el sinónimo correcto: justicia.

—¿Así que Paco ya tiene un RAP nuevo?

—Nuevo y reluciente. Cuando llegaron estaba a punto de darle una profesión.

—¿Qué tal actor? —sugerí, pues era una apuesta segura.

—No, no, no —respondió Miclantecuhtli meneando la cabeza—. No basta con que Paco sea poderoso: tiene que tener todas las puertas abiertas so pena de desmedida venganza, tiene que poder decir lo que quiera sin que nadie pueda replicarle, tiene que pertenecer a un grupo cuyos miembros se defiendan unos a otros a dentelladas, tiene que acallar los rumores incluso antes de que salgan, y lanzarlos antes de que nadie pueda acallarlos. En resumen: tiene que ser periodista.

Paco y yo lo miramos con cierta prevención, aunque supongo que por motivos distintos, pero Miclantecuhtli no nos concedió tiempo para hacer apostillas ni enmiendas.

—¿Ha traído al especialista en aire acondicionado?

—No lo llamaría yo especialista, pero algo he conseguido: he reclutado a Gaio Claudio Seta, un lampista que está haciéndome unas reformas. Estará a punto de llegar, si no ha llegado ya y lo ha interceptado la señora Domitila.

—Pues entonces partamos sin más tardanza: tenemos que tomarle la delantera a Chumillas. Voy a avisar a Berenice.

Miclantecuhtli se levantó de un salto, y yo me disponía ya a seguirlo pues me había contagiado de su espíritu optimista, cuando de pronto reparamos en que Paco no se había movido, y permanecía en el suelo mesándose los cabellos.

—¿Qué le pasa ahora? —le preguntó Miclantecuhtli.

—¿Vamos a utilizar al gallo Claudio para que nos ayude a vencer a un tipo llamado Chumillas? ¿Es que a nadie más le parece todo esto una situación de tebeo?

Mic me miró sin entender nada y yo, qué otra cosa podía hacer, me limité a devolverle su misma expresión, convirtiendo por un momento mi cara en un espejo del alma, pero del alma ajena.

—Paco —intercedí—, déjate de filosofías y levántate, que tenemos que irnos.

—Pero ¿adónde? —quiso saber, y entonces reparé en que tampoco yo conocía la respuesta a esa pregunta.

—Es cierto —apoyé—. Todavía falta un buen rato para la cita con Chumillas. ¿Adónde vamos con tanta prisa, Mic?

—Al Hotel California, por supuesto.

—Pero Chumillas estará allí —reflexioné—, y si me ve merodeando por el hotel tan temprano sospechará algo, y quién sabe qué maléficos resortes disparará y cómo éstos podrán afectar a mi hijita. —Y adoptando un aire grave que reflejara e incluso aumentara la inquietud que me producían aquellas perspectivas, añadí—: Me niego a seguir adelante si no me explica detalladamente adónde nos lleva y qué se propone hacer allí.

Mic suspiró, puso los ojos en blanco, masculló algunos insultos en mexicano que, como no pude comprender tampoco pudieron ofenderme, y con gesto impaciente nos indicó que nos acercáramos a él. Cuando los tres estuvimos reunidos junto a la puerta, pegó su cabeza a las nuestras a pesar de que estábamos completamente solos en la habitación y además los alaridos de Berenice nos protegían de cualquier escucha exterior, y comenzó a hablar cuchicheando.

—Muy bien —dijo—. Este es el plan.

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