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CAPÍTULO 10100

Espoleado, como siempre, por la promesa de una generosa propina, que en esta ocasión lo sería más puesto que las prisas y Miclantecuhtli me impidieron fajarme en el regateo, y porque el taxista exigió un plus por llevar a tanta gente, llegamos a la Gran Vía a velocidad de vértigo. Faltaban aún dos horas para mi cita con Chumillas, y mucho más todavía para la rueda de prensa de la sin par Natalia Nodd, pero la entrada del Hotel California aparecía ya abarrotada de aficionados contratados por N'Joy Corporation para la ocasión. En la acera opuesta a la que ocupaban los fanes, Miclantecuhtli celebró una última asamblea en la que se limitó a recordarnos que en todo momento debíamos seguir sus indicaciones por extrañas que éstas pudieran parecernos. Mientras nos arengaba, yo me distraje un momento contemplando el gentío que deambulaba por la Gran Vía, y sentí una extraña sensación al contemplar a aquellas personas que pasaban junto a nosotros transportando con ellas penas y alegrías, esperanzas y olvidos, pasados y futuros, ensimismadas todas en sus propias cuitas al igual que nosotros lo estábamos en las nuestras, y ponderé cómo todas aquellas almas con tan distintos méritos y pecados nos encontrábamos compartiendo, por algún misterioso designio, el mismo tiempo y casi el mismo espacio, pero cómo también, y a pesar de ello, a cada uno se le importaba un pito lo que pudiera sucederle a quien tenía a poco más de cincuenta centímetros de distancia. Y, timoneado por esta reflexión, me anegó de repente la más profunda sensación de soledad que había experimentado desde que se iniciara aquella tribulación, y se me hizo así patente lo solo que me encontraba en aquella empresa, y lo mucho que mi éxito o mi fracaso en tan arriesgada aventura iban a depender exclusivamente de mí mismo.

Interrumpí mis meditaciones al ver que el resto de mis compañeros de fortuna comenzaba a moverse. En efecto, tras terminar de recordarnos los elementos fundamentales de su plan, el propio Mic, Paco, Nicolás Kopp, Gaio Claudio, a quien habíamos rescatado de las garras de la portera, la mismísima señora Domitila, que se había negado a quedarse en su garita al ver la excursión que se preparaba, la escultural Berenice, seducida por la promesa de una prueba para una película, y yo mismo, cruzamos la calle y nos dirigimos con paso decidido hacia la puerta del hotel. Miclantecuhtli puso al frente de la comitiva a Paco, de modo que cualquiera que intentara apuntarnos con un lector de RAP leyera primero el de éste, y quedara al punto deslumbrado por el impoluto historial que Mic le había fabricado. Y de esta guisa atravesamos el pasillo delimitado por las dos filas de policías privados de N'Joy Corporation, que a duras penas tabicaban a las hordas histéricas, y alcanzamos la puerta del hotel. En cuanto la cruzamos, dejando al otro lado los gritos y los desmayos, recibimos el habitual «¡N'Joy!» y, sin dar tiempo a las presentaciones, el tipo que parecía mandar en la recepción desplegó una amplia sonrisa y se agachó para volver a emerger con una bufanda de color blanco y verde, así como con varios objetos más tocados de idénticos colores: una bandera, una gorra, y una camiseta que se puso por encima de la americana. También se hizo con una bocina de gas que comenzó a emitir un sonido insoportable.

—¿Qué hace, mi güey? —le preguntó Mic cuando alcanzamos el mostrador.

—El Hotel California, marca registrada de N'Joy Corporation, da su más cordial bienvenida al Racing de Santander.

—¿Cómo dice?

—En realidad los esperábamos algo más tarde, pero deduzco que al ser ustedes más o menos once, y como así a ojo —añadió, echando un rápido vistazo a Berenice, la portera, Mic, el jubilado matrono y, en fin, al heterogéneo grupo— cumplen con todos los requisitos en cuanto a minorías…

—En realidad —lo interrumpió Miclantecuhtli—, somos reporteros de los media. Aquí el cuate con cara de fuet, por lo enjuta e irregular, es Franziskus Paco, el famoso periodista. Lea, lea su RAP. Impresionante, ¿eh? Un monstruo mediático. Nosotros somos su team: producción ejecutiva, producción delegada, producción especial, producción interina… Además, la señorita es actriz. Y esa —añadió, señalando a la señora Domitila que ya estaba inventariando las calidades del hall— es una ciudadana de a pie que siempre traemos con nosotros para que diga con orgullo las barbaridades que a los periodistas, por nuestra formación, nos están vedadas.

—Un grupo de notables, a fe mía. ¡Bienvenidos al Hotel California! —repitió el empleado, y nos obsequió con una servil reverencia.

—¡Qué lugar más adorable! —dijo Berenice con infantil ilusión, probablemente impresionada por la mullida moqueta, las cantoneras de polietileno labrado, o los finos repujados de aluminio que decoraban las paredes y que, de seguro, provocaron en ella un fuerte contraste con sus recuerdos de las lúgubres dependencias del cotolengo.

—Qué rostro más adorable —le respondió el recepcionista tirándole un guiño.

—¿No les va bien el negocio? —dejé caer para fastidiar al canoso ligón—. El hotel parece vacío.

—El Hotel California tiene espacio de sobra —me replicó con autosuficiencia—. ¿Necesita espacio? En cualquier época del año puede encontrarlo aquí. —Y dirigiéndose a Miclantecuhtli—: Si vienen a entrevistar a la estrella del cinema, miss Natalia Nodd, marca registrada de N'Joy Corporation, tendré que avisar a un miembro de su policía personal antes de dejarles pasar. La última planta del hotel está reservada para la diva. El resto de las plantas, excepto la octava que permanece abierta al público, están asimismo ocupadas por el séquito de la estrella, por lo que lógicamente tampoco puede circular por ellas la plebe que, al fin y al cabo, lo único que hace es ver sus películas y pagar con el dinero de sus entradas todas estas excentricidades.

—Negativo —respondió con soltura Miclantecuhtli—. Venimos a entrevistar a un ministro, cuyos nombre y cartera no recuerdo en este momento, pero cuya presencia en el hotel nos ha sido certificada por fuentes fiables. Un asunto de corrupción.

—Entiendo —sonrió el tiralevitas—. Son ustedes de una de esas revistas intelectuales que, según dicen, circulan por ahí, ¿eh?

—¿Podemos subir, entonces?

—El ministro, cuyos nombre y cargo tampoco recuerdo yo en este momento —nos informó el empleado—, ha habilitado la suite 844 como gabinete de prensa. Pueden subir, puesto que ya he leído el RAP del señor Paco como habrán podido notar por la interjección de asombro que me ha provocado. El ascensor los llevará automáticamente hasta la octava planta. Disfruten de su estancia. Y no olviden mencionar al Hotel California en su reportaje.

Nos dedicó una nueva reverencia y, sin más novedad, ganamos el ascensor entre flexiones exageradas y sonrisas falsas, que devolvimos convenientemente. En cuanto las puertas de la cabina se cerraron, Miclantecuhtli dio un respingo y se apresuró a rebuscar en uno de sus bolsillos. No tardó en extraer de él un adminículo rectangular que, de haber medido dos metros por uno, pongo por caso, hubiera presentado un aspecto similar al de una panoplia, pero que en sus minúsculas proporciones resultó ser un sencillo interfaz serie-paralelo que procedió a conectar a las tripas electrónicas de la botonadura del ascensor. Después pulsó algunas teclas, ajustó varios contactos, intercambió unos cuantos cables, repitió el proceso completo, y finalmente, ante la aparente ausencia de los efectos deseados e incluso de otros inesperados, invocó a determinados familiares de Bill Gates, cuyo espíritu, según nos informó, se pasea en las noches de luna llena reclamando más beneficios por las secretas instalaciones de I+D de N'Joy Corporation, sitas, a decir de los defensores de las múltiples teorías de la conspiración, en el mausoleo de Halicarnaso, de cuya ubicación no estoy muy seguro, pero que por su tamaño y ampuloso nombre debe de estar en Texas.

Por fin, el ascensor se detuvo bruscamente y comenzó a descender inmediatamente después.

—¡Funcionó! —se felicitó Miclantecuhtli—. Primero dejaremos a Gaio Claudio en el sótano. —Y dirigiéndose al interesado—: Localice el sistema de refrigeración del edificio y avísenos cuando lo haya inutilizado.

—Pan comido —replicó el lampista—. Es la primera vez que me pagan para que estropee algo, a pesar de lo cual tengo una prolongada experiencia adquirida de manera involuntaria.

El ascensor volvió a detenerse, pero esta vez las puertas se abrieron para ofrecernos la tétrica estampa de un pasillo sobre el que una larga fila de proyectores colgados de sus cables arrojaba débiles círculos de luz, dándole a la escena un aire de conspiración sindical que hacía parecer a nuestro grupo más siniestro incluso de lo que ya era. En un arrebato, provocado de seguro por el mencionado halo de rebelión obrera que la exigua iluminación confería al corredor, Paco le dio un abrazo a Gaio Claudio antes de que éste se colocara un lápiz en la oreja y enfilara el pasillo con decisión entre toses y rascamientos compulsivos.

Mientras tanto, Miclantecuhtli volvió a manipular el minúsculo dispositivo, las puertas de la cabina se cerraron, y el ascensor comenzó de nuevo a ascender.

—Y ahora —dijo Mic mientras desconectaba el aparato y devolvía la botonadura del ascensor a su estado original—, a ver al ministro. Seguro que el recepcionista ya estará empezando a preocuparse al no ver nuestras caras en las cámaras de seguridad de la octava planta. Y también al no detectar nuestros RAP en ningún lugar, puesto que he desactivado los lectores del ascensor en cuanto hemos subido. Tal y como funcionan los servicios de mantenimiento, tardarán al menos un par de días en venir a repararlo.

—¿Pero es que todo el mundo se dedica a leer los RAP de los demás? —protesté sin poder contenerme—. ¡Está prohibido!

—Demande a N'Joy Corporation —dijo Kopp con sorna.

—¿Y por qué no subimos directamente a la última planta y tomamos el palacio de invierno, por así decirlo, de una puñetera vez?

—Señor Paco —le respondió Miclantecuhtli—, créame si le digo que cada vez me cuesta más entenderle cuando habla. En cualquier caso, no podemos ir a la última planta puesto que, como ya nos ha dejado caer el edecán, las medidas de seguridad que rodean a un personaje como la rutilante Natalia Nodd son literalmente infranqueables. Y no me refiero sólo a los cientos de policías privados, o a los lectores de RAP colocados cada pocos metros, sino que hablo de los más modernos y sofisticados dispositivos de protección: sistemas de predicción de comportamiento, algoritmos de proyección de situaciones futuras, habitaciones vigiladas por invisibles partículas de polvo inteligente… El caso —concluyó— es que antes de dejarnos ver por la última planta tendremos que desactivar primero todos los sistemas de seguridad, o de lo contrario no tendremos ninguna posibilidad de éxito.

—¿Y cómo piensa inutilizarlos? —insistió Paco, que por lo visto no había entendido nada de lo que Miclantecuhtli nos había explicado antes—. ¿Con ese cacharro que ha empleado para trucar el ascensor? ¿Planea conectarse con alguno de sus compinches del submundo informático para que nos ayude desde el exterior?

—¡Qué tontería! —le contestó Mic con una pequeña carcajada—. Gaio Claudio se encargará de eso. ¿Para qué se cree que lo hemos traído? Todos estos aparatos, cuyo desarrollo cuesta millonadas y catapulta hacia la opulencia a quienes los inventan y comercializan, son cada vez más sofisticados, pero se cascan con una facilidad incomprensible. Con el calor que hace hoy y sin aire acondicionado, todos los sistemas dejarán de funcionar en pocos minutos. Será entonces, como ya les conté antes, cuando accederemos a la última planta y aprovecharemos el desconcierto para hacernos con el control del plató desde el que se emitirá la rueda de prensa de Natalia Nodd. Después esperaremos a que se restablezca el suministro de aire acondicionado, y el señor Kant acudirá a su cita con ese tal Chumillas y lo amenazará con airear todo este chanchullo al mundo entero desde dicho plató si él no le devuelve inmediatamente a su hija. Por supuesto, una vez que la haya recuperado, emitiremos nuestro comunicado de todas maneras, y en él sacaremos a la luz los oscuros manejos de N'Joy Corporation y, ya de paso, informaremos al planeta sobre la conspiración que se trama en las más altas esferas del poder.

A punto estuve de protestar, o al menos de sugerir que prescindiéramos de esa última parte que a mí no me reportaba ningún beneficio, pero recapacité un instante y decidí contenerme, primero, porque ya había trazado yo un plan paralelo al de Miclantecuhtli y más favorable para mis intereses, puesto que no soy tan tonto como para dejar el futuro de mi hija y el mío propio en manos de un paranoico que ve conspiraciones en todas partes, y, segundo, porque las puertas del ascensor habían vuelto a abrirse al llegar a la octava planta y ello desaconsejaba proseguir con nuestra charla, al igual que desaconseja ahora que yo exponga cuál era el mencionado plan que había diseñado a espaldas de Miclantecuhtli, ya que los hechos se sucedían sin descanso y me debo al rigor narrativo.

Salimos, pues, del ascensor y nos hallamos en un amplio y luminoso recibidor en tonos pastel flanqueado por dos amplios sofás, y decorado también con un aparador lacado, un gran espejo rococó, varias láminas con fotografías digitales, y algunos otros muebles de los denominados auxiliares, a pesar de que no consta que jamás una mesita o una lámpara de pie hayan acudido en auxilio de nadie que lo necesitara. Un somero vistazo nos sirvió también para confirmar la presencia de varias cámaras de vigilancia, así como de un par de minipiruletas que ya estarían transmitiendo nuestros RAP al centro de control del hotel, y posiblemente también al Ministerio de Seguridad Personal, a la Asociación de Mujeres Agredidas, al Círculo de Ciudadanos contra la Violencia, a la Liga Vegetariana, al Club de Fans de Los Marcianos Hawaianos, marca registrada de N'Joy Corporation, a las comunidades de vecinos de la zona y, en general, a todo el que tuviera un videoguol y una antena pirata hecha con un bote de patatas fritas.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó inoportunamente y a voz en grito Berenice ante todos aquellos testigos tecnológicos, con la inconsciencia que otorgan los pocos años y las menos luces—. ¿A qué hora es el casting? ¿Dónde puedo ensayar?

Miclantecuhtli, alarmado por esta indiscreción, comenzó a carraspear como si estuviera tísico, y se entregó a un frenesí de guiños y muecas para intentar indicarnos a todos en general, y a Berenice en particular, la imprudencia que estaba cometiendo ante las cámaras de videocontrol.

—Querida, no hace falta que hables tan alto —dijo todavía entre toses—. Además, ¿no recuerdas que hemos venido a hacerle una entrevista al ministro?

—¡Una entrevista! ¿Y qué tengo que hacer? —insistía Berenice sin bajar la voz para mayor desesperación de Miclantecuhtli, que reaccionó tosiendo todavía con más fuerza y sonriendo a las cámaras de videovigilancia.

—Pues lo de siempre —le respondió entre risas nerviosas—: opina de todo, no aceptes órdenes de nadie, y quéjate a discreción sin aportar soluciones. Recuerda que eres una consumada informadora, una experta comunicadora, una portavoz del saber popular, con perdón por el contrasentido. En una palabra: eres una tía con un micrófono.

Y lanzándonos una mirada fulminante que alejaba cualquier intención de seguir preguntando, se colocó al frente de la expedición y comenzó a caminar hacia el lado opuesto del recibidor, como si quisiera chocarse contra la pared que teníamos enfrente aunque, por supuesto, no lo hizo, sino que eligió uno de los dos pasillos que se abrían a ambos lados, en concreto el que quedaba a nuestra derecha, del que parecía proceder un leve rumor de voces, como si alguien estuviera hablando en mitad del corredor. Yo, por causas que en ningún caso deben atribuirse a la cobardía, el miedo, o la inseguridad, me encontré sin saber cómo cerrando el grupo y fui, por lo tanto, el último en cruzar el recibidor y girar a la derecha para enfilar aquel larguísimo pasillo que conducía a las habitaciones pares. Y fue en ese preciso instante cuando el rumor antes indefinido se hizo más nítido y, no habiendo ya paredes entre el emisor de la voz y yo mismo, pude distinguir con claridad las palabras que tan pronto como rozaron mi oreja me helaron la sangre, si ello fuera posible en aquel día de canícula veraniega.

—… y es que tía, no sé qué me pasa contigo que estoy superbién —escuché, en efecto, en cuanto hube doblado la esquina.

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