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CAPÍTULO 11111

Tras la disparatada aventura del Hotel California, la banda, por llamarla de alguna manera, volvió a reunirse por primera y única vez un mes después, cuando todos aceptamos encantados la invitación que nos habían enviado Porfirio y Berenice citándonos un sábado a las cuatro de la tarde en la Iglesia de San Rockefeller, mártir. La ceremonia religiosa fue un tostón de cuidado, pues Monseñor Leño eligió para la homilía la primera carta de San Pablo a los tesalonicenses, y el sermón derivó pronto hacia el último partido entre la Juventus y el Aris de Salónica, que había terminado con empate a uno, y de ahí a la política de fichajes de la Juve y a la necesidad de traspasar urgentemente a Buona Roti, a pesar de que, al parecer, había parado un penalti in extremis en el partido contra los griegos.

Apenas tuve tiempo para charlar con Monseñor durante el banquete, que se celebró, claro está, en el recién inaugurado «Palacio del Langostino», marca registrada de Eternal Life Inc., que regentaba con maestría el hostelero con antecedentes cuyo nombre, reparé cuando fui a saludarlo, nunca llegué a conocer. La agitación era máxima, puesto que al convite acudieron más de mil invitados como consecuencia de la incipiente fama que Berenice iba adquiriendo por su continua presencia en la tele. Miclantecuhtli tampoco se quedaba atrás en cuanto a popularidad y, durante los cinco minutos escasos que pudo dedicarme, no dejó de firmar autógrafos sobre las breves camisetas de las jovencitas que se acercaban a él renegando del sistema, y confesando embobadas que lo veían todos los días en el debate-concurso de Bolchevique TV, marca registrada de N'Joy Corporation.

También tuve la ocasión de saludar a Gaio Claudio, a quien habían contratado para instalar la iluminación de la pista de baile, y que tampoco pudo detenerse a hablar conmigo puesto que, según me dijo, las luces habían recalentado un conducto produciendo un escape de hidrógeno líquido que había dejado la cocina inutilizada, y que amenazaba ahora con provocar una explosión a la que el propio Gaio Claudio restaba importancia mientras martilleaba con saña una tubería. En otro lugar del salón, el doctor Jiménez-Pata congregaba a un nutrido grupo de mujeres que escuchaban admiradas sus explicaciones sobre la última operación a corazón abierto que había realizado aquella misma mañana, y para cuya mejor descripción, y por cuestiones estrictamente anatómico-científicas, en sus propias palabras, procedió a tocar el pecho de la más maciza de sus espectadoras y ya no lo soltó, al menos hasta que yo lo perdí de vista.

En un momento dado también aparecieron en la fiesta, en un visto y no visto, y provocando la histeria de todos los niños y adolescentes menores de treinta años, la pareja de moda en el universo del celuloide. Natalia Nodd y Johnny llegaron en uno de esos modernos cacharros que, según dicen, cruzan el Atlántico en poco más de una hora. Venía con ellos Chumillas, a quien supuse afónico porque no pronunció palabra y respondió a todas mis preguntas dando pequeños y rítmicos golpes en una mesa. La señorita Nodd fue todo simpatía y cariño, y en su condición de mito cinematográfico aprovechó la ocasión para hacernos saber sus opiniones sobre temas tan diversos como la posible existencia de alienígenas, la política agraria del gobierno, y el sexo sin amor.

Johnny permaneció todo el tiempo a su lado con gesto atormentado, como si le hubieran obligado a escuchar sus propias canciones durante todo el viaje. Cuando lo vi, miré por inercia hacia mi hijita, preocupado por el efecto que la visita del peludo pudiera tener en ella al estar tan reciente su ruptura sentimental, pero comprobé, aliviado primero e inmediatamente alarmado después, cómo mi pequeña ni siquiera se había percatado de la presencia de su ex, pues estaba ella muy ocupada mirando con embeleso al saxofonista de la orquesta, mientras éste, aprovechando un descanso, le enseñaba un tatuaje que llevaba en el tórax, y que representaba a un tipo también melenudo y con barba, como él mismo, y con una gorra militar de medio lado. Pensé en ir a buscarla para arrancarla de los torneados brazos de aquel sujeto, pero consideré después que, puestos a elegir, el saxofonista tampoco estaba tan mal, sobre todo si lo comparaba con el guitarrista y el batería, que se habían pasado todo el descanso en la posición del loto. Así que intenté tranquilizarme, sin conseguirlo, y crucé la sala caminando en otra dirección para tratar de olvidarme del tema.

En mi afán por alejarme de la tarima de la orquesta salí al jardín que rodeaba el edificio, y allí me encontré a la señora Domitila tomando notas, con unos prismáticos y una antena parabólica orientada en dirección a un manzano, bajo el cual una pareja furtiva intercambiaba, según todos los indicios, promesas de amor eterno. Me hizo esto acordarme de mi ex mujer, con quien estaba yo citado aquella misma noche para asistir a un concierto de las Shoot Your Family, o SYF, marca registrada de N'Joy Corporation. Desde la aventura en el Hotel California, mi ex cónyuge había empezado a tratarme de una manera mucho más cordial, y tan sólo unos días antes de nuestra cita me había llamado para comunicarme que había decidido dejar a Foom, quedándose con los dos coches y el videoguol nuevo. Esta noticia me había producido una notable inquietud interior, y no me refiero a lo del videoguol, que también, pues el mío seguía funcionando fatal desde que Miclantecuhtli lo hubiera trucado para sus fines subversivos, pero lo que en realidad me había alterado, como si yo fuese un imberbe adolescente, era la perspectiva de una cita que podríamos llamar amorosa, o picarona al menos, y para mi propia sorpresa me había pasado toda la semana con un hormigueo en el estómago que no había sentido desde los veinte años, cuando en el colegio me había enamorado locamente de aquella niña de decimocuarto curso. No negaré que en algún momento consideré la posibilidad de que el cambio de actitud de mi ex pareja pudiera guardar cierta relación con el éxito arrollador que estaba teniendo mi libro, y con los rumores que daban cuenta de las ofertas que me estaban llegando desde Hollywood, pero mi Terapeuta de Autoestima, o TA, consultado al respecto, me amonestó severamente por considerar razones tan rastreras en lugar de creer en mi propia valía, y me instó a que elaborara para el lunes una lista de veinte atributos que me hicieran extraordinario como persona, otros veinte como ser humano, y otros veinte como individuo. No entendí el enunciado de la pregunta y, en consecuencia, no hice los deberes, cosa esta que indignó a mi terapeuta y lo llevó a amenazarme con abandonar mi caso. Pero, aunque no encontré los sesenta atributos que me había pedido, el proceso me sirvió para reflexionar sobre mí mismo, sobre mi ex compañera, y sobre la evolución de nuestra relación a lo largo de los años, y me llevó a la conclusión de que, tal vez, nos encontrábamos en aquel momento al final de un complicado proceso que podríamos llamar de metamorfosis conyugal, es decir, un proceso en el que mi ex cuchicuchi me había visto como un gusano primero, durante nuestro matrimonio, como un capullo después, durante el divorcio, y quizás, finalmente, como una crisálida, lista para salir volando hacia ella y ofrecerle lo mejor de su existencia y, ya de paso, una cuenta bancaria a reventar.

Meditando sobre los siempre complejos asuntos del corazón, y contemplando con simpatía cómo las parejas se deslizaban por la pista, se me hizo la hora de marcharme. No quise interrumpir la alegría colectiva con mi despedida, así que opté por salir disimuladamente por una puerta lateral y detener un taxi que se acercaba por el callejón. Se comprenderá que, a estas alturas, ya no me sorprendiera escuchar cómo llegaba, al mismo tiempo que el taxi, una melodía repleta de requiebros y olés.

¿Por qué hasta el arma se me iluminó

con luces de aurora al anochecé?

¿Por qué hasta er purso se me desbocó

y toda mi sangre se puso de pie?

El conductor se bajó al reconocerme, me saludó con un abrazo sentido, y me palmeó la espalda enérgicamente. Yo me dejé estrujar un poco, hasta que noté que sus lágrimas de emoción comenzaban a humedecerme las hombreras, y opté entonces por empujarlo con delicadeza pero con decisión hasta que nos separamos. Le pregunté si, antes de unirse al banquete, podía llevarme a la casa de mi ex mujer.

—Bueno —me dijo—, pero lo haré como un favor personal. Ya he tenido que salir un momento para ir a buscar a este, que se había perdido, y quiero volver a la fiesta de una vez para felicitar a mi compadre Porfirio.

Reparé entonces en que, en efecto, el taxi no estaba vacío, sino que había un ocupante en el asiento posterior que intentaba salir sin conseguirlo, puesto que nuestro efusivo abrazo le impedía abrir la puerta. Cuando nos apartamos, Paco salió del coche quejándose, como siempre, de todo. Y no sé si fue la reciente reflexión sobre mi halagüeño futuro con mi ex mujer, o el todavía más reciente abrazo del taxista, pero reconozco que al encontrarme entonces con Paco, a quien no veía, como a los demás, desde el fatídico día del Hotel California, sentí unas incontenibles ganas de abrazarlo, ganas que por otra parte resultaron no ser tan incontenibles puesto que conseguí contenerlas. Sí le tendí, en cambio, la mano, emocionado, y percibí también una cierta ternura en su apretón.

—He venido a despedirme —dijo.

—¿Ya saben cómo devolverte a tu época? La ciencia es fascinante —observé.

—No lo sé, la verdad. Primero Miclantecuhtli se empeñó en que probáramos un sistema que había visto en una revista, en el que se explicaba cómo construir una máquina del tiempo con una vaporeta, las hojas de un puerro, y dos clips. La idea quedó descartada, pero tampoco he podido averiguar cómo iban las otras investigaciones que supervisa Chumillas. Desde que ha empezado a prepararse para su linchamiento mediático se ha empeñado en comunicarse mediante morse, y hace dos semanas que no entiendo nada de lo que me dice. Así que me temo que cualquier día de estos me vestirán con papel de aluminio y me mandarán al pasado. Y, visto lo visto, lo estoy deseando.

—Supongo —reflexioné— que, al igual que todos tenemos un lugar al que llamamos hogar, también todos tenemos un tiempo en el que nos sentimos como en casa.

—Tal vez, pero no es sólo eso —musitó Paco con la mirada algo perdida—. ¿Sabe? Me siento como un prisionero. Todos estos días, para pasar el rato mientras esperaba a que encontraran la manera de devolverme a mi tiempo, me he dedicado a juguetear con mi RAP, inventándome personalidades; pero cuanto más cambiaba mi identidad, más atrapado me sentía. Me he hecho bombero, cantante de ópera, creativo publicitario, supervisor de turno en la General Toyota Motors, marca registrada de N'Joy Corporation… ¿Lo ve? Ya hablo como usted. A eso me refiero. No hago más que cambiar de identidad y, sin embargo, no me siento diferente. O peor: no me siento yo mismo.

No descarté que Paco hubiera conseguido un poco de orujo de contrabando, porque su discurso se fue haciendo cada vez más enigmático, y se eternizó a base de darles vueltas una y otra vez a las mismas ideas que me acababa de exponer en estas primeras frases y que, por lo demás, ya eran de por sí bastante extrañas y vagas. Sin embargo, no me esforcé por deshacerme de él, consciente quizás de que aquella podía ser la última vez que nos viéramos, y me limité a dejarme llevar por una estúpida pero intensa nostalgia anticipada que me hacía condescender. Pasamos un buen rato así, los dos de pie en la acera del callejón lateral, hablando él y escuchando yo, con una copla como banda sonora y la sombra oblicua de los árboles como iluminación, indolentes los dos en aquel atardecer de septiembre, en el otoño invisible de la brisa fresca que respirábamos sin prisa, bajo la mirada complaciente del taxista y el susurro de las ramas repletas de hojas cansadas. Paco hablaba y hablaba, pero ni siquiera él mismo parecía entender lo que decía. Yo, por supuesto, tampoco. O quizás, a base de repeticiones, sí terminara por capturar cierto sentido que emergía más del tono que de las palabras, una especie de desilusión íntima y profunda, de la misma clase que había percibido en las miradas resignadas de Alexander Liar y, también, en ocasiones, en la desesperación de Miclantecuhtli, y hasta en los desvaríos de Monseñor Leño. Y, pensándolo detenidamente, tal vez la hubiera visto también, aunque ya no recordara cuándo ni cómo, en mi propia cara reflejada en algún reluciente escaparate de las tiendas BeYourself, marca registrada de N'Joy Corporation.

Todavía meditaba sobre estas tonterías cuando, entre copla y copla, el taxi me llevaba ya calle arriba en dirección a la casa de mi ex media naranja. Recostado en el asiento, feliz por haberme reencontrado con mis compañeros, y expectante por lo que me pudiera deparar mi cita inminente, continuaba dándoles vueltas en mi cabeza a las últimas palabras de Paco, con las que había intentado resumir, sin éxito, todo lo que me había dicho durante la última media hora. Eran, sin embargo, unas palabras inquietantes, una suerte de mensaje oculto que a base de repetir en voz alta intenté descifrar, también sin éxito, ante la mirada atónita del taxista. Lo había dicho mientras rememorábamos, entre melancólicos y orgullosos, los múltiples peligros que habían erizado la aventura que compartimos en aquellos dos días únicos de nuestras vidas; a modo de colofón, Paco me relataba cómo, aprovechando un descuido de los sicarios de Liar durante la rueda de prensa de Natalia Nodd, él se había dirigido a la recepción del Hotel California para evaluar la posibilidad de huir.

—Fue allí donde me di cuenta de que era imposible escapar —me dijo—. Porque, al contrario de lo que yo me esperaba, nadie intentó detenerme. Las puertas del hotel estaban abiertas de par en par, la gente entraba y salía, la música y la luz y las sonrisas y los perfumes eran tan agradables que me sentí abrumado por tanta belleza. Jamás habría imaginado que la realidad podía ser tan perfecta. Tan irreal. —Meneó la cabeza un instante y después prosiguió—. Lo último que recuerdo —dijo— es que yo corría hacia la puerta. Tenía que encontrar el pasaje de vuelta al lugar del que yo provenía. Relájese, me dijo el portero de noche; estamos programados sólo para recibir: puede dejar su habitación cuando quiera, pero nunca podrá salir.

 

 

 

FIN

 

 

 

Esta novela fue escrita a lo largo de

los años 2003 y 2004 en Comaruga,

Barcelona y San Xoán de Río, y se terminó

de imprimir en el mes de junio de 2005

en los talleres gráficos de Romanyà-Valls S.A.

en La Torre de Claramunt.

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