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AKA » CAPÍTULO 1

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Antes de que me sucediera todo lo que me dispongo a relatar, yo pensaba que los peores momentos de mi vida se habían terminado dos años antes, cuando por fin el juez Pera me había mandado a casita libre de cargos. Aunque, la verdad, la absolución no había servido de mucho, porque para entonces Javichu Depy y los demás astros de las ondas llevaban ya varios meses arrastrando mi hasta la fecha impoluta nombradía por las roderas legamosas de la difamación. Y el caso es que su señoría no sólo había reconocido que las acusaciones eran falsas, sino que en verdad se mostró muy generoso conmigo, tanto con el texto admonitorio de la sentencia como con la indemnización que fijó y que, como siempre sucede en estos casos, la poderosa N'Joy Corporation compensó con el pago de una terapia de recuperación en Calumniados Anónimos. Y digo yo: ¿qué tiene que ver esto con la truculenta historia que me propongo narrar y que, por lo demás, poca o ninguna relación guarda con los vericuetos judiciales? Este es el tipo de cosas que mi agente siempre me reprochaba con meloso paternalismo. Él fue también, dicho sea de paso, uno de los que me dieron de lado en cuanto mi nombre se convirtió en combustible mediático. Los detalles, solía decirme en los tiempos gloriosos mientras se sonaba los mocos con los folios de mi último manuscrito: acabarán perdiéndote los detalles. Muchas veces lo llamé después de la demanda por plagio para solicitar, si no su aval, sí al menos su consejo, una palabra amiga que me sirviera de faro en medio de la galerna, pero su secretaria siempre me evitaba con excusas que ni siquiera alcanzaban el rango de mentiras piadosas.

Pues, digo, habían pasado casi dos años desde aquel asunto del plagio, y yo me encontraba ya completamente rehabilitado, o tal vez escarmentado, que viene a ser lo mismo, y trabajaba desde hacía unos meses como verificador mnemónico, la misma profesión que ejercía antes de convertirme en afamado escritor y por supuesto antes también del escándalo, y que nunca debí haber abandonado por las tentaciones de la fama y la riqueza. Merced a mi buena disposición rayana en el servilismo no me había sido difícil encontrar un empleo, tanto más cuanto los meses que había pasado en Calumniados Anónimos habían servido también para que la ciudadanía se olvidara de mi nombre y concentrara su atención en los nuevos y horrendos escándalos que los telediarios seguían destapando. Don Agamenón Rodríguez-Liandres, a la sazón presidente de Plásticos y Pleitos S.A., marca registrada de N'Joy Corporation, me había contratado en calidad de trabajador ajeno por cuenta propia, relación laboral esta que consiste, como sabrán todos aquellos que gocen de idéntica condición, en que el trabajador corre con todos los gastos de su actividad mientras entrega los ingresos obtenidos a su Líder de Colectivos Profesionales o LCP, antes llamado empresario, jefe, patrón de yate, o también tirano. A fin de mes, y en justa compensación por sus esfuerzos, el empleado recibe un salario digno o, en ocasiones, indigno si la salud de la empresa no permite dispendios. Precisamente aquella mañana nuestro LCP, don Agamenón, había procedido con la firmeza de pulso que le caracterizaba a recortarnos el sueldo un 18% alegando razones que sólo una sólida formación hípica como la suya permitía descifrar. Tras mostrarnos una serie de gráficos en los que las líneas descendían como arrastradas por una gravedad sobrenatural y originada, al parecer, por nuestra incompetencia, don Agamenón nos invitó a aceptar lo que él llamó una simbólica rebaja en nuestros salarios. Pidió voluntarios y allí estaba yo. Di un paso al frente sin pensarlo. De hecho, di dos pasos al frente, por si alguien más se animaba y se planteaba competencia en el voluntariado. Después, y dirigiéndose en especial a aquellos que habían optado por permanecer quietos, don Agamenón prorrumpió en alabanzas sobre la libertad, los progresos sindicales, y la modernidad que el advenimiento del siglo XXII nos había traído y que, según dijo, permitía la coexistencia pacífica de prohombres como él con patanes como nosotros. Y dicho eso, corrigió con un rotulador las líneas que antes nos había mostrado, aumentó si cabe su pendiente, y con gesto compungido anunció que la situación de la empresa obligaba a un recorte de personal. Por suerte para mí, y sin duda como recompensa hacia la disciplina y responsabilidad que siempre guían mis actos, don Agamenón hizo unas cuentas rápidas con los dedos y nos informó de que el obligado recorte coincidía en número y composición con la fila de empleados que permanecían un paso por detrás. Todavía emocionado, se fundió en un abrazo con el delegado del gobierno y con nuestro representante sindical, y desaparecieron los tres de la sala deslizando entre sollozos algunas frases en las que se lanzaban desafíos para un próximo partido de golf.

Un rato después, don Agamenón me hizo llamar a su despacho. Cuando abrí la puerta, vi que el delegado del gobierno, que no era otro que el subsecretario del Ministerio de Diversidad y Minorías, todavía seguía allí dentro, pero nuestro LCP me indicó con un ademán que pasara.

—Me preocupa que no tengas ninguna empleada rubia y de ojos verdes —le decía el subsecretario a don Agamenón, palmoteándole la espalda mientras ambos se dirigían ya hacia la puerta—. El 14,7% de las mujeres lo son, y por lo tanto, siguiendo esa proporción, deberías tener 1,27 mujeres rubias y de ojos verdes en esta magnífica empresa. Por ser tú, olvídate de los decimales: te lo dejo en una.

—Créeme —le respondía don Agamenón con gesto de pesar—, estaría encantado de tener una empleada rubia y de ojos verdes.

—Entiendo perfectamente tu situación, amigo mío. Yo también tuve un negocio hace años, y me consta lo caro que resulta mantener zánganos. Pero ahí está el Acta Global de Igualdad, que para algo se aprobaría, digo yo. Te daré un consejo de amigo: despide a aquel tipo del bigote que estaba en la última fila.

—Pero… —intentó objetar don Agamenón.

—La discriminación pilosa no está nada perseguida —prosiguió sin detenerse el delegado del gobierno—. Te lo digo yo, que sé de esto. ¿No te has dado cuenta, por ejemplo, de que los toreros no tienen bigote? ¿Y has escuchado alguna protesta al respective? A eso me refiero. Sin embargo las rubias… ¡Y no digamos las de ojos verdes! Están muy organizadas.

—Visto así…

—Las personas con bigote siempre se han visto obligadas a vivir al margen de la sociedad, créeme. Ahí tenemos a Hitler, por ejemplo, o a Trotsky. O a Frida Kalo. —Suspiró, y en un aparte añadió—: Hazme caso. Olvídate de los tipos con bigote y hazte con una rubia de ojos verdes.

Y mientras el subsecretario del Ministerio de Diversidad y Minorías se despedía de don Agamenón y salía de su despacho tras propinarle otro abrazo, yo no tuve más remedio que admitir que, tomado al pie de la letra, aquel era el mejor consejo que había escuchado en mi vida. Por algo aquel hombre era subsecretario.

Cuando por fin nos quedamos a solas, don Agamenón regresó a su mesa y cortó con un gesto firme mi intención de tomar asiento.

—Hay quien no tiene excusa para explotar a sus semejantes —comenzó a decirme—, pero yo tengo una: mis hijos. Cuando alguien me critica por despedir a media plantilla, yo siempre digo: lo hago por mis hijos. Cierto que no han hecho nada para merecerlo, pero tampoco yo lo hice y mi padre me regaló la empresa cuando se murió, y lo mismo hizo su padre con él, y así sucesivamente. De hecho, no recuerdo ningún antepasado mío que llegara a dar un palo al agua para ganarse la vida, y sin embargo todos hemos vivido como marqueses. Curiosa paradoja, ahora que lo pienso. En fin, supongo que soy un

self-madelman, como dicen los americanos. Pero a lo que íbamos: ¿ve todo esto que se extiende ante nuestros ojos, hasta más allá del horizonte? —y, acompañando sus palabras, trazó un amplio arco con el brazo extendido—. Pues algún día será suyo.

—¿Mío? —pregunté, no menos emocionado que sorprendido.

—No, hombre, no suyo de usted. Suyo de mis hijos. ¿Por qué iba a darle yo a usted nada? Aunque en su favor debo decir que, al menos, nunca ha mordido la mano que le da de comer, cosa que no puede decirse de algunas ratas que tiene como compañeros. Además, es usted servil, piensa poco, y está bien domesticado en la creencia de que sus superiores, por el hecho de serlo, deben poseer más talento e inteligencia que usted. Ah, si yo le contara… Pero no le contaré, claro. En fin, todas estas virtudes no han pasado desapercibidas a mi experto ojo y, precisamente por ellas, estoy considerando ascenderle a

Group Strategic Section Head Supervisor. No es que vaya a hacerlo, pero lo tengo en mente. ¿Qué le parece? Ande, firme este papelajo mientras hablamos.

Recibí con satisfacción y reverencias este inesperado anuncio, aunque no quise hacerme demasiadas ilusiones puesto que no era la primera vez que don Agamenón me hacía partícipe, coincidiendo siempre con rebajas de salario o aumento de horas extras, de tan halagüeñas perspectivas sin que finalmente llegaran a concretarse. Por otra parte, yo no podría haber afrontado una decisión tan importante sin haberlo consultado previamente con mi Asesor de Carrera Profesional o ACP, con mi Consultor para Negociaciones y Acuerdos o CNA y, por supuesto, con mi Terapeuta de Realización y Desarrollo Personal o TRDP. A la vista de lo cual, me limité a interesarme con cautela acerca de las características de mi potencial nuevo puesto, así como por las mejoras retributivas que, suponía yo, me ayudarían a pagar más rápidamente mi nuevo chalé.

—¿Y puedo saber —me atreví a preguntar después de firmar el documento de aceptación voluntaria del nuevo recorte salarial— cuáles serían las contraprestaciones del nuevo puesto?

—Las mismas de las que ya goza, maldito comunista —me contestó don Agamenón, que se levantó como un resorte para llevarme del brazo hasta la puerta de su despacho—. ¿Cree que se merece más? El ascenso le permitiría trabajar más horas, explotar a los que ahora son sus compañeros, y reportarme mayores beneficios a mí. ¿No son estos acicates suficientes? Piénselo y dígame algo. O mejor: no me diga nada.

Y sin ni siquiera darme cuenta, me encontré al otro lado de una puerta cerrada y bajo la atenta y acusadora mirada de mis compañeros. Ellos no entendían la deuda de gratitud que yo mantenía con don Agamenón desde que él me hubiera ofrecido una oportunidad en el momento en que mi vida ya comenzaba a precipitarse por los abismos del desempleo y la insolvencia. Porque después del juicio había sucedido lo que siempre sucede: un par de rectificaciones en horario intempestivo, una terapia pagada en Calumniados Anónimos, y si te he visto no me acuerdo. Digo esto como una frase hecha, claro está, porque el problema era justamente el contrario: durante varios meses todo el mundo me había visto tanto en la tele que seguía acordándose de mí, o, mejor dicho, de aquel primer plano mío con cara de babeante esquizofrénico que La Verdad TV había sacado de la obra de fin de curso en la que yo había participado casi treinta años antes, interpretando magistralmente a Cuasimodo, y que se hinchó a poner a todas horas sin aclarar su procedencia. Durante el juicio se descubrió que el vídeo lo había proporcionado un antiguo compañero de colegio, al que no veía desde el día de la obra, a cambio de mil dólares y una entrada para la final de la Copa. Pero eso ya poco importaba. No me refiero a la final de la Copa, que también, sino a todo lo que se descubrió durante el juicio. Todo daba igual porque Javichu Depy, cual moderno alquimista, ya había conseguido transformar cada uno de mis deméritos personales, y aun alguno de mis méritos, en un punto adicional de audiencia para sus programas.

Pero ahora todo aquello pertenecía a mi pasado más remoto puesto que, gracias a la generosidad de don Agamenón al ofrecerme un empleo, había conseguido recuperar los dos atributos básicos que caracterizan a todo ciudadano honrado, a saber, una nómina mensual que me ofrecía cierta libertad, y una hipoteca a tipo variable que evitaba que pudiera hacer un uso excesivo de aquélla. De esta manera gozaba yo de la mejor protección a la que un individuo puede aspirar. En perfecta comunión, mi empresa y el banco velaban para que mi vida fuera una balsa de aceite, y si alguna inesperada circunstancia amenazaba con aumentar mi grado de independencia, y por lo tanto de incertidumbre, enseguida la una me reducía el sueldo o el otro se ofrecía para aumentar mi endeudamiento. Como resultado de esto último, y aunque vivía aún en el piso de alquiler del

Common Interest Development intermedio, también llamado CID intermedio, al que tuve que mudarme después del escándalo, había podido comprarme unos meses antes un recoleto chalé en construcción en un CID residencial. En un principio se había construido para ciudadanos pertenecientes al colectivo de madres homosexuales pero, tras quebrar la constructora y disminuir la calidad de los materiales, la urbanización se destinó a profesores de instituto y, por fin, después de varias suspensiones de pagos de la empresa inmobiliaria, se le puso una techumbre de paja y terminó por ser inscrito como un CID para trabajadores ajenos por cuenta propia con un nivel mínimo de ingresos que yo, todo sea dicho, superaba por los pelos.

Sea como fuere, y a base de trabajo y paciencia, el caso era que me estaba reintegrando por fin a la escalera social, si bien en aquellos momentos me encontraba subido a uno de sus peldaños más bajos. No diré que esto me enorgullecía, pero debo confesar que tampoco me sentía humillado: en cierto modo, aceptaba todo aquello como un razonable castigo a mi injustificada ambición, y me veía a mí mismo como un caso ejemplarizante para nuestra alocada juventud. En ocasiones fantaseaba con esa idea, y me imaginaba asomado a la ventana de mi despacho contemplando a los muchachos y muchachas que caminaban por la Gran Vía mientras, en un susurro sólo perceptible por ellos, yo les aconsejaba: no confundáis la libertad con el libertinaje. Y ellos me miraban a través del cristal y asentían agradecidos. Esta fantasía era, por supuesto, imposible de materializar por el doble motivo de que mi lugar de trabajo carecía por completo de ventanas, ventanillas o ventanucos, y porque cualquier joven que, a pesar de ello, hubiera podido escuchar mi consejo habría respondido probablemente con algún gesto obsceno, si no con una agresión verbal.

Pero toda esta idílica situación que acabo de describir y que tanto tiempo, esfuerzo y risas falsas había invertido en alcanzar estaba, sin que yo pudiera ni saberlo ni preverlo ni siquiera imaginarlo, a punto de desmoronarse. Y si algo puedo decir en mi descargo es que, en esta ocasión, yo hice todo lo posible por evitarlo. De hecho, el único acto que realicé de forma voluntaria, y que en cierto modo desencadenó el pandemónium posterior, fue aceptar aquella misteriosa misiva que la portera me entregó al llegar a casa y que, ponderando todo lo sucedido después, afirmo ahora que habría sido mejor empleada como envoltorio de mi bocadillo de Nocilla, marca registrada de Eternal Life Inc.

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