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AKA » CAPÍTULO 10

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Después de la charla con don Agamenón, la mañana había transcurrido con una tranquilidad que habría empalagado a un dominico, y sólo los dos clientes con cita programada habían quebrado aquella monotonía. Fueron, sin embargo, dos casos rápidos. Apenas empleé media hora en transcribir para su escamada esposa los recuerdos de un marido sospechoso de adulterio, con resultados satisfactorios, es decir, el marido había resultado ser inocente, y no hube de dedicar más de otros veinte minutos a rescatar los recuerdos infantiles de un individuo cuya homosexualidad estaba siendo cuestionada en su CID gay y que, para disipar cualquier duda ante su consejo vecinal, pretendía demostrar que ya en el colegio acariciaba pensamientos lascivos cada vez que afilaba un lápiz. El resto del tiempo lo empleé, como de costumbre, en redactar informes sobre mi rendimiento y en leer con devoción los memoranda que don Agamenón nos enviaba, y en los que incluía agudas reflexiones extraídas de la colección «

Zen and the art of slavery», cuyos volúmenes coleccionaba. También aproveché para emitir mi voto en la consulta diaria del Plan de Participación Ciudadana en la Democracia, o PPCD, que en aquella ocasión preguntaba a los administrados adónde debería destinarse una partida de cincuenta millones de dólares del Ministerio de Cine y Otras Artes, para la que se proponían tres alternativas: coproducir la nueva película de Tulius Grim, tapar las goteras del Museo del Prado, o financiar una investigación sobre la obra de Heráclito, cosa que me llamó la atención puesto que no sabía yo que la fabricación de barajas se incluyera entre las responsabilidades del ministerio.

A ratos, el irreverente Foom se asomaba a la puerta de mi cochiquera y me contaba sus planes para el fin de semana. Esto podría haber sido interpretado como un entrañable gesto de camaradería por quien desconociera que, un par de años antes y tan pronto como supo que yo me había divorciado, y dedujo por tanto que mi ex mujer estaría cobrando una suculenta pensión, Foom se había apresurado a sonsacarme información con objeto de conocer los locales que frecuentaba mi ex cónyuge, sus gustos y manías, sus deseos y aspiraciones, su actor favorito, su presentador predilecto, y, en fin, todo lo necesario para que al cabo de pocos meses mi ex costilla terminara cayendo rendida en sus brazos. Ahora, Foom vivía en la que había sido mi casa de Soto de Trepas, se acostaba con la que había sido mi mujer, compraba cuadros con el dinero de la pensión que yo pagaba, y para colmo lo habían ascendido tres meses antes y era, por lo tanto, mi jefe directo.

En esto estábamos, con Foom describiéndome en detalle las características técnicas de la nueva cama de matrimonio que planeaban comprar el sábado próximo, cuando un rostro desconocido se asomó por encima de uno de los biombos de mi

workspace.

Diría que era una faz siniestra, si no fuera porque sería del todo inexacto calificar como siniestra aquella cara mofletuda y rechoncha, de la que pendía una luenga barba blanca de textura algodonosa, a juego con la cabellera que a duras penas ocultaba el cráneo. Foom interrumpió su perorata y se estiró los puños de la camisa.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Desearía realizar una verificación de memoria —dijo el anciano visitante—. Aquí mi hijo ha sufrido un golpe en la cabeza y ahora no nos reconoce ni a mí ni a su difunta madre.

—Quizás sea un efecto pasajero —aventuré—. ¿Por qué no espera unos días?

—A mi edad —suspiró el vejete—, no se pueden malgastar los días en esperas. Y comprenderán ustedes que, caso de que en su memoria no quede rastro alguno de mi persona, me vería en la obligación de desheredarlo y entregarle toda mi fortuna, pongo por caso, a alguna piadosa meretriz que se aviniera a cumplir mis más depravadas fantasías sexuales durante el poco tiempo que, me temo, permaneceré en este valle de lágrimas.

—Se me ha hecho tarde —se excusó Foom, viendo que aquel iba a ser un caso sencillo, rápido y, por lo tanto, barato—. Mi colaborador, a quien llamo así cuando en realidad es mi subordinado, le atenderá con mucho gusto. Así que le dejo en sus manos y, por favor, no coman dentro de las instalaciones.

Hice como pude un hueco en mi cubículo e improvisé dos asientos para los visitantes que, en efecto, resultaron ser dos, puesto que tras el venerable anciano no tardó en aparecer un sujeto algo más bajo, mucho más joven, y de idéntico arquetipo capilar, es decir, larga cabellera y poblada barba, quien se quedó contemplando mi receptáculo como si aquella fuera la primera vez que salía de casa. Cierto que los artefactos de los que me sirvo para realizar mis transcripciones no son muy comunes y siempre despiertan cierta curiosidad entre los clientes novatos, pero es que aquel individuo miraba con idéntica estupefacción el lector de sosuros corticales y el vulgar flexo lantánico que iluminaba mi mesa de trabajo.

—Me solidarizo con su desgracia, o con usted, no estoy seguro del uso correcto —dije, componiendo un gesto de pésame, y acompañé mis palabras de un sonoro golpe en el pecho que me hizo toser—. Dicho esto, le informo de que la verificación de un recuerdo concreto tiene un precio de 1000 dólares, mientras que si desea una verificación de una sucesión de recuerdos la tarifa asciende a 5000 dólares por cada mes de vida que quiera recuperar.

—No creo que el niño recuerde tanto —se emocionó el anciano—. Lo único que hemos conseguido averiguar hasta ahora es que, al parecer, fue víctima de un laúd.

—Qué crueldad. ¿Han detenido al músico?

—No he dicho laúd, sino alud —me corrigió, y yo no discutí porque el cliente siempre tiene la razón, si paga por ella—. Un alud de nieve. En Sierra Nevada. O eso dice él. Pero lo que yo quiero saber es si recuerda algo de su vida anterior al desdichado suceso, aunque los médicos ya me han advertido de que sufre una amnesia nihilántica pseudovácua, que vaya usted a saber lo que es, y que la recuperación es imposible de no mediar un milagro, en cuya existencia ellos no creen por cuestiones religiosas. En fin, los médicos lo dicen y yo me lo creo. Si todos procediéramos así, nos ahorraríamos muchos disgustos y otros tantos juicios por negligencia. Pero no divaguemos más: voy con prisa —y al decir esto miró en derredor suyo como si la prisa fuera un ser material y lo estuviera persiguiendo—. Lea usted algunos recuerdos al azar, digamos diez. Si yo no aparezco en ninguno de ellos, esta misma noche me agencio una mulata.

Me froté las manos por debajo de la mesa y rogué para que don Agamenón no se hubiera marchado todavía a casa, y pudiera así contemplarme trabajando fuera de horas y recaudando diez mil dólares, a los que él podría dar el destino que su buen juicio le dictara. Quizás se decidiera a ponerle respaldo a mi silla, quién sabe.

Di por concluida la cháchara y senté al joven en el taburete de trabajo mientras él proseguía contemplando en actitud extática el comunicador personal de mi oreja, o el anillo proyector, o incluso mis austeros zapatos de rutherfodio. La lectura mnemónica resultó, como había pronosticado el beatífico longevo, un caos. Verifiqué el accidente con la avalancha de nieve, que aparentemente había sepultado al paciente hasta que perdió el conocimiento, y rescaté acto seguido los diez primeros recuerdos que encontré anteriores a ese instante. En general eran situaciones estrambóticas que vinieron a confirmar la anarquía sindicalista que gobernaba su mente, y en la que sus neuronas se conectaban dentro de una orgía de sinapsis y mielina adulterada. A pesar del galimatías, existía un cierto hilo conductor que enhebraba todas las escenas: sus recuerdos incluían siempre la visión más o menos nítida de diversas partes de la anatomía femenina. El sujeto pellizcando una nalga, el sujeto columbrando la puntilla de un sujetador, el sujeto evaluando la firmeza de un muslo, el sujeto hipnotizado por el bamboleante ir y venir de unos pechos… Y todo ello mezclado con elementos oníricos o extraídos de películas antiguas, como televisores de plasma, automóviles de gasolina e incluso un perro suelto. Eso por no hablar de algunas actividades que entrarían de lleno en el terreno de lo delictivo: el sujeto con una botella de vino, el sujeto fumándose una tagarnina, el sujeto comiendo chorizo, el sujeto friendo un huevo.

—Lamento comunicarle que su hijo no recuerda nada coherente —concluí, una vez terminado el examen—. Y es una pena porque, a juzgar por los retazos de memoria que he transcrito, se ve que la criatura era una joya.

—¿No aparece nada medianamente reconocible? —insistió el anciano con más nervios que pena—. Ya no digo yo, que a fin de cuentas sólo soy su padre, pero ¿no ha podido usted vislumbrar algún actor famoso, quizás un cantante popular, qué menos que cualquiera de nuestros incorruptibles periodistas?

—Lo siento.

—¿Un futbolista?

—Nada.

El vejete se tomó una breve pausa para lanzar un suspiro.

—Qué le vamos a hacer —se lamentó sin mucha convicción—. Contra mi voluntad, me entregaré a partir de hoy al vicio y la depravación hasta donde me lo permita mi desahogada cuenta corriente. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. No le entretengo más.

Y casi arrancando al jovenzuelo de las sondas y conexiones que todavía recubrían su cabeza, dejó unos billetes sobre la mesa y salió apresuradamente de mi

productivity box. Antes de que lo hiciera, y todavía obnubilado por la contemplación del dinero, conseguí deslizar en los bolsillos de los dos visitantes sendas tarjetas de visita de cartulina, lo que esperé que interpretaran como un signo de elegancia y de gusto por lo tradicional.

—Siempre a su servicio, día y noche. Si lo desea —pude añadir, casi gritando, antes de que la pareja desapareciera por la puerta del edificio—, puede pasar a recoger la traducción a partir de mañana. ¿Formato binario o cuántico?

Pero lo único que recibí como respuesta a mi amable interés fue el silencio más absoluto, si descontamos el bufido de las tomas de aire, el ronroneo de los bancos de datos, la chicharra de las sondas antiácaros, el traqueteo de los ascensores, y el trasiego de cubos y fregonas que las señoras de la limpieza habían desplegado por los pasillos, puesto que ya se había cumplido nuestra hora de salida, la cual, por providencia de don Agamenón, coincidía con la de entrada de aquéllas. Regresé, pues, a mi cajuela y me dispuse a dejar que transcurrieran algunos minutos más para demostrar mi compromiso con la empresa. Era éste una suerte de pacto tácito que observábamos con rigor todos los empleados, algunos de nuestros jefes, y ninguno de los directivos, y que nos obligaba a salir del edificio siguiendo una complicada secuencia de pasos adelante, detenciones, y carreras, que todos debíamos memorizar desde el primer día con el fin de evitar que las torres de protección ciudadana detectaran nuestra presencia y registraran nuestra hora real de salida, lo que situaría a don Agamenón en un intolerable compromiso ante las autoridades laborales que podrían deducir que nuestro líder nos obligaba a hacer horas extras no remuneradas cuando, en realidad, nuestra prolongada permanencia en la empresa era voluntaria, y sólo se veía incentivada, si así puede llamarse a este simbólico gesto, por la promesa de don Agamenón de no despedir al día siguiente a todo aquel que hubiera trabajado al menos dos horas gratis.

Cumplido el trámite, y tras abandonar el edificio junto a mis compañeros mediante el complejo ritual ya mencionado, me comuniqué como todos los días con mi Diseñador de Estados Físicos Óptimos o DEFP para que me indicara cómo debía regresar a casa. Dado que el día anterior me había permitido utilizar el autobús, en esta ocasión me recordó una vez más los resultados de una reciente investigación que demostraba los prodigiosos efectos sobre el páncreas provocados por la práctica de la carrera a la pata coja, siempre que fuera sobre la pierna izquierda, ya que de hacerlo sobre la pierna derecha se aumentaba el riesgo de padecer piedras en el riñón. Así que me recogí la corbata, fruncí el vuelo del pantalón, y me dispuse a mejorar mi salud empleando el carril patacoja que el ayuntamiento, siempre pendiente del bienestar de los ciudadanos, ya había dispuesto desde hacía unos meses en las principales calles de la ciudad. Mientras me desplazaba sobre él, prácticamente solo, reflexioné sobre el paralelismo que existe entre la libertad sin precedentes que nos ofrece nuestra sociedad postneosupraliberal y las vías públicas, en las que la calzada se encuentra dividida en múltiples carriles que permiten a los ciudadanos elegir aquel que mejor se adapte a sus deseos. Así, tenemos carril bici, carril bus, carril patinete, carril reptante, carril salto de la rana, carril trote, y, ahora también, carril patacoja. Todos ellos, además, disponen de mucho más espacio del que demandamos los, por otra parte, escasos ciudadanos que creemos firmemente en las ventajas de dichos medios de transporte. Porque, para desesperación de nuestros regidores y sorpresa de los psicólogos, y a pesar de las variadas opciones que el gobierno pone a nuestra disposición para facilitar nuestros desplazamientos y mejorar nuestra salud, siempre es el carril coche el que se encuentra abarrotado, y eso que con el tiempo su anchura se ha ido recortando hasta obligar a los fabricantes a diseñar automóviles en forma de macarrón.

Sea como fuere, y vigorizado por el ejercicio, aunque también empapado en sudor y polen puesto que el verano arreciaba, llegué saltando primero a mi CID, después a mi calle, y finalmente a mi portal. Y fue en ese preciso instante, pienso ahora en retrospectiva, cuando todo empezó.

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