AKA

AKA


AKA » CAPÍTULO 11101

Página 43 de 46

—Llevan tanto tiempo dirigiendo el mundo que han llegado a convencerse de que éste ya no puede existir sin ustedes. ¿No hablaba hace un momento de las religiones, de Dios? Pues bien, creo que así es como ustedes se ven a sí mismos: como dioses que cuidan a unas pequeñas criaturas inferiores. Pero hete aquí que esas criaturas no son inferiores, sino sus iguales, y son capaces de enfrentarse a la vida sin necesidad de que nadie las proteja. Es más: están deseando hacerlo. Sólo necesitan que alguien, como yo por ejemplo, les abra los ojos.

Alexander Liar meneó la cabeza mientras tragaba el último sorbo de agua, y Chumillas le quitó otra botella a uno de los ejecutivos para ponerla a disposición de su superior con una leve pero rastrera inclinación de espalda.

—Bla, bla, bla, bla, bla… —comenzó a decir Liar, y algunos pensamos que se había atragantado—. ¡Chorradas! ¿Es que no han escuchado todo lo que les he estado contando? ¿Para eso me dejo el paladar pelado? ¡La gente no quiere vivir, maldito demagogo! La gente no quiere asumir la enorme responsabilidad que supone vivir la vida real, ni la infinita libertad que eso conlleva. La gente no quiere aceptar el ineludible riesgo que implica tener que elegir continuamente entre varias alternativas, y arrostrar al final el hecho de que tal vez han elegido mal y han desperdiciado la única oportunidad que tenían de pasar por este valle de lágrimas, para unos, y de masajistas venezolanas para otros. Lo vemos todos los días: la gente no quiere casarse, no quiere abrazar ninguna religión, no quiere afiliarse a ningún partido político, no quiere declararse ni existencialista ni nihilista ni empirista. Como ya expuse antes con maestría, a la gente no le gusta tener una sola alternativa, pero tampoco le gusta tener demasiadas. Sí, el virtuoso término medio. Así que para tenerlos contentos no hay que decirles lo que tienen que elegir, sino solamente lo que no tienen que elegir. Ofrézcales la religión católica, pero ponga a los mandos a alguien como Monseñor Leño para que todos puedan decir, satisfechos, que no son católicos. ¿Son protestantes? No lo sé. ¿Qué son? No lo sé. Pero no son católicos. Tampoco son musulmanes. Tampoco son budistas. Embadúrnelos con la cultura americana, pero sólo para que puedan decir que la rechazan. Permítales que flirteen con otras mujeres u hombres, pero sólo para que puedan decir que no dejarán a sus cónyuges por ellos. En resumen, mostrémosles las opciones que queremos que rechacen, porque las rechazarán para sentirse libres, y escondamos las opciones que queremos que abracen, porque las estarán abrazando por omisión y, lo más importante, sin ser conscientes de ello. Serán fieles que se creen infieles; devotos que se creen herejes; militantes que se creen anarquistas. Serán monos de feria que se creen seres humanos. Porque, ¿sabe qué? La gente no sale de la jaula porque no quiere. Y no van a salir tampoco ahora porque un

hacker mexicano los empuje. Al revés: protestarán y dirán que, ejerciendo su libertad, prefieren quedarse dentro de la jaula. — Llegado a este punto, Alexander Liar hizo una pausa con una clara intención melodramática, y por eso fulminó a Chumillas con la mirada cuando éste hizo un amago de intervención. Por fin, el magnate decidió proseguir con un tono mucho más relajado—. En realidad, mi oligoneuronal amigo, la gente no quiere vivir porque, simplemente, no quiere morir. Bueno, esto es una tontería. María Jesús, táchelo. Quiero decir que la gente no quiere afrontar el hecho de que tiene que morirse. No toda a la vez, claro, sino poco a poco. Y nosotros hemos encontrado la solución. Nosotros hemos conseguido que la gente no tenga que morirse.

—¿Ah, sí? —se interesó, cínico, Mic—. ¿Y cómo?

Liar nos recorrió a todos con una mirada entre enigmática y miope. Quizás fuera bizco, pensé, aunque sería extraño porque ahora sólo los pobres tienen miopía o bizquera. La ciencia adelanta que es una barbaridad.

—La única manera de no morir es… no vivir. No, hombre, no me mire así. ¿Es usted bizco?

—Pero la gente está viva —balbucí, confundido por los extraños argumentos que se nos estaban ofreciendo.

—Ahí es donde entramos nosotros, y uso el plural en sentido casi mayestático porque ya se habrá dado cuenta usted de que Chumillas y los otros no son de gran ayuda. Pero carecen de escrúpulos, y eso siempre viene bien. En fin, es lo mismo de antes: si usted vive la vida real, antes o después se preguntará por la muerte. Y ahí terminará su felicidad.

—Eso es discutible, cuando menos —objetó Porfirio que, como siempre, parecía interesarse sólo por las cuestiones más esotéricas—. Pero dejando a un lado enmiendas ontológicas, ¿cómo rompe usted ese silogismo?

—Claro, como se ha pasado usted toda mi charla achuchando a esa joven, de muy buen ver, por cierto, ahora tiene dudas. Muy mal —lo amonestó Liar—. Pues sepa que ya he dicho antes cuál era la solución: construir una vida ficticia. Una vida en la que también hay muerte, claro, porque si no la gente no se la creería. Pero es una muerte ligera, una muertecilla, una muerteticilla. Nada, una minucia. Algo que les sucede a los demás y que, además, incluso les viene bien. A los demás, claro. Pero yo soy eterno.

—¿Ah, sí?

—No yo. Cualquiera. Quiero decir que, desde el punto de vista de cada individuo, él es eterno. Sólo se mueren los otros. Y él ni siquiera se da cuenta. ¿Me sigue? Es una vida artificial, más falsa que las noticias del telediario, o mejor dicho tan falsa como ellas, pero es una vida creíble. Y eso es lo único que importa. Ya hemos visto tantas películas que a la vida le exigimos lo mismo que a un buen guión: que sea creíble y entretenido. Yo ofrezco eso: una vida con un buen guión. El original, si se me permite la crítica, dejaba bastante que desear.

—¡Pero todo eso es imposible! ¡La gente exige la verdad! ¡No quieren mentiras! —clamó otra vez Miclantecuhtli.

—Eso es lo mejor de todo. Sí, reconozco que ahí nos hemos permitido una pequeña

frivolité, un guiño creativo. Hemos construido una vida falsa en la que, por encima de todo, hemos realzado el valor de la verdad. ¿No es genial? En cierto modo, era imprescindible hacerlo: la mejor manera de que nadie sospeche que todo es mentira es adelantarse y hacer bandera de la verdad. Pero, sea como sea, esto es secundario. Lo importante es lo que le decía antes, que para eso se lo dije primero. Mientras haya que morirse, la gente estará dispuesta a creerse casi cualquier cosa que lo evite. Y, extrapolando ese principio, podríamos decir: mientras haya cosas desagradables, la gente estará dispuesta a creerse cualquier cosa más agradable. ¿La verdad? ¿Qué verdad? Mírese a usted mismo —me dijo Liar sin perder el hilo—: ¿quién es usted?

—Immanuel Kant.

—Ese nombre me suena… —intervino uno de los consejeros—. ¿No se llamaba así un famoso domador rumano?

—Ese no es usted —atajó Liar, sin hacer caso de la clac—. Ese es su AKA. Usted es un número. Usted es uno más. Todos somos uno más, pero todos nos creemos especiales. ¿Qué dice usted, jovencita? Sí, vale, tal vez Johnny sea realmente especial, porque unos alaridos semejantes no pueden ser obra humana. Pero todos los demás, incluidos los millones de seres que nos han precedido en esta lotería universal, incluido yo mismo con mi excepcional inteligencia, tan sólo somos un número más. Pero como esa verdad es muy triste y, desde luego, nada popular, cuando se proclamó el Acta de los Cuatro Bytes se permitió que las personas pudieran conservar un nombre, un AKA. Algo que les hiciera sentirse especiales, y como consecuencia de ello ahora tenemos niños que se llaman Xilófono o Ganimedes, que no sé si los hará especiales, pero que desde luego a mí me parece lamentable. Pues bien, eso mismo ocurre con la realidad. No vivimos en ella, sino en el AKA que hemos construido a nuestro gusto: reacciones químicas, AKA amor; impredecibilidad cuántica, AKA genialidad; preguntas sin respuesta, AKA Dios; preguntas con respuesta incompleta, AKA Ciencia; angustia de futuro, AKA destino; televisión, cantantes melódicos, futbolistas, hipotecas, automóviles, hijos universitarios, pensiones de jubilación… AKA realidad. Existir es difícil y doloroso, amigo mío, y a medida que nos hacemos adultos nos vamos dando cuenta de ello. Y entonces nos resistimos a madurar, y nos agarramos a la infancia con uñas y dientes. Somos niños de treinta, de cuarenta, de cincuenta años. Adoramos a los niños, jugamos con los niños, vivimos con los niños, queremos ser niños. E, igual que hacen los niños, no arreglamos los problemas: sencillamente, cerramos los ojos y nos comportamos como si no existieran, en una realidad con problemas de juguete que podemos resolver y que nos hacen sentir bien. —Se recostó en su asiento y dio un largo suspiro, tras el cual añadió—: María Jesús, no se marche a comer: haga que le suban un bocadillo porque hoy estoy inspiradísimo.

Volvió a la habitación uno de esos silencios que iban y venían. El de esta ocasión era, sin duda, un silencio hueco, un silencio que simplemente había venido a envolver el vacío de palabras, de ideas, y de ánimos que había ocupado la sala después del discurso de Alexander Liar. Un silencio ni ligero ni grave, ni violento ni amistoso, un silencio que nos hacía sentir desamparados, nadando contra una corriente que tal vez no nos hiciera retroceder, pero que desde luego nos impedía ganar un solo metro. Y es que las palabras del preboste habían hecho cierta mella en nuestras filas.

Las miradas dubitativas que nos cruzábamos demostraban que quien más y quien menos comenzaba a considerar si, en efecto, merecía la pena seguir peleándose contra aquel gigante sin cara. Yo, debo reconocerlo, y a la vista de los datos que Liar nos había ofrecido sobre el pasado de Javichu, me preguntaba también si era justo salvar nuestros pellejos desviando la atención de la gleba hacia los pellejos de otros que, según lo que acabábamos de escuchar, podían resultar tan inocentes, o tan culpables, como nosotros mismos. Por otra parte, la arenga de Liar nos invitaba a renunciar a nuestro plan, pero no nos proporcionaba otro alternativo al que aferrarnos. Si a todo esto unimos el agotamiento físico y mental que ya comenzaba a apoderarse de todos nosotros después de la larga noche anterior, y del no menos extenso día que estábamos viviendo, se entenderá que Kopp, la portera, mi hija, Johnny, el hostelero, Gaio Claudio, y hasta el propio Porfirio, arrimado por cierto a la celestial Berenice, se dejaran caer sobre la moqueta en un gesto que, más allá de responder a un deseo de sentarse a descansar un rato, simbolizaba a la perfección el desánimo que ya cundía de manera irreversible entre nuestras tropas.

Este hecho no pasó desapercibido para Alexander Liar, en cuyos ojos pude vislumbrar un destello de satisfacción que volvió a ponerme en alerta.

—Pues lo siento mucho —reaccioné antes de que la flaqueza nos dominara—, pero en este caso no me queda otro remedio que estar de acuerdo con un italiano llamado Maquia Velo, o algo así, que al parecer opina que el fin justifica los medios.

—¡Semejante teoría sólo podía provenir de un italiano! —se escandalizó Chumillas—. Seguro que juega en el Inter. ¿Alinear más centrocampistas para marcar gol? Fútbol especulativo llamo yo a eso.

—Maquiavelo —nos corrigió a los dos el culto Porfirio—. Se llamaba Maquiavelo, y no es un futbolista del Inter.

—¿No? —se sorprendió Chumillas—. Pues con esas ideas encajaría a la perfección en el ancestral

catenaccio transalpino.

—Tanto da —atajé yo—. El caso es que nuestro plan, aun pudiendo ser injusto, es el único que tenemos. Y si alguien tiene que ser sacrificado en el altar de la calumnia para satisfacer al dios de la envidia…

—Esa es buena —me aplaudió Alexander Liar—. María Jesús, apúntela.

—Gracias. Pues digo que si alguien tiene que ser sacrificado, mejor que sea Javichu Depy, que también participa de este cotarro y, por lo tanto, seguro que ya se habrá ganado su porción de penitencia.

—Javichu —volvió a corregirme Alexander Liar— no sabe nada de nada. Por eso triunfa: porque cree en lo que hace. Nosotros no le damos instrucciones, sino que él mismo actúa por iniciativa propia. Javichu cree en la Libertad, en la Democracia, en el criterio del pueblo, en la Paz, en la inteligencia humana. Yo mismo me sorprendo, pero le juro que es cierto. Así que, cuando queremos cargarnos algo, lo vestimos de amenaza para alguno de esos sacrosantos valores y Javichu aparece al instante capitaneando al llamado pueblo llano, que siempre acude dispuesto a colgar de un pino al ofensor. A colgarlo después de un juicio, eso sí, y siempre que el juicio corrobore la versión de Javichu, porque tiene muy mal perder y si no le dan la razón se ensaña entonces con el juez.

—Peor me lo pone —repliqué—. ¿Me está diciendo que cuando Javichu destrozó mi reputación no lo hizo siguiendo órdenes insoslayables, sino que actuó por iniciativa propia? Vuelvo a ver nuestro plan con buenos ojos…

—No entiende usted nada —se impacientó Liar—. Se empeña en buscar culpables, y yo intento explicarle que no hay ningún culpable que buscar, o que la cadena de culpabilidades es tan larga que medio Madrid podría tener algo que ver con su desgracia pasada. Pero, sobre todo, intento decirle que las cosas son como son, y que desde luego no van a cambiar porque ustedes prendan la mecha de la hoguera que terminará por quemar a Javichu Depy. Eso, amigo mío, sólo sería parte del juego. Parte de este AKA de realidad en el que vivimos.

Y, sencillamente, llegados a ese punto, ya no pude más. Aparte de sus méritos profesionales y de su pericia empresarial, había que reconocer que Alexander Liar tenía un pico de oro, y una labia incansable. Después de aquel largo toma y daca, yo ya no sabía si éramos prisioneros o carceleros, si nuestro objetivo era derribar a Javichu Depy o fichar al tal Maquiavelo para el Inter, si Alexander Liar era nuestro enemigo o ese padre comprensivo que todos habríamos querido tener. Además, los chichones que había ido coleccionando en las últimas horas llevaban un buen rato palpitando con su propio corazón, y ahora parecían estar ya a punto de nacer, a juzgar por los terribles dolores que yo sentía en la cabeza. En cuanto a mis compañeros de fatigas, sus caras reflejaban la misma confusión que yo experimentaba, al menos las de aquellos que seguían despiertos. Sólo Miclantecuhtli conservaba una actitud enérgica, e intentaba contagiarme su entusiasmo con gestos de ánimo. Y quizás fue precisamente ese contraste, al contemplar la inmarcesible determinación de Mic en medio de aquel desierto de resignación y cansancio, lo que me hizo comprender que Liar tenía razón. Al lado de Kopp, de Gaio Claudio, de la señora Domitila, de mi hija, de Porfirio, demasiado arrimado a Berenice para mi gusto, incluso de Johnny y del doctor culebra, que a pesar de todas sus peculiaridades no dejaban de ser personas normales, con aspiraciones normales y quejas normales, Miclantecuhtli se me apareció más bien como uno de esos iluminados que salen en los programas de testimonios junto a otros individuos que afirman descender de Ramsés o haberse comunicado telepáticamente con un plutoniano. Y por eso supongo que fue el conjunto de la escena que se me ofrecía, y no ninguna de sus partes en concreto, lo que me hizo sentir súbita y simultáneamente ridículo, exhausto, y vencido. Y, supongo también, estas tres sensaciones confluyeron en mi rostro para dotarlo de una inequívoca expresión de derrota, pues cuando Alexander Liar recuperó el turno de palabra lo hizo con una calma condescendiente, casi diría que con cierto aburrimiento, o más bien con desilusión, como si hubiera esperado más resistencia o incluso, por una vez en su vida, un rival realmente digno de él.

—Dejémonos de charlatanería —dijo—. Se hace tarde: yo tengo que volver a Miami, puesto que ya he localizado al pendón de mi hijo, y mis esbirros tienen que ir a hacer bulto en la rueda de prensa que comienza en unos minutos. Así que usted dirá.

—¿Diré qué? —pregunté confundido.

—Pues usted dirá qué quiere. Antes me amenazó con airear cierta información turbia sobre el pasado de Javichu Depy. Digamos que, a pesar de todo lo expuesto, yo prefiero que dicha información siga a cubierto, al menos temporalmente. No es que me preocupe que Javichu caiga, como ya le he explicado. Es sólo que no lo habíamos planificado y no nos gustan las cosas que no podemos prever: afectan a la cotización en Bolsa. ¿Qué quiere usted a cambio de su silencio?

Quizás alguien más acostumbrado que yo al chantaje y a la delincuencia en general hubiera previsto antes este extremo, pero debo reconocer que a mí me cogió por sorpresa. Con tanto cambio de planes, en ningún momento nos habíamos parado a pensar qué íbamos a pedir cuando llegáramos al final. O, tal vez, era sólo que ninguno de nosotros había confiado realmente en llegar tan lejos, o en hacerlo en condiciones de pedir nada. Despistado, pues, por el requerimiento de Liar, miré a un lado y a otro buscando algún tipo de pista entre mis compañeros, pero dado que unos estaban dormidos, otros peleados, pues parecía que mi hija no había perdonado los coqueteos de Johnny durante la entrevista a la señorita Nodd, y un último grupo se había arrimado a las mesas de refrescos, sólo pude intercambiar unas breves muecas con Miclantecuhtli, quien, al igual que yo, no parecía haber pensado qué hacer si su temerario plan salía bien. En qué manos nos habíamos puesto, pensé una vez más.

—No sabría decirle —confesé por fin, sabiendo que estas palabras me dejaban, más que en evidencia, en ridículo.

—Lo suponía —se jactó Alexander Liar—. Mucho criticar a los que mandamos, pero cuando les toca mandar a ustedes se acochinan. En fin, tendré que pensar una manera de liquidar este asunto. No me mire así, hombre. ¿Por quién nos ha tomado? No somos de esos que van cargándose a todos los que se ponen en su camino. ¿Eh, Chumillas?

—Lo que usted diga, excelencia.

—Creo que lo mejor será que, mientras llegamos a un acuerdo, su banda no esté presente. Y confío, por supuesto, en que no harán uso de ese enlace ilegal con el plató de emisión, ¿eh? Yo también les prometo que no intentaré ninguna maniobra sucia. Fíense de mí: aunque la imaginería popular gusta de reunir en un mismo personaje todas las maldades posibles, les aseguro que soy un hombre de palabra. Así que ¿por qué no bajan todos al salón principal para presenciar la rueda de prensa, y se toman unos canapés gratuitos? Natalia Nodd está, como ya han podido comprobar, arrebatadora. Cargaré en sus RAP unos pases VIP. Son ustedes libres. Huelga decir que, al escuchar estas palabras, mis leales perdieron tal condición y salieron en tropel por la puerta principal hacia el pasillo, y supongo que desde allí corrieron hasta el ascensor para asegurarse de coger un buen sitio en el salón. Sólo Miclantecuhtli opuso cierta resistencia que, por lo demás, fue vencida sin mayor dificultad gracias a la intervención de los famosos muchachos de Alexander Liar, que por lo visto habían estado esperando todo el tiempo al otro lado de la puerta. En cuanto a mí, qué otra cosa podía hacer, me quedé allí parado, con la cabeza a punto de estallar, y solo, más solo que nadie, más solo que nunca, más solo que alguien que haya estado muy solo, y además, y como bien prueban estas últimas palabras, desmoralizado y abatido hasta el punto de no tener fuerzas ni para componer ingeniosas comparaciones.

Ir a la siguiente página

Report Page