AKA

AKA


AKA » CAPÍTULO 100

Página 8 de 46

partenaire—. Vayamos al grano: ya hemos pasado doce veces por el estribillo, así que debemos de estar a mitad de canción. Y no querría que nuestra conversación se prolongara durante otro baile más porque empezarían las habladurías. El asunto es el siguiente: esta mañana, un depravado delincuente ha secuestrado a una niña en un orfanato y, como suele suceder en estos casos, se ha dado después a la fuga. Alguien que está por encima de mí, lo que quiere decir que está muy alto, tiene un interés especial en localizar al repulsivo criminal antes de que suceda lo peor, y para ello necesita que usted le proporcione cierta información.

—¿Yo? —me extrañé—. No me entienda mal: nada me alegraría más que poder colaborar en la resolución de tan mezquino crimen, pero no veo cómo podría servirles yo de ayuda a usted y a su superior.

—¿Conoce a este individuo?

Se apartó unos centímetros de mí y la luz de su colgante-proyector dibujó un rostro en el aire que ahora nos separaba. Era la imagen de un tipo todavía joven, no más de cincuenta años.

—No —dije, puesto que en efecto no conocía al sujeto.

—¿Y ahora? —insistió Chumillas, y sobre la imagen se superpusieron una melena y una luenga barba blanca, así como unos apéndices de látex en los pómulos

—¡Sí! —dije, puesto que ahora sí lo reconocía—. ¡Es el cliente de esta mañana! El padre del cliente, para ser exactos. Conque era un disfraz…

—Amigo mío, no hará usted carrera como detective. Pero vamos a lo que vamos. Este individuo es el peligroso delincuente que ha secuestrado a la niña. No se sorprenda: este sujeto ya tenía un historial como delincuente, aunque la justicia nunca lo hubiera condenado como tal. Ya se sabe cómo son los jueces: unos pelanas. Hace unos años quedó demostrado en televisión que este hombre, médico por más señas, se extralimitó en las funciones propias de su profesión y abusó sexualmente de otra niña de cuarenta años que acudió a su consulta. Decenas de testigos, anónimos todos, declararon en varios programas de telerrealidad y aportaron todo tipo de rumores falsos sobre las lujuriosas conductas del acusado. Sin embargo, el juez se escudó en el hecho de que ninguno de esos testigos acudió finalmente a declarar en el juicio, ya que eran anónimos, y al contar sólo con el testimonio de la víctima se limitó a condenar al acusado a cincuenta años de inhabilitación, en lugar de aceptar la petición del fiscal que reclamaba prisión incondicional. Hubo quien dijo que todo era un montaje y que la víctima actuaba por cuenta de intereses espurios, pero nuestros muchachos, quiero decir, los periodistas, impidieron que estos libelos llegaran a la opinión pública y los sustituyeron por los nuestros. En fin, no me extenderé sobre los detalles jurídico-mediáticos porque creo que usted conoce bien el percal. —Bajé la vista al escuchar esta acusación soterrada—. Sí, querido amigo, todos tenemos un pasado, aunque algunos podamos ocultarlo a base de billetera. Pero me dirá usted, con mucha razón, que todo esto se la sopla. No se lo reprocho. Es más: le confesaré que a mí tampoco me despierta ningún interés. Yo, como creo que la he dicho, soy un pelanas. Pero no así mis superiores o capos.

—Quiero aclarar —lo interrumpí, haciéndome el digno— que yo nunca fui condenado, y que el juez obligó a una rectificación pública.

—Sí, ya he visto su RAP. También he visto la rectificación pública que el juez obligó a emitir y que, por cierto, se pasó en un descanso de la teletienda. Pero olvidémonos de ese desagradable asunto. Y no lo digo metafóricamente, amigo mío. Le ofrezco la posibilidad de regresar a la sociedad y de hacerlo por la puerta principal. Qué digo por la puerta grande: por la Puerta de Alcalá, mírala, mírala. ¿Están tocando eso? No me lo puedo creer. La habrá pedido el ministro, que es un amante de la música clásica.

—Yo también he visto muchas películas, señor Chumillas —repliqué desafiante—, y sé bien que detrás de una oferta tan tentadora siempre hay una mujer cañón pero malvada, o un acto ilícito que lo lleva a uno a Alcatraz a recoger el jabón en las duchas. Lo primero me gustaría más que lo segundo, no voy a engañarle.

—Eso era en las películas antiguas. Ahora el protagonista ya puede enriquecerse sin tener que ir a la cárcel. Es lo que demandan los espectadores, que cada vez tienen menos escrúpulos, los muy perros.

—Lo que no entiendo —se me ocurrió de pronto, mientras ejecutaba una flexión lateral con desenvoltura— es por qué no encarga la localización y detención de ese sujeto a quien corresponde, esto es, a nuestras fuerzas de seguridad.

—Bastante trabajo tiene ya la policía multando coches mal aparcados como para que vayamos nosotros a molestarlos con un secuestrador. No, señor mío: hay que tener conciencia social. La policía a multar, y los ciudadanos a resolver nuestros problemas. No pervirtamos el orden establecido, ¿no le parece?

—En cualquier caso —me resistí, pues no veía el asunto nada claro—, debo advertirle que bajo ningún concepto puedo traicionar mi juramento de secreto profesional. No me culpe: yo sólo hago mi trabajo. Así que si la información que necesita procede de alguna de mis lecturas mnemónicas…

—Nada de eso. Seamos sinceros, como ordena el Protocolo de Sinceridad: últimamente sus clientes son tan vulgares que no creo que sus recuerdos les interesen ni a ellos mismos. Mucho menos a mí, que soy una persona compleja y con múltiples dobleces. La información que le pido hace referencia al sujeto cuyo rostro le he mostrado antes. Hace algunos años, tras aquel asunto del abuso que acabo de relatarle, el sujeto desapareció del mapa, obligado probablemente a ocultarse en alguna cueva para salvarse del linchamiento popular que tan bien habíamos organizado nosotros. Y hete aquí que ahora, después de tanto tiempo y de repente, regresa de su exilio y se presenta en su oficina. Esto lo sabemos puesto que así lo indican las lecturas de las torres de protección ciudadana. ¿Sabe que la plebe las llama piruletas? ¡Cómo son! Nuestros muchachos, no los periodistas sino otros muchachos, le perdieron la pista a partir de ese instante, pero resulta que a las pocas horas se produjo el secuestro de la pobre niña. Y no lo digo como metáfora: la niña es pobre y, para aumentar la carga melodramática, huérfana. Tenemos motivos para pensar que el sujeto de las falsas melenas y barbas está relacionado con este delito, uno más en su carrera criminal, por lo que nos urge localizarlo. Lo más probable es que ya haya salido de la ciudad, o que se haya refugiado en algún CID suburbano sin piruletas. En este último caso, no obstante, a estas horas ya estará flotando en el puerto, o en un estanque, puesto que como todos sabemos esto es Madrid y aquí no hay playa, vaya, vaya. ¡No doy crédito! ¿Están tocando eso? Este Gua es incorregible.

—Todo esto que me cuenta es muy interesante —admití, sorprendido también por las elecciones del cuarteto musical—. Pero si ya conocen todos los detalles, no entiendo qué más pueden querer de mí.

—Olvidé mencionarle otro dato que también nos tiene preocupados. Por nosotros, no por usted, ¿eh? Usted nos la pela, como creo que ya le he dicho antes, y si no se lo digo ahora. Amigo mío, en los últimos días hemos detectado una serie de transmisiones comprometedoras desde su videoguol. Comprometedoras para nosotros, no para usted. Ya le he dicho lo que pensamos de usted.

Y nos consta que varias empresas han sido atacadas informáticamente desde su casa.

—¿Espían ustedes mis comunicaciones?

—Las suyas no: las de todo el mundo. Pero no es a mí a quien se está interrogando. He visto muchas películas de juicios y tribunales. Conteste a mi pregunta.

—No sé a qué se refiere… Jamás he utilizado mi videoguol con otro fin que no fuera el de comunicarme con mis familiares, escasos, o amigos, más escasos aún. También veo la tele, claro, pero por lo demás…

—Tal vez diga usted la verdad, pero póngase en nuestro lugar. Ya le gustaría, ¿eh? Lo que nosotros vemos es esto: un individuo de pasado turbio, usted, comienza a realizar transmisiones de dudosa legalidad desde su domicilio, y a los pocos días recibe la visita en su oficina de otro sujeto de pasado aún más turbio que pocas horas después se ve envuelto en el secuestro de una niña huérfana. No me negará que, aparte de un guión excelente para un

thriller psicológico, los hechos resultan de lo más sospechoso. No, no me interrumpa. Sé por experiencia que a veces uno se deja llevar, y lo que comienza siendo una pequeña travesura de juventud termina convirtiéndose en un atraco a diez casinos de Las Vegas. Ah, qué tiempos aquellos… No negaré que algunos de mis colegas, más proclives a la violencia, sugirieron que fuera usted sometido a las más crueles torturas con objeto de sonsacarle la información que buscamos, a saber, dónde podemos encontrar al albino felón. Yo prefiero darle una oportunidad, digamos, pacífica. He asistido a unos cursos sobre «

Zen and the art of extortion», impartidos por un americano que recogía basuras hasta que un día se fue al Tíbet. Desde entonces recorre el mundo transmitiendo sus enseñanzas. Yo ahora estoy practicándolas. Como por ejemplo esta: la liebre corre, pero la culebra se arrastra. ¿Qué quiere decir? No lo sé. Pero me relaja y me hace sentirme en paz con mi yo interior. Y desde esa paz le digo que piense lo que más le conviene. Estoy seguro de que, si se lo propone, podrá recordar algún indicio, algún desliz verbal, algún detalle que el artero galeno pudo haber mencionado, tal como la calle, número y piso en donde pensaba alojarse tras cometer su delito. ¿Me he expresado con claridad? Sería la primera vez.

—Más o menos —reconocí—, pero el problema estriba en que yo no conozco a ese individuo, más allá del breve encuentro que hemos tenido esta mañana y…

—¡

Stop! Como le he dicho, no pretendo que confiese usted a la primera. He visto muchas películas sobre campos de concentración. Los chivatos también tienen su conciencia; minúscula, pero la tienen. Por eso le doy veinticuatro horas para que se lo piense y le planteo la milenaria dicotomía del palo y la zanahoria, que tan buenos resultados nos ha dado a los capitalistas sin escrúpulos, valga la redundancia. Si nos ayuda, este volverá a ser su hábitat natural —dijo, desplegando el brazo y abarcando con un movimiento circular todo el salón, invitados y

catering incluidos—; le daremos un puestazo en el núcleo de N'Joy Corporation, con un sueldo de infarto y una secretaria de idéntico calificativo. Ahora bien, si se aferra a un estúpido sentido de la idiotez y decide no cooperar… —Dejó la frase en el aire, pero al ver que transcurrían algunos segundos y yo no tomaba el turno, porque sinceramente no sabía qué decir, añadió—: Yo ya he terminado. He dejado la frase colgada para darle un toque de suspense. He visto muchas películas de detectives. Pero ya que usted no habla, aprovecho para recordarle que no debe intentar llegar hasta a mí. Lo más seguro es que no lo consiguiera, pero aunque lo hiciera yo desaparecería en cuanto oliera su presencia. ¿Sabe jugar al ajedrez? ¿No? Bueno, eso deslucirá mi metáfora, pero da igual porque me gusta mucho soltarla; también me la enseñó el americano del curso: para el peón, o sea, usted, el rey, o sea, yo, se enroca detrás de poderosas torres.

—Pero le repito que yo no sé nada sobre ese individuo —insistí, a pesar del escepticismo con el que eran recibidas mis palabras—. Esta mañana ha sido la primera vez que lo he visto. Y no vino para que tradujera sus recuerdos, sino los de otro sujeto que lo acompañaba y que al parecer era su hijo. Un tipo extraño, eso es cierto. Nada sé de lo que hayan podido hacer después. Pagaron y se marcharon. No acostumbro a mantener correspondencia con mis clientes, así que ellos tampoco suelen dejar sus señas.

—Siento decirlo, pero no me creo que, después de tanto tiempo en el anonimato, ese depravado le eligiera precisamente a usted cuando decidió salir de su agujero y que lo hiciera por pura casualidad.

—Pues así ha sido. Ni siquiera he podido concertar una nueva cita con él para que recoja el informe de mi traducción.

—¿Y qué pasa con las transmisiones subversivas desde su videoguol?

—Estoy seguro de que será un error. Quizás las haya efectuado mi nuevo vecino, el del tercero izquierda. La portera cree que es un

hacker.

—¿Mate?

—No, un

hacker informático.

—Ah, qué desilusión. Pensaba que me seguía usted en mis símiles ajedrecísticos. Tanto da. En cuanto a las suposiciones de su portera, de quien, por cierto, me dijo el mensajero que le llevó la carta que defiende su portal con una entrega que dejaría en evidencia al propio Buona Roti, pues digo que a esas conjeturas de su portera les doy yo el crédito que merecen, es decir, mucho, puesto que las porteras están para propagar rumores y son unas profesionales en tal cometido. Pero yo soy un mandado. Y me han mandado que consiga la información a la que he hecho referencia ya en tantas ocasiones que nos hemos bailado tres canciones, lo que está provocando el consiguiente cuchicheo que un oído entrenado como el mío no ha pasado por alto. Así que es el momento de que nos separemos. Tiene usted veinticuatro horas. He visto muchas películas de secuestros. Volveré a ponerme en contacto con usted mañana para que me diga lo que quiero escuchar, y no me refiero a proposiciones sexuales. Pero ¡silencio! Veo que el ministro ha subido al estrado y nos va a endosar un discurso. No pinta mucho, pero es ministro, y a los ciudadanos les gusta tener ministros a los que culpar y de los que burlarse según las circunstancias, así que escuchemos lo que nos dice para poder obrar después en consecuencia.

En efecto, y a pesar del desconcierto que me dominaba, pude ver cómo todos los invitados cesaban sus actividades de baile o cata y dirigían sus miradas hacia la tarima que presidía la estancia, decorada con grandes láminas infográficas de Natalia Nodd. El ministro carraspeó un par de veces, tomó un último calamar a la romana y lo bajó con un trago de agua. Después, calló el cuarteto de cuerda y se hizo el silencio.

—Queridos y queridas amigos y amigas —comenzó a decir, leyendo en el

teleprompter—, hoy estamos todas y todos reunidas y reunidos en este salón o sala… Dios mío, esto va a ser interminable. Bueno, lo que quiero decir es que aquí estamos otra vez los mismos de siempre. Hace unos días coincidíamos en el Ritz para la presentación de una película que nos parecía la bomba, y hoy ya nadie se acuerda de ella, afortunadamente. Así que ahora nos volvemos a reunir para presentar otra nueva, y dentro de una semana nos habremos olvidado. Pero así es el mundo que nos toca vivir, ¿eh?

Homo hormonis lucus, como dijo aquel. Hago, por cierto, un llamamiento sobre la necesidad de ser buenos y para que haya paz en el mundo. El caso es que mientras haya ciudadanos dispuestos a pagar impuestos para las subvenciones, seguirá habiendo gente como yo dispuesta a gastárselas. Pero no lancemos las campanas al vuelo ni pongamos puertas al monte de orégano, porque hay mucho dinero, es cierto, pero también es cierto que hay mucho vividor y muchas áreas dentro del Ministerio para gastarlo: largometrajes, cortometrajes, telefilmes, culebrones, concursos, programas de variedades… y eso por no hablar de la música ligera y el diseño de moda, que es agotador. Sí, amigos, la Cultura es un terreno vasto en el que toda inversión es poca. Y menos mal que me cargué hace unos años las secciones de Bellas Artes, lo cual, dicho sea de paso, me valió las críticas de muchas personas, algunas de las cuales se encuentran hoy aquí como si tal cosa, incluso con un centollo en la mano, ¿eh, Chumillas? Bah, no importa. Pelillos calamar. Ayer éramos enemigos feroces y hoy nos intercambiamos las mujeres como dos tíos modernos. ¿Vamos a dejar que se interpongan en nuestra amistad unos cuantos pintores malolientes, y una colla de escultores, poetas y tenores de pacotilla? Hay que terminar con el agravio histórico: la pintura, por ejemplo, lleva milenios ejerciéndose, mientras que la cinematografía apenas cuenta con unos siglos. Los trogloditas ya hacían

graffitis en sus casas, seguramente porque eran unos guarros, o porque estarían drogados, yo qué sé, la droga es muy mala, sobre todo últimamente. Hago un llamamiento sobre esto para que la gente no se drogue y para que haya paz en el mundo. El caso es que tenemos pinturas para parar un tren, y además ahora ha vuelto la moda de empapelar las paredes. Así que, ¿quién necesita más pintores? Y en cuanto a los libros, ya tenemos a los diez de turno que salen por la tele y publican lo que se les pasa por el coxis. Más autores sólo servirían para sembrar el caos entre el público, que ahora sabe perfectamente lo que tiene que comprar y así puede dedicar más tiempo a ver películas. Y por contra, gracias a todos estos recortes, hemos podido gastarnos el dinero en obras culturales más relevantes, como por ejemplo la que hoy nos reúne aquí rodeados de marisco y refrescos. Que no falte de nada. Es el lema del Ministerio, y en estos últimos años me he entregado a la causa. Guadalmimbreras, me dijeron en su día los asesores de imagen, con ese apellido no llegarás a ningún cargo público; los ciudadanos quieren gente vulgar y chusca, como ellos mismos, con apellidos de cuatro letras. Eso me dijeron los jodíos de los asesores, que son una panda de niñatos pero que la verdad es que son capaces de hacer ministro a un babuino, como quedó demostrado con el gobierno anterior. ¿Y qué hice yo? Pues me dejé el apellido no con cuatro sino con tres letras. Para chulo, yo. Pero al final todos esos esfuerzos han tenido muchas y agradables recompensas, como la de hoy, sin ir más lejos. Aquí tenemos a la escultural Natalia Nodd, otrora una muchacha desarrapada abandonada en un cotolengo, y hoy estrella del celuloide, y todo ello sin que haya mediado esfuerzo, preparación o talento innato entre una cosa y la otra. Al hilo de esto hago un llamamiento sobre la importancia de ayudar a las huerfanitas y para que haya paz en el mundo. Así que en esta fecha tan señalada… ah, no, esto es del discurso de Navidad. En fin, ya que lo he dicho continuaré: en esta fecha tan señalada no quiero referirme sólo a mis múltiples éxitos profesionales y a mi contribución al desarrollo cultural de nuestro país: para mí lo más importante es que, gracias a mi cargo, también he podido por fin conocer la amistad verdadera, la que no conoce límites, y que no es otra que la que se consigue cuando uno manda y tiene pasta. Hoy, por fin, puedo decir que tengo amigos de los buenos, y tengo la certeza de que siempre estarán a mi lado pase lo que pase, mientras lo que pase no sea que pierda yo el cargo de ministro. Y hablando de amigos, veo una cara nueva entre los asistentes, lo cual me extraña porque siempre somos los mismos los que movemos el cotarro. Bien, esperemos que sea alguien con posibles y que no suponga uno más a repartir. Y dicho esto, ¡a bailar! Que le den cuerda al cuarteto. Es un chiste. Y que pongan «Los pajaritos».

Chumillas recuperó el gesto distendido y yo recuperé la inquietud que se había apoderado de mí durante nuestra anterior conversación, inquietud que al paso de los minutos se había ido convirtiendo en angustia, pues no encontraba yo manera alguna de salir de aquel apuro ni de, como habría sido mi deseo, desaparecer de la escena y recuperar mi apacible vida anterior como si nada hubiera pasado. Tenía que dejarle claro a Chumillas que todo aquel asunto era un auténtico despropósito, y que me estaba pidiendo un imposible, y que, por qué no decirlo, el pánico estaba empezando a adueñarse de mi persona.

—¡Lo que me pide es una auténtica…! —protesté, alzando la voz, y al hacerlo algunas de las personas que nos rodeaban se volvieron hacia mí justo cuando yo iba a terminar la frase diciendo «judiada», aunque reculé a tiempo de no caer en un racismo injustificado; posteriormente mis cortezas cerebrales, quizás desbocadas por la indignación o quién sabe por qué, eligieron el término «putada», pero igualmente frené en el último instante y evité ser tachado de machista; el silencio se prolongaba y, quizás fruto del nerviosismo que ello siempre provoca entre desconocidos, mi encéfalo se apresuró a buscar rutas alternativas, sin mucho tino, y a punto estuve de soltar un «me ha puesto las cosas muy negras», cuyo tinte racista me habría hecho acreedor de una pañolada; por idénticas razones rechacé otras frases que incluían expresiones como «es una barbaridad», «me está engañando como a un chino», «detrás de las flechas siempre vienen los indios», o «venganza siciliana». Y como quiera que mi indecisión concitaba ya las miradas impacientes de cada vez más asistentes, salí del paso como pude—: Lo que me pide es una auténtica… cosa… mala.

Viendo que finalmente mis palabras no tenían nada de incorrecto, a pesar del tono amenazador con el que había comenzado mi discurso, los curiosos volvieron a sus ocupaciones. Por su parte, Chumillas miraba para otro sitio y le hacía una seña a alguien que al pronto yo no pude ver.

—Hemos llamado la atención —me dijo—. Deje de protestar y váyase. Mañana me pondré en contacto con usted. Y recuerde: o me dice dónde localizar a ese sujeto, o tendré que rendirme a las presiones de nuestros sectores más ultras. De hecho, esos mismos sectores han insistido en que tenga usted hoy mismo un adelanto de lo que podría sucederle caso de no cooperar con nuestros nobles propósitos. Por lo que ahora uno de nuestros muchachos, no un periodista ni uno de los que vigilaban al taimado doctor, sino otro de nuestros muchachos, le acompañará a la puerta de servicio y le hará una demostración. No se resista: es cinturón granate.

Y así sucedió, pues antes de que yo pudiera esgrimir el más mínimo argumento, Chumillas ya se abrazaba a un hombre que se había acercado a saludarlo, mientras a mí me sujetaba el brazo con disimulo y firmeza un tipo con aspecto de autobús. Llevaba los brazos al aire, quizás por no haber podido encontrar camisas ni chaquetas con el perímetro de manga necesario para cubrirlos, y en uno de ellos se podía leer una serie de topónimos dispuestos en forma de columna: Alcalá-Meco, El Puerto I, Ocaña, La Modelo, El Puerto II, Nanclares de la Oca. Cierto era que el fornido esbirro no tenía aspecto de inspector de instituciones penitenciarias, ni de alcaide en excedencia, pero no me gusta pensar mal de mi prójimo. Dicho esto, tampoco soy idiota, al menos no tanto, y no me costó ni medio minuto colegir que nada bueno podría sucederme en compañía de semejante tipo en cuanto saliéramos del concurrido salón.

Ir a la siguiente página

Report Page