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AKA » CAPÍTULO 110

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Mi intención era narrar esta historia sin desvelar mi identidad, porque nunca se sabe qué consecuencias puede eso acarrear a un individuo de sexo masculino, blanco, y heterosexual, pero veo que va a ser imposible, así que me presentaré. Mi RAP es 04-D65-726-361, AKA Immanuel Kant. Un nombre curioso, es cierto, pero que sólo muy de tanto en tanto provoca alguna broma. Porque gracias al sistema educativo universal, también llamado SEU o UES, y según las últimas encuestas, más del 97% de la población ya declara no saber con exactitud qué es la Filosofía. Y lo declaran con orgullo. Esto último no lo dice el estudio, lo digo yo.

Mi padre, si estuviera vivo, pertenecería al simbólico 3% de ciudadanos que declara saber qué es la filosofía. Yo, sin embargo, no he heredado esa afición por tan aburrida e inútil materia. Lo que sí he heredado de mi padre es una barbilla resultona, un gusto desmedido por la anatomía femenina, y algún tipo de trauma con el humor. Porque mi padre, que se creía muy gracioso, dedicó toda su vida a intentar escribir comedias musicales. Con muy poco éxito, como se deduce del hecho de que no haya incluido en la lista de bienes heredados ninguno de naturaleza pecuniaria. Fue ese funesto sentido del humor el que sin duda lo empujó a hacer una broma tan ridícula con el nombre de su propio hijo. La primera parte de la broma, todo sea dicho, se la pusieron en bandeja cuando, antes de que yo naciera, se implantó el Acta de los Cuatro Bytes y mi padre tuvo que recortar su apellido, dejando así de llamarse Cantalapiedra para pasar a denominarse Cant, que al punto convirtió en el Kant que ahora llevo yo pegado en mi AKA.

En cuanto supo que tendría descendencia, no debió de costarle ni dos minutos decidir mi nombre. Fue la única vez, al menos que yo sepa, que mi madre no pudo decir nada, porque mi padre se había tomado el chiste como algo personal. Tal vez fue esa prolongada convivencia con un cómico fracasado lo que me llevó a alejarme de todo lo relacionado con el mundo del humor, y así, al terminar mis estudios, me propuse iniciar una vida respetable preparándome para unas oposiciones a verificador mnemónico. Las aprobé a la primera, con sólo treinta y tres años, y no sólo las aprobé, si se me permite el comentario: saqué una nota destacada, y ello me facilitó el acceso a las plazas más selectas, a saber, las de notario de memoria para programas de televisión, trabajando para N'Joy Corporation.

Y supongo que fue también el recuerdo de la infantil frustración que provocaba en mí el perpetuo fracaso de mi padre lo que me arrastró a la espiral de ambición que terminaría por destruirme, en un alocado intento de ocupar un lugar que la sociedad no había reservado para mí. Porque tras aprobar la mencionada oposición y tomar posesión de mi plaza, N'Joy Corporation tuvo a bien enviarme a Kenia. Lo que más recuerdo de Kenia es que el agua corriente escaseaba más que los billetes de mil dólares, y yo no vi ninguno en los meses que pasé allí. Pero este no es el tema.

Porque yo no me marché a Kenia con la ambición de hacerme fontanero, sino con el objetivo de empezar una brillante carrera como notario mnemónico e iniciarme así en el mundo de los medios de comunicación, para aprovechar después esta experiencia cuando regresara al mundo civilizado. Porque yo estaba seguro de que iba a volver. Especialmente después de las tres primeras semanas que pasé sin ducharme.

Bien, así que me instalé en Nairobi y me presenté a mis superiores. Allí, como en el resto del mundo, el logotipo de N'Joy Corporation presidía todas las estancias, desde los platós de rodaje hasta el lavabo de caballeros, sin agua corriente, por si no lo he dicho ya. Mi evidente educación occidental, complementada por selectivos y generosos sobornos, me llevaron pronto a la sección de

reality-shows de ProudNiggersTV, marca registrada de N'Joy Corporation. Mi labor no pasó desapercibida, especialmente porque yo era una de las tres personas alfabetizadas del departamento, y las otras dos eran la directora y su secretario, ambos americanos, y ambos relacionados sentimentalmente el uno con el otro.

No me costó convertirme en el hombre de confianza de la directora, que dejaba a mi cargo el departamento cada vez que salía junto con su secretario al vecino y lujoso hotel en el que mantenía una habitación permanente, y con agua corriente. En alguna ocasión, como muestra de su aprecio, me dejó ir a ducharme allí. Llevado por la impaciencia propia de mi juventud en aquella época, no tardé en cometer el error de querer despuntar. Decidí dar un paso más y proponerle a la directora que me dejara conducir mi propio programa de entrevistas. Ella, al principio, se negó, así que tuve que ofrecerle pruebas fehacientes de que yo conocía la dirección de su marido en Estados Unidos, y que durante mis visitas a la habitación del hotel para ducharme había aprovechado para instalar cámaras de vídeo en todas las tomas de ventilación. Y en Nairobi siempre se ponen muchas, porque el calor es insoportable. Me refiero a las tomas de ventilación y no a las cámaras, que también, porque el país es un paraíso para los chantajistas. En fin, como prueba final le mostré unas grabaciones en las que podía apreciarse su anatomía al completo, aunque en ocasiones confundida con los fornidos volúmenes de su secretario, y desde múltiples puntos de vista. Una semana después, se estrenaba «Dolores del alma», un programa diario en el típico formato de confesiones en directo que tan buenos resultados ha dado durante los últimos cien años. Se me podrá tachar de conservador, pero no de imbécil.

Los resultados fueron confusos. Las audiencias se situaron quince puntos por debajo de lo esperado, pero la directora estaba encantada con el programa y me animaba a no desfallecer en el intento. Bajo mi punto de vista, el problema era infraestructural, por así decirlo. Porque, a fuer de ser sincero, la población tercer-mundista no es la mejor materia prima para un programa de tele-rrealidad. Cada día reuníamos a siete individuos en el plató a los que yo, tras someter a una revisión de recuerdos mediante radiografías mnemónicas, intentaba sonsacar ante el público sus más secretos deseos y miserias. ¿Y qué conseguía? Siempre la misma cantinela: tengo hambre, tengo sed, tengo frío. Yo me esforzaba por sacar temas de mayor interés humano: ¿cómo son sus relaciones sexuales?, ¿sufre el choque generacional con sus hijos?, ¿son los hombres infieles por naturaleza?, etcétera, etcétera. Nada. Tengo hambre, tengo frío, tengo sed. Las audiencias se hundían. Cómo llegué a odiar a esos pequeños cretinos de color.

Pero la satisfacción de la directora parecía aumentar en la misma medida en la que decrecían los índices de audiencia. Supe después que N'Joy Corporation había sido recientemente acusada de retirar los programas que no alcanzaban altas cotas de audiencias, lo que algunos grupos ecologistas, o feministas, o lampistas, no lo recuerdo bien, interpretaron como un acto de discriminación contra los presentadores que los dirigían y contra los incompetentes en general. Para refutar dichas acusaciones, N'Joy Corporation dio instrucciones de mantener a toda costa aquellas producciones que tuvieran índices de audiencia ridículos, especialmente si se emitían en países africanos, puesto que para las estadísticas cuenta igual que los países importantes. Nos visitaron algunos miembros de «

Freedom for incompetents» y la directora y yo mismo salimos en la portada de varias revistas abrazados a un melenas con gafas redondas y traje italiano. Poco después, la demanda contra la empresa por discriminar a los incompetentes se retiraba, mi directora era ascendida, mi programa se caía de la parrilla, ProudNiggersTV se cerraba, y sus instalaciones eran tomadas al asalto por un grupo de incontrolados que no tardó en hacerse con el gobierno del país. Debido a esto, Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation, patrocinó una misión humanitaria en la zona. Llegaron los marines con camisetas del

sponsor y cambiaron al recién instaurado gobierno por otro que prohibió la emisión de programas de televisión que no estuvieran producidos en Minnesota.

De esta manera terminó mi aventura africana, y con ella mis carencias higiénicas. Pero a esas alturas la cancelación de mi programa de televisión importaba poco, porque mi cara ya se había hecho suficientemente conocida durante la campaña de «

Freedom for incompetents». Mi popularidad crecía sin que yo hiciera nada por abonarla. Las televisiones y demás medios de N'Joy Corporation me convirtieron en el abanderado de los desarrapados, en el portavoz de los negros o afroeuropeos, en el detergente para la conciencia de los blancos o europeos a secas. Recibía ofertas para impartir conferencias, para inaugurar carriles bici, para participar en tertulias televisivas, para cortejar a jovencitas escotadas, para presentarme a alcalde. Acepté todas menos esta última. Escribí un libro, y publiqué otro. Nunca supe qué fue del mío. Mi agente me dijo que era muy bueno, demasiado bueno, y que nadie lo entendería, así que por el bien de la ciudadanía me pidió que aceptara firmar otro manuscrito que me presentó y que, según me dijo, encajaba mejor con las expectativas de los lectores y con los deseos de los directivos de N'Joy Corporation. Fue un éxito rotundo: alcancé cotas de celebridad que jamás había imaginado. Me convertí en un ídolo que reunía las tres virtudes más apreciadas por el pueblo en un intelectual: un espíritu filantrópico insinuado por mi pasado africano, un vocabulario abigarrado con algunos toques suburbanos, y un perfil resultón.

Y así iban las cosas hasta que, como ya he dicho, cometí el error de creer que aquel era mi verdadero lugar en la sociedad, y que habían sido mi talento e inteligencia los que me habían llevado hasta él. Me crecí. Le propuse a mi agente un nuevo libro, y exigí que esta vez estuviera escrito por mí. También esbocé un programa de televisión que me iría como anillo al dedo, y lo discutí con varios directivos de N'Joy Corporation de los que sólo obtuve vaguedades y aplazamientos. Y mientras iba expresando mis ambiciones en distintos círculos, comencé a notar cómo poco a poco iban dejando de invitarme a cócteles y cenáculos, y cómo las jovencitas escotadas comenzaban a huir despavoridas ante mi presencia. Advertí ataques selectivos de amnesia en muchos de los que durante mi éxito habían sido mis mejores amigos, y aprecié otros detalles diminutos pero muy numerosos que me llevaron a pensar que algo raro estaba pasando. Definitivamente mi fama iba disolviéndose, y nuevos arribistas comenzaban a ocupar el hueco que yo dejaba en la farándula mediática.

Y así hasta que un día me desperté y volví a ver mi cara en la tele, y a escuchar mi nombre en la radio, y a leer mi RAP en los periódicos. Javichu Depy me había acusado de plagio en mi primera y única novela, había localizado y reunido con prodigiosa rapidez a todos mis enemigos y a muchos de mis amigos reconvertidos en alimañas, e hizo que unos y otros contaran sin descanso todas las vilezas que conocían sobre mí, así como muchas otras que se inventaron sobre la marcha pero que, justo es reconocerlo, narraron con tal maestría que hasta yo mismo dudé de su veracidad. Por suerte para mí el plagio nunca pudo llegar a demostrarse puesto que, según me había confesado mi agente en una noche de juerga, mi novela no había sido escrita por una persona sino por el prestigioso programa Microsoft Bestseller, marca registrada de N'Joy Corporation, que tantos éxitos ha obtenido en premios y maratones literarias. Pero la falsedad de la acusación era, por supuesto, lo de menos: en un par de semanas me había convertido primero en un hazmerreír y después en un ser repulsivo que nadie quería como vecino, como novio, y ni siquiera como conciudadano. El resto es la misma historia que todos hemos visto cientos de veces: un juicio que se resuelve demasiado tarde, y un fallo absolutorio que nadie llega a conocer porque ya hay otros desgraciados que atraen la atención de las audiencias. Y aun en aquellos allegados que consiguen enterarse de la decisión judicial, uno ve la sombra de la duda tiñéndolo todo de un negro tan sombrío como el futuro que contempla ante sí. La única salida que vi cuando el juicio finalizó, al menos hasta que el asunto se olvidara un poco, fue desaparecer durante una temporada. En cuanto terminé la terapia de Calumniados Anónimos vendí la casa del CID del Barrio de Salamanca y, ya puestos, volví a Kenia unas semanas para dejar que las aguas se calmasen.

Allí, desde luego, estaban calmadísimas, porque seguía sin haber agua corriente. A mi regreso alquilé el piso que todavía habito en un CID intermedio, me duché hasta quedar arrugado, y respondí a un anuncio del periódico en el que una empresa de servicios indeterminados solicitaba un verificador mnemónico para comprobar el pasado de sus clientes. Se requería mucha experiencia, poca iniciativa, y ninguna ambición salarial. Don Agamenón me entrevistó y aquel mismo día me ordenó que me incorporara al trabajo, aunque como ya habíamos dedicado diez minutos a la entrevista y eran, por lo tanto, las nueve y diez, me advirtió de que no podría pagarme el día completo y que, para evitar fracciones y redondeos siempre incómodos, mejor no me pagaba nada y ya empezaría a cobrar a partir del día siguiente. Me dio un abrazo para demostrarme que en su empresa él era sólo uno más, salvo a la hora de repartir dividendos, y le dijo a Foom que me enseñara cómo fichar mientras él se desinfectaba el traje. Yo, por mi parte, y produciendo una metáfora de la que me sentí especialmente orgulloso, contemplaba mi metro cuadrado de espacio como si se tratase de una placenta socio-profesional en la que ya comenzaba a engendrarse mi nueva vida, mi nuevo futuro, y mi actual escoliosis producto de tantas horas sentado en el taburete, puesto que don Agamenón, con tanto partido de golf y tantas reuniones en Marbella, nunca ha encontrado el momento de comprarme un respaldo.

Precisamente aquella mañana me dirigía yo a mi trabajo mientras realizaba un repaso sinóptico de mi vida muy similar al que acabo de hacer ahora, y cuando lo concluí no pude evitar sentir un cierto vértigo al advertir lo rápido que pasa el tiempo, y cómo sin darnos cuenta los días se hacen meses, los meses años, y los años siglos. Y fue entonces cuando reparé de pronto en que esa era la letra de una canción de «Los Tamara» que había escuchado el día anterior durante aquella sesión de música clásica a la que nos había sometido el ministro Gua. El recuerdo de la velada me retrotrajo a los acontecimientos que habían acaecido a lo largo de la misma, aunque sobre todos ellos ya había meditado yo largo y tendido, y digo esto en sentido literal puesto que lo había hecho en la cama, durante el duermevela que me había dominado toda la noche. Cansado y todavía algo nervioso, tardé un buen rato en asimilar lo sucedido, tanto las veladas amenazas del tal Chumillas si yo no colaboraba en un asunto que, por otra parte, tampoco comprendía, como la sorprendente y delictiva confesión de mi vecino que, lejos de tranquilizarme, me sumió en una desagradable sensación de estar siendo permanentemente espiado.

Pero cuando conseguí que por fin los hechos se ordenaran en mi cabeza, en la que todavía retumbaban estrofas como «la barbacoa, la barbacue» o «hey, meu amigo Charlie», la solución al galimatías se me apareció sencilla e indolora. O debería decir mejor que la imposibilidad de encontrar una solución complicada me transportó, en un paradójico modo que sólo un oriental podría interpretar, a otra solución más simple. Repasé los hechos una y otra vez, a través de un prisma y a través de otro, desde aquí y desde allí, desde allá y desde acullá, desde oriente y desde occidente, desde arriba y desde abajo, etcétera, etcétera. Creo que la idea queda clara: le di muchas vueltas. Y al final de cada una de ellas alcanzaba la misma conclusión: no había nada que yo pudiera hacer. No sólo no podía entregarle a Chumillas el hombre que buscaba, sino que ni siquiera podía darle ningún dato que él todavía desconociera. Durante nuestra breve charla de la noche anterior había demostrado tener mucha más información de la que yo, ignorante en su momento de la trascendencia de la situación, había obtenido de los dos falsos clientes. De hecho, yo no sabía nada de ellos: ni sus RAP, ni sus domicilios, ni siquiera sus AKA.

Así pues, no tenía ninguna posibilidad de cumplir el encargo que me habían encomendado, y eso me dejaba una única alternativa: esperar a que Chumillas me llamara, y confesarle la verdad cruel y pelada. Porque la verdad, como creo que dice el eslogan de una marca de patatas fritas, siempre es más verdad si está pelada.

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