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AKA » CAPÍTULO 1001

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—Sinceramente, no vi nada oscuro en la propuesta del doctor, y me pareció lo mínimo que podía hacer por él a cambio de que me devolviera a mi tiempo. Así que acepté el trato y planificamos toda la operación para ejecutarla en el día de ayer. Por la mañana el doctor me llevó a su oficina de usted para, según me dijo, hacerme un último reconocimiento antes de mi inminente regreso al pasado, y acto seguido me condujo al orfanato donde representé la farsa. Tras presenciar a un montón de tías buenas casi en cueros cantando y bailando, seleccioné como candidata a la muchacha cuyo nombre me había indicado el doctor, y que yo suponía su hija. Después, y siguiendo también sus instrucciones, me dirigí con la muchacha a una dirección que me había apuntado en un papel, el cual, por cierto, he perdido con todo este trajín, y me dispuse a esperar allí hasta que él, el doctor, regresara. Pero tras esperarlo toda la tarde y toda la noche, e incluso durante algunas horas de esta mañana, sospeché que algo andaba mal y me decidí a actuar. Dejé a Berenice ensayando y me dirigí a su oficina, puesto que, como ya le dije cuando nos encontramos, es usted la única persona que conozco, aparte del padre prior radiador, ante quien no puedo presentarme después de haberle engañado como a un chino, sí, vale, como a un asioeuropeo, y del propio doctor cuyo paradero desconozco. Finalmente, y antes de venir a alojarme aquí siguiendo sus instrucciones, las de usted, pasé a recoger a la chica puesto que no estaba seguro de que se encontrara a salvo en aquel piso.

Atando cabos, aunque la verdad es que después del soporífero relato que me había endosado Paco los cabos ya estaban bastante anudados, no me costó inferir una serie de conclusiones que modificaban o refutaban las suposiciones que yo había estado haciendo desde el día anterior. Así, deduje que Paco y el aborrecible doctor no eran familia a pesar de que se hubieran presentado ante mí como hijo y padre. También vislumbré con claridad que Berenice era la niña secuestrada a la que había hecho referencia Chumillas el día anterior, lo que por un lado me alegraba, puesto que también podría entregársela a éste junto con el tal Paco, pero por otra parte me preocupaba, puesto que hasta que eso sucediera yo estaba alojando en mi futuro hogar a un secuestrador y a su víctima. No obstante, y a juzgar por la historia que acababa de escuchar, así como por la situación que había presenciado al llegar a mi chalé, no me parecía que aquellos sucesos pudieran calificarse de secuestro. La muchacha había dejado el orfanato por deseo propio, había seguido a Paco con idéntica voluntariedad, y además no aparentaba tener menos de veinticinco años, lo que si bien la situaba por debajo de los treinta y cinco requeridos para alcanzar la mayoría de edad social, y por lo tanto no podía trabajar ni asumir ninguna responsabilidad, la colocaba ampliamente por encima de los dieciséis años requeridos para obtener la mayoría de edad personal que da derecho a recibir un sueldo del Estado y faculta para votar, cantar, ser actriz o futbolista, y entrar y salir cuando uno quiera de la casa de sus padres, o del orfanato en este caso, y también la elevaba muy por encima de los diez años en los que está fijada la mayoría de edad penal, aunque sólo para los delincuentes, claro.

En conclusión, empezaba a darme cuenta de que todo el mundo estaba engañándome. El doctor Jiménez-Pata me había engañado al presentarse como padre de Paco y contarme aquella milonga sobre la herencia, cuando lo único que pretendía era saber si podía fiarse de Paco para sus malvados propósitos; Paco, por su parte, estaba por fuerza engañándome al contarme la inverosímil historia sobre su descongelación con la que, de seguro, intentaba ocultar otros hechos y fines más perversos; y, por último, Chumillas también me había engañado al magnificar los acontecimientos y hacerme creer que yo podía estar involucrado en un secuestro. Aceptado esto, por otra parte, las razones por las que todos ellos me habían contado mentiras no me importaban lo más mínimo. Sé por experiencia que los hombres poderosos actúan de maneras que a las personas normales pueden resultarles extrañas, incluso enfermizas, casi depravadas, pero también sé por experiencia que es mejor no intentar entender sus motivos y limitarse a cumplir sus órdenes o, todavía mejor, apartarse de su camino.

No negaré que la actitud de todos aquellos individuos me estaba resultando harto extraña, pero desde luego no iba a ser yo quien tomara ninguna medida al respecto. Si había una lección que ya había aprendido para toda la vida, era la de que cada uno tiene un sitio que ocupar y que no debe intentar ocupar otro. Ya lo dice nuestra Constitución: un sitio para cada persona, y cada persona en su sitio. Mi único objetivo era que de una vez por todas, y después del conflicto con Javichu Depy, mi vida comenzara por fin a reconstruirse. También, es cierto, albergaba la esperanza de encontrar en algún momento a una muchacha con la que rehacer mi vida sentimental, una muchacha, por qué no, como la que ahora ensayaba «Arma Letal XXIV» en la habitación opuesta de la casa, una chica tímida, dulce, buenorra, que encontrara en mi serena madurez el complemento ideal a su fogosa juventud, y que gustara de los pequeños placeres que nos ofrece la vida, como participar en los concursos desde casa, ver películas, informarse con los telediarios, conocer el mundo a través de documentales, aprender nuevas recetas en el canal de cocina y, en definitiva, ver la tele. ¿No era esto, acaso, una expectativa legítima en un hombre trabajador, honrado, que entraba en su madurez y que, lo más importante, ya había aprendido las reglas del juego?

Así pues, y mientras Paco me miraba esperando un veredicto sobre su saga, yo ya había tomado una decisión. Intentaría sonsacarle a Paco la dirección de aquel piso en el que el villano doctor lo había citado, por si volvía a aparecer, y después me reuniría con Chumillas para entregarle esa información junto con los dos elementos que ahora se alojaban en mi chalé. Después de eso, cada uno en su casa y N'Joy Corporation en la de todos. Si acaso, conservaría el RAP de Berenice para poder llamarla cuando las cosas se hubieran calmado.

—Mira —le dije a Paco—, cuando ibas a empezar a largarme este rollo te di dos consejos de los que ahora ya me arrepiento: uno fue que no tuvieras prisa, lo que obviamente has interpretado de manera muy generosa, y el otro fue que me dijeras la verdad. A este último no sé si has hecho caso, pero si ha sido así te recomiendo ahora que no vuelvas a contarle esta historia a nadie. Salvo a personal facultativo. Por otra parte, y salvo en raras ocasiones como esta, contar la verdad es siempre la mejor opción y por ello yo voy a ser sincero contigo: tengo un amigo que, de ser cierto todo este desvarío que me has contado, sabrá cómo ayudarte. Y si no es cierto, también. Es un tipo muy influyente —añadí, refiriéndome por supuesto a Chumillas—, a quien además te aconsejo que entregues a tu cómplice el doctor colmillo y, ya puestos, también a Berenice, porque todo este sainete del productor cinematográfico tiene que terminar cuanto antes. La chica se está haciendo ilusiones, que al menos yo considero infundadas a juzgar por los fragmentos de su interpretación que nos llegan atravesando las paredes. Que, por cierto, debería decirle al albañil que refuerce puesto que se oye todo. Cuán grita esa maldita.

—Pero el doctor también tenía un amigo que iba a hacer un experimento…

—Créeme: el doctor no tenía ese amigo. De hecho, la única relación que tu doctor podría tener con un experimento espacio-temporal es que él mismo puede terminar protagonizando una reclusión espacial durante un lapso temporal no inferior a veinte años y un día.

—¿Usted cree?

—Te diré algo: tu supuesto benefactor es en realidad un delincuente, aunque esto nunca pudo demostrarse. Pero lo dijo la tele, amigo mío. Así que hazme caso: deja a la chica en paz, entrega al avieso galeno, y tú ponte en manos de mi amigo. Él sabrá qué hacer con tan florido lote.

Paco resopló, suspiró, se mordió las uñas, las escupió, se hurgó la nariz hasta profundidades que supuse vírgenes, puso los ojos en blanco, se rascó las orejas por dentro y por fuera, y, en definitiva, desplegó un catálogo de mímica que, de haber ejecutado en la Gran Vía, le habría reportado una nada desdeñable cantidad de bonos-limosna. Distraído como estaba en la contemplación de tal espectáculo, tardé en darme cuenta de que el ruido de golpes que nos llegaba desde el otro extremo de la casa no era producido por Berenice, quizás entregada a un éxtasis interpretativo, sino por el aporreo violento y sistemático de la puerta de entrada, lo que me demostró que el lampista también me había mentido cuando me dijo que había instalado el timbre.

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