AKA

AKA


AKA » CAPÍTULO 10000

Página 25 de 46

C

A

P

Í

T

U

L

O

1

0

0

0

0

La casa de Miclantecuhtli era, en verdad, extraña. Además de estar en efecto forrada de bolsas para congelados, sujetas con chinchetas a las paredes, el techo estaba lleno de dispositivos que ora pitaban, ora parpadeaban, a medida que nos movíamos por la casa siguiendo a Mic hacia el salón.

—¡Órale! —nos saludó su videoguol—. ¡Viva Zapata!

—Lo he trucado —nos anunció orgulloso Mic, y rascó la CPU con cariño.

No me entretuve en inventariar más detalles, a diferencia de la señora Domitila que había sacado una grabadora e iba dictando: migas de pan en la cama, huellas de manazas en los espejos, baño digno aunque no le vendría mal una mano de amoníaco, tres platos sucios en el fregadero, gotelé saltado en las esquinas debido al roce, causado posiblemente porque al ir el inquilino borracho con habitualidad no mide bien las curvas, salón sin muebles y lleno de cacharros…

—Siéntense donde puedan —dijo Miclantecuhtli una vez que todos estuvimos reunidos—. Como ya le conté al señor Kant, utilizo este apartamento como centro de mis operaciones menos confesables, aunque ahora tendré que mudarme porque la señora Domitila ha anotado hasta el número de cédula.

—A su servicio —soltó la fámula, y después prosiguió—: Huellas de pisadas en el parquet, y también huellas de dedos, debido casi seguro a que el propietario se ve obligado a caminar a cuatro patas después de consumir metílico a litros…

—Tomaré esa ducha y vuelvo en un minuto —anuncié.

El agua a presión y el agradable aire templado del secador integral me ayudaron a despejarme un poco después de la trifulca que acababa de protagonizar, aunque el chichón de la cabeza y todo mi cráneo en general seguía retumbando a un ritmo que me reía yo de Los Balseros Salseros, marca registrada de N'Joy Corporation. Cuando regresé al salón comprobé que ya todos se habían sentado siguiendo las instrucciones de Mic, es decir, como pudieron, mientras éste había ido a guardar en la nevera las Cokepepsis, marca registrada de N'Joy Corporation. Yo me acomodé sobre una pila de revistas mal encuadernadas y de aspecto cutre, en cuya cima se encontraba una que anunciaba en portada una serie de artículos a cuál más interesante, como por ejemplo este: «Hazlo tu mismo: tu primera bomba por radio control». O este otro: «

Hackeando a un pensionista (II)».

—Pues ya estamos todos —dijo Miclantecuhtli, regresando con algunos de los refrescos—. Cuando quiera, puede empezar a contarnos cómo carajo ha terminado resién entre las fauces de ese cuate. Ándele.

Yo, con tanta transmutación de consciente, subconsciente y diversos estados del yo, me encontraba realmente sediento. Curioso efecto secundario, en efecto, y digno de estudio por parte de aquellos que deseen perder el tiempo en estupideces de ese estilo. El porrazo en la cabeza, por su lado, tampoco ayudaba mucho a mejorar mi disposición general, así que antes de soltar la perorata opté por beberme de un trago una Cokepepsi, marca registrada de N'Joy Corporation. Después de hacer ímprobos esfuerzos por contener los gases que se apelotonaron en mi esófago, sin llegar a conseguirlo, me enfrenté a la audiencia que aguardaba mi discurso con diversos niveles de atención: desde el máximo, representado por Paco, quizás porque a él también le iba mucho en este asunto, hasta el mínimo, capitaneado por la señora Domitila que había desplegado su kit de detective y estaba sacando huellas digitales del aparador.

Decidí que lo mejor sería comenzar haciendo una breve presentación de los allí reunidos, puesto que yo era el único del grupo que conocía a todos los demás. Expuse, pues, algunos datos genéricos de Miclantecuhtli y después de Berenice, pero al llegar el turno de Paco me vi en el dilema de hacer pública su versión de los hechos, con el consiguiente cachondeo que eso provocaría, o decir directamente que se trataba de un perturbado a quien, en cuanto pudiéramos, deberíamos depositar en un centro especializado o, en su defecto, abandonar en una gasolinera. Como no quería disputas entre la tropa, opté por contar las fantasías que a su vez me había contado a mí el propio Paco, para no soliviantarlo, pero intercalé en mi exposición un amplio muestrario de guiños y muecas suponiendo que todos los demás entenderían el mensaje velado que se ocultaba tras ellos.

Sin que yo pudiera entender por qué, y a medida que iba hablando, Miclantecuhtli pareció entrar en un estado de euforia comparable al provocado, según dicen, por la ingesta reiterada de coñac.

—¡Extraordinario! —dijo, entre otras muchas exclamaciones, dirigiéndose a Paco—. Eso quiere decir que usted puede ser… ¡cualquiera!

—Y usted también, ¡no te digo! —se molestó Paco.

—No, yo no: mi adeene está registrado. Y mis títulos oficiales están registrados. Y todas mis posesiones. Y las películas que he visto. Y mis ingresos, si bien éstos deben de ocupar un volumen muy superior a aquéllas. También están registrados mis familiares hasta el sexto grado, mis deudas pasadas y quizás las futuras, puesto que los bancos están cada vez más adelantados… En fin, yo soy yo, y no podría ser nadie más. Por eso opero en la clandestinidad. Pero usted… usted no es nadie, y al mismo tiempo es cualquiera. Usted sólo es usted.

—No me hacía falta venir al futuro para descubrir eso.

—Me refiero a que usted, por así decirlo, es simplemente un AKA. Y aquí lo que realmente cuenta es el RAP, el Registro Personal de Adeene, toda la existencia de un individuo asociada a un identificador que lo acompaña a dondequiera que vaya. No importa quién sea usted: importa quién dice su RAP que es usted. ¿Su RAP dice que hace diez años no pagó una letra del televisor? Páguela, o nadie le venderá ni una zanahoria. ¿Su RAP dice que abusó usted de una jovencita? Olvídese de vivir en el Hemisferio Norte. ¿Su RAP dice que está usted desempleado?

—Bueno —tuve que intervenir—, eso no es nada vergonzoso.

—Pero —continuó Miclantecuhtli sin hacerme caso, todavía arrebatado—, como usted no tiene RAP, podemos diseñarle el que más le guste y, a partir de ese momento, usted será lo que diga ese RAP. ¿Astronauta? No hay problema. ¿Neurocirujano? Más fácil todavía. ¿Fontanero? Una apuesta segura.

—Y si esto funciona así —preguntó Paco—, ¿por qué no se cambian ustedes sus RAP? ¿Por qué no se convierten en prestigiosos investigadores, o en científicos famosos?

—Primero porque, que yo sepa, no existen ni los unos ni los otros, y segundo porque el Sistema de Protección Ciudadana no permite la alteración de un RAP una vez creado, salvo por el funcionario del Ministerio de Seguridad Personal que inscribió el adeene en el momento del nacimiento, o por el heredero de su plaza si aquél fallece o gana una quiniela. Estos empleados públicos alcanzan el cargo tras una rigurosa oposición que sólo aprueban los más suertudos, o los de parentesco más directo con un banquero. Tanto unos como otros, una vez conseguida la plaza, se aferran a ella con saña, puesto que pocos otros empleos ofrecen horario de nueve a diez con dieciséis pagas y dietas. Con todo esto quiero decir que, en condiciones normales, son insobornables.

—Eso por no mencionar el pequeño detalle —me vi obligado a apuntar— de que alterar un RAP está prohibido.

—El respeto ciego a la Ley es un síntoma de estupidez —replicó Miclantecuhtli quitándoles importancia a mis sabias palabras—, como lo es el respeto ciego a cualquier cosa inventada por otros seres humanos como nosotros: las religiones, la Ciencia….

—¿Eso cree usted? Pues quiero dejar claro desde el principio que no toleraré en este grupo acciones que socaven el orden establecido. Las leyes nos protegen de los abusos de los demás. Regulan la convivencia pacífica y permiten el progreso de la Humanidad —objeté con firmeza.

—Eso es, cuando menos, discutible. Las leyes no se inventaron, obviamente, para proteger a los fuertes de los débiles, puesto que aquéllos se protegen solos. Pero de aquí no debe inferirse, por oposición, que el propósito de la Ley sea proteger a los débiles de los abusos de los fuertes.

—¿Ah, no? —se interesó Paco.

—En absoluto —abundó Miclantecuhtli, petulante—. Las leyes las inventaron los débiles ricos, porque ¿para qué las necesitaban los pobres si no tenían nada que proteger? Por eso, llamamos delitos a aquellos actos en los que un pobre fuerte abusa de un rico débil. El caso especular, es decir, las acciones en las que un rico fuerte abusa de un pobre débil, reciben múltiples nombres tales como reparto de dividendos, expediente de regulación de empleo o incluso préstamo hipotecario, pero ninguno de ellos conduce a la cárcel. Son ricos, y quizás débiles, pero no son tontos, o al menos no tanto.

—¿Y qué tal si dejamos a un lado las disquisiciones jurídicas —propuse yo, no porque no tuviera argumentos para rebatir a Miclantecuhtli, que también, sino porque el tiempo pasaba y veía que no llegábamos a ninguna parte—, y volvemos al asunto principal? Porque me temo que, en cualquier caso, las cosas no son tan fáciles: Paco sí tiene un RAP. Lo comprobé esta tarde con mi lector de mano.

—Pero su situación es diferente —me corrigió Mic—: su adeene, según lo que nos ha contado, no lo registró ningún funcionario cuando usted nació, allá en la Prehistoria.

—Tampoco se pase —matizó Paco.

—Su RAP, a tenor de todos los indicios, ha tenido que ser creado hace poco. Quizás fue ese tal doctor Jiménez-Pata quien lo diseñó y lo introdujo en la base de datos del Sistema de Protección Ciudadana, o contrató a alguien para que lo hiciera si él carecía de los conocimientos técnicos necesarios. Creo que en alguna de esas revistas que tiene usted debajo —prosiguió Miclantecuhtli dirigiéndose a mí— hay un interesante reportaje sobre cómo realizar esta operación con la ayuda de un imperdible y un chip que no cuesta más de cien dólares.

—No sé a los demás —intervino la portera, que había dejado de tomar notas verbales sobre el estado de la vivienda—, pero a mí esto ya no me interesa lo más mínimo. Lo que yo quiero saber en realidad es qué pinta usted —y me señaló a mí con su puntiagudo índice— en todo esto. Porque ya nos ha presentado a todo el mundo, salvo a mí, no sé por qué, y a usted mismo.

A regañadientes tuve que admitir que la señora Domitila había detectado mi hasta entonces sutil estrategia. En efecto, yo había dejado mi filiación para el último lugar, pues confiaba en que mientras tanto Berenice se iría amodorrando hasta quedarse dormida, como así había sucedido, y no podría por tanto escuchar la verdad sobre mí y mis circunstancias. Bonita expresión esta última, por cierto, que alguien debería registrar. No es que pretendiera engañar eternamente a la joven muchacha, pero tras los prometedores escarceos románticos que habíamos compartido en el sótano, tampoco quería tirarme ahora de cabeza desde el pedestal al que ella misma me había subido. Digamos que no quería engañarla, pero tampoco quería decirle la verdad. Técnicamente hablando, eso no es mentir.

—Por supuesto —dije, y carraspeé un poco—. Ahora les contaré qué pinto yo en todo esto, pero veo que nuestra joven compañera de fatigas ya se ha dado tres coscorrones contra la pared a consecuencia del justificable agotamiento que la domina. Micanchuteli… Micolapechi… Mic, ¿no tendrá una habitación para que Berenice pueda retirarse a descansar?

Mientras Paco y la portera aprovechaban para echarse otra Cokepepsi al coleto y comentar los defectos de los escasos muebles, Miclantecuhtli y yo acompañamos a Berenice hasta una pequeña pero decrépita estancia en la que, sin quitarse nada más que los zapatos, la bella sílfide se dejó caer a peso sobre una estrecha litera. Mic regresó al salón y yo me dispuse a seguirlo, pero me demoré un instante para cubrir el cuerpo de Berenice con una rijosa manta que se encontraba ovillada a los pies de la cama. Fatigado por los recientes acontecimientos, remoloneé por la habitación intentando prolongar aquel momento de calma, mecido por la penumbra de la noche que apenas desvaía el pálido reflejo urbano que se colaba por la ventana, y envuelto en el absoluto y reparador silencio que la firme política sancionadora de nuestro ayuntamiento había conseguido instaurar en la ciudad, y que sólo se permitía transgredir a los camiones de la basura, a alguna ambulancia que pasaba zumbando, a los coches de policía con la sirena a todo trapo, a los vehículos de limpieza de aceras, a las motosierras de la brigada de jardinería, a las bocinas de los bomberos y, en fin, a todas las máquinas que el propio ayuntamiento sacaba a pasear de madrugada aprovechando el silencio que, si dejamos a un lado el inventario recién mencionado, se adueñaba de las calles al anochecer. El caso es que la situación, inevitablemente, me trajo a la memoria las imágenes tantas veces repetidas de mi propia hija dormida después de que yo la hubiera arropado, y se me ocurrió entonces que era una locura pretender que una muchacha tan joven, una niña casi, pudiera sentirse atraída por un caballero maduro y reposado como yo. Ese pensamiento me llevó a reflexionar, mientras contemplaba la silueta de Berenice perfectamente definida por la colcha que ahora la envolvía, sobre lo irracional de los instintos animales que todavía nos gobiernan, y que hacen, por ejemplo, que todos consideremos con cierto asco que alguien pueda albergar algún tipo de deseo físico hacia nuestras propias hijas, mientras que al mismo tiempo nos parece tan natural imaginarnos protagonistas de las más lúbricas escenas con las hijas de los demás. Alguien debería escribir sobre este fenómeno, pensé, o quizás lo haya hecho ya.

De vuelta en el salón, me di cuenta de que tendría que emplear todas mis dotes de orador para elevar el espíritu de la audiencia. Mi regreso fue recibido con bostezos, desperezos, y otros aderezos. En resumen, la moral estaba por los suelos. Recordé entonces los periódicos que Chumillas me había entregado unas horas antes, y cuyas portadas había conservado yo dobladas en el bolsillo de mi elegante chaqueta. Emulando el clima de suspense que tan bien sabe crear el presentador de «Un hígado para el mejor», saqué las hojas, las desdoblé con parsimonia, y las extendí en el suelo para que todos pudieran verlas. Después añadí, misterioso:

—Estas son las noticias de mañana. Pero yo ya sé ahora quién es el autor de este crimen.

Paco, Mic, y la señora Domitila se inclinaron para poder leer la noticia, y sentado de nuevo sobre la pila de revistas pude contemplar cómo sus ojos se iban abriendo a medida que avanzaban en la lectura. La portera fue la primera en reaccionar.

—Pues no avise a la policía: díganos quién es y vamos a lincharlo ahora mismo. Tengo un bate de béisbol en casa.

—Incluso para un marginal como yo —corroboró Miclantecuhtli—, un crimen así resulta repulsivo. ¡Han atacado a un periodista! Ahora mismo busco unas hojas de lechuga y mañana nos vamos a la manifestación en primera fila, a ver si salimos en la tele.

—Veo que las sutilezas no sirven con ustedes —me quejé, harto de tanta incompetencia—. Esas manos que se ven en la foto, y que tan oportunamente ha seccionado la guillotina del editor, son las mías. ¡No, señora Domitila, deje el pisapapeles de mármol en su sitio! Créanme: yo sólo estaba tomándole el pulso a ese individuo. La fotografía que ahora contemplan es el último eslabón de una surrealista cadena de chantajes, persecuciones, y otras peripecias, en la que, sin saber ni cómo ni por qué, me he visto envuelto desde que ayer por la tarde recibí una misteriosa carta.

—Pero —intervino Miclantecuhtli—, si no ha sido usted, ¿quién secuestró y golpeó a este admirable comunicador y esforzado reportero, a quien, por cierto, nadie conoce?

—Si se lo digo sin contarle los antecedentes del caso, no me creerá. Será mejor empezar por el principio.

Y así me dispuse a hacerlo. La portera conectó de nuevo su grabadora mientras Mic y Paco se recostaban contra la pared, como amenazándome subrepticiamente con que, si me enrollaba mucho, echarían una cabezada. No obstante, mi habilidad para manejar la trama, el ritmo, y la dosificación de los hechos, me permitieron mantener su interés durante la larga exposición que no tuve más remedio que hacer, puesto que mientras narraba lo sucedido yo mismo me iba dando cuenta de lo mucho que se habían complicado las cosas en tan poco tiempo.

No me quedó otro remedio, por mor de la concisión, que hacer una selección de los hechos más relevantes, y por supuesto fui yo mismo quien fijó el concepto de relevancia o irrelevancia, como también hacen los periodistas y nadie los critica. Así, por ejemplo, y mencionada ya la misteriosa nota, relaté mi primera entrevista con Chumillas y su solicitud de mi ayuda para esclarecer un abominable crimen. Obvié, sin embargo, la mención a las sinecuras que aquél me había ofrecido a cambio de mi colaboración y que, siendo sincero, habían sido la principal razón por la que yo me había embarcado en tan arriesgada empresa. Proseguí mi crónica con la narración de mi encuentro con Paco aquella misma mañana, y con el relato de los acontecimientos que nos sucedieron después, aunque de nuevo me permití escardar algunos detalles, tales como mis intenciones de entregarlo a Chumillas y de obtener el teléfono de Berenice. A cambio, justifiqué mi hospitalidad para con los dos en un hondo sentido filantrópico de origen genético, lo que provocó murmullos de admiración entre la audiencia, es decir, entre Paco y Miclantecuhtli, porque la portera había sacado una lupa y ya no me prestaba ninguna atención.

Así, y tras relatar los increíbles acontecimientos que había presenciado mientras me encontraba en casa del marrullero galeno, llegué al momento más delicado de mi relato, a saber, mi segunda entrevista con Chumillas, la cual, y si me ceñía a la selección de hechos que acababa de exponer, no tenía ninguna razón para producirse. Reconozco que en ese instante me venció el miedo escénico y que, no pudiendo soportar las inquisidoras miradas de Paco y Miclantecuhtli, salí por la tangente y me limité a decir que me había encontrado con Chumillas por casualidad. Añadí que éste, preso de una ira injustificada y vesánica, me había informado de que mi propia hija se encontraba en sus manos, y que de no conseguir yo capturar al médico aleve para entregárselo, aquélla sufriría los más terribles padecimientos, como tener que leerse un libro de Filosofía u otros peores, y me refiero a los tormentos, no a los libros, porque no creo que haya libros peores que los de Filosofía.

Di por terminada la historia en ese punto, pues del reciente asalto y secuestro que habíamos sufrido nada podía añadir yo a lo que Paco y Mic ya sabían, y que era bien poco. Cuando se apagó el eco de mis últimas palabras, todos permanecimos unos instantes en silencio, aunque éste no era completo, puesto que se escuchaba de fondo un insistente rumor como de frotamiento. No pudimos identificar el origen de tan peculiar sonido hasta que la portera emergió tras un sofá con un cuchillo en la mano.

—No es de madera —dijo—. El parquet es laminado. Y con esto termino mi repaso a la vivienda, del que iré dando puntual cuenta a todos los vecinos sin escatimar detalles. Me marcho.

—¿Ya no quiere saber más? —le preguntó, extrañado, Miclantecuhtli.

—De este rollo yo no me creo ni la mitad. Ya me enteraré por otros conductos de lo que está pasando aquí, no lo duden.

El portazo que dio la señora Domitila al salir sirvió, además de para tirar un par de cuadros, para sacarnos a todos del letargo en el que nos habíamos sumido una vez concluida la narración. Fue Miclantecuhtli quien tomó la palabra, con un brillo especial en los ojos.

—Creo que ha llegado el momento —dijo, y se puso en pie con ademán solemne mientras tomaba aire con una prolongada inspiración—. Como miembro del Comando de Liberación José Luis Rodríguez «El Puma», llevo años planeando asestar un golpe definitivo a este sistema que nos espía, nos audita, y nos clasifica, que nos etiqueta con certificados y títulos desde que nacemos, y que nos sigue etiquetando después hasta que parecemos un maniquí en época de rebajas, que con el pretexto de la seguridad nos confina entre rejas de Cartier…

—Marca registrada de N'Joy Corporation —apostillé, casi sin querer.

—… que nos obliga a trabajar más de lo que debemos para comprar más de lo que necesitamos, que nos condena antes de juzgarnos, nos juzga antes de acusarnos, y nos acusa antes de escucharnos, que no nos dice lo que hay que hacer, sino que nos dice lo que no hay que hacer para que nos creamos que podemos elegir y que, por lo tanto, somos libres, y así no nos dice que bebamos Cokepepsi, sí, ya lo sé, marca registrada de N'Joy Corporation, cállese, por Dios, ¿no ve que estoy arrebatado?, que no nos dice que bebamos Cokepepsi, decía, pero nos dice que no bebamos vino, ni cerveza, ni tequila, órale mi cuate, ni muchas otras cosas, que nos multa por aparcar en doble fila pero no por tener doble moral, que nos anima a decir la verdad pero que después no quiere escucharla, que castiga a los mendigos que piden limosna pero no a los potentados que no la dan, que justifica los despidos cuando la economía va mal pero no la subida de los salarios cuando la economía va bien…

—No se ofenda —interrumpió Paco—, pero ¿todo eso no está en el «Libro Rojo» de Mao?

—¿Quién es ese? —preguntó Miclantecuhtli descolocado.

—No le haga caso, Mic —intervine, y viendo que la situación se estaba yendo por unos derroteros poco adecuados para mis fines, pedí a ambos que volvieran a sentarse y tomé la palabra—. Todo eso está muy bien, o no, no lo sé, yo no me preocupo por esas cosas. Soy apolítico, si es que ese concepto existe realmente. ¿No? Entonces diré que soy egoísta, que es un sinónimo y además seguro que sí existe y se practica. Mire, Mic: lo único que yo quiero es recuperar a mi hija. O mejor: recuperar mi vida completa. Yo quiero volver a mi casa de Soto de Trepas, tener una familia, un trabajo fácil, bien pagado, y con un cargo que me permita presumir, como

Worldwide Chief Strategic Officer, y tener también un chalé en la playa, y un jardín con césped, pero que lo corte el jardinero porque si no es un peñazo.

—Pero, ¿y el pueblo? —insistió Miclantecuhtli.

—¿Qué pueblo? —me desesperé—. Ahora todo el mundo vive en las ciudades. No es el momento de soflamas subversivas. Lo que yo necesito es encontrar al doctor caimán, y después ya veremos.

Mic escuchó con respeto mis demandas, pero no me respondió, como yo habría deseado, con una rotunda e incondicional adhesión a ellas. Por el contrario, meneó la cabeza con parsimonia y comenzó a hablar lentamente.

—Creo que se equivoca, querido amigo —dijo—. Si lo que nos ha contado es cierto, cosa que dudo puesto que nunca he conocido a ninguna persona tan buena como la versión de usted que nos ha presentado en su relato, se ha metido en un asunto de proporciones megalíticas. ¿De verdad se cree que después de entregarles a Jiménez-Pie esos tipos lo dejarán marcharse como si nada hubiera sucedido?

—¿Y por qué no?

—Sea lo que sea lo que el tal doctor ha descubierto, es algo por lo que esa gente parece dispuesta a secuestrar, torturar, chantajear, y quién sabe qué más. Querrán asegurarse de que, una vez zanjado, el asunto queda cerrado para siempre, y que nadie podrá volver a abrirlo en el futuro.

—¿Sugiere, entonces, que mi suerte está echada, haga lo que haga?

—Sugiero que la única manera de salir de este atolladero es aumentar el envite. La mejor defensa es no defenderse. ¿Era así? Suena un poco raro, pero con los refranes ya se sabe… Quiero decir que tenemos que encontrar una manera de nivelar la contienda: ellos tienen a su hija, así que nosotros tenemos que encontrar algo que para ellos resulte más importante que su hija para usted. Y, por lo que parece, el doctor aligátor lo había encontrado.

—No me dijo nada a ese respecto —respondí—. Sólo mencionó un antiguo y desagradable incidente que, merced a los influjos de Javichu Depy, terminó por hundirlo.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Paco—. ¿No le dijo cuáles eran sus planes?

—Sólo dijo algo así como que serías la llave que le permitiría recuperar su posición en la sociedad. En esa que Mic ha criticado tanto pero en la que tan a gusto nos encontramos.

—Quizás había descubierto algo con lo que chantajear a Javichu —aventuró Miclantecuhtli—, para obligarlo así a que lo reinsertara en la sociedad. A la gente le encanta encontrar culpables que crucificar, pero de vez en cuando ansían encontrar un inocente al que poder salvar. Pocos, ¿eh?, que lo divertido es lo de crucificar. Pero, de proponérselo, Javichu podría conseguir que todo el mundo llorara al escuchar la historia del doctor injustamente vilipendiado, y de hoy para mañana Jiménez-Pezuña se habría convertido en el doctor más solicitado del planeta, amén de en una estrella mediática, que nunca viene mal.

—O quizás —sugerí yo—, pretendía hacerle llegar esa supuesta información comprometedora sobre Javichu a su competencia. Seguro que a los periódicos de Eternal Life Inc. les encantaría tener una historia así.

—No, no creo que su plan fuera ese —sentenció Miclantecuhtli coartando mi creatividad—. Ya le dije que eso de la competencia entre N'Joy Corporation y Eternal Life Inc. es tan sólo una fachada. Hay una conspiración. En lo más alto de la pirámide, las dos empresas son una sola.

—Conque una conspiración, ¿eh? —repetí, volviendo a darme cuenta del tipo de ayudantes que me había buscado

—En efecto. Todo es una gran conspiración. No me mire con cara de psicólogo ensoberbecido, valga la redundancia, y confíe en mí: la única salida que le queda a usted es subir la apuesta.

—Pero para poder hacer eso —dije después de un breve silencio—, necesitamos localizar al doctor hiena. Y, como ya les he dicho durante mi relato, se ha esfumado.

—Pues le diré algo —me interrumpió Miclantecuhtli—: precisamente eso es lo que le ha salvado a usted el pellejo. Si Jiménez-Pata no hubiera desaparecido, ya estaría usted criando malvas, y no como empleado de una granja ecológica precisamente. La única razón por la que sigue usted vivo y quejumbroso es porque todavía le ven como un puente hacia el disoluto galeno, así que será mejor que lo encontremos antes que ellos o nuestro futuro se convertirá en condicional.

Ir a la siguiente página

Report Page