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AKA » CAPÍTULO 11110

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—A ver, ¿qué narices pasa ahora? —protestó Liar meneando la cabeza.

—Tenemos que hacer algo con lo del becario. Necesitamos un culpable, porque la población civil está indignada. Es más: la hemos indignado nosotros mismos.

—Tienes razón, por una vez —reconoció el mandamás—. Ya va siendo hora de darle a la gleba un poco de carnaza. Ha pasado más de un año desde que sacamos el tema de las comisiones del amigo Bola, que, por cierto, a estas horas debe de estar tomándose un cocoloco en alguna playa de las Maldivas. Qué bribón. En fin, el caso es que la plebe está inquieta. Necesitan un escándalo que termine con el descabezamiento de un notable. Cómo les gusta eso… Así que alguien tendrá que dejarse calumniar un rato y terminar dimitiendo. A ver… —y recorrió con la mirada la mesa de reuniones considerando rápidamente a todos los candidatos—. Chumillas: calienta que sales. Filtraremos a la prensa que has utilizado las piruletas para fines ilícitos y personales, dos términos que en tu caso siempre suelen ser sinónimos. Diremos que te ha desenmascarado el Ministro de Seguridad Personal, y a ver si así conseguimos sacarlo del frenopático porque ese asunto se nos ha ido un poco de las manos. Explicaremos que, en realidad, el ministro estaba allí en misión oficial reuniendo pruebas contra ti. Para terminar de contentar a la caterva, montaremos un escándalo de órdago, nos rasgaremos algunas camisas viejas, y te destituiremos del cargo.

—Pero si yo no tengo ningún cargo.

—¿Ah, no? María Jesús, redácteme un nombramiento para Chumillas con el cargo de… Comodoro de Licencias Agropecuarias. ¿Qué te parece? Derivaremos lo de las piruletas hacia algún asunto turbio relacionado con los peces, y así los de Greenpeace, marca registrada nuestra, podrán salir un rato en la tele, que eso también entretiene a la plebe. Además, tienen unos barcos de colorines que a los niños les encantan. María Jesús, prepare un documento en el que ordenamos la ejecución sumaria de mil delfines y fíltrelo a la prensa. ¿Son pocos? Ponga diez mil. No sé si habrá tantos, pero da igual porque, en cuanto nos hayamos cargado a un par, ya tendremos a los ecologistas encadenados al Puente de Gianni Versace, con la tele entrevistando en directo a sus madres. A las de los ecologistas, quiero decir, no a las de los delfines. Aunque tampoco descarto esto último. María Jesús, entérese de si ya es posible comunicarse con los delfines, pero con fluidez, nada de gruñidos y señas que la gente no está para lenguajes primitivos. Y que en el documento no salga el nombre de Chumillas, para que tengan que investigar un poco y parezca más real. Si consiguiéramos que lo confesara uno de los delfines sería la leche. María Jesús, consígame un delfín con cara de pobre y entrénelo hasta que diga Chumillas. Pues no sé cómo. Como a un loro, supongo: repítaselo todo el día. Que le instalen un acuario en su despacho y póngase a ello, pero que le tapen la cara al delfín con una media para que nadie lo reconozca después cuando salga en la tele. Y en cuanto a ti, Chumillas, péinate con gomina y practica para poner cara de malo. A partir de ahora irás siempre con traje y corbata, para que la gente vea que, además de corrupto, eres rico y chulo. ¿Dónde quieres pasar los meses de cuarentena, mientras la prensa te despelleja?

—¿Sería posible Bali?

—Anda que no sabes nada… Claro que es posible, perillán. ¿No está allí todavía el amigo Plin? Míralo, se fue para seis meses y lleva ya más de tres años.

Chumillas tomaba notas a toda velocidad, y supongo que la tal María Jesús ya estaría buscando un delfín y encargando el acuario, y los treinta ejecutivos de N'Joy Corporation se felicitaban por la brillantez de su jefe, y éste agradecía los halagos con ademanes majestuosos, y yo me dejaba vencer definitivamente por el cansancio y el dolor de cabeza, y cerraba los ojos para dejar que la luz templada del día me acariciara la piel, y que la brisa del aire acondicionado, el maldito aire acondicionado, me refrescara la mente, haciendo que mis ideas volaran más allá de las paredes del hotel, a mi humilde casa del CID intermedio, y me la imaginé decorada con gusto por una mano femenina, y también imaginé que la propietaria de esa mano era la sensual Berenice, y que ambos retozábamos alegremente en un sofá de plumas mientras en la tele se hablaba de mi último éxito editorial, pero entonces mi fantasía empezó a desobedecer mis órdenes, y cuando volví a mirar a la propietaria de la mano femenina me encontré con el rostro de mi ex mujer, y me llevé un susto de muerte, pero no porque mi ex mujer estuviera en mi casa, retozando conmigo sobre un sofá de plumas, sino porque, para mi sorpresa, la escena me resultaba agradable, o más, me resultaba excitante, y todo esto me provocó una fuerte conmoción que casi me saca de aquel estado pseudocatatónico, en el que de todas maneras no pude permanecer mucho tiempo más porque la voz de Alexander Liar comenzó a reclamarme con insistencia.

—¡Eh, usted! —me decía—. No se duerma. ¿No quiere ver la rueda de prensa?

Al abrir los ojos vi que todos los ejecutivos habían dirigido sus sillas hacia la pared de la izquierda, y que un empleado del hotel con tantos galones como un capitán de fragata había entrado en la sala con unas botellas de ese champagne rosa, sin alcohol, con el que los privilegiados celebran sus éxitos. Uno siempre supone que los ricos se entregan a todo tipo de vicios, así que quise probar suerte y llamé al capitán.

—Por favor, tráigame vino.

Él dijo:

—No hemos tenido ese licor aquí desde 1969.

Hice un ademán de condescendencia y me resigné al champagne rosa que, bien pensado, combinaría mejor con el dolor de cabeza que ya se había apoderado de todos mis lóbulos cerebrales. El videoguol mostraba unas imágenes del salón principal del hotel en las que, entre el gentío, pude reconocer a algunos de mis camaradas, en particular a Porfirio y Berenice bailando un bolero, y también a Monseñor Leño con su llamativo uniforme naranja, mientras en la tarima comenzaban a mezclarse agitación y sonrisas falsas. Un individuo se había abierto paso hasta el atril y comenzaba a pedir silencio. Al escuchar de pronto aquella voz que salía de los altavoces, Chumillas, que continuaba tomando notas de espaldas al videoguol, se sobresaltó.

—¡Escuchen! —dijo—. ¡Todavía me llaman esas voces desde muy lejos! Me despiertan en mitad de la noche y las escucho decir…

—Bienvenidos al Hotel California —prosiguió la voz del videoguol.

—Un lugar adorable —coló el director del hotel, que también estaba en la tarima.

—Un rostro adorable —piropeó un espontáneo dirigiéndose a la rutilante Natalia Nodd.

—Se lo montan bien en el Hotel California —comentó uno de los ejecutivos de nuestra sala mientras se daba al champagne.

—Qué sorpresa tan agradable —ironicé yo al reconocer a Javichu Depy, pues era él quien ejercía como maestro de ceremonias—. Preparen sus coartadas.

Javichu reclamó silencio otra vez y pronunció unas palabras en las que alababa la trayectoria profesional de Natalia Nodd, su compromiso con la cultura, y sus senos recién operados. Comentario este último que fue recibido en la sala con una ovación cerrada. Después, hizo una llamada a la rebelión contra el orden establecido o contra cualquier otro, y se despidió convocando a los asistentes a un nuevo acto que se celebraría unos días después para presentar un libro que, según dijo Javichu, revolucionaría el panorama cultural de Madrid e incluso de otros lugares; un libro, añadió, que él todavía no había podido leer pero del que había escuchado todo tipo de loas por parte de sus más reputados amigotes; un libro, machacó, que se convertiría en un referente para las próximas generaciones. Varios periodistas lo interrumpieron para preguntarle el título, el autor, y el precio. Javichu respondió que no podía decir nada más, puesto que no se descartaba que el libro terminara por ser censurado debido a que, bajo su apariencia de divertida comedia, la obra escondía una brillante e implacable crítica del sistema, dato este que fue recogido con un murmullo de admiración por la audiencia. Mientras tanto, en la sala de reuniones, yo cruzaba una mirada con Liar y colegía de su sonrisa que, en efecto, era de mi libro del que ya se estaba hablando, y al constatar este hecho no pude sino admirar íntimamente la capacidad de aquel hombre para organizar conspiraciones.

—Eso es todo, amigos —concluyó Javichu—. Antes de cederle definitivamente el micrófono a nuestra querida y deslumbrante estrella, les dejo con una de las más geniales poetisas del panorama actual, que recitará una de sus obras a modo de homenaje.

Subió entonces a la tarima una mujer terriblemente fea, con gesto agrio, vestida con ropa seis tallas más grande que la que le correspondía, y a la que, con aquellos tres largos mechones de medio metro emergiendo de su cabeza rapada, reconocí sin esfuerzo como la poetisa que había visto la tarde anterior al irrumpir en el piso del doctor malandrín.

—¡Es la vecina del inmundo doctor! —exclamé por inercia.

—Claro —admitió Chumillas sin inmutarse—. Al principio se resistió a facilitarnos información sobre él, argumentando algo sobre la intimidad, la opresión, y no sé cuántas mamarrachadas más. Le ofrecimos publicarle un poemario, con una tirada mínima de veinte mil ejemplares, y no sólo respondió a todas nuestras preguntas sino que se brindó también a entregarnos a su padre que, al parecer, destila aguardiente en la clandestinidad. Ahora tenemos que rentabilizar la operación, así que habrá que hacerla famosa. Pero calle: nuestra protegida va a recitarnos uno de sus poemas.

—No sé si podré soportarlo —dije, recordando los ripios que me había endosado en el rellano—. Son malísimos.

—Lo sabemos. Y seremos perversos pero no somos tontos, así que le hemos facilitado unas antiguas tonadas de las que ya nadie se acuerda, y que pasarán por obras maestras y originales entre el público poco cultivado, o sea, todo el público. Calle: ya empieza.

Alguien corrió las cortinas de la sala en la que nos encontrábamos y, al hacerlo, la cerúlea luz que el verano derramaba sobre la ciudad quedó reducida a una especie de nimbo colectivo, que dotaba a todos los presentes de un aspecto beatífico y que invitaba al perdón o, más bien, al olvido. Y es que, de hecho, la visión de aquellos seres aureolados, unida a los espejos del techo y al champagne rosa en hielo, me hizo sentir transportado en el tiempo, como si todos los peligros que acabábamos de sortear pertenecieran de repente a un pasado remoto y casi imaginario.

La poetisa comenzó a recitar y todos nos quedamos escuchando. La pantalla mostraba a los críticos con gesto agrio, a los políticos con gesto intelectual, a los intelectuales con gesto repugnante, a los directores de cine con gesto irreverente, a los actores con gesto aburrido, y a todos, en fin, con el gesto que les correspondía poner de acuerdo a su papel en el circo. Liar contemplaba el conjunto satisfecho, orgulloso de su obra, pero con aquella leve sombra de desilusión o tal vez de aburrimiento que ya le había visto yo antes, y que no parecía causada precisamente por el repulsivo aspecto de la poetisa. Mientras, ella decía:

Aquí todos somos, simplemente,

prisioneros de nosotros mismos.

Y en las habitaciones del amo

se han reunido para la fiesta;

le clavan sus cuchillos acerados,

pero no pueden matar a la bestia.

Los versos iban desapareciendo en el aire dulzón del Palace, y el aire dulzón del Palace desparecía en nuestros pulmones, que lo devolvían más sucio, no sólo por los humores que se mezclaban con él en nuestros interiores, sino también, por qué no decirlo, por las miserias que todos llevamos dentro y que sólo podemos expulsar al exterior disueltas en el aire que respiramos. Pero todo eso, ahora que volvía a estar dentro de la película, y no como un vulgar extra sino como uno de los personajes principales, todo eso, digo, a mí, plin. A medida que los versos fluían, yo sentía cómo me iba haciendo más leve, más simpático, más feliz, y por obra y gracia de todo aquello me pareció mas incomprensible y ridículo que nunca el hecho de que pudiera existir gente capaz de sublevarse por nimiedades, gente que se indignara por detalles accesorios y a la que no se la trajera al fresco eso de tener que reírles las gracias a los cuatro de siempre, o tener que aplaudir las habitualmente no muy inspiradas obras de los intelectuales, como era el caso en aquel mismo instante, sin ir más lejos. Aunque el poema que continuaba recitando la infernal poetisa, justo es reconocerlo, tampoco era tan malo, y, a pesar de lo que me había advertido Chumillas, a mí me pareció que lo recitaba con tanta pasión como si realmente fuera suyo. De hecho, ¿acaso no lo era ya?

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