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AKA » CAPÍTULO 10101

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El corazón me dio un vuelvo al reconocer la familiar voz de Chumillas, y me dio un mortal con tirabuzón al levantar la vista y comprobar que, en efecto, allí estaba él, apoyado en la pared de espaldas a nosotros y charlando con una camarera cuyas carnes rivalizaban en consistencia con las puertas de roble que se alineaban a uno y otro lado del pasillo. Fui entonces yo quien se comportó como un tuberculoso, y a base de castigarme los pulmones conseguí llamar la atención de Miclantecuhtli, que se giró con gesto de fastidio.

—Truena —escuché decir a Chumillas, que miró hacia el techo pero no se dio la vuelta—. Tengo un apartamento donde no nos mojaremos. ¿Por qué no quedamos allí cuando termines el turno? Yo tengo que liquidar un asuntillo a las tres. ¿O eran tres asuntillos a la una? Tanto da: los liquidaré a todos —y, como se comprenderá, estas últimas palabras hicieron que mi ataque de tos arreciara.

—Tengo asma —le susurré a Miclantecuhtli, y al mismo tiempo intenté señalar con las cejas hacia la posición que ocupaba Chumillas—. Voy a sentarme un momento en uno de esos cómodos sofás que había junto a los ascensores. En cuanto recupere el resuello me reúno con ustedes en la habitación del ministro.

Y sin saber si me había entendido o no, me di la vuelta, deshice los pocos pasos que me separaban del recibidor, y en cuanto llegué a él me oculté tras el recodo y apoyé la espalda contra la pared.

—¿Qué narices le pasa ahora? —me preguntó cuchicheando Miclantecuhtli, que al parecer no había captado mis sutiles pistas y me había seguido en busca de una explicación más liminal.

—Ese individuo que está en el pasillo calibrando con una cinta métrica el perímetro torácico de la camarera —cuchicheé yo a mi vez— es Chumillas.

—¿Chumillas? —exclamó él.

—Si me descubre sospechará que tramamos algo, y entonces todo estará perdido. Me esconderé aquí hasta que se meta en una habitación.

—¿Y cómo sabe que va a meterse en una habitación? —consideró, acertadamente, Miclantecuhtli—. Quizás esté yendo y no volviendo, y en ese caso tarde o temprano vendrá a coger el ascensor.

—¿Entonces?

Miclantecuhtli entornó los ojos y miró a derecha e izquierda con los dientes apretados, componiendo un gesto más de maldad que de astucia.

—¡Rápido! ¡Váyase por ese lado! —me apremió después, señalando el pasillo que se dirigía hacia las habitaciones impares—. Procure no llamar la atención de las cámaras de seguridad. Finja que está buscando un lugar para filmar y compórtese como los directores de cine cuando quieren hacerse los interesantes: busque encuadres, ponga los dedos en rectángulo, muestre cara de fastidio, y mientras hace todo eso aléjese con disimulo hacia el otro extremo del corredor. Cuando vea que Chumillas, bien se mete en una habitación, bien se marcha en el ascensor, aproveche y venga a reunirse con nosotros. Recuerde: habitación 844.

—¿Y se dirige él también hacia ese pasillo? Tal vez tenga una habitación impar.

—No parece probable, puesto que ahora se encuentra en el lado de las pares, pero por si acaso llévese esto —me respondió Miclantecuhtli sacando de su bolsillo el pequeño dispositivo que había utilizado para controlar el ascensor, y pasándomelo de tapadillo—. Si se ve en un apuro, enchúfelo en la cerradura de cualquier habitación y pulse: control, mayúsculas, F5, tecla más, escape, asterisco, barra, barra. —Y, dejando de susurrar para que las cámaras pudieran oírle, añadió—: De acuerdo, le haremos al ministro unas fotos en el pasillo, las cuales por su ubicación transmitirán a los ciudadanos, según dicen los psicólogos, una imagen de transitoriedad, de indecisión, de falta de carácter y pobreza de espíritu, lo que, por otra parte, refleja un perfil bastante ajustado a la personalidad real de todos nuestros gobernantes. Es nuestro deber como periodistas vilipendiarlos utilizando la difamación y la burla, pero al mismo tiempo con el máximo respeto.

Y, dedicándome un nuevo guiño, Miclantecuhtli se dio la vuelta y me dejó solo. Yo, por mi parte, me apresuré a seguir sus instrucciones: guardé el portentoso artefacto y comencé a caminar por el pasillo opuesto al que ocupaban Chumillas y mis compañeros o cómplices. Mientras me alejaba de todos ellos con paso fingidamente distraído, me dediqué a encuadrar con gesto rancio los extintores, los pomos dorados de las puertas, los asépticos plafones del techo, el carrito de la doncella que me tentó con docenas de esas pequeñas pastillas de jabón que los hoteles disponen para incitar a sus huéspedes al hurto, los cartelitos de «Ciudadano Robinson» que colgaban de algunas manijas, los cuatro individuos con quienes me crucé entrando o saliendo de sus habitaciones, y, por fin, cuando llegué al otro extremo del pasillo, también me entretuve un rato encuadrando una estilizada consola que decoraba la pared final del corredor sosteniendo un coqueto jarrón con flores. Colgado encima de él, había un espejo de dimensiones notables que me sirvió como retrovisor para examinar si el escenario había sufrido algún cambio durante mi meritoria interpretación.

El largo pasillo que quedaba a mi espalda se me mostró casi vacío puesto que mis coadjutores habían desaparecido de la escena, lo que indicaba que ya debían estar dentro de la habitación del ministro. Sin embargo, Chumillas permanecía en el mismo lugar y casi en la misma posición, sólo que ahora sostenía en la mano varias tarrinas de mantequilla del servicio de habitaciones, y le porfiaba a la camarera para que se colocara un

hula-hop. No tuve, empero, mucho más tiempo para contemplar los progresos de tan peculiar pareja, puesto que pronto llamó mi atención en el espejo la imagen de una puerta que se abría en una de las habitaciones más próximas a mi posición, y de la que vi salir a un tipo embutido en un traje demasiado ajustado y de un naranja eléctrico. El corazón volvió a darme un brinco cuando, en el perfil aquilino del huésped, reconocí al mismísimo Monseñor Leño, engominado hasta las cejas y colorado como un tomate. Me quedé tan quieto como pude, en parte por la sorpresa que me produjo la visión, y en parte porque supuse que si permanecía inmóvil, y si él se encaminaba hacia los ascensores que se encontraban en la dirección opuesta a la mía, tal vez conseguiría pasar desapercibido. Sin embargo, no fue eso lo que hizo: todavía tenía el pomo asido y medio cuerpo dentro de la habitación cuando, al levantar la vista y contemplar lo que ésta pudiera ofrecerle, y que no podía ser otra cosa que Chumillas en lontananza tomando por la cintura a la camarera para introducirla en los secretos de algún baile tropical, volvió a meterse en la habitación de un salto y arrimó la puerta tras de sí sin llegar a cerrarla, de lo que deduje que se había quedado espiando a través de la rendija que dejó abierta.

Me produjo un cierto y estúpido alivio el comportamiento de Monseñor Leño, quizás porque ya no era yo el único que ahora se escondía en aquel pasillo para espiar a los demás, y sin duda esto me hacía experimentar esa agradable sensación de pertenencia a un grupo que tanto consuela a los seres humanos. Reflexioné sobre lo paradójico de la situación, en la que yo espiaba a Monseñor Leño, quien a su vez avizoraba a Chumillas, el cual, curiosamente, esperaba reunirse conmigo en breve, cerrando así aquel singular círculo, o más bien aquel tres-en-raya pues tal era nuestra disposición, y cerrando también con él mi agudo pero estéril análisis.

De pronto, me dije a mí mismo, el círculo que era un tres-en-raya comenzó a transformarse más bien en un dominó y, pareciéndome tal metáfora francamente brillante, lamenté no tener cerca a nadie con quien poder lucirla. Me inspiró el tropo la concatenación de algunos hechos que se produjeron a toda velocidad y que, además de proporcionarme una oportunidad para aquel íntimo lucimiento retórico, mejoraron sustancialmente mi posición en el juego de espionajes y ocultaciones que había estado practicando durante los últimos minutos. Esto fue lo que ocurrió: apareció de repente, proveniente de los ascensores, un tipo vestido de negro y con modales de vizconde que resultó ser el jefe de la camarera que entretenía Chumillas; esto provocó que aquélla, reclamada por su superior, se deshiciera a toda prisa del

hula-hop, se limpiara algunos pellizcos de mantequilla que punteaban sus carrillos, y desapareciera por el recibidor siguiendo a quien la había reclamado. Este primer hecho provocó que Chumillas, quien por cierto encajó el contratiempo con exquisita deportividad, aparcara el

hula-hop y las tarrinas de mantequilla y se encaminara asimismo hacia el recibidor de donde ya no regresó, lo que me llevó a deducir que también él había tomado un ascensor para abandonar la planta. Y eso mismo debió de concluir también Monseñor Leño puesto que, tras contemplar al igual que yo todos los acontecimientos anteriores, e impelido por ellos, se decidió por fin a salir de su escondite, se atusó el cabello algo descompuesto por el sobresalto, y con su estridente uniforme naranja se dirigió también hacia los ascensores donde, como ya hicieran antes el jefe de la camarera, la propia camarera, y Chumillas, desapareció para no regresar.

Se entenderá ahora mi metáfora anterior, puesto que, gracias al efecto dominó provocado por el jefe de la camarera, el camino que unos segundos antes se me ofrecía como una senda erizada de peligros se convertía de súbito en una autopista de diez carriles por la que podía yo transitar como mejor me pluguiera, incluso borracho y sin cinturón de seguridad. Esto último no lo comprobé, claro está, ya que, de haberlo hecho, estoy seguro de que habría salido un guardia de alguna habitación y me habría multado.

No pude seguir recreándome en mi suerte, sin embargo, puesto que mi comunicador personal me lanzó una de sus desagradables descargas indicándome que alguien requería mi telepresencia.

—Señor Immanuel —me dijo la imagen del lampista Gaio Claudio, proyectada ante mí en la inmensidad del pasillo vacío—, ya está lo del aire. Que digo que a lo mejor me he cargado algo más, porque he visto una gotera y me he dicho: pues le tiro un cordón de silincona. Pero claro, esto ya se sabe que la silincona no agarra contra el pavés, aunque ahí pavés no había, lo cual había goteler, y al no agarrar se ha ido el falso techo y ha atravesado un pilón que, la verdad, no sé qué pintaba, lo cual se ha venido abajo el muro de contención. Total: que ya está lo del aire.

Lo felicité con efusión y le pedí que llamara también a Miclantecuhtli para comunicarle el éxito de su misión y para recibir nuevas instrucciones. Me dijo que así lo haría y que, de paso, iba a apretar una junta que veía floja. Yo, por mi parte, me dispuse a dirigirme a la habitación del ministro en la que, según mis suposiciones, mis compinches estarían esperándome con un nudo en la garganta. Pero al pasar frente a la habitación de la que había salido Monseñor Leño, noté un intenso aunque nada desagradable hormigueo en el estómago, que me desconcertó unos instantes y que, a falta de una explicación médica mejor, atribuí a la excitación que, según me habían contado algunos compañeros de colegio muchos años antes, produce en el hombre honrado la perspectiva de incumplir alguna ley, por pequeña que ésta sea. Y es que, justo es reconocerlo, mientras permanecía detenido ante aquella puerta consideré la posibilidad de emplear el ilegal dispositivo de Miclantecuhtli para allanar la habitación de Monseñor Leño, puesto que tanta casualidad ya comenzaba a escamarme y me estaba llevando a la convicción de que también él tenía algo que ver con el asunto de marras.

Así pues, y simulando que tomaba un encuadre de la cerradura, saqué con disimulo el artefacto y lo conecté a la puerta. Pulsé control, alt, guión bajo, arroba, mayúsculas, comillas, comillas, y las luces de la planta se apagaron. Tecleé entonces escape, cinco, barra, punto, intro, intro, asterisco, y el hilo musical se puso en marcha. Probé con F3, comando, paréntesis, uve doble, apóstrofe, corchete, corchete, y se enrolló la moqueta. Continué probando con secuencias similares a éstas, lo que provocó efectos variados y asombrosos que abarcaron desde la apertura de otras puertas cercanas a la que yo manipulaba, hasta la proyección en el pasillo de la imagen de un trío de rancheras dándome la bienvenida al hotel. Por fin, y con una combinación de teclas que jamás conseguiría volver a ejecutar, la cerradura hizo un ruido seco y la puerta se entreabrió. Sorprendido por mi inesperado éxito, y sin tiempo para felicitarme por él, la empujé, guardé el aparato infernal, y me introduje en la habitación de puntillas como siempre hacía Tulius Grim en sus papeles de inspector de hacienda.

Para aligerar la narración y concentrarme en los hechos más relevantes, podría decir simplemente que la habitación era grande, pero si sólo digo esto se me tachará de parco y corto de recursos. Así que diré mejor que la estancia era amplia, y que al entrar en ella uno se sentía en el centro de un espacio indefinido, sin límites, y que sólo la presencia dispersa de algunos sobrios y exclusivos muebles servía para dotar de referencias espaciales a aquel extraño lugar en el que la mente se sentía insegura. Ahora habrá quien dirá que abuso de los adjetivos, que utilizo palabras poco precisas, y que divago sin sentido. Digamos, entonces, que la habitación era grande, y que me recordó al salón de la casa de mis padres donde, desde la perspectiva de un niño de cinco años, las sillas parecían tótemes y la mesa era como el Partenón. Sí, ya sé que esto tampoco es una gran descripción, pero debo proseguir con el relato, y si tuviera que contentar a todo el mundo podría pasarme cien folios intentando describir adecuadamente algo tan intrascendente como la habitación de un hotel de lujo. Todo el mundo ha visto alguna aunque sea en las revistas, ¿no? Pues ya saben cómo son. Soberbias.

El único detalle que maculaba la, por lo demás, impecable disposición de la estancia era una especie de saco casero, fabricado con retales de bolsas, y rudimentariamente cerrado con una cuerda anudada en la parte superior. Se encontraba arrimado con descuido contra una esquina, y mientras lo contemplaba recordé la imagen de Monseñor Leño sudando, pero hecho un pincel, mientras salía de la habitación unos segundos antes, y sospeché que el mencionado saco bien podría contener determinados objetos de los que, debido a circunstancias aún por desentrañar, habría tenido que deshacerse apresuradamente. ¿Pruebas de un crimen? ¿Ropas manchadas de sangre? ¿Un cadáver, incluso? El hormigueo en el estómago se intensificó, aunque, hasta donde yo sabía, abrir un saco atado con una cuerda no constituía un acto delictivo, pero fuera como fuese me lancé sobre el fardo y me entregué con paroxismo a la tarea de deshacer el nudo que lo cerraba. Mientras lo intentaba, pude percatarme de dos hechos de muy distinta índole: el primero, que los retales que conformaban el costal no procedían de unas bolsas cualesquiera, sino que provenían específicamente de bolsas para congelados; el segundo, que el paquete era un automóvil, en el sentido de que parecía moverse por sí mismo. En efecto, me aparté un instante para reconsiderar mi estrategia contra el obstinado nudo, y pude contemplar entonces con asombro cómo algo parecía agitarse enérgicamente en el interior del saco. Consideré a toda velocidad las diversas explicaciones científicas que podían justificar aquel fenómeno y, como quiera que no se me ocurrió ninguna, y que los espasmos del fardel iban acercándolo cada vez más a la puerta con aparente intención de escapar, opté por emplear la fuerza bruta y me abracé a él con todas mis fuerzas para intentar reducirlo. En el forcejeo, la cuerda se soltó por fin y la boca del saco quedó franca para que comenzara a emerger por ella un individuo atado y amordazado, que al pronto no reconocí pero que, por tercera vez en los últimos minutos, resultó no ser un desconocido para mí. Y es que, de hecho, la cabeza que asomaba por la abertura del saco no era otra que la del doctor Jiménez-Pata. El demoníaco galeno me miraba con evidente angustia y parecía intentar indicarme, con los ojos desorbitados, que quería hablar, así que le retiré la cinta adhesiva que le sellaba la boca.

—¡Tápeme, imbécil! —fueron sus primeras palabras—. ¡Cúbrame otra vez con el saco de bolsas para congelados, o las piruletas me localizarán!

—Pero… —balbucí mientras seguía sus instrucciones y lo introducía de nuevo en el saco hasta la cabeza—. ¡Esto es imposible! ¡Usted está muerto! Yo mismo lo dejé inerte sobre el suelo de su cocina, lo que, por cierto, viene a confirmar la estadística que indica la peligrosidad de dicha estancia.

—No estaba muerto —me respondió la voz del maléfico doctor desde el interior del saco—. Cierto que mi intención era terminar con mi vida ante la posibilidad de que los esbirros de N'Joy Corporation pudieran dar conmigo pero, al abrir el horno para gasearme, lo que en realidad inhalé fue el hedor de una berenjena podrida que, supongo, el inquilino anterior había abandonado allí dentro. La peste me provocó un vahído y ya no recuerdo más.

Cuando me desperté, estaba atado y amordazado en un lugar oscuro, del que poco después me sacó un butanero para meterme en este saco y traerme hasta aquí en un coche. Esto último no lo sé a ciencia cierta, pero lo deduzco por la cantidad de golpes que me he llevado en el maletero, y que sólo han podido estar provocados por las alcantarillas que el ayuntamiento coloca en nuestras calzadas con inigualable tino. Por cierto, ¿dónde estamos?

—En el Hotel California —le respondí—. Mal sitio para usted, puesto que se va a celebrar una rueda de prensa con la suprema Natalia Nodd, y toda la plana mayor de N'Joy Corporation pulula por aquí. Esta es la única planta que no ocupan.

La voz del saco se calló y yo opté también por no hablar. Permanecimos, pues, unos segundos en silencio, en los que yo comencé a asimilar la información que el vitando doctor acababa de ofrecerme, y él, supongo, esperaba a que yo dijera algo puesto que era su única conexión con el mundo exterior al saco. Desde mi perspectiva, sin duda, el afortunado descubrimiento de Jiménez-Pata daba a la situación un giro de bastantes grados, no sé exactamente de cuántos porque en mi niñez ya se había eliminado la Geometría de los planes de estudios y se había reemplazado por Pacifismo y Solidaridad, pero seguro que eran muchos. Y es que, de pronto, ya no tenía que seguir encomendándome al voluntarioso pero paranoico Miclantecuhtli, ni me veía obligado a participar en su imprevisible plan. No necesitaba tampoco poner en marcha ningún proyecto alternativo como el que yo mismo había pergeñado, y que en esencia consistía en traicionar a mis compañeros alertando a Chumillas de sus intenciones cuando estuvieran a punto de comenzar la emisión subversiva, y utilizándolos por tanto como moneda de cambio para recuperar a mi hijita. Se me podrá tachar de rastrero, pero no de tonto.

Así pues, la inesperada aparición del doctor serpiente me daba la oportunidad, retomando el símil del dominó, de volver al comienzo de la partida, pero contando ahora entre mis fichas con el seis doble en forma de individuo dentro de un saco, con el que me proponía cerrar el juego y recuperar a mi hija de una vez por todas. Retornó con redobladas energías el juguetón hormigueo del estómago, lo que descarta su relación con la ilicitud de las acciones, puesto que lo único que estaba yo pensando en esos instantes era que, después de aquellos dos días en los que mi vida había alcanzado complicaciones insospechadas, de las que en algunos momentos llegué a pensar que nunca conseguiría salir, resultaba ahora que la solución a todos mis problemas consistía simplemente en transportar aquel fardo rústico desde la habitación en la que me encontraba hasta la recepción del hotel y, desde allí, avisar a Chumillas para que viniera a recogerlo. La salvación de mi hija y mi reincorporación a la sociedad se encontraban juntas tomando un zumo de pomelo a menos de cincuenta metros en horizontal y treinta en vertical, contados desde el lugar en el que yo me dedicaba a hacer estas cavilaciones y a saborear ya mi éxito inminente.

Por otra parte, y después de la historia que nos había contado Kopp aquella misma mañana, los pocos escrúpulos que yo hubiera podido tener para entregarle el hediondo doctor a Chumillas, habida cuenta del negro destino que de seguro le aguardaba, ya se habían disipado.

—¿Sigue usted ahí? —me preguntó la voz del saco al cabo de un rato y, después de que yo le hubiera respondido, añadió con tono tembloroso—: ¿Le envían ellos?

—No —le contesté, y técnicamente estaremos todos de acuerdo en que no mentí—. Soy autónomo, por así decirlo.

—Pero, ¿ha venido usted a liquidarme?

—Si quisiera liquidarle —le dije para tranquilizarlo, pues me convenía mucho mantenerlo manso— no habría intentado disuadirle de sus planes de suicidio ayer en su pisucho.

—Entonces —continuó diciendo la voz, ahora más animada—, ¿eso quiere decir que me ayudará a salir de aquí?

—Por supuesto —respondí, y tampoco podrá ahora nadie acusarme técnicamente de mentiroso puesto que el concepto de «aquí» era cuando menos discutible, y, de hecho, yo me disponía a sacarlo de la habitación—. ¿Cuánto pesa usted?

—No lo sé con exactitud, pero le advierto que me han tenido que acarrear entre dos tipos.

—¿Dos?

—Sí, dos. Ha tenido que cruzarse con ellos, porque he oído cerrarse la puerta justo antes de que usted entrara.

—Yo sólo he visto salir a una persona. ¿Está seguro de que eran dos?

Duda esta que no pude resolver ya que mis palabras fueron casi interrumpidas por el inesperado pero familiar sonido de una cisterna vaciándose, y a continuación por el no menos conocido ruido de un pestillo que se abre, y por último por el más infrecuente, pero también reconocible gracias a las películas, triqui-traque de un arma automática que está siendo cargada y amartillada. Como quiera que todos estos sonidos provenían de la misma dirección, a saber, la situada a mi espalda, y que al menos uno de ellos, si no los tres, se me antojaron amenazantes para mi integridad, me giré con prevención hacia la pared que tenía detrás de mí temiendo encontrarme con lo peor. Y, en efecto, allí estaba lo peor en forma de sujeto cuasi cúbico, armado, y portador de una sonrisa de oreja a oreja que, lejos de mover a la hilaridad, provocaba un incontenible deseo de salir corriendo, cosa por otra parte complicada puesto que su portentosa anchura lo convertía en un obstáculo insalvable en el camino hacia la puerta. Este individuo, al que de inmediato reconocí como el matón que me había mantenido secuestrado la tarde anterior en el cuarto de contadores, junto a Paco, la náyade Berenice, y la señora Domitila, pues este individuo, digo, había hecho acto de aparición a través de una puerta interior en la que yo no había reparado al entrar, ni mucho menos después durante el forcejeo contra el saco, y que era la que comunicaba la habitación con el cuarto de baño. Ahora dicha puerta estaba abierta de par en par, y junto a ella se encontraba aquel tipo de proporciones hercúleas e intenciones tan perversas como las de un fumador activo.

—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó la voz del saco que, como es lógico, no podía explicarse la procedencia de los peculiares sonidos.

—¡Mira quién ha venido! —se burló el forzudo sin hacerle caso, y después descompuso la risa burlona y añadió—: El hortera de bolera, el canijo con ínfulas… ¡Te voy a forrar a sopapos! ¡Mariposón!

—Es usted un violento —me atreví a decirle, asegurándome sin embargo de que mi tono de voz no dejara traslucir ningún síntoma de chulería puesto que, como creo que ya he dicho varias veces, no soy tonto.

—¡Huy, que se me pone farruco! —volvió a carcajearse el sicario—. Venga, alfeñique, vamos a solucionar esto como los hombres. Mira: voy a guardar la pipa para igualar la pelea. Adelante, ven a por mí. ¡Flojo! ¿Es que no te atreves? ¡Currutaco! ¡Pisaverde!

Me sorprendió esa riqueza léxica en un mastuerzo de tal calibre, pero no fueron, por supuesto, sus alusiones a mi condición sexual las que obraron la transformación, aunque, ya que sale el tema, quiero aclarar que me gustan las mujeres a rabiar, que jamás he visto a un hombre desnudo, y que una de mis fantasías preferidas consiste en imaginarme a mí mismo internado en una clínica de adictos al sexo en la que los guardias están en huelga, y que un funcionario corrupto me hace llegar una copia de la llave del pabellón de mujeres. Pero no fue esto, como digo, la causa de lo que sucedió. La transformación a la que me refiero se produjo, como ya hubiera sucedido el día anterior y ante el mismo individuo, de manera racionalmente inexplicable. Mi otro yo, aquel otro yo que había brotado en el sótano para aporrear al morlaco y que después debía de haberse pasado toda la mañana durmiendo, se ofreció en aquel momento para hacerse cargo de la situación, y antes de que yo, mi yo normal, pudiera debatir la conveniencia de este traspaso de poderes, mi otro yo, el yo chuleta, ya se arremangaba la camisa y avanzaba con temeridad suicida hacia el bloque de hormigón que a cada paso mío se desternillaba con mayor estruendo. Y, de manera recíproca, a cada carcajada suya mi otro yo se enervaba un poco más y les daba otra vuelta a las mangas, hasta que cuando éstas alcanzaron ya a la altura del hombro y la distancia que me separaba del gorila era aproximadamente igual a la longitud de un brazo, silbó el aire ante el avance fulminante de un puño, crujieron huesos por el impacto de un golpe, y retumbó el suelo tras la caída de un cuerpo inconsciente.

—¿Qué pasa ahí fuera? —escuché decir a la voz del saco.

Y ya no escuché nada más, porque tal vez olvidé mencionar antes, cuando dije que la distancia que me separaba del morlaco era la equivalente a la longitud de un brazo, que dicho brazo era el suyo.

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