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AKA » CAPÍTULO 11001

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—¿Este es tu viejo? —dijo Johnny mientras yo me abrazaba a mi hija—. Vaya canica.

—Jo, papá, o sea, ya vale de achuchones, que no soy una niña, sabes, o sea.

—¡Mi pequeña! ¿Estás bien? —quise saber—. ¿Te han hecho algo? ¿Lo has pasado muy mal?

—Pues claro que lo he pasado mal, o sea, sabes, llevo dos días con la misma ropa, jolín, porque me fugué a toda prisa, y además esta blusa me hace más gorda, y claro, sabes, el pantalón está arrugado y parece que tenga el culo como las patatas onduladas, jo, o sea, claro que lo he pasado mal.

—¿Y qué hace este aquí? —pregunté una vez comprobado que, a primera vista, mi hija no parecía haber sufrido grandes padecimientos, ni tampoco pequeños—. ¡Trabaja para ellos!

—Ya no —me contestó mi hija con voz emocionada—. Lo ha dejado. Lo ha dejado por mí. Jo, ¿a que es lo más increíble que has visto en tu vida? Me lo ha contado todo, o sea, y me ha dicho que al principio se fugó conmigo siguiendo instrucciones de sus jefes, que son muy importantes, como él, pero que se ha enamorado de mí y que lo deja todo para estar conmigo. ¿No te parece alucinante, jo, o sea, quiero decir, superalucinante?

—Ya te digo —corroboró Johnny.

—Pues podías haberlo dejado todo —objeté—, pero llevándote antes a mi hija a un lugar seguro. Si trabajabas para ellos, bien podías saber la manera de que no te encontraran.

—Usted tranquilo, abuelo —me respondió sin inmutarse—, que a mi chuqui no la toca nadie.

—¡Jo, Johnny!

—Eso espero —dejé caer—, por tu bien. Porque te prometo que, como no salgamos todos sanos y salvos de esta encerrona, te ataré con tus melenas a un frigorífico y te abandonaré en una cocina hasta que te suceda algún terrible accidente.

—Uh, que el abuelo se raya.

—¿Qué me ha dicho? —le pregunté a mi hija.

—Jo, papi, o sea, Johnny tiene razón: te estás rayando. Tú, que ya eres viejo, tienes que dejarnos sitio a los jóvenes. Los canicas tenéis que dejar de trabajar, para que Johnny y yo, y todos nosotros, o sea, nosotros, quiero decir, tengamos trabajo, pero un trabajo guay, como diseñador o fotógrafo, y podamos comprarnos cosas.

—De tal palo, tal pastilla —banderilleó inesperadamente la señora Domitila, que nos observaba sentada en la única silla que había en la estancia—. ¡Qué inteligencia!

—¿Entiende ahora lo que le decía? —intervino Miclantecuhtli con esa mirada suya tan inquietante—. Hemos perdido el norte. El ser humano se ha convertido en un ególatra. Cada individuo ha creado un nuevo dios al que ya nunca destruirá, porque para hacerlo tendría que destruirse a sí mismo. Es la religión perfecta al servicio del sistema.

—Si Marx pudiera levantar la cabeza… —apostilló Paco.

—¿Problemas de cervicales? —se interesó el repugnante doctor—. Recomiéndele que no haga gestos bruscos.

Y supongo que, de no haber estado yo allí para impedirlo, todos los presentes habrían terminado por incorporarse también a esta ridícula conversación que mi hija había iniciado olvidándose, como era habitual en ella a causa de su juventud, de cuáles eran los verdaderos problemas a los que nos enfrentábamos. No era el momento, a todas luces, de debatir sobre teología aplicada o sobre la incorporación de la juventud a la sociedad activa, sino que era más bien hora de buscar una manera de salir de aquel tenebroso cuarto en el que nos habían encerrado y en el que, a pesar de su amplitud y agradable temperatura, yo no me sentía nada cómodo.

—Ya hablaremos de eso en casa —dije, dando así por zanjada la charla con mi hija y, por extensión, con el resto de la concurrencia—. Ahora tenemos que encontrar una forma de escapar.

—No hay por qué preocuparse —intervino, con una calma que me resultó chocante, Porfirio—. Seguro que Monseñor Leño vendrá a rescatarnos. Él siempre ayuda al débil, socorre al necesitado, y le suelta un discurso al incauto.

—¿Monseñor Leño está aquí? —se sorprendió la cristalina Berenice, que hasta ese momento había permanecido callada y trémula en un rincón.

—En efecto —le aclaré—. Hace menos de una hora me encontraba yo en su poder, secuestrado por este empleado suyo, y pendiente de conocer mi destino pues Monseñor no quiso adelantármelo.

Supuse que mis explicaciones, así como mi templado tono de voz, habrían indicado a la angelical Berenice sin asomo de duda que era yo quien se encontraba al mando de la situación, pero en lugar de expresarme su admiración y confianza viniendo a darme un beso de tornillo, pongo por caso, prefirió dirigir su mirada hacia Porfirio y dedicarle una encantadora sonrisa que no me pareció en absoluto justificada.

—¿Conoces a Monseñor Leño? —le preguntó.

—Me crié en el Cotolengo de los Padres Radiadores, donde él ostentaba el cargo de prior radiador, o director, o rector.

—¡Yo también crecí en el cotolengo!

—¿De qué promoción eres? —se entusiasmó Porfirio.

—Acabo de salir hace sólo unos días.

—¿Todavía anda por allí el Padre Laca?

Y de esta manera tan estúpida se inició para mi desespero otra nueva e improductiva conversación, en la que Porfirio y la cándida Berenice comenzaron a intercambiar nombres, fechas, y lugares, entre risas contenidas y guiños cómplices, y de una cosa pasaron a la otra, y de ésta a la de más allá, hasta que, como quien no quiere la cosa, los dos charlaban ya animadamente cogidos de las manos, y sus ojos chispeaban entre frase y frase, en los silencios codificados que los demás no podíamos entender pero que para ellos parecían tener cada vez más significado.

—Me temo que tengo algo que decir.

Fue Miclantecuhtli quien interrumpió aquel remedo

underground de Romeo y Julieta, marca registrada de N'Joy Corporation, y yo se lo agradecí interiormente como él no podía imaginarse, pues la situación ya me estaba sobrepasando.

—Diga lo que quiera —lo animó Porfirio sin soltar las manos de Berenice—. A nosotros no nos molesta.

—Es que lo que tengo que decir hace referencia a su bienamado Monseñor Leño, cuya implicación en el caso también ignoraba yo hasta este mismo instante, aunque la sospechaba. Pues sepan todos que esta mañana he visitado el Cotolengo de los Padres Radiadores y que me he entrevistado con su actual padre prior, cargo que alcanzó con honor al ser el mejor opositor, y que éste me informó de que jamás había oído hablar de ningún doctor Jiménez-Pata, ni Jiménez-Pierna, ni ninguna otra extremidad, pero que esto bien podía deberse a que su estancia en el cargo era relativamente corta, pues accedió a él hace menos de tres años.

Esta referencia temporal, como podrán entender, llamó mi atención, ya que la fecha coincide de manera aproximada con la época en la que, según nuestros datos, el infame doctor fue objeto de las iras mediáticas y tuvo que desaparecer del mundo conocido para exiliarse en el monte.

—En efecto —corroboró la musa Berenice—. Hace unos tres años Monseñor Leño renunció a su cargo con gran dolor de su corazón, y lo hizo porque le ofrecieron un importante puesto en el Vaticano desde el que, por fin, podría hacer el bien a muchas más personas en todo el mundo.

—No tengo yo una teoría tan idílica —discrepó Miclantecuhtli—. Porque, al preguntarle yo al prior si recordaba algún hecho particularmente llamativo de aquellas fechas en las que tomó posesión de su cargo, o si quizás su antecesor, ese tal Monseñor Leño del que también él me habló, le había transmitido algún mandato especial o cualquier tipo de consigna que le hubiera resultado sospechosa, pues hete aquí que el prior me contestó riéndose que el cotolengo era un lugar tranquilo y apartado de las intrigas mundanas y, como prueba de ello, me ofreció el siguiente dato: que durante su primer año como máximo responsable sólo se habían producido dos hechos que rompieron la rutina del día a día, y que éstos fueron el ya mencionado cambio de prior, y, apenas unos días después, la graduación anticipada de una de las internas que se marchó al extranjero para proseguir allí sus estudios con una beca. Consultado el registro de ingreso, dicha alumna resultó haber sido depositada en el cotolengo el mismo día de su nacimiento, casi veinte años antes, puesto que había quedado huérfana en el mismo momento del parto. Y huelga decir que esa fecha se corresponde también con aquella en la que, según el testimonio del señor Kopp, vino al mundo la huerfanita a cuya madre asistieron él mismo y el inicuo doctor.

—¡La hija secreta de Javichu! —exclamé, decepcionado por una parte, puesto que estos nuevos datos hacían que el valor estratégico de nuestra agraciada Berenice cayera en picado, pero también feliz porque así ésta resultaba no tener ningún parentesco con mi ancestral enemigo y eso la hacía a mis ojos, si cabe, mucho más bella.

—¿Cómo? —se interesó de repente la señora Domitila sacando su cuaderno de notas—. ¿Javichu Depy tiene una hija secreta?

—Hace unos veinte años —le explicó Miclantecuhtli, crecido ante la expectación que estaban despertando sus revelaciones—, un joven y desconocido Javichu Depy dejó embarazada a una muchacha…

—A una niña —maticé yo.

—A una niñita —remarcó Kopp.

—Lo que sea —concedió Miclantecuhtli decidido a no desperdiciar el clímax que había creado—. Pues digo que Javichu la dejó embarazada y después la abandonó a su suerte. La joven fue a dar a luz al hospital donde trabajaban los aquí presentes Kopp y Jiménez-Pata, y a pesar de ello la Naturaleza consiguió seguir su curso y traer al mundo a una niña que, por desgracia, perdió a su madre en aquel mismo instante. Sin padre ni madre que pudieran ocuparse de ella, y sin herencia con la que atraer a abogados y rectores de colegios privados, la niña fue entregada al Cotolengo de los Padres Radiadores, donde se educó durante veinte años sin conocer su turbulento origen. Mientras tanto, el prestigio de Javichu Depy iba creciendo hasta alcanzar las cotas que hoy conocemos, y de las que nos asombramos incluso los subversivos como yo. Fue esa fama precisamente la que tentó a aquí, el doctor legaña, quien decidió entonces sacar provecho de aquel lejano incidente: chantajeó a los directivos de N'Joy Corporation amenazándoles con hacer público el deleznable pasado de Javichu Depy, y obtuvo algunas prebendas a cambio de su silencio. En algún momento, sin embargo, las cosas se torcieron, quizás porque exigió demasiado, o quizás porque los jefazos de N'Joy Corporation se lo pensaron mejor, pero el caso es que diseñaron un plan para despellejar mediáticamente a Jiménez-Pata y ponerlo fuera de circulación. Casi al mismo tiempo, sacaron a la huérfana del cotolengo y se la llevaron al extranjero para mantenerla lejos del alcance de otros oportunistas, si los hubiera, y supongo que también para proporcionarle de manera anónima una vida más acorde con su recién descubierto linaje.

—Eso no puede ser —sentenció el doctor calcetín—. La hija de Javichu no puede estar en el extranjero, porque la hija de Javichu es esta joven de tan buen ver que nos mira con cara de estupefacción. Yo también comprobé su fecha de ingreso en el cotolengo para asegurarme de que coincidía con la de aquel fatídico día en el que traje al mundo a la hija del astro mediático. No creerán ustedes que yo iba a montar todo este tinglado sin haberme asegurado antes, ¿o acaso se piensan que soy imbécil?

Su pregunta recogió un coro de toses que cortó la propia interesada para arrojar un poco de luz sobre aquel marasmo de novedades.

—Yo no soy hija de ningún Javichu —dijo—. Mi padre se llamaba Pierre François Naideau, de los Naideau de Perpignan, que tuvieron que recortarse el apellido y dejarlo en Nedó tras el Acta de los Cuatro Bytes. Cuando yo tenía siete años, mi madre nos abandonó a mi padre y a mí, y él falleció pocos después no sin antes disponer mi ingreso en el Cotolengo de los Padres Radiadores, orden esta que habían abrazado varios compañeros suyos de campamentos.

—Eso —corroboró Miclantecuhtli— también me lo había imaginado yo.

—¿Cómo? —me sorprendí—. ¿Sabía usted que Berenice no era la hija secreta de Javichu Depy? ¿Cuándo lo descubrió?

—Hace poco. La información que acabo de comunicarles, así como la aversión que la joven mostraba a la ducha, me hicieron deducir, de lo primero, que no era ella la hija oculta de Javichu, y, de lo segundo, que sería de origen francés, puesto que, según todas las encuestas, son precisamente los franceses los individuos menos amigos del agua y el jabón que existen.

—Pero —insistió Jiménez-Pata—, ¿y la fecha de ingreso? En el registro del cotolengo se indica que esta muchacha ingresó el mismo día que el bebé que nosotros enviamos desde el Hospital Marcus Welby.

—En efecto —admitió Miclantecuhtli—, pero ahí termina la conexión entre ella y la misteriosa hija de Javichu. Por lo demás, ni siquiera se conocen, puesto que la diferencia de edad entre ambas hizo que nunca compartieran dormitorio, clase, ni recreo.

No en vano la hija de Javichu ingresó en el cotolengo el mismo día de su nacimiento, mientras que nuestra Berenice tenía casi ocho años cuando llegó. —Suspiró, satisfecho de sus razonamientos, y añadió—: Con estos hechos que acabo de narrar se extingue, además, la supuesta esperanza de que Monseñor Leño pudiera acudir en nuestra ayuda para liberarnos. Puesto que estaremos todos de acuerdo en que no parece probable que sea producto de la casualidad el hecho de que su meteórica carrera eclesiástica se iniciara justamente el mismo día, más o menos, en el que N'Joy Corporation localizó a la hija de Javichu y se la llevó del cotolengo para sacarla del país. Es obvio que el salto al Vaticano de Monseñor fue el pago con el que los dirigentes de N'Joy Corporation compraron su silencio, y probablemente también su lealtad.

Miclantecuhtli hizo una pausa que todos supusimos destinada a tomar aire, pues había llegado a sus últimas palabras al borde de la hipoxia, pero cuando tuvo llenos los pulmones no quiso añadir nada más. Y en cuanto al resto de nosotros, cada uno por sus propias razones, o quizás todos por la misma, a saber, que la resolución de aquel pequeño misterio nos proporcionaba un eficaz antídoto contra la curiosidad que nos había estado devorando, pero no nos situaba ni más cerca ni más lejos de nuestra salvación de lo que estábamos antes de conocerla, pues digo que el caso es que todo el mundo se quedó callado un largo rato, y así habríamos seguido quizás algunos minutos más si no hubiera sido porque Berenice, la ingenua Berenice, nos trajo de vuelta a la realidad con una de sus inocentes preguntas.

—Entonces —dijo—, ¿tú no eres un productor de cine?

Medité un segundo la respuesta, consciente de que en cuanto comenzara a hablar mis opciones de llegar a algo con ella empezarían a desvanecerse a toda velocidad.

—Me temo que no —tuve que admitir, con gran dolor de mi corazón—. Soy un simple verificador mnemónico que se ha visto envuelto en este guirigay sin comerlo ni beberlo, y que ha tenido que mentir, sortear múltiples peligros, escapar de temibles perseguidores, y hasta allanar moradas ajenas, para conseguir salvar a mi hija de las garras de ese peludo de ahí, y también de sus jefes, y de los jefes de éstos, que me amenazaban con terribles consecuencias si no les entregaba a ese pingajo —y señalé al protervo doctor— que ahora resulta, además, que ha montado todo este espectáculo por equivocación.

—Antes de que empiecen otra conversación irrelevante, como las dos últimas que he presenciado con paciencia jobiana —intervino de repente Kopp quien, en efecto, llevaba un buen rato sin abrir la boca—, sugiero que dejemos los misterios de suplemento dominical y concentremos nuestros esfuerzos en salir de aquí, puesto que de sus peroratas he podido colegir dos cosas: la primera, que no es conveniente para nuestra salud esperar a que regresen nuestros captores; y la segunda, que no podemos esperar ninguna ayuda del exterior para salir de este agujero. ¿Estoy en lo cierto?

La sala respondió con miradas bajas y silencios espesos. Yo, acongojado como todos, pero quizás más nervioso que nadie puesto que me abrumaba la impotencia de no poder salvar a mi hija de las garras de Chumillas y, ya puestos, de la guedejas del tal Johnny, comencé sin darme cuenta a retorcerme las manos para intentar aplacar la ansiedad que me dominaba, pero al hacerlo noté la mirada decepcionada de la virginal Berenice clavándose en mí, y me apresuré a esconder mis nervios en los bolsillos de la chaqueta. Y fue entonces cuando noté el contacto inesperado de un objeto que no tardé en reconocer como el artilugio abrepuertas que me había prestado Miclantecuhtli y que yo, con el alboroto, no le había devuelto.

—¡Mic! —exclamé sin poder contener mi alegría—. ¡Todavía tengo su destripador de cerraduras!

Todos los presentes acogieron con alborozo la noticia, a excepción de la señora Domitila que me recriminó el haber tardado tanto en acordarme del milagroso aparato, y sin pensárselo dos veces Miclantecuhtli lo conectó a la puerta y empezó a pulsar indescifrables secuencias de teclas. Como consecuencia de ellas, y mientras la delicada Berenice volvía a mirarme con embeleso, las luces de la estancia se encendieron y se volvieron a apagar, el hilo musical tocó bachatas y tangos, un videoguol proyectó imágenes de Australia, y el propio Miclantecuhtli cambió varias veces de color por efecto de prodigiosos mecanismos que sólo él parecía poder controlar, o quizás no. Como hacía siempre, invocó a diferentes espíritus del mundo binario hasta que, en un momento dado, le pegó una patada a la puerta y después comenzó a golpearse la cabeza contra ella con saña.

Por fortuna, Porfirio no estaba lejos y consiguió apartarlo antes de que se causara lesiones de mayor importancia.

—¡No puedo abrirla! —se desesperó.

—Hasta ahora ese cacharro ha abierto todas las puertas —observé yo, incrédulo—. ¿Somos tan peligrosos que nos han encerrado tras un nuevo mecanismo de protección? ¿Tecnología ultrasecreta, quizás?

—Han atravesado un palo por fuera —nos desveló, con desgana, Johnny—. Además de la cerradura electrónica, lo mejor es atravesar un palo. Es lo que siempre hacemos. Bueno, lo que siempre hacíamos, porque yo ahora me he reformado.

—¡Cuánto sabes, Johnny! —ronroneó mi hija.

—¿Ah, sí? —repliqué yo—. Y si conoces tan bien sus métodos, ¿por qué no nos dices cómo podemos salir de aquí?

—Uh, no me presione que me atrapo.

—¿Cómo dice?

—Churri, dile al moñas de tu viejo que se resetee.

—Papá, estás presionando a Johnny y cuando lo presionan se atrapa.

—¿Y eso es bueno o es malo? —pregunté con verdadera curiosidad.

—Nos mandarán al Mazinger y al Bisonte —volvió a decir Johnny, que parecía estar normal, dentro de lo que cabe—. Eran mis colegas. Siempre hacíamos los encargos juntos: el Johnny, el Mazinger y el Bisonte.

Tras esta revelación, nadie se atrevió ya a solicitar más detalles, pues los seudónimos dejaban entrever sin necesidad de grandes esfuerzos imaginativos el tipo de trato que nos dispensarían semejantes individuos. El desánimo volvió a adueñarse de la estancia, y entre miradas de inquietud unas, de tristeza otras, y de terror pánico las más, todos fuimos empequeñeciéndonos a la misma velocidad a la que el silencio fraguaba sus muros de soledad entre nosotros. Este logrado símil, que tan bien describía la sensación de congoja que nos dominaba, lo expresé yo sin darme cuenta a media voz, para mis adentros, y absorto como estaba en las negras perspectivas que se avecinaban. Pero no existe murmullo que pueda pasar inadvertido al portentoso oído de la señora Domitila.

—¡Cállese, repelente! —me reprendió, pero esta vez no me ninguneaba sólo para fastidiarme—. ¡Cállese y déjeme escuchar! ¿No oyen esos ruidos?

Con el corazón en un puño, todos guardamos silencio y prestamos atención. En efecto, al otro lado de la puerta parecían sonar unas pisadas ásperas y arrítmicas, que tan pronto se detenían como volvían a dejarse sentir. El misterioso visitante parecía estar buscando algo sin llegar a encontrarlo, y sus pasos se acercaban y se alejaban, trayendo y llevándose con ellos nuestra zozobra. Por fin, los ruidos cesaron y todos nos miramos los unos a los otros, aguzando todavía el oído, y con una cierta desazón por la pérdida de aquel sonido al que ya nos habíamos acostumbrado.

Empezábamos a pensar que el misterioso sujeto se habría marchado, y Porfirio, que era quien estaba más cerca de la entrada, había abierto la boca para empezar a decir algo, cuando un ruido atronador invadió la estancia al tiempo que la puerta salía despedida y caía con estrépito sobre el suelo de la habitación. En el hueco que ahora ocupaba su lugar, se recortaba contra la claridad del pasillo una silueta de considerables proporciones y contornos definidos, señal inequívoca de una trabajada musculatura como la que sólo puede obtenerse en nuestra reputada red de centros penitenciarios. A contraluz no se podía adivinar la identidad del recién llegado pero, por si acaso, la reacción mayoritaria de quienes nos encontrábamos allí dentro fue huir hacia el rincón más alejado de él. Sólo Porfirio y Miclantecuhtli, tal vez por proximidad, y yo mismo, que, aunque con un nudo en la garganta, pensé en proteger a mi hija interponiéndome entre el intruso y ella, mantuvimos las posiciones.

Y no descarto que alguien hubiera podido sufrir una apoplejía si aquel suspense se hubiera prolongado por más tiempo, pero, por fortuna para los más débiles de corazón, el extraño carraspeó un par de veces y comenzó a hablar.

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