Agnes

Agnes


7

Página 9 de 40

7

Me marché cinco días a Nueva York para conseguir algunos libros que no había podido localizar en Chicago. Desde que conocía a Agnes trabajaba con renovada intensidad. El solo hecho de saber que estaba ahí, que me encontraría con ella, me impulsaba a avanzar. A pesar de escribir sobre vagones de lujo, había reservado un asiento de segunda clase para ahorrar. El tren nocturno iba casi lleno, por lo que me alegró que el puesto contiguo al mío hubiera quedado libre. Pero ya en la segunda parada, en South Bend, una mujer gorda y deforme se sentó a mi lado. Llevaba un fino jersey de punto con un Santa Claus bordado y olía a sudor agrio y rancio. Sus blandas carnes se derramaban sobre el reposabrazos que nos separaba, y por mucho que me arrimaba a la pared lateral del vagón me era imposible evitar el contacto con ella. Me levanté para ir al bar, que se hallaba más adelante.

Tomé una cerveza. Fuera empezaba a oscurecer. El paisaje que atravesábamos tenía un tinte indefinido, un no sé qué de impreciso. Al pasar por un bosque comprendí a qué se había referido Agnes cuando dijo que en esas florestas uno podía desaparecer sin dejar rastro. De cuando en cuando cruzábamos por delante de casas; no estaban aisladas pero tampoco formaban un pueblo. Pensé que también aquí uno podía desaparecer sin que le encontraran nunca. Me abordó un hombre joven. Dijo que era masajista y que iba a ver a sus padres a Nueva York. Me habló de su trabajo, de magnetismo y de auroterapia o algo por el estilo. Yo, de pie junto a él, miraba por la ventana y trataba de no escucharlo. Cuando me ofreció un masaje a precio de amigo volví a mi vagón. La mujer gorda se había echado a un lado, ocupando ahora más espacio que antes. Se había quedado dormida y se la oía respirar. Trepé por encima de ella y me apretujé en mi butaca. De la bolsa del asiento de delante de la mujer asomaba un libro: What Good Girls Don’t Do. Lo extraje cuidadosamente y empecé a hojearlo. En las páginas centrales encontré dibujos esquemáticos de genitales y dos diagramas que, según el pie de la ilustración, representaban el orgasmo del hombre y el de la mujer. Cuando retorné el libro a la bolsa del asiento, la mujer se despertó. Me sonrió y dijo en voz baja:

—Voy a ver a mi amado.

Asentí con la cabeza, y ella continuó:

—No nos hemos visto nunca. Es argelino. Lo conocí a través de una organización.

—Pues muy bien —dije.

—¿Le gusta mi jersey? ¿No estoy mona con él?

—Es original.

—Tengo que dormir para estar guapa y descansada mañana.

Soltó una risita, se dio media vuelta y al poco se quedó dormida de nuevo. En algún momento yo hice otro tanto. Cuando me desperté ya estaba amaneciendo. El tren flanqueaba un ancho río. Fui al vagón restaurante y pedí café. Al cabo de un rato entró mi vecina de asiento.

—¿Me permite? —preguntó sentándose frente a mí—. ¿Verdad que también a usted el tren le parece mucho más cómodo que el avión?

—Sí —dije y me puse a mirar por la ventana.

—Dentro de seis horas habremos llegado —dijo—. Ya no puedo dormir de lo nerviosa que estoy.

Sacó una foto de su bolso y me la enseñó.

—Éste es. Se llama Paco.

—Tiene que ir con cuidado. No todos los hombres tienen buenas intenciones.

—Ya hace meses que nos escribimos. Toca la guitarra.

—¿No conoce a nadie más en Nueva York?

—Conozco a Paco, con eso me basta —dijo pronunciando el nombre enfáticamente y con una extraña afectación. Luego extrajo una carta manoseada de su bolso y me la tendió por encima de la mesa.

—Léala.

Leí las primeras frases y se la devolví. Paco comentaba algo de una foto que su amada le había enviado.

—¿Cree que me quiere? —preguntó.

—Ya verá como todo saldrá bien —dije.

Sonrió agradecida y dijo:

—Un hombre que escribe cartas tan bonitas no puede ser mala persona.

Ir a la siguiente página

Report Page