Agnes

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Al cabo de unos días llamé a Agnes a la Universidad. La secretaria me dijo que ya se había ido a casa. Probé suerte en su apartamento. «Sorry, this number has been disconnected», contestó una voz de ordenador. Esperé pero la voz no paraba de repetir la misma frase. Le escribí una carta y la envié a la Universidad. No recibí respuesta.

Una noche, haría una semana desde que Agnes se había mudado, la estuve esperando en la calle donde vivía. Me senté en un coffee shop. Desde mi asiento podía ver la entrada de su casa. Agnes llegó a la hora en que solía volver de la Universidad. Llevaba una bolsa de papel con compras y desapareció en el interior del edificio sin volver la mirada. Poco después se encendió la luz de su apartamento. Eso fue todo. Esperé otro rato, mirando hacia arriba, a las ventanas iluminadas, hasta que se acercó el camarero para preguntarme si deseaba algo más.

—No —dije. Pagué y me marché.

Noviembre fue un mes frío y lluvioso. Acudí de nuevo al café de la calle de Agnes, empecé a hacerlo cada vez más a menudo y finalmente iba todos los días. Compraba en las tiendas de su barrio, y los sábados llevaba la ropa a lavar a la lavandería que ella frecuentaba. También volví al restaurante indio donde nos habíamos dado cita por primera vez. No esperaba encontrarme a Agnes en ninguno de estos sitios pero allí me sentía más cerca de ella.

Salía casi todas las noches, por lo general al cine y después a un bar. Prácticamente siempre me acostaba borracho. Durante el día no soportaba quedarme en el apartamento. Pasaba días enteros en la biblioteca sin trabajar, pedía novelas policíacas y me sentaba a leerlas en la sala de lectura.

—¿Éste es tu trabajo? —preguntó alguien a mis espaldas. Me di la vuelta y vi a Louise. Me quitó el libro de las manos y leyó con fingido asombro:

Murder with Mirrors, de Agatha Christie. Deberías leer Murder on the Orient Express, donde por lo menos salen vagones de lujo.

Alguien nos siseó para que calláramos.

—¿Vamos a tomar un café? —preguntó Louise sin bajar el tono de voz.

Abandoné tras ella la sala de lectura y el edificio.

—Aquí no —dije cuando se disponía a entrar en el coffee shop en el que Agnes y yo tomamos café por primera vez. Pero no encontramos otro local cerca, de modo que dije que no importaba, que lo que pasaba era que yo tenía una vena sentimental. Le hablé de Agnes y le conté que me había dejado. Lo del hijo no lo mencioné.

—No me siento en condiciones de trabajar —dije.

—Agnes —repitió Louise—. Un nombre gracioso. ¿Era ella tu amiguita, la americana con la ropa interior de lana?

—Sí.

—Creo que tendré que ocuparme un poco de ti.

Me llamó esa misma noche. Dijo que sus padres habían pensado organizar una comida informal el día de Acción de Gracias. Sólo vendrían amigos de negocio de su padre y le gustaría tener un compañero de mesa con quien hablar de otra cosa que no fueran cosechas de cereales o panzas de cerdo. Louise vivía en casa de sus padres en Oak Park, una distinguida zona residencial en las afueras de Chicago. Dije que acudiría.

Después de la conversación con Louise tuve mala conciencia. Me pareció haber engañado a Agnes. Tal vez por eso, y por primera vez desde hacía semanas, abrí en el ordenador el archivo de la historia y leí todo lo que había escrito. Nunca había pasado de la escena de la escalera, de aquel sueño en que Agnes me decía que yo le daba miedo. Borré la última parte y volví a leer cómo nos prometíamos en matrimonio estando en el zoológico. Me puse a escribir.

Nos besamos.

Entonces Agnes dijo:

—Estoy esperando un hijo.

—¿Un hijo? No puede ser —dije yo.

—Sí —dijo ella.

—¿Cómo puede ser? ¿Se te olvidó tomar la píldora?

—El médico dice que tomando la píldora también puede suceder. Un uno por ciento de las mujeres que la toman…

—Mira, no va contra ti ni contra el niño. No quiero que pienses que… —dije—, pero tengo miedo de ser padre. ¿Qué le puedo ofrecer yo a un niño?… No me refiero al dinero.

Nos quedamos en silencio. Finalmente Agnes dijo:

—Las cosas suceden por sí solas. No lo harás peor que otros. ¿No quieres que lo intentemos?

—Sí —dije—, ya saldremos adelante de alguna manera.

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