Agnes

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Durante mis trabajos preliminares en Suiza ya había tropezado una y otra vez con el nombre de George Mortimer Pullman, pero no fue hasta llegar a Chicago cuando descubrí que el legendario constructor de coches-cama no sólo había inventado los vagones de lujo, sino que había marcado un hito en la historia de la industrialización gracias a su ciudad modelo llamada Pullman, situada al sur de Chicago. En la pequeña urbe, donde todo, desde los suministros de agua y gas hasta la parroquia, se encontraba bajo el férreo dominio de este industrial que la gobernaba y controlaba más como un padre que como un propietario, no tardaron en producirse disturbios y, hace cien años, huelgas y actos de violencia que pasaron a los anales del movimiento obrero de Estados Unidos. Acabó por intervenir el ejército, pero ya era tarde. El sueño de Pullman se había roto.

El fracaso de la visión de Pullman y la sublevación de sus trabajadores contra el control total de sus vidas por parte de su patrón me fascinaron mucho más que los legendarios vagones de la compañía. Pullman lo había previsto todo menos la necesidad de libertad de sus trabajadores. Creyó haberles construido un paraíso. Pero el paraíso no tenía puerta, y cuando los tiempos se hicieron más difíciles y empezaron a escasear los puestos de trabajo, los obreros se sintieron cada vez más aprisionados. Pullman nunca comprendió su error y se lamentó hasta su muerte de la ingratitud de los seres humanos.

Del archivo de la Pullman Leasing no me esperaba gran cosa, pero quería volver a ver a Louise, de modo que unos días más tarde fui a visitarla a su oficina. Me condujo por el vasto recinto de la antigua fábrica de vagones enseñándome las instalaciones de montaje, paralizadas desde poco después de la guerra. Las edificaciones nunca fueron demolidas, porque el derribo habría costado más de lo que hubiera reportado la venta del terreno. En las paredes de las naves había nombres grabados. Alguien, a brochazos, había pintado la silueta de un cuerpo de mujer en uno de los pilares, más tarde le añadieron una cara dibujada con trazo más fino.

—De hecho Pullman era ebanista. Pero hizo su primera fortuna evitando el hundimiento de casas construidas en zonas pantanosas. No me preguntes cómo lo hizo.

—¿Te imaginas esto en otra época, lleno de trabajadores, de ruido y de actividad?

—Hoy sólo quedan ratones y ratas —dijo Louise—. Ten cuidado, está todo terriblemente sucio.

Luego, mientras atravesábamos un terreno desigual recubierto de hierba, me cogió la mano.

—Ven, vamos al archivo —dijo—. No puedo estar todo el día paseándome contigo.

Como era de esperar, el archivo no dio mucho de sí. De la historia anterior de la compañía no se conservaba casi nada. Louise dijo que habían tirado muchos documentos y otros los habían donado a la biblioteca.

—De todas formas, no habrías encontrado nada sobre la huelga de Pullman —dijo—. En aquel entonces preferían no hablar del tema y hoy ya no le interesa a nadie.

Se recostó en una de las estanterías sobre las que se apilaban polvorientas cajas de cartón. El archivo se hallaba en la última planta del edificio, y el aire estaba caliente y seco. La luz sólo penetraba por arriba en los patios interiores, cubiertos con claraboyas de plexiglás. Nos quedamos en silencio. Louise me miraba y sonreía. La besé.

—Tú no me quieres y yo tampoco te quiero. Qué más da —dijo riéndose—. Lo principal es que nos lo pasemos bien.

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