Agnes

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No pensé en Agnes mientras estuve con Louise, y me fue bien así. Cuando volví a casa me pareció regresar a una prisión. Dejé la puerta del apartamento entreabierta, pero la cerré en cuanto oí voces en el pasillo. Me acosté media hora en el sofá, luego me levanté y me fui a la biblioteca, desde donde seguí hasta el lago, hasta el café al otro extremo del Grant Park.

Pensé en el hijo que Agnes estaba esperando. Me pregunté si se parecería a mí, si tendría mi carácter. No podía imaginarme qué pasaría si en alguna parte existía un hijo mío. Yo sería su padre aun cuando no volviera a ver a Agnes nunca más. Cambiaré mi vida, pensé, aunque no me encuentre nunca cara a cara con él. Y luego pensé que no soportaría no encontrarme nunca con mi hijo. Quiero saber quién es, qué aspecto tiene. Saqué la libreta de apuntes e intenté dibujar una cara. Como no lo conseguí, empecé a escribir.

El cuatro de mayo nació nuestra hija. Era una niña muy pequeña y liviana, de pelo rubio muy fino. La bautizamos con el nombre de…

Medité largamente sobre qué nombre ponerle. Cuando la camarera me trajo otro café vi en su rótulo identificativo que se llamaba Margaret. Le di las gracias por el café y seguí escribiendo:

… Margaret. Colocamos la cuna en mi estudio. La niña lloraba todas las noches, y todos los días la llevábamos de paseo. Nos deteníamos ante los escaparates de las jugueterías pensando en las cosas que le compraríamos cuando fuera mayor. Agnes decía que no quería comprarle muñecas solamente.

—Quiero que juegue con coches y aviones, con ordenadores y con ferrocarriles.

—Primero tendrá animalitos de peluche, muñecas… —dije yo.

—Cubos de madera —dijo Agnes—. Cuando yo era pequeña me atraían más los cubos que cualquier muñeca. A Margaret le daremos lo que ella prefiera.

—Yo le enseñaré todo lo que sé sobre vagones de lujo, si quieres —dije.

Comenzamos a buscar un piso más grande en un barrio de las afueras, con parques y bosques. Nos planteamos ir a vivir a California o a Suiza. Avanzaba a buen ritmo con mi libro pese al trabajo que nos ocasionaba la niña. Fue el verano más feliz de mi vida, y también Agnes estaba más contenta que nunca.

No continué. Me di cuenta de lo poco que sabía sobre bebés y decidí comprarme un libro. Estaba ahora convencido de que Agnes y yo reanudaríamos nuestra relación. Le escribí una carta, la metí en el bolsillo y regresé a casa caminando lo más rápido posible.

Ya al abrir la puerta del apartamento oí sonar el teléfono. Descolgué sin quitarme el abrigo. Era una compañera de Agnes, una de las violinistas del cuarteto de cuerdas.

—Llevo todo el día tratando de encontrarle —dijo.

—He salido a dar un paseo.

La mujer vacilaba.

—Agnes está enferma —dijo por fin—, ni siquiera ha venido a ensayar.

—¿Qué ensayáis? —pregunté sin saber por qué.

—Schubert —dijo. Hubo un momento de silencio.

—Agnes me mataría si supiera que le estoy llamando. Pero creo que necesita su ayuda.

—¿Qué le pasa? —pregunté, pero su compañera no quiso decirme nada más.

—Vaya a verla —se limitó a decir—, está mal.

Le agradecí la llamada prometiendo que iría a ver a Agnes. Rompí la carta que le había escrito. Saqué una cerveza de la nevera y me senté junto a la ventana.

Si ahora voy a casa de Agnes, pensé, será para siempre. Es difícil de explicar, pero aunque la amaba y había sido feliz a su lado, sólo sin ella tenía la sensación de ser libre. Y la libertad siempre me había importado más que la felicidad. Quizás era eso lo que mis amigas llamaban egoísmo.

Ese día no fui a casa de Agnes, y tampoco lo hice al día siguiente. Al tercer día decidí por fin ir a verla. En contra de mi costumbre, tomé un taxi para no perder más tiempo. Hice parar al conductor frente a una librería, entré corriendo y pedí un libro sobre bebés. La dependienta me recomendó uno titulado How to Survive the First Two Years.

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