Agnes

Agnes


25

Página 27 de 40

25

Agnes me abrió la puerta en albornoz. Estaba muy pálida. Me hizo pasar y la seguí a la habitación. Volvió a acostarse. Me quedé un rato sentado junto a ella sin decir nada, luego pregunté:

—¿Estás enferma?

—He perdido el niño —dijo en voz baja.

Nunca se me había ocurrido que pudiera perderlo. Sentí alivio y me avergoncé de ello.

—Deberías estar contento —dijo Agnes sonriendo pero no acertó a ser cínica—. La culpa no es tuya, el médico dice que por cada nacimiento hay un aborto.

—¿No puedes tener hijos? —pregunté.

—Sí que puedo —dijo—, pero tendré que tomar hormonas si vuelvo a quedar embarazada.

—Lo siento —dije.

Se incorporó y me abrazó.

—Te he echado de menos —dijo y rompió a llorar—. Medía seis centímetros, según el médico.

—¿Cuándo sucedió?

—Pasé tres días en el hospital —dijo Agnes—. Tuvieron que hacerme un raspado. El médico decía que había que eliminar la «materia embrionaria» para que no hubiera infección. Que la materia embrionaria no era viable.

Me quedé toda la noche con Agnes, acostado junto a ella sobre el colchón, con la ropa puesta y sin lograr conciliar el sueño. Me levanté al amanecer. Quería leer pero sólo encontré la Norton Anthology of Poetry y algunos folletos. Los cupones que daban derecho a un descuento de diez centavos en la compra de un paquete de cereales o un frasco de manteca de cacahuete estaban pulcramente recortados. Me serví un vaso de zumo de naranja. La cocina estaba tan limpia como si nunca hubiera sido utilizada. No había casi nada en la nevera. Inspeccioné los armarios. Entre los productos de limpieza encontré un par de guantes de goma en los que había escrito «cocina» con un rotulador negro. Por curiosidad entré en el cuarto de baño, hallé en un armario el par análogo con la inscripción «baño». Al lado había una pila de manoplas de baño de muchos colores. La primera era vieja y deslucida, y alguien había bordado en ella la palabra «Agnes». Volví a la habitación. Desde el nicho con el colchón, oí como Agnes balbuceaba algo y se movía en sueños. Me senté a su mesa de trabajo y abrí un cajón cualquiera. En una vieja caja había cartas y postales, clasificadas según los remitentes y separadas por pequeñas fichas en las que ponía «padres», «abuelos», «tíos», «Cindy», «Herbert».

Había también una ficha con mi nombre, pero el apartado correspondiente estaba vacío. Sólo en una ocasión le había enviado a Agnes una anodina tarjeta postal desde Nueva York, que acababa de ver en la cocina, colgada en la nevera.

Saqué de la caja el fajo de la correspondencia de Herbert, primero algunas postales, luego cartas, después nuevamente postales y, por último, otras tres cartas, la más reciente muy gruesa y sellada en Chicago hacía poco días. Eché un vistazo al interior del sobre sin extraer la carta y leí «Querida Agnes». Volví a depositar las cartas en la caja y me senté en una silla junto a la ventana. En algún momento me quedé dormido.

Por la mañana, Agnes se sentía algo mejor y se levantó para desayunar.

—No quise decir lo que dije aquella vez. Estuve pensándolo mucho. Traté de localizarte.

—No fue lo que dijiste sino que me dejaras sola, que sencillamente te esfumaras…

—Si quieres tener un hijo…

—Tú no lo quieres de verdad. Pero ahora eso no tiene importancia.

—Tal vez más tarde —dije.

—Sí —dijo Agnes—, tal vez más tarde.

Ir a la siguiente página

Report Page