Agnes

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Salimos al exterior. Últimamente sólo paseábamos por el parque, pero ahora Agnes deseaba ir al centro. Era sábado, y las calles eran un hervidero de gente que hacía compras de Navidad. Agnes se detuvo ante una juguetería.

—Quiero comprarle a Margaret un oso de peluche —dijo. Entramos en la tienda y salimos con uno oso enorme.

Entonces dijo que yo también debería regalarle alguna cosa a nuestro bebé. Compramos una muñeca.

—Vamos al departamento de ropa infantil —dijo Agnes.

—No te parece que… —vacilé—, ¿de verdad te parece una buena idea?

Pero Agnes ya se había adelantado. Cuando la alcancé vi que las lágrimas le corrían por la cara. Al azar, sacaba de los estantes vestidos, un jersey de lana, un par de pantalones con peto a rayas, un gorro. Traté de calmarla pero no me hizo caso, pagó con la tarjeta de crédito y abandonó la tienda corriendo. Me fui tras ella y casi la perdí de vista de lo rápido que serpenteaba entre la multitud. No la alcancé hasta poco antes del Doral Plaza. Caminaba ahora más despacio pero seguía sin hablar. Cogimos el ascensor y subimos en silencio. Una vez en el apartamento, Agnes depositó sus bolsas de plástico y entró en el dormitorio.

Me estaba quitando los zapatos cuando pasó corriendo a mi lado y se metió en el cuarto de baño dando un portazo y cerrando con llave. Oí un llanto estridente.

—¿Qué sucede? —exclamé desde el otro lado de la puerta.

—En la habitación… —sollozaba.

Entré en el dormitorio. Ante la ventana se mecía una góndola con dos hombres que limpiaban las ventanas. Ya habían terminado, saludaron con la mano y se elevaron por los aires sonriendo. Había recibido una nota de la administración de la finca avisando que vendrían a limpiar las ventanas, pero se me había olvidado decírselo a Agnes. Bajé las persianas y volví al pasillo. Oí a Agnes gemir sofocadamente en el cuarto de baño. Llamé a la puerta. Al final abrió.

—Me estaban mirando —dijo, secándose las lágrimas con papel higiénico y sonándose.

—Ya se han ido. He cerrado las persianas.

—Nos están mirando. Todos nos miran cuando compramos cosas para niños. Todos lo saben. Saben que es mentira.

—Pero si sólo es una historia. Tú querías…

—No sabía que… —me interrumpió sin acabar la frase.

—Tú querías que la escribiera así —dije—, y la hemos escrito juntos.

—No sabía hasta qué punto se haría realidad. Y sin embargo es una mentira. Es patológico.

—Confiaba en que te ayudaría. A mi me ayudó cuando no estabas.

—Pero no es congruente. Tienes que escribir lo que sucedió de verdad y lo que está sucediendo. Tiene que ser congruente.

—Vale —dije.

—Escribe cómo sigue —dijo Agnes—. Tenemos que saber lo que ocurre.

—Bien. Escribiré lo que hacemos, adonde vamos, los vestidos que llevas. Como antes. Volverás a llevar el vestido azul marino. Cuando haga más calor.

—Me lo pondré esta noche.

Esa misma noche Agnes tiró todas las cosas recién compradas al tragabasuras del pasillo. Yo quería regalarlas, pero ella insistió en tirarlo todo. Como el oso de peluche no cabía por la estrechez del hueco, Agnes le arrancó los brazos. Borramos también lo que esa tarde habíamos escrito en el ordenador. Luego se enfundó el vestido azul marino.

—De niña, mis mejores amigos eran los personajes de los libros que leía —dijo—, a decir verdad eran mis únicos amigos. Más tarde, también. Después de leer Siddharta me quedé una hora de pie en el jardín, descalza, para insensibilizarme. Lo único que conseguí insensibilizar fueron mis pies. Había nieve.

Se rió vacilante. Yo había metido una pizza congelada en el horno y abrí una botella de vino.

—Siempre que termino de leer un libro me pongo triste —dijo—. Es como si me hubiera convertido en un personaje de la historia. Y con la historia termina también la vida de ese personaje. Pero a veces me pongo contenta. Entonces el final es como la liberación de un mal sueño y me siento aliviada y libre, como recién nacida. A veces me pregunto si los escritores saben lo que hacen, si saben a lo que nos someten.

La besé.

—O sea que estoy contigo y ni siquiera sé que por tu cabeza desfila el elenco de toda la literatura universal.

—Ya no leo tanto —dijo—, quizás por eso. Porque ya no quiero que los libros me dominen. Son como un veneno. Creía estar inmunizada. Pero uno no se inmuniza. Al contrario.

Luego cenamos y más tarde Agnes se tomó el tranquilizante que el médico le había recetado después de la operación. Me senté al borde de la cama para esperar a que se durmiera.

—Ahora estamos juntos otra vez —dijo todavía antes de dormirse—, tú y yo, solos.

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