Agnes

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Agnes

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Todo había sido puesto en marcha y ella ya no tenía nada que perder. Comenzó a recorrer North Capitol Street sin rumbo fijo hasta que divisó a lo lejos la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción. De estilo Bizantino, destaca principalmente por su imponente estructura con más de 80 capillas y por su ornamentación de estilo americano. De hecho está considerada la «Iglesia Católica de América» al estar consagrada a la patrona de los Estados Unidos. Se aproximó a ella con rapidez y al entrar localizó un banco desde el que rezar y que estuviera estratégicamente ubicado para observar la puerta de entrada sin ser vista. Al cabo de unos instantes aparecieron los dos individuos, empezaron a buscarla frenéticamente y tras un par de minutos abandonaron la iglesia, aunque Carla sabía que los encontraría apostados en la puerta esperando su salida. Sacó del bolso un portafolio y esparció todos los papeles sobre el banco de la iglesia en el que se encontraba sentada. Lo único que la quedaba era poner en marcha la última fase de su plan. Días atrás se había dado cuenta de que la verdadera razón de tanta violencia no era el tesoro en sí, sino la avaricia de las personas que lo buscaban con ahínco. Solo habían existido dos personas que consagraron su vida para encontrarlo con un afán puramente altruista: un hombre llamado Robert Morris y su tía-abuela Agnes. Por tanto, debía encontrar el tesoro para acabar con aquella barbarie.

Pensó en los libros encontrados en la biblioteca de Jack y Agnes. Si su silogismo era correcto —y estaba convencida de ello puesto que los dos primeros libros de la estantería eran los artífices de haber conseguido descifrar los otros documentos—, uno de aquellos cinco libros que tenía apuntados en su agenda era el que descifraría el documento encriptado en el que se facilitaba la localización exacta del tesoro escondido. Intentó hallar alguna pista en las cartas y documentos que había podido conservar —y que tenía delante— y comenzó a examinarlos uno a uno, empezando la carta que su tíaabuela había dejado guardada en la caja metálica para ella. Visiblemente emocionada releía aquellas líneas cuando se tropezó con un nombre que le era familiar: «Frestón el Sabio».

—¡¡¡¡ Ya sé cuál es el libro ¡¡¡¡ —exclamó Carla a gritos—.

55

Habían pasado otro par de días y Jayden seguía con sus migrañas. La diferencia era que cada vez se hacían más intensas y frecuentes. La doctora Chase le había recomendado tomarse las cosas con tranquilidad para que su maltrecho cerebro poco a poco se fuera recuperando y comenzara a reorganizar su funcionamiento. Él no podía permitírselo. Dolorosamente había recordado cómo se habían llevado a Carla sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Pero, sobre todo, guardaba en su mente el rostro del jefe de sus atacantes y aquella profunda mirada —que no se le borrada de la cabeza— mezcla de rencor y desprecio y que conocía muy bien. Empezó a convulsionarse nuevamente pero ahora tenía más autocontrol sobre su cuerpo y al poco tiempo consiguió parar aquellos involuntarios movimientos.

— Buenos días. ¿Cómo nos encontramos hoy? —dijo la doctora Chase acudiendo puntual a su cita de todas las mañanas—.

—Estoy muchísimo mejor. No me han vuelto las migrañas tan fuertes y cada vez tengo menos —mintió con una de sus mejores sonrisas—.

—Me alegra oír eso, ese es el estado de ánimo. Lamentablemente, las pruebas que te hemos hecho y los indicadores de las máquinas a las que estás conectado indican justo lo contrario. Préstame atención porque necesito que entiendas tu situación. —Está usted preocupándome.

—Como ya te comenté hace unos días, el estado en el que llegaste era crítico pero conseguimos salvarte la vida. No obstante, los daños cerebrales eran enormes y tu evolución no ha sido la esperada.

—Doctora, por favor, dígamelo sin rodeos.

—Calculamos que, en las actuales circunstancias, te quedan entre un mes o mes y medio de vida, lo siento mucho. Más o menos en una semana o diez días el deterioro mental te impedirá coordinar la motricidad a la vez que aumentará el dolor craneal hasta límites inhumanos. No obstante, te trasladaremos a la unidad de cuidados paliativos para mitigarte tanto sufrimiento. Si me das una relación de tus familiares nos pondremos en contacto con ellos para que te puedas despedir adecuadamente.

—Gracias por todo lo que han hecho por mí. No quiero que nadie me vea en este estado.

La doctora se levantó y le agarró el brazo con firmeza y Jayden notó la ternura y sinceridad de aquel gesto.

Mientras la observaba salir de la habitación no pudo evitar ponerse triste y comenzó a llorar desconsolado.

Era un fracasado y seguro que sus antepasados se avergonzaban de él. Siendo pequeño había intentado ayudar a su abuelo en su feroz lucha contra los hombres blancos que habían masacrado a su pueblo y robado aquel tesoro pero no pudo impedir su trágico final.

Se refugió acobardado en una de sus grandes ciudades y se convirtió en uno de ellos hasta aquel mágico día en el que le fue revelado cual era su destino. Desde entonces había intentado con todas sus fuerzas terminar con la lucha que inició su abuelo pero nuevamente había fallado. Incluso el Gran Espíritu en su inmensa sabiduría le había encargado la sencilla misión de proteger a Carla de modo que llevándola a cabo con éxito podría descubrir el emplazamiento del tesoro y recuperaría lo que era de su pueblo por derecho. Y allí estaba, a punto de reunirse con los suyos avergonzado de su paso por este mundo.

Otra intensa y profunda migraña le recorrió el cerebro hasta la medula espinal y comenzó a babear por el lado izquierdo de la comisura de los labios. De inmediato entró una enfermera con la intención de inyectarle una dosis de un potente analgésico pero él con un gesto de su mano la detuvo y poco a poco comenzó a recuperar la compostura. Ella se encogió de hombros y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. En ese momento, se dio cuenta de que todavía estaba a tiempo de reconciliarse con su tribu y supo lo que tenía que hacer.

Al llegar la tarde presionó el botón de atención urgente y esperó.

— ¿Qué ocurre Jayden? —preguntó el enfermero de guardia—.

—Me duele muchísimo la cabeza. Necesito algo para mitigar el dolor.

—De acuerdo, dame un momento que voy a por la inyección de morfina.

—Espera un momento Bastian. Creo que será suficiente con un par de pastillas.

—Pero la inyección es más fuerte y te hará efecto más rápido.

—No, quiero la pastilla por favor —dijo abusando de su estado emocional—. No me apetece pasar lo poco que me queda de vida drogado sin enterarme de nada. —Está bien —añadió suspirando tras una leve duda—. Traeré un par de ellas y te las tomas con abundante agua. Pero si comienzas a tener convulsiones te pongo la inyección y punto.

Al entrar en la habitación con el vaso de agua y las pastillas observó atónito que su paciente ya no estaba sobre la cama. Fue lo último que vio antes de recibir un fuerte golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento. Jayden se apresuró a coger aquel frágil cuerpo antes de que cayera al suelo y lo depositó con cuidado en el pequeño cuarto de baño de la habitación. Se deshizo de la férula metálica que protegía su fracturada pierna, se vistió con la ropa del enfermero y se guardó las pastillas analgésicas y una jeringa de morfina que encontró preparada para usar en caso de urgencia. Salió sigilosamente de la habitación y observó satisfecho que el resto del personal de la unidad de cuidados intensivos estaba enfrascado en sus tareas cotidianas. Localizó el armario de los medicamentos y rebuscó hasta encontrar los analgésicos. Tras guardarse un par de botes más, avanzó decidido hacia la puerta de salida y tras franquearla se detuvo un instante para comprobar que todo iba bien.

Debía abandonar el edificio lo antes posible y aceleró el paso en dirección al exterior. De repente entró una persona que le era vagamente familiar. Su instinto le obligó a dar media vuelta y volver sobre sus pasos. En ese instante aquel hombre le instó a detenerse con voz enérgica, pero él hizo caso omiso y continuó por el pasillo hasta alcanzar los servicios públicos. Al entrar en ellos notó como aquella persona corría tras de él y se acercaba a pasos agigantados. Recorrió la pequeña estancia con un rápido vistazo y encontró un angosto hueco cerca de un urinario de pared donde se agazapó como pudo a la espera de su presa que no tardó en entrar. Sin darle tiempo a reaccionar se lanzó sobre él y le clavó la jeringa en el cuello a la altura de la yugular mientras le amordazaba para que no pudiera pedir ayuda.

El efecto anestésico tardo un par de minutos en noquear al policía. Jayden le había reconocido como el agente que investigaba su intento de asesinado y el secuestro de Carla y que le había tomado declaración unos días antes. Le arrastró hasta el fondo del baño y le quitó la chaqueta, la placa y la pistola. Asomó la cabeza nuevamente al pasillo de salida, comprobó que todo seguía en calma y tras recorrer ansioso los últimos metros salió al exterior mezclándose con el resto de los transeúntes dejándose arrastrar en la dirección de la gente.

Al final de la larga avenida encontró un coqueto parque lleno de «plátanos de sombra» y «falsas acacias» que ornamentaban una fuente de granizo blanco coronada con una escultura de bronce del ángel caído y se sentó en uno los bancos que la rodeaban sin perder de vista la calle por la que había llegado hasta allí. Tras diez angustiosos minutos se dio cuenta que había completado con éxito su huída.

Sin embargo la relajación que le sobrevino fue contraproducente para su estado físico pues al desaparecer la adrenalina de su cuerpo le sobrevino una aguda y penetrante migraña y cayó al suelo arenoso mientras su cuerpo se contraía sin control. Una anciana que paseaba distraída a un pequeño bulldog francés le vio en el suelo y corrió asustada en busca de ayuda. Al poco aparecieron dos estudiantes de medicina que salían de su clase de prácticas y comenzaron a realizarle alguna maniobra reanimatoria. Jayden mediante señas indicó a uno de ellos que rebuscaran en uno de sus bolsillos de la americana y encontró el bote de pastillas del que extrajo un par de ellas y se las dio con un poco de agua. Poco a poco fue recobrando la compostura perdida y agradeció a los desinteresados samaritanos aquella extraordinaria ayuda, rechazando enérgicamente acudir al cercano hospital para recibir una mejor atención médica. Tras alguna protesta los estudiantes se marcharon y él se levantó con esfuerzo del banco de piedra en el que le habían tumbado y caminó lo más rápido que pudo en dirección contraria.

Había andado un kilometro más o menos cuando regresó el intenso dolor y tuvo que apoyarse en la pared de un edificio de viviendas para evitar volver a caer al suelo. Ingirió otro par de analgésicos y esperó a que comenzaran a hacer efecto mientras meditaba sobre el siguiente movimiento que debía hacer.

En realidad no había sido una decisión muy acertada la de huir de aquella manera pues se encontraba, débil, hambriento, indocumentado, sin ningún sitio en el que refugiarse y sin nada de dinero. Lo bueno era que ya no importaba ser sutil ni borrar sus huellas y eso jugaría a su favor. Se alejó de la concurrida avenida que tenía a su derecha y se apostó en una penumbrosa esquina para esperar alguna presa.

Al cabo de unos veinte minutos aparcó en la calle un Toyota Corolla de color gris marengo del que se bajó una mujer de unos treinta años cargada con un par de bolsas de papel repletas de la compra del supermercado cercano. Jayden comenzó a caminar con aire distraído guardando una prudencial distancia hasta que la confiada victima abrió con dificultad la puerta de acceso al edificio de viviendas. En ese momento, cruzó velozmente la calle y agarró a la mujer por el cuello realizándole la llave del sueño para comprimir los músculos que rodean a las carótidas y bloquear con ello el flujo de sangre a la vez que ralentizaba su ritmo cardiaco.

La aterrada joven forcejeaba y pataleaba intentándose liberar del sorpresivo ataque hasta que finalmente se desmayó. Él siguió con la presión unos diez segundos más y acabó depositándola con cuidado sobre el suelo del portal. Registró el bolso, encontró el monedero de la víctima y lo examinó detenidamente. Encontró 85 dólares en efectivo, un par de tarjetas de crédito, varias tarjetas de visita en las que se ofrecía como asesora de imagen personal y varios recibos antiguos de restaurantes. Aunque aquello era suficiente, se dio cuenta que todos los indicios apuntaban que se trataba de una mujer que vivía sola así que decidió arriesgarse y agarró las caídas llaves del piso. Por suerte para él, en el llavero venía anotado el número de apartamento de modo que cogió a la desdichada en brazos y haciendo un último esfuerzo abrió la puerta y entró en él.

Le recibió ronroneando un precioso gato siamés de ojos azules que comenzó a juguetear entre sus piernas con curiosidad de conocer a aquel extraño que acababa de entrar en su hábitat.

Cerró la puerta tras de sí y sin perder tiempo se encaminó hasta el dormitorio, donde maniató y amordazó a su víctima. Inmediatamente salió con cuidado al pasillo del edificio y tras comprobar que todo seguía en orden corrió al vestíbulo y recogió lo mejor que pudo todos los productos de supermercado que estaban desparramados por el suelo. Una vez realizado aquel trabajo, regresó al apartamento y acercándose a la nevera satisfizo su maltrecho cuerpo dando buena cuenta de los restos de una pizza de pepperoni y dos buenos vasos de zumo de naranja. Tras ingerir otro par de analgésicos regresó al dormitorio donde la mujer comenzaba a despertarse.

— Tranquilízate Linda, no tienes por qué preocuparte pues no te voy a hacer ningún daño —dijo Jayden mientras arrastraba una silla al costado de la cama y se sentaba en ella—. Necesito algo de dinero y un lugar donde descansar. Si colaboras conmigo, en unas horas te librarás de mí para siempre. Si decides no cooperar tendré que hacerte mucho daño hasta que atiendas a razones y empezaré por torturar a ese precioso gatito que está en el salón. Ahora tú eliges. —¡¡Uhmmm¡¡¡ —asintió ella con lágrimas en los ojos—. —Me parece una perfecta elección por tu parte. Espérame aquí un momento —salió de la habitación y volvió de inmediato con el pequeño animal cogido en sus brazos—.

—Ahora voy a quitarte la mordaza y espero que mantengas tu palabra porque sabes lo que le pasaría a éste si intentas gritar.

—No nos hagas daño, te prometo que haré lo que me pidas —añadió Linda con voz pavorosa—.

—Veo que eres una mujer sincera —soltó el gato que corrió de vuelta al salón—. Ahora tendrás que responderme a algunas preguntas con la misma sinceridad. De tus respuestas dependerá de que me vaya o no de tu vida. Lo primero que necesito es dinero. He cogido el que llevas en la cartera y no es suficiente.

—Tengo un poco más guardado en el fondo del paragüero de la entrada en una pequeña caja de cartón con dibujos chinos.

—Perfecto, continúa con esa aptitud —dijo él mientras la acariciaba la mejilla con el dorso de la mano—. Voy a ver si lo que dices es cierto. Lo siento

pero te voy a amordazar otra vez, por si cambias de opinión en mi ausencia. Bueno veo que decías la verdad pero sigue sin ser suficiente para lo que tengo que hacer —la quitó nuevamente la mordaza—. —No tengo más dinero, lo juro —afirmó suplicando la mujer—.

—Ahora preciosa tienes que darme el número pin de tus tarjetas de crédito —añadió mirándola fijamente a los ojos mientras deslizaba lentamente una mano por su brazo derecho acariciándola—.

—Sí, sí, no me hagas daño, por favor.

—Te estás portando muy bien, mucho mejor que la última mujer —dijo tras tomar nota de ellos y con un profundo suspiro añadió— En fin una pena lo que tuvo que sufrir la pobre por no hacerme caso. Ahora necesito un poco de tranquilidad y acceso a tu ordenador. ¿Tienes una contraseña en él?.

—La contraseña es «Dexter» que es el nombre de mi gato.

—Perfecto Linda. Te prometo que casi he terminado contigo.

Jayden se acercó al ordenador que había visto sobre la mesa del salón y accedió a su cuenta encriptada de la que extrajo los datos que necesitaba. Tras otro par de exitosas búsquedas, borró lo mejor posible su rastro en la red y se acercó nuevamente a la cocina. Preparó varios sándwiches y los guardó en una mochila de viaje que había encontrado en uno de los armarios junto con tres botellas de agua y algunas otras bolsas de viandas. Cogió además un par de cuchillos de cocina y regresó al salón. En él había localizado una manta de sofá de microfibra de color negro y tamaño grande de 150x200 cm que metió también en el macuto.

En ese momento sonó el teléfono de la habitación, localizó raudo el auricular inalámbrico y esperó a que saltara el contestador automático. Entró de nuevo en el dormitorio donde encontró a Linda temblando de miedo. La tranquilizó y la convenció para que hablara con su madre con la escusa de que no había cogido el teléfono por estar en la ducha pues se iba de viaje a otro estado un par de días por trabajo.

—…. bueno mamá. Te llamo en cuanto pueda. Dale un fuerte abrazo a papá. Os quiero mucho, ya lo sabéis ¿verdad?.

—Eso era innecesario —dijo él colgando el teléfono y descargando una bofetada en el rostro de ella—. ¿Por qué no me crees cuando te digo que no te va a pasar nada?. Ahora seguro que tu madre está preocupada y eso me ocasionará problemas.

—Lo siento, de verdad —añadió sollozando—. No he podido evitarlo.

—Está bien. Ahora voy a registrar tu vestidor en busca de algo de ropa que pueda utilizar en mi huída. ¿Puedes ayudarme con eso?.

—Sí, hay una caja de ropa de mi padre en el altillo del armario a la izquierda. Es una caja marrón oscura con la palabra «trapos» escrita en el lateral.

—Extraordinario —exclamó él al quitar la tapa—, un poco pasada de moda pero casi, casi de mi talla. Perfecto. —guardó toda la ropa en un pequeño trolley azul—. Bueno creo que eso es todo Linda. Debo agradecerte toda la colaboración que me has prestado pero ahora debes prepararte para salir de viaje.

En el fondo ambos sabían cuál sería su final aunque ella había albergado alguna esperanza de salir con vida de aquello.

Jayden la amordazó nuevamente y la comenzó a desnudar con cuidado de no romper su ropa dejándola caer con cuidado esmero por todo el apartamento. Satisfecho regresó a la habitación y se desnudó. Ella suplicaba con la mirada su perdón pero él se subió a la cama y colocó su pelvis desnuda junto a la de ella empujando con violencia sus caderas contra la cama mientras colocaba una bolsa de plástico de las de congelar alimentos sobre el rostro de ella impidiéndola respirar.

Tras acabar con su vida, repasó metódicamente todo el escenario criminal que había organizado. Calculaba que pasarían entre cuatro a seis días hasta que descubrieran el cadáver. Encontrarían a la mujer en la cama desnuda y muerta asfixiada como consecuencia de un juego sexual que se descontroló. Aquello desviaría unos días más las investigaciones policiales lo que le permitiría completar con éxito el resto de su plan. Recogió el resto de las útiles pertenencias de su víctima, incluida una preciosa cámara de fotos Kónica con objetivo de 28 mm, y se sirvió un poco más de comida para recuperarse lo más posible mientras esperaba a que la oscuridad envolviera la ciudad.

56

Las miradas de reprobación de dos ancianas beatas consiguieron aplacar su euforia y la devolvieron a su tenebrosa realidad. Ahora estaba segura de que podía descifrar el documento que la conduciría al emplazamiento del tesoro, pero necesitaba deshacerse de sus perseguidores y encontrar un refugio tranquilo donde poder dedicar el tiempo necesario a ello. Recogió todos los papeles del banco de madera y asomó la cabeza por la puerta de la iglesia. Como en ocasiones anteriores, los dos individuos estaban apostados en el edificio de enfrente a una distancia prudencial que les permitía no perder a su presa pero que les hacía ciertamente difíciles de reconocer. Carla respiró profundamente y abandonó santiguándose aquel precioso templo. Al terminar de bajar las escaleras, giró bruscamente a la izquierda para coger la Avenida Michigan. De vez en cuando, se paraba para admirar el escaparate de alguna tienda de cupcakes y aprovechaba para observar como la pareja se mantenía a cierta distancia de ella. Al llegar al cruce con la Avenida de Dakota del Sur giró nuevamente a la izquierda y aceleró el paso con disimulo. Mientras caminaba sin rumbo pensaba en alguna manera de despistar a sus perseguidores pero se dio cuenta de que eran dos profesionales expertos que no se iban a dejar sorprender fácilmente.

Nuevamente alcanzó otra intersección pero esta vez no tomó la Avenida Kansas pues al fondo de la calle descubrió un gran parque y pensó que era un buen sitio para intentar deshacerse de aquellos individuos. Tras otros quince minutos de caminata alcanzó el «Rock Creek». Se encontró con un coqueto parque de unas 10 hectáreas construido en el lugar en el que el presidente Lincoln cayó herido bajo el fuego enemigo en la batalla de Fort Stevens de 1864 de estilo colonial típicamente inglés, con un gran lago navegable en el centro y donde viven numerosas especies de pequeños animales salvajes. Se acercó rápidamente al centro de visitantes y tomó un pequeño mapa en español. A medida que se internaba en él por el sendero marcado su mente trabajaba a toda velocidad para localizar el lugar idóneo para poner en marcha un plan de huída y, por suerte, lo encontró no muy lejos de su posición. Recorrió los últimos metros que la separaban del pequeño planetario que tenía delante y esperó pacientemente en la cola de entrada para la exhibición.

Como era de esperar, al cabo de unos minutos aparecieron sus dos perseguidores y, tras una breve y discreta charla, uno de ellos se colocó en la fila con la clara intención de seguirla al interior del edificio mientras que el otro individuo se sentó en un cercano banco de piedra protegido por la sombra de una enorme acacia desde donde podía observar las puertas de acceso al recinto. Carla sonrió discretamente pues había conseguido el objetivo que se había marcado. Tras una corta espera entró en la Sala de proyecciones y buscó una butaca al final de la estancia mirando de reojo a su oponente que astutamente se había acomodado en un asiento cercano. Al comenzar la exhibición apagaron las luces y proyectaron en el techo semicircular una película sobre espectaculares colisiones cósmicas captadas por el telescopio espacial Hubble.

Con gran disimulo comenzó a aproximarse al individuo — de butaca en butaca— que sorprendido dudaba en que debía hacer en ese momento. Al final, optó por permanecer en su sitio como si se tratara de un turista más y al poco ella consiguió sentarse a su lado. Una incómoda tensión se había apoderado de ambos mientras posaban sus ojos en las preciosas imágenes multicolores que les rodeaban y que iban acompañadas de exclamaciones de admiración de los estudiantes que poblaban la Sala.

Carla le susurró algo ininteligible al hombre que cortésmente se disculpó por no haberla entendido mientras ladeaba la cabeza para intentar que le repitiera la frase.

De improviso descargó contra él un fuerte puñetazo en el plexo solar debajo del esternón ocasionando que el diafragma se contrajera violentamente dejándole sin respiración y aprovechando ese momento de debilidad de su oponente clavó firmemente dos de sus dedos en el seno carotideo, justo debajo del oído derecho.

Unos segundos más tarde el hombre dormía plácidamente y ella lo acomodó sobre la butaca. Después regresó a su primer asiento jadeando exhausta por el esfuerzo. Tras recobrar el aliento se levantó y se dirigió a la salida dando por terminada la visita. Al salir, giró a la derecha y aceleró el paso en dirección al lago. Aquello sorprendió al otro perseguidor que tras dudar un instante decidió seguirla pensando que su compañero había perdido su rastro en algún punto del interior. Tras otros diez minutos de caminata llegó a otro de los puntos de interés del parque, «Old Stone House».

Es la casa más antigua de Washington conservada como un curioso museo conmemorativo de la vida cotidiana de los primeros habitantes de la ciudad y de la arquitectura tradicional de la época de la guerra de la independencia norteamericana.

Se detuvo un instante delante de la entrada y sin dejar de mirar el folleto que tenía en las manos rodeó la casa de izquierda a derecha admirando la singular construcción. El individuo que la seguía se alarmó al perderla de vista y se precipitó raudo por el camino que había tomado ella. Carla le esperaba escondida detrás de un pilar exterior de la casa y le golpeó con todas sus fuerzas en la frente con una pesada piedra que había cogido del suelo un instante antes lo que provocó el desvanecimiento de su oponente. Como no tenía tiempo que perder, tomó la avenida principal que atraviesa el parque en dirección a Military Road y al salir giró a la derecha rodeando las espléndidas instalaciones del St. Jhon’s College High Scholl donde tomó un taxi en dirección al aeropuerto internacional. Al llegar, se dirigió al Call Center de la terminal y contrató el uso de una oficina portátil por espacio de dos horas provista de todo tipo de estaciones de trabajo que incluía teléfono, ordenador, fax, impresora y mensajería instantánea —tal y como había aprendido meses atrás de Jayden—. En ese punto, hizo una breve pausa para recordarle y rezar por su eterno descanso. A continuación, se enfrascó en la búsqueda que la había llevado hasta allí. Lo primordial era encontrar un alojamiento tranquilo lo suficientemente lejos para que no la encontraran pero lo bastante cerca del aeropuerto como para poder huir de la ciudad sin ser detectada. Recurrió a la típica página de buscadores de hoteles y lo encontró de inmediato. El Crowne Plaza Hotel era perfecto.

Estaba localizado en la pequeña localidad de Herndon, en el condado de Fairfax, a unos cuatro kilómetros del aeropuerto y a más de 35 kilómetros de D.C. y ofrecía traslado gratuito desde/hacia el aeropuerto. Reservó un par de noches en la Suite Presidencial con sala de estar separada de la habitación y acceso libre a WIFI y teléfono inalámbrico y provisión diaria de todo tipo de snacks, refrescos, cervezas y agua y entrada privada por el club lounge.

Ahora debía confirmar que su corazonada sobre el libro era cierta. Abrió la carpeta con sus documentos y volvió a localizar la referencia que buscaba. Según los papeles que había heredado de Agnes, Thomas Beale le explicó a Robert Morris que si alguna persona se ponía en contacto con él reclamando la entrega de la caja que le había dado debía identificarse como «Frestón el Sabio». Y de los cinco libros que había encontrado en el Lodge, solo uno de ellos guardaba relación con tan extraña contraseña y, además, ella lo conocía perfectamente pues en su día había hecho una pequeña tesis para el instituto sobre los mensajes ocultos en la literatura de Miguel de Cervantes.

Tras un poco de búsqueda en la red, localizó el pasaje que le interesaba, «La desaparición de la biblioteca» que ocurría en el Capítulo 7º del Libro I de «Don Quijote de la Mancha». Imprimió las páginas y las confrontó de manera mecánica con el documento número 1 del tesoro. Para su decepción, no obtuvo ningún resultado legible. Tras un momento de vacilación decidió estudiar mejor ambos documentos antes de descartar aquella pista definitivamente. No obstante, comenzó a encontrarse un poco débil tras tantas horas de continuo estrés y decidió continuar la búsqueda en el hotel. Estaba convencida de que tras descansar un rato y coger fuerzas lograría descifrar el lugar donde estaba escondido el tesoro.

Era medianoche cuando se despertó sobresaltada. Se había quedado dormida sobre la mesa del salón de su suite sobre un enorme montón de papeles garabateados de su puño y letra con inconexas palabras que no tenían ningún sentido.

Se puso de pie, estiró su entumecido cuerpo y dio buena cuenta de un par de sándwiches y un helado refresco de cola.

Después del breve paréntesis regresó a su agotadora investigación continuando con el siguiente párrafo del pasaje del libro:

“….El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: ¿Qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo…….”.

A Carla se le comenzó a iluminar el rostro y el alma y una sensación de júbilo se apoderó de ella. Como poseída, siguió confrontando aquella parte del libro con el documento de Beale anotando todo el resultado en una hoja a parte:

“….«Frestón» diría -dijo don Quijote. No sé — respondió el ama— si se llamaba «Frestón» o «Fritón», solo sé que acabó en TÓN su nombre. Así es —dijo don Quijote—, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar …..”

A medida que avanzaba en el texto más ansiosa se encontraba. Al terminar de descifrar todos los números cogió histérica la libreta de cortesía de la habitación del hotel y trasladó todas sus anotaciones a la página en blanco consiguiendo unas frases coherentes pero ciertamente enigmáticas:

He aquí la localización exacta de la bóveda donde, entre 1819 y 1821, yo, Thomas Beale, fui depositando varias cajas de hierro que contenían

un gran número de libras de oro y plata y abundantes joyas de gran valor y cuya propiedad corresponde a todas las personas y familias que figuran relacionadas en el papel número 3.

Se encuentra en el condado de Bedford a unas cuatro millas de Buford. Tomaremos el camino perpendicular a la Oficina del Sheriff de la ciudad hasta alcanzar el rio. En ese punto nos encontraremos en los dominios de la señora de la mecedora y deberemos seguir sus indicaciones hasta conseguir alcanzar su palpitante corazón.

Una vez en él, seguiremos el sendero en dirección norte hasta que encontrar el lugar donde se

esconden las lágrimas derramadas por la pérdida sufrida. Si conseguimos superar el dolor, deberemos caminar cinco pasos hacia el sur y encontraremos un pequeño monolito de piedra rojiza que marca la entrada a la bóveda.

Sonrió henchida de orgullo mientras observaba el mensaje descifrado. Se sirvió nerviosa otro «espresso» mientras meditaba sobre cuál debía ser su siguiente paso. En realidad estaba un poco cansada y decepcionada de aquellos mensajes y de sus enigmáticas expresiones que necesitaban ser descifradas nuevamente, pero no se desanimó y decidió buscar la forma de llegar lo antes posible al pueblo con la firme convicción de que una vez en él los enigmas se resolverían con facilidad.

Decidió viajar en tren, concretamente en el Amtrak Crescent que cubre la ruta entre Nueva York y Nueva Orleans y que tras parar en Washington llega al pueblo de Lynchburg con salida desde Unión Station a las 18.30 horas y llegada a las 22.00 horas.

Era el pueblo más importante de la zona y había decidido usarlo como base de operaciones imitando a Thomas Beale —su predecesor—. Por último, reservó una suite con cama grande en el hotel Federal Crest Inn situado en el casco histórico de la ciudad a poco más de diez minutos andando de la estación.

Exhausta, guardó todos los documentos en la caja fuerte y pidió telefónicamente un opíparo desayuno al servicio de habitaciones. Mientras esperaba se relajó tomando una ducha caliente tras la que se sentó en el sofá del saloncito recordando mentalmente el enigmático mensaje que había descifrado.

Diez minutos después sonó el timbre de la Suite y Carla se abalanzó sobre el pomo de la puerta mientras comprobaba quien era su visitante a través de la mirilla. Abrió la puerta y le indicó al camarero donde debía dejar el carro de la comida mientras alcanzaba su billetero para darle la correspondiente propina.

En ese instante oyó como la puerta de la habitación se cerraba con estrépito e instintivamente se volvió hacia el empleado pero ya era demasiado tarde. El desconocido sopló un papel con un polvillo blanco que ella inhaló de inmediato.

Intentó resistirse a aquel ataque pero unas ajadas manos la inmovilizaban con enorme fuerza contra el sillón y poco a poco fue perdiendo las fuerzas fruto del narcótico que la habían administrado.

Al dejar de forcejear el hombre la levantó del sofá, la cogió en brazos y la depositó con delicadeza en la cama de la suite mientras retiraba su albornoz y la vestía con su pijama. Carla, angustiada, suplicaba por su vida aunque la invadía una extraña sensación de relajación y de bienestar y hacía todo lo que la decía su agresor.

— No, no. No puedes dormirte todavía —dijo el extraño con voz enérgica—.

—De acuerdo. Llévate todo lo que quieras pero no me hagas daño, por favor —suplicó ella nuevamente—. —No entiendes nada niña. Esto no se trata de un simple robo ni yo soy un ladrón. En fin —suspiró—. Por si todavía no te has dado cuenta te he dado una dosis de escopolamina. Normalmente hubiera disfrutado torturando a mi presa hasta arrancarle la verdad pero he decidido hacer una excepción contigo porque en realidad te tengo algo de aprecio.

—Pero, … no te conozco de nada, …. creo.

—Yo creo que sí. —y se quitó un par de prótesis de silicona que llevaba adheridas a la cara—. Mírame bien pequeña.

—Eres tú. No puede ser. ¿Cómo me has encontrado? —añadió aterrada Carla al reconocer nuevamente los ojos y la cara del vagabundo—.

—Mi hijo es una buena persona y confío en ti, pero él no te conoce tan bien como yo. Mientras estabas convaleciente en el hospital le pedí a un médico amigo mío que te implantara un pequeño chip de rastreo para poder encontrarte sin problema si faltabas a tu palabra, como así ha sido. Pero ya basta de explicaciones. Ahora vas a contestar a mis preguntas y de tus respuestas dependerá que vivas o mueras. —No, por favor. El Sr. Smith me prometió que podría regresar sana y salva a mi país si no iba a buscar el tesoro y no lo he hecho.

—Eso es lo que voy a averiguar ahora mismo. Como sabes, la escopolamina es una droga que anula la voluntad por tanto no podrás ocultarme la verdad. Si has continuado con la búsqueda serás sentenciada a muerte y te administraré una dosis letal de droga que te matará lentamente aunque no debes preocuparte pues en tu estado casi no sufrirás. ¡¡¡Ssshhh¡¡¡ — continuó él mientras posaba su dedo índice sobre los labios de Carla— no supliques por favor. Sabes que he hecho todo lo posible por evitar esta situación y, pese a mis advertencias, nunca me has hecho caso. Ahora debes pagarlo con tu vida. —y apagó la cámara de vídeo en la que había grabado todo el interrogatorio en el que Carla lo admitía todo—. Voy a preparar la inyección y mientras tanto creo que es un buen momento para rezar y encomendarte al creador.

57

Dos días hacía que dormía en aquel coche abandonado mientras vigilaba a aquellos indeseables y todavía no había conseguido localizar a su jefe. Jayden se notaba sucio y cansado y su cabeza protestaba por la sinfonía infernal de sonidos que atravesaban sus oídos como mantequilla y se clavaban cual cuchillos en su cortex cerebral. Las jaquecas eran cada vez más constantes y se había quedado ya sin analgésicos por lo que mitigaba el dolor con largos tragos de whisky barato. En aquellas circunstancias su aspecto físico, deteriorado en exceso, le era muy beneficioso pues nadie quería estar cerca de aquel maloliente vagabundo que vivía desde hacía unos días en el barrio y recibía suculentas limosnas con tal de alejarse lo más rápidamente posible de su lado.

No obstante, aquellos días no habían sido del todo infructuosos pues había descubierto por casualidad una eficaz forma de mitigar sus dolores de cabeza. Una noche dormitaba en el coche soportando a duras penas otra de sus jaquecas cuando aparecieron un par de vagabundos que aporreando las puertas del vehículo le instaban a salir de él pues lo consideraban de su propiedad. Jayden que no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente aquel perfecto escondite se encaró con ellos blandiendo uno de los cuchillos de cocina que había cogido en la casa de Linda y tras una breve pero intensa lucha los dos desconocidos comprendieron que debían buscar otro refugio alternativo. De regreso a su guarida se dio cuenta que durante aquel episodio de violencia el inhumano dolor había desaparecido. Es más, pensando en los días anteriores observó que en todas las situaciones límites y de estrés en las que se encontró el dolor desaparecía por arte de magia y cuando su nivel de endorfinas decaía las jaquecas aumentaban exponencialmente.

Por tanto, en la situación en la que ahora se encontraba sabía que debía hacer. Abandonó su refugio y ocultándose en la oscuridad de la noche se aproximó al chalet. Con sigilo espió cuidadosamente en su interior y descubrió a la pareja de guardaespaldas que disfrutaban relajadamente del partido de las grandes ligas entre los Washington Nationals y Chicago Cubs. Forzó la puerta de servicio con otro de los cuchillos que tenía y la abrió despacio intentando hacer el menor ruido posible. Comenzó a avanzar muy lentamente por el pequeño recibidor en dirección a la cocina poniendo especial hincapié en cada paso que daba pero en ese momento la figura de un hombre alto y corpulento con un traje chaqueta negro apareció en el dintel de la puerta portando un par de jarras de cerveza vacías y un gran bol de porcelana. Ambos se quedaron petrificados mirándose uno al otro ante la inesperada visión. Jayden fue el más rápido en reaccionar ayudado indudablemente por lo ocupado que tenía las manos su oponente y lanzó su cuchillo impactando certeramente en el cuello del guardaespaldas que comenzó a ahogarse en su propia sangre sin poder hacer nada por alertar a su compañero.

Sin embargo, el estruendo de los platos y vasos rompiéndose en mil pedazos contra el suelo habían alertado al otro individuo que corría apresuradamente en aquella dirección con su pistola Glock en la mano. Tampoco fue rival alguno para él pues se agazapó detrás de una pequeña hornacina y esperó a que cometiera el error más común en esos casos. En cuanto se agachó para comprobar el estado físico de su compañero perdió por unas décimas de segundo la visión de la habitación y esa distracción le costó la vida.

Un afilado cuchillo de trinchar de doble hoja le atravesó ambos ojos dejándole ciego e indefenso a merced de Jayden que remató la labor clavándole otra daga en el corazón. Tras la breve lucha, se limpió la sangre que cubría su cuerpo y se sirvió un bourbon mientras terminaba de ver el emocionante partido en tensión esperando la llegada de algún otro enemigo.

Una hora después todo seguía en calma y decidió registrar la casa en busca de alguna pista. Lo primero que hizo fue buscar en los cuerpos sin vida de los guardaespaldas y al encontrar sus carteras se llevó una pequeña sorpresa: había matado a dos agentes del FBI. Aquello le supuso un fuerte shock y tuvo que agarrarse a la puerta para no perder el equilibrio. Comprobó con cuidado sus notas y descubrió que no había ningún error en ellas.

Se encontraba en el refugio secreto que la sociedad tenía en Washington por lo que aquellas personas trabajaban para ella aunque fueran funcionarios estatales. De todos es sabido que las sociedades secretas se encuentran ampliamente infiltradas en los diversos estamentos gubernamentales y aquel debía ser el caso. Mucho más tranquilo, se apoderó de todo lo que le podía ser útil y abandonó sus restos para centrarse en el resto de la casa. Media hora después hizo otro hallazgo inesperado. Allí habían retenido a Carla y según los papeles que tenía delante su tapadera para con ella se había esfumado. Tenían nítidas fotografías de él negociando con los búlgaros y seguro que se las habían enseñado a ella. En realidad, aquello ya no le importaba nada. Tenía que encontrarla para salvar su vida —si es que todavía era posible— y luego habría tiempo para explicaciones y para implorar su perdón antes de regresar con sus antepasados. No obstante, tras otra hora de búsqueda no encontró ninguna pista sobre su paradero y decidió que era el momento de abandonar aquella casa. Bajó al sótano —donde había descubierto un par de bidones de gasolina— y comenzó a vaciarlos empezando por el piso de arriba y continuando por la planta baja haciendo especial hincapié en los cadáveres que había en la cocina. Cuando casi había terminado, oyó la conversación de dos individuos que caminaban en dirección al chalet mientras se reprochaban mutuamente haber perdido a la mujer que seguían. Jayden se agazapó debajo del ventanal observando con disimulo a aquellos sujetos de igual aspecto y complexión que los dos que estaban en la cocina y se dio cuenta que no tenían la menor prisa por entrar en la casa hasta que no terminaran con la discusión que mantenían en el exterior.

Aquella era una situación insostenible para él pues se encontraba oculto sobre una inestable pira incendiaria y solo con los vapores de la gasolina podía perder el conocimiento. Debía actuar sí o sí y usando el factor sorpresa abrió de repente la puerta de la casa y saltó hacia ellos disparando su pistola contra ambos. Tal y como había planificado mentalmente el más próximo a su posición recibió un impacto de la cabeza que le reventó el cerebro muriendo en el acto y el más alejado fue alcanzado en el vientre y en el brazo dejándolo moribundo. Llegando a su altura le registró en busca de armas ocultas y permaneció allí agachado esperando alguna reacción a su alrededor. Por fortuna, todo estaba tranquilo gracias sin duda al potente silenciador de su pistola.

—Sabes que esa herida te va a matar lentamente. ¿Me conoces? — dijo dirigiéndose a su víctima—. —No, lo siento —farfulló a duras penas el sujeto—. —Soy vuestra peor pesadilla. No obstante, ahora lo que de verdad debe importarte es mi generosidad. Pídeme clemencia y te mataré de inmediato y evitaré el horroroso sufrimiento que te espera. Si decides declinar mi oferta, calculo que te queda media hora de una agonía terrible. ¿Qué quieres que haga?. —Hijo de puta, mátame de una vez —balbuceó con rabia—.

—Sabia decisión. Pero antes debes hablar conmigo de un par de cosas que os he escuchado. Tu compañero y tú seguíais a una mujer y os ha despistado en un parque. ¿Cómo se llamaba?.

—Creo que su nombre era Carla pero no sé su apellido.

—Y, ¿por qué la seguíais?. ¿Queríais matarla?. —No. Nuestra misión era asegurarnos de que cumplía su promesa y regresaba a su país.

—Mientes. —y apretó con el puño la herida del vientre provocándole un espantoso dolor—. Os ibais a deshacer de ella y se os escapó.

—No. El jefe nos dijo que había llegado a un acuerdo con ella. Abandonaría la búsqueda a cambio de su vida. De hecho la permitió regresar al refugio de montaña de su familiar para coger algún recuerdo que llevarse a su país.

—Y, ¿qué pasó? —dijo zarandeándole para que no perdiera la consciencia a causa del intenso dolor y de la pérdida de sangre—.

—Al regresar, no cogió el vuelo a su país y regresó a la ciudad. Hizo un par de negocios en un banco y en un bufete de abogados y luego se nos escapó.

—Ajá, bien por ella. Ahora está libre para hacer lo que quiera.

—No, te equivocas. El anciano la implantó un rastreador para poderla localizar en todo momento pues no se fiaba de ella. Por eso regresábamos aquí pues él nos dijo que ya lo tenía todo controlado. —¿Dónde están ahora? —preguntó con desesperación Jayden mientras cogía por los hombros al moribundo—.

—Están …… —y el hombre comenzó a perder las pocas energías que le quedaban—.

Jayden se acurrucó a su lado y consiguió entender parte de la dirección que le había dicho el sujeto antes de que se desmayara. Acto seguido se levantó y le disparó un tiro en la cabeza acabando con su sufrimiento.

Con esfuerzo logró meter en la casa a los dos matones, corrió como pudo hasta el coche abandonado para recoger el resto de sus pertenencias, volvió a la casa, se vistió con la ropa que encontró en uno de los armarios y finalmente prendió fuego a la casa, alejándose rápidamente. Había caminado cuatro o cinco manzanas a buen ritmo cuando pensó que era hora de desacelerar el paso para intentar pasar desapercibido delante de las patrullas policiales que acudían al lugar del incendio. Ahora su prioridad era encontrarla cuanto antes pues sabía que «el anciano» no tendría ningún miramiento con ella al igual que en su día no lo tuvo con su abuelo. La suerte nuevamente se alió con él y encontró un locutorio telefónico atendido por un adusto paquistaní que, al ver su aspecto, le instó de malos modos a que abandonara su local. Él hizo caso omiso de las amenazas, se sentó delante de un terminal y empezó a navegar por la red.

El hombre murmuró algo en árabe y agarrando un palo de madera se aproximó a Jayden. Ese fue su último error. Arrastró el cadáver hacia el fondo de la tienda y prosiguió con la búsqueda de Carla. Lo único que había podido entender era que estaba alojada en un hotel de la cadena Crown Plaza aquí en DC. En la zona de Washington había varios posibles hoteles pero en la ciudad únicamente había uno, el «The Hamilton» y estaba ubicado en la calle 14 a cinco manzanas a pie de allí. Recogió todas sus cosas, destruyó las grabaciones de video de la tienda, borró lo mejor posible su estancia en aquel tugurio y corrió lo más rápido que pudo en aquella dirección.

Al llegar, el portero de noche le impidió el paso al hall. Él suplicó que le dejara entrar pues tenía que hablar con un familiar suyo que había venido de España. Sin embargo su harapiento aspecto físico no le ayudaba en absoluto y tuvo que abandonar aquella idea bajo la amenaza de la presencia policial. Rodeó el recinto y encontró una puerta de acceso a los sótanos entreabierta fruto seguramente de la furtiva salida de algún empleado. Al entrar se encontró en un oscuro corredor que comunicaba con la sala de calderas del hotel y la lavandería. Por suerte para él en aquellos momentos había mucho movimiento en aquella zona del edificio y todo el mundo prestaba atención al trabajo que estaba realizando.

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