Agnes

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Terminada la silenciosa ceremonia, miró hacia abajo. A esas horas no pasaban excesivos coches pero poco importaba. Desde aquella altura conseguiría su objetivo. Su mente empezó a traicionarla paralizando su cuerpo. Sin embargo, su determinación era más fuerte, logró vencer el miedo y se subió a la barandilla de la pasarela. Cerró los ojos y con un leve impulso se dejó caer.

— ¡Aquel instante seguía siendo tan real¡—. Recordaba no caer. Alguien la agarró por los brazos y con un fuerte impulso la devolvió a la pasarela. Enseguida dos hombres la abrazaron e inmovilizaron. —¡Otra vez había fracasado¡—.

Con lágrimas en los ojos vio quienes eran esos tipos: una patrulla de la Guardia Civil. La habían visto caminando y la habían seguido guiados por su instinto al observar su errático comportamiento.

Su padre había llegado nuevamente al rescate y les había dado efusivamente las gracias por salvarla la vida —¡Ella les odiaba¡—. Además se las apañó para que no presentaran cargos en su contra al contarles todo lo que había sucedido con David. Luego de vuelta a casa, acordaron llamar a la doctora Yolanda Abella, una psicóloga amiga de la familia de cuando veraneaban en Asturias, y su decisión fue ingresarla en la clínica para evitar nuevos intentos de «privación voluntaria de la vida».

— Que estúpido eufemismo —pensó—.

Miró el reloj de la mesilla. Eran las 07.40 horas de la mañana y recordó que a esa hora pasaba la enfermera de día. Un par de minutos más tarde apareció Eva.

—Buenos días, Carla. ¿Cómo estamos esta mañana?. —No tengo ganas de hablar, Eva.

—Vale, vale. Ya sabes la rutina. Vas al aseo, con la puerta abierta acuérdate. Luego de que te arregles, vas al comedor con tu cuidador para desayunar y luego sales al patio a tomar el sol en los butacones esos de la piscina y esperas allí con tus compañeros a la doctora para las sesiones de terapia y luego lo que ella te mande.

—Sí, sí. Ya lo sé. Es como todos los días.

La sesión con la doctora había sido una pérdida de tiempo, como siempre. No obstante, Carla había tomado la decisión, después de las primeras semanas de rebeldía, de convertirse en una paciente modelo con la intención de salir cuanto antes de aquel horrible lugar.

Durante el siguiente mes se comportó como una paciente modelo, mostrando un fingido interés a las reuniones de terapia y relacionándose de manera cordial con el resto de los internos. Una mañana, al término de la terapia diaria, la doctora la comunicó que por la tarde recibiría la visita de sus padres. En verdad, pensó que los echaba de menos pues necesitaba sentir un abrazo cariñoso de alguien. Además, con el ejercicio físico diario en el gimnasio empezaba a encontrarse mejor físicamente. Dormía más, toleraba mejor los alimentos y se encontraba menos cansada. Sin darse cuenta pasó el día, entretenida como estaba en sus quehaceres diarios, y llegó la hora de ver a sus padres.

Se acercó al recinto de reunión y se sentó en el banco a esperarles. En aquella institución, las reuniones con los padres eran monitorizadas y grabadas pues en no pocas ocasiones la culpa de las adicciones de sus hijos eran suyas. Por fin aparecieron por la puerta:

—Hola tesoro. ¿Cómo te encuentras?. Dame un abrazo y un beso.

—No agobies a la niña. ¿Qué nos acaba de decir Yolanda?.

—Tranquilo papi. No pasa nada. No me agobiáis. Estoy muy bien y quiero daros un abrazo y un besazo. Venir aquí.

Los tres se fundieron en un largo abrazo con lagrimas en los ojos, aunque su padre nunca lo reconocería. Después de aquello se sentaron en el banco en frente de ella.

— Dime Hija. Te tratan bien aquí. La doctora nos dice que está muy contenta con tu evolución.

—Estoy muy bien mamá. Ya duermo bien y como mucho.

—Y sigues pensando en ….

—Mujer, cállate —gritó su padre—. Nos han dicho que no hablemos de ese tema con ella.

—Lo siento. Tu hermano y tus sobrinos te mandan recuerdos. Oscar quería venir pero hemos pensado que primero veníamos nosotros para ver que tal todo. Es todavía muy pequeño para saber donde estas y que te está pasando.

—Bueno, bueno. Cuéntales las otras noticias. Te ha llegado una carta certificada ….

—¿Me abrís mis cartas? —dijo Carla enfadada—. —No amor. Déjame que te cuente —continuó su madre—. Vimos que te había llegado una carta de Argentina. Pensó tu padre que era del desgraciado de David y por eso la abrimos.

—Os dije que vivía en Colombia.

—Argentina, Colombia, qué más da. Lo cierto es que al abrirla vimos que era de un Bufete de Abogados. Tu padre ha preguntado por él y es de los más prestigiosos de allí. Hemos hablado con ellos pero no nos han querido adelantar el por qué quieren que vayas. En la carta únicamente te citaban un día y una hora en sus oficinas centrales. Te acompañaban dos billetes de avión ida y vuelta en primera con Aerolíneas Argentinas y un «Voucher» para alojarte tres noches en un hotel de Buenos Aires.

—Lo único malo, es que estoy encerrada en este sitio. No podré ir.

Sus padres cruzaron sus miradas. Al fin y al cabo la veían muy recuperada física y anímicamente. Con un cómplice gesto de aprobación, su madre continuó con la conversación.

— Mira Carla. Hemos hablado con Yolanda y nos ha explicado tu caso. Según ella, tu depresión se agravó con nuestros reproches y sobre todo por seguir con tu vida en el mismo circulo social que había provocado tu crisis inicial. Hemos hablado con ella de la carta y le ha parecido que podía ser beneficioso para ti siempre y cuando accedas a viajar con una persona que vigile y controle tu comportamiento. Es más, cuando vuelvas del viaje, deberás ingresar nuevamente en esta institución para una profunda evaluación de tu estado.

—No sé si quiero ir. Sinceramente mama, no me importa nada lo que esos abogados tengan que decirme.

—Pues asunto terminado —terció su padre dando por finalizado el tema—. Les diré que no estás interesada en su propuesta. Tu tranquila pequeña, y recupérate muy bien. El próximo día que vengamos, le diremos a Oscar que nos acompañe y que vea lo bien que estás y si nos lo permite Yolanda puedas jugar con él un rato en el jardín.

—Sería estupendo. —Carla se notó emocionada con esa perspectiva—.

—Bueno cariño. Nos tenemos que ir ya. —Su madre se levantó del banco-. Ven a mis brazos y dame otro fuerte abrazo—.

Su padre se unió a ellas y nuevamente lloraron amargamente. Cuando desaparecieron por la puerta, Carla bajó las escaleras de acceso al jardín y se emocionó al verlo. Notaba el viento y los aromas florales, la brisa húmeda de las fuentes. Se descalzó para sentir en las plantas de los pies el tacto suave de la hierba recién cortada. Todo lo que la rodeaba rezumaba vida y ella, por primera vez desde hacía meses, era capaz de sentirla. Con decisión, llamó al celador, le solicitó un libro de la biblioteca para leer un rato en aquel paraíso y algo de chocolate para comer. Él sonrió ligeramente y llamó por el intercomunicador a la doctora para comentarla las repentinas peticiones que le estaba haciendo. Al cabo de unos minutos, la trajeron una onza de chocolate negro con almendras y un libro: «Respiración Artificial» de Ricardo Piglia. Mientras saboreaba el dulce, ojeó la sinopsis del libro: un joven escritor que básicamente se dedica a investigar y recopilar las cartas escritas por su familia a lo largo de su historia tras un periodo convulso de su vida incluido su paso por la cárcel.Se enfrascó en la lectura y a medida que avanzaba en la historia más enganchada estaba de aquel extraordinario libro.

El celador esa noche la requisó el ejemplar para evitar que rompiera con su rutina. No obstante, por primera vez una norma imperativa de aquel lugar le parecía sensata. La lectura la hubiera tenido en vela toda la noche seguro.

A la mañana siguiente cuando apareció Eva lo primero que pidió era que la volvieran a traer el libro.

Mientras esperaba en los butacones para la nueva sesión de terapia con la doctora y disfrutaba de la enriquecedora lectura, Carla meditó la idea que le había rondado por la cabeza aquella noche mientras conciliaba el sueño. Al término de la terapia, se dirigió a Yolanda y pidió hablar con ella un momento a solas. Se dirigieron a un cenador que había al final de la piscina y se sentaron.

— ¿De qué querías hablar conmigo Carla?.

—Sabes que estoy muy recuperada, Yolanda. He estado leyendo el libro que me trajeron de la biblioteca en el jardín y he empezado a disfrutar otra vez con esas pequeñas cosas.

—Sí, sabía que te gustaría. En cuanto a tu recuperación, todavía es muy pronto para … —Sí, ya lo sé —La interrumpió Carla—. Solamente, te quería comentar una cosa. Como ya sabes, mis padres estuvieron ayer de visita y me comentaron que habían hablado contigo sobre un posible viaje fuera de estas instalaciones.

—Efectivamente, Carla. Estoy enterada de todo y también por supuesto de tu rotunda negativa. —¡Quiero hacer ese viaje¡ —exclamó Carla eufórica—. —Tranquila, Carla. ¿Por qué has cambiado de opinión de un día para otro?.

—Me ha influido el libro que he leído. El escritor, tras una vida dando tumbos, se establece una meta en la vida. Creo que eso me puede pasar ahora a mí. —Eso es lo que me temía. Si bien es cierto que en un primer momento fui partidaria de ese viaje, ahora no lo veo tan beneficioso. Puedo ver las enormes expectativas que te has creado.

Y temo que si esas expectativas no se cumplen recaerás en tu estado depresivo y en consecuencia destruirías todo el trabajo de estos meses.

—Yolanda, por favor. Desde el encuentro con mis padres y la posibilidad de hacer ese viaje vuelvo a sentirme más vital y me ilusiona hablar con la gente, sentir el calor de la familia, etc. Por ello, estoy segura que me vendrá bien para mi recuperación relacionarme con el mundo exterior y hacer frente a un entorno menos controlado.

—Sí, eso lo he visto y me alegro enormemente por ti. De hecho, como has visto, esta noche no has sido atada a la cama. Aun así, no creo que sea buena idea hacer ahora un paréntesis en tu tratamiento. —¿Y no piensas que no dejarme ir sería igualmente malo para mí? —apostillo Carla—.

—Buenoooo, también es posible. Está bien –dijo al fin la doctora después de meditarlo brevemente—. Si tus padres están de acuerdo, te dejaré salir del hospital y hacer ese viaje. Pero ya sabes las condiciones y son innegociables.

—Sí, iré acompañada en todo momento y cuando regrese ingresaré voluntariamente para una exhaustiva evaluación por tu parte.

—En fín, pues todo está hablado. Comunicaré a tus padres tu cambio de parecer y esta tarde podrás marchar a tu casa.

—Gracias Yolanda. No te arrepentirás de ello. —Eso espero.

Esa misma tarde, sus padres vinieron a buscarla. Se volvieron a abrazar y le comentaron lo contentos que habían recibido la noticia. Su niña, por fin, se ilusionaba nuevamente con algo. Los preparativos del viaje resultaron tediosos para Carla. Su padre decidió que su acompañante iba a ser un joven becario en prácticas. Le pareció adecuado por edad y por conocimiento de leyes para que pudiera asesorarla en la visita al bufete Argentino. Luego tuvieron que atender a los preparativos menores: ropa, maleta, dinero, pasaporte, etc. Por fin, llegó el día. Puntual como un reloj suizo apareció el becario en la puerta de su casa. Se llamada Hector y en verdad no estaba mal. Carla había dejado claro a su familia que no quería que la acompañaran al aeropuerto, pues era bastante mayorcita para despedidas a pie de avión. Se abrazó y besó con todos en la puerta del chalet y se montó en el coche. El becario condujo sin dar excesiva conversación y llegaron al aparcamiento de largas estancias del aeropuerto.

Carla se bajó rápidamente del coche y cogió su maleta. Ambos se dirigieron al mostrador de facturación, entregaron sus pasaportes juntos y la azafata les sonrió de manera cómplice. Aquello era lo que esperaba. En ese instante, le susurró a Hector si podía traerla una botella de agua. Sabía que su padre había hablado con él, y se imaginó que estaría informado de sus problemas emocionales. Además, en su mirada descubrió que la deseaba y que seguramente su intención fuera intentar acostarse con ella durante aquel viaje. Era una mirada que había visto muchas veces a lo largo de aquellos últimos meses. Él protestó un poco, torció el gesto y se marchó hacia la máquina de refrescos. Carla se dirigió a la azafata.

— Por favor, si puede ser, denos unos buenos asientos, alejados de la zona de baños.

—Por supuesto. ¿Es su primer viaje a Buenos Aires?. —Sí. Y nuestro primer viaje juntos y estamos muy ilusionados. Hemos decidido visitar a un familiar mío que vive allí para invitarle a nuestra boda y convencerle de que venga a Madrid unos días. —Enhorabuena. Los voy a poner en los mejores asientos del avión, ideales para parejas, ya me entiendes. —la azafata la guiñó un ojo—. Y de cortesía la compañía les regalará durante el vuelo una botella de champan y unos bombones.

—Muchísimas Gracias —exclamó Carla con la mayor efusividad de la que fue capaz—. Pero no se lo diga a él —señalando a Hector que volvía con el agua mineral— quiero que sea una sorpresa.

—Así será. Que tengáis un buen vuelo.

—Gracias.

Cuando llegó a su altura, Carla ya tenía los billetes en la mano. Se guardó toda la documentación en el bolso y se cogió a su brazo. El becario se mostró encantado de que aquella preciosa mujer se mostrara tan cariñosa con él.

Tras pasar los pertinentes controles de seguridad, accedieron a la zona de embarque y buscaron su puerta, la C-43. Todavía quedaba un par de horas para el despegue del avión. Carla sugirió que podían tomar algo antes de embarcar y así la espera se les haría más corta. A él le pareció una idea magnifica. Fueron a un bar cerca de la puerta de embarque, pero a ella no le gustó nada y se encaminarona otro un poco más alejado que estaba montado imitando a una taberna andaluza. Pidieron dos tintos y una ración de jamón y pagaron la cuenta para estar tranquilos.

Carla empezó a hablar con Hector para romper el hielo. Era necesario. Le habló de su pasado reciente y de lo bien que se lo pasaba en sus fiestas. La conversación era fluida y él se descubrió como un excelente interlocutor. Pasaron un buen rato saboreando incluso un segundo vino. Hacía tiempo que ella no se sentía tan a gusto. —Lástima—. Por la megafonía del Aeropuerto se recordaba la necesidad de observar los paneles informativos para no perder el avión. Él se levantó galante y al momento comentó a Carla que ya había comenzado el embarque.

Ambos apuraron la copa de vino y salieron del local rumbo a la puerta del avión. Carla comentó que quería ir al baño antes de subir y él pensó que era una magnífica idea. Al entrar, Hector empezó a encontrarse un poco indispuesto. Algo le había sentado mal esa mañana. Afortunadamente —pensó— no me ha ocurrido en el avión. Empezó a marearse y notó como un sudor frio intenso le recorría toda la espalda. Intentó agarrarse a uno de los lavabos de mano pero no pudo y cayó al suelo con estrépito. Alguien le ayudó a incorporarse mientras le preguntaba si se encontraba bien. Le agradeció su ayuda pero debía recomponerse con rapidez pues tenía que coger el avión. Seguro que Carla estaba agobiada esperándole en la puerta de embarque.

Se remojó la cara y salió apresuradamente en dirección a la puerta C-43. Cuando llegó a ella, experimentó un ataque de ansiedad. El vuelo a Buenos Aires había despegado hacía 30 minutos. Encontró a la azafata del mostrador de facturación y le preguntó por Carla. La azafata le miró con desprecio y le indicó que había decidido viajar sola, apostillando: «mejor sola que mal acompañada».

10

A través de la ventanilla de su cabina, Alain observaba como el paisaje había cambiado. Habían abandonado Hungría y el tren estaba atravesando Austria, en concreto el Parque Nacional Hohe Tauern. Al fondo distinguía las cumbres de los Alpes con sus nieves perpetuas. Más cerca las frondosas praderas salpicadas de riachuelos formados por el deshielo de los glaciares. Más adelante divisó un magnifico y gigantesco lago de montaña con sus frías pero cristalinas aguas. Todo aquello le recordaba su infancia en la casa de sus abuelos y se permitió un segundo de nostalgia. Aunque había crecido en París, sus padres eran originarios de Luz-Saint-Sauveur, y allí iba a veranear todos los años con sus abuelos. Tiempos muy felices. Los recuerdos le inundaban la mente mientras contemplaba embelesado aquel paisaje. El tren entró en un oscuro túnel y vio su cara reflejada en la ventanilla como en un espejo. Estaba un poco demacrado, con profundas ojeras producto de las numerosas noches de insomnio, pues la combinación de alcohol y pastillas ya no eran efectivas. Tenía barba de varios días y se notaba bastante delgado. Esa horrible visión de sí mismo, le hizo recordar otra vez el por qué de aquel viaje.

Tras aquella noche inspiradora, Alain regresó al Cuartel General del GIGN para convencer a sus jefes del avance en la investigación y la necesidad de reabrir el caso. Le hicieron ver que no ya tenían jurisdicción pues la INTERPOL que había hecho cargo del caso y que existían otros sucesos más recientes que investigar.

Él no podía conformarse con esa respuesta. —¡Se lo debía a ella¡—. Ya tenía previsto lo que tenía que hacer. Solicitó con carácter urgente que se le concedieran los tres meses de vacaciones que no había podido disfrutar durante los últimos cinco años.

Sus superiores a la vista de su estado físico y emocional pensaron que era muy conveniente, pues aunque intuían la finalidad de esa petición, pensaban que era lo mejor para la Brigada. No sería la primera vez que algún miembro en activo se descontrolaba y desprestigiaba la labor de todo el cuerpo y, lo que era peor, terminaba con la carrera de su superior al mando.

Alain, a continuación, habló con su contacto en Interpol al que ofreció su apoyo desinteresado. Encantado de que investigara el suceso fue advertido de su falta de jurisdicción y de la necesidad de acudir a ellos para cualquier actuación policial.

Ese mismo día había volado a Estambul. Tras hacer noche en una pensión cutre en Sultanahmet cerca del bósforo, accedió a la página web del tren desde un servidor público de la universidad en el barrio de Beyazit y compró el billete Istambul-Paris en el Venice Simplon Orient Express. Recordó como el banco le llamó a su móvil pues necesitaba su autorización al ser una enorme cantidad de dinero (14.260 Euros).

En verdad, el precio era muy alto, pero el tren era auténticamente de lujo. Los vagones, que datan de la década de 1920 y 1930, habían sido rehabilitados con esmero. Los compartimentos eran tipo suite y consistían en dos compartimentos conectados. Se podía elegir entre dos camas individuales en diferentes habitaciones o mantener un compartimento como salón y el otro para las literas.

Durante el día, los compartimentos dobles se configuran para convertirse en un salón con sofá y mesita baja, un escritorio y un mueble con un lavabo en su interior. Además el tren contaba con reconocidos chefs de cocina, tres vagones restaurantes de temática diferente y un elegante vagón bar que era el sitio ideal para relajarse y conversar con otros viajeros.

Con un profundo suspiro, volvió sobre sus papeles. Tenía todo el dossier desparramado por la cabina. Se concentró en las notas que había tomado durante el viaje: velocidad normal del tren, posibles puntos de acceso al mismo, puntos ciegos de las cámaras de seguridad, etc. Con todo ello, por fin tenía bastante claro como habían podido subir la caja al tren. Los chefs exigían productos frescos que cocinaban a diario para sus comensales. Así la cocina del tren se nutre de todo el género durante las paradas que realiza en la ruta.

Si como se imaginaba Alain, el asesinato había sido perpetrado por un grupo organizado o alguna mafia de Europa del este era bastante factible que aquella caja voluminosa se hubiera camuflado con la cantidad de suministros que se subían a las cocinas del tren. Por tanto, tenía que buscar cual de los miembros del personal de cocina que hizo aquel trayecto fue el responsable de la recepción y colocación del cuerpo dentro del tren.

Miró el dossier que le había proporcionado la Interpol. Allí estaban todos los datos de los que trabajaron aquella noche. Necesitaba una copa. Se acercó al vagón Bar y le pidió al Camarero una botella de Balbair para llevársela a su cabina.

Se habían hecho bastante amigos en aquel viaje y aunque no estaba permitido, Henri le hacía ese favor y Alain se lo sabía recompensar.

Se acomodó en el sofá y se sirvió una generosa copa del escocés. Empezó a repasar la lista centrándose en las personas que trabajaban en cocina. Ningún nombre le pareció sospechoso y además todos ellos habían sido interrogados por los inspectores de Interpol sin aparente resultado. Tras dos horas Alain alcanzó la misma conclusión.

Aquello, no tenía ningún sentido. Su mejor pista volvía a ser una callejón sin salida. Desesperado tiró el vaso contra la pared y lo hizo añicos. —¡No se podía repetir otra vez lo mismo, esta vez tenía que resolverlo cueste lo que cueste¡—.

El estruendo había sido tan grande que inmediatamente apareció el encargado del vagón y llamó con diligencia a la puerta. Alain se disculpó con él y le indicó que había tenido un accidente con el vaso. El interventor habló con el interfono para que un equipo de limpieza pasara a arreglar todo aquel desastre.

Al poco apareció una mujer de mediana edad con su equipo, pidió permiso para acceder a la estancia y empezó a realizar su labor.

Alain, avergonzado, hacía que miraba los papeles que tenía sobre su regazo mientras Rosa, que así se llamaba la mujer, continuaba con su labor. Al posar la vista en ellos le llamó la atención un nombre en concreto: Rosa Lopez Antiguo. La casualidad le abría una nueva puerta. Cuando terminó de limpiar, Rosa se dirigió a Alain:

— Bueno caballero. Ya creo que está todo en orden. —Gracias Rosa. Ha quedado perfecto. Y una vez más lamento mi torpeza.

—No se preocupe. En este viaje no es la primera vez que he tenido que limpiar algún «imprevisto». —Mi nombre es Alain, soy investigador privado y le quería hacer algunas preguntas en relación con su servicio en este tren el día en el que se encontró el cadáver de la mujer en un compartimento.

—No sé si debo contestar a sus preguntas —respondió nerviosa Rosa—. En su momento contesté a numerosas preguntas de los policías y firmé una extensa declaración.

—Sí, lo sé. Aquí la tengo. —Alain se la enseñó—. Son otro tipo de preguntas. —Le enseñó un billete de 50 euros—.

Rosa se encogió de hombros. En aquel tren le habían pedido hacer de todo por dinero y en múltiples ocasiones había accedido. Además, el incidente se había producido hacía un año y medio aproximadamente y seguro que ese hombre obtendría la información que quería por otra fuente. Cogió el billete y se lo guardó.

— ¿Qué quiere saber?.

—Siéntese en el sofá. —Sirvió dos vasos de Whisky y le ofreció uno a ella—. ¿Cree que es posible que alguien pueda coger el tren sin billete y se oculte en él en algún lugar?.

—Rotundamente no. En las estaciones, el control de acceso es muy estricto y los pasajeros son identificados tres veces antes de acceder al tren. Además, cada día se producen controles de identidad en cada actividad que se realiza, comedor, vagón bar, limpieza de cabinas, etc.

—¿Y se podría acceder en algún punto durante el recorrido? —insistió Alain—.

—Eso es mas imposible aún. Las puertas de acceso quedan automáticamente bloqueadas desde dentro con un sistema que controla el interventor con su llave electrónica.

—¿Pero, podría ser que alguien duplicara la llave y abriera las puertas?.

—Supuestamente, sería posible. Aun así, sería una locura. El tren circula a una velocidad, de promedio, de 90 km/hora y en los tramos más lentos no baja de los 35 km/hora. No, no lo veo posible —afirmó con total seguridad Rosa—.

—Voy a ser sincero con usted puesto que creo que es una mujer honesta y que sabe como guardar un secreto. —esta estrategia nunca le había fallado a Alain—.

—Adelante, dígame pues.

—Estamos investigando cómo es posible que alguien introdujera el cadáver sin ser visto. En este momento, nos encontramos en un callejón sin salida y he pensado que, gracias a su experiencia, pudiera darme alguna pista.

—Pues… como yo lo veo, la única posibilidad es que alguien lo llevara consigo al entrar en el tren. —Esa posibilidad la hemos descartado pues se ha hablado con todos los pasajeros y con todo el personal que estaba ese día trabajando, como ya sabe usted, y todo el mundo parece estar limpio de sospechas. — exclamó Alain moviendo la lista de nombres que todavía tenía en su mano izquierda—.

—Pero …., no se habrán hecho caso únicamente de la lista oficial, no?.

Alain se incorporó un poco en su sofá. Había visto la copa de Rosa vacía y le sirvió un poco más de Whisky. —¿Qué quieres decir con eso?.

—Bueno … estooo….. nada, nada.

—Te aseguro que lo que me cuentes será

estrictamente confidencial. Mi único deseo es

esclarecer el asesinato de esa mujer y llevar al

culpable ante la justicia.

Rosa se quedó pensativa un instante y Alain se recostó en el sofá nuevamente para que se sintiera cómoda.

—Deme su palabra de que lo que le voy a contar

únicamente se usará en la investigación por esa

muerte.

—La tiene por supuesto —contestó con firmeza Alain—

.

—Es posible que la lista oficial esté equivocada. A

veces el personal de servicio del tren es diferente al

que viene reflejado en esa lista oficial. Yo nunca lo he

hecho —por supuesto— pero se de varios de mis

compañeros que han cambiado su turno con otros por

diferentes causas.

A Alain se le empezó a iluminar el rostro. Todo empezaba a tener sentido.

—¿A qué circunstancias nos estamos refiriendo?.

—No hablamos de cosas oficiales como una

indisposición médica. Hablamos de otro tipo de cosas,

borracheras, infidelidades, etc.

—Entiendo. Entonces cuando ocurre una de esas

«cosas» el afectado llama a un compañero para que le

sustituya. Y, ¿nadie se da cuenta?.

—En teoría, el inspector responsable del trayecto debe

vigilar que cada trabajador esté en su puesto. Pero,

como ya le he dicho antes, se hace la vista gorda

siempre y cuando el servicio quede debidamente

atendido con el mismo número de personas.

—Gracias, Rosa. Has sido de una gran ayuda. Ella apuró su whisky, se levantó y salió del compartimento. Alain estaba radiante. Todo el esfuerzo realizado, personal y material, ahora daba su fruto. Sabía qué hacer y como continuar la investigación.

—¡Cada vez estaba más cerca de resolver el crimen¡.

11

Habían pasado unas ocho horas y a Carla empezó a hacérsele pesado el vuelo. La mayoría de los pasajeros que la rodeaban estaban profunda y sonoramente dormidos, pero ella no había podido conciliar el sueño ni una sola vez. Notaba que su cuerpo estaba hiperactivo y no digamos su mente. Desde que lo había planeado, todo el plan había funcionado perfectamente.

Conociendo a su padre se imaginó que su acompañante sería una persona joven más o menos de su edad. Eran los más fáciles de manejar. La noche antes del viaje había cogido LSD de su cuarto —todavía le quedaba algo más oculto entre los libros de la estantería— y un DIAZEPAM y le administró a Hector una pequeña dosis de ambos en el bar del aeropuerto. Por último, fingió en la puerta de embarque que su futuro esposo había discutido con ella y que no quería hacer ese viaje. Como era de esperar, la azafata simpatizó con ella y cerró el embarque con celeridad.

En el avión había confraternizado con otra mujer del personal de cabina. Se llamaba Sabrina. Era de Buenos Aires y se había enterado de la supuesta discusión en el aeropuerto con «su prometido». Ella hacía 15 días que había pasado por lo mismo por lo que durante mucho tiempo habían estado conversado, con unas botellas de champan, y finalmente habían quedado para visitar la ciudad juntas al día siguiente.

Al bajar del avión, Carla estaba nerviosa pues tenía que pasar el control aduanero. Era poco probable, pero cabía la posibilidad de que la policía estuviera esperándola por alguna denuncia en Madrid. Sin embargo, sus temores eran infundados.

Recogió su maleta y salió al exterior. Su padre le había prevenido sobre los peligros de aquella ciudad y ella había tomado buena nota. Se dirigió al mostrador de los taxis oficiales y comunicó su destino, el hotel Patios de San Telmo.

Durante el trayecto tuvo que aguantar alguna insinuación sexual del taxista y abundante conversación intrascendente acerca de la situación política y económica del país. Al llegar le dio una tarjeta personal con su número de teléfono por si lo necesitaba durante su estancia y se despidió amablemente.

Tras los trámites en recepción, por fin se encontró a solas en su cuarto y se tumbó en la cama. —¡Era libre¡—. Por unos días podía hacer lo que se le antojara. En ese momento, se acordó del pobre becario. Le había jodido su carrera pero la vida era siempre muy injusta, bien lo sabía ella. Se acercó al mini-bar de la habitación y descorchó una botellita de champan. Estaba feliz y necesitaba esa copa. Sabía que esa noche dormiría muy bien.

Al día siguiente había quedado con Sabrina a las 10.00 horas en la puerta de su hotel. Se saludaron efusivamente y se montó en el coche de ella. El plan era hacer una visita rápida a los principales puntos turísticos de la ciudad y hacerse numerosas fotos. Visitaron la Casa Rosada, la Plaza de Mayo, el barrio de la Boca con el famoso «Caminito», La Recoleta y su cementerio y Palermo Soho.

Terminado el recorrido cultural había llegado el momento de comer algo y descansar antes del «Tour de Compras». Para ello Sabrina condujo hasta el Abasto Shopping Center, un antiguo mercado de frutas rehabilitado y transformado en un moderno centro comercial con más de 250 tiendas de las

primeras marcas de moda mundial y con un gran patio de comidas con capacidad para 1.500 personas. Además en sus alrededores se disfruta de improvisadas milongas, y bailes de tango alrededor de la estatua de Carlos Gardel. Tras la preciosa tarde, habían adquirido un montón de ropa y complementos. Sabrina le había llevado de probador en probador, animándola a comprar e intimando cada vez más con ella. Por primera vez en muchos años Carla se sentía a gusto con otra persona.

Bien entrada la tarde, volvieron al hotel con todas las bolsas y Sabrina propuso quedar esa noche para ver el barrio de San Telmo y sobre todo la plaza Dorrego con todo su ambiente nocturno y disfrutar de un show de tango. Carla accedió encantada y quedaron en verse en unas dos horas.

Era de noche ya y la calle estaba preciosa. Carla había tenido el tiempo justo de cambiarse y arreglarse. Se había puesto un ceñido vestido negro abierto en la espalda con zapatos de tacón a juego. A los cinco minutos apareció ella.

Llevaba una camisa blanca transparente que dejaba entrever su preciosa figura, una minifalda de vuelo roja, medias elásticas de rejilla y zapatos altos de tacón. Estaba muy atractiva.

Sabrina tenía preparada la noche. Primero tomarían algo para cenar en un autentico bistró porteño con tapas a todas horas. Cenaron unas empanadillas de carne, unos morrones asados y unos exquisitos buñuelos de acelga, todo ello regado con dos botellas de malbec de la provincia de Salta.

Al salir, Sabrina propuso ir al Airiss Club. Tenían que caminar unos 10 minutos hasta la calle Estados Unidos. Sacó del pequeño bolso unos «spliffs» de marihuana para fumar de camino y Carla aceptó encantada.

El local era precioso. Un espacio multicultural que funcionaba a la vez como club, bar, galería de arte y espacio integrador y sostenible que promocionaba jóvenes talentos.

A medida que avanzaba la noche, las copas y la cocaína, su amistad iba creciendo. Ella escuchaba embelesada las historias de Sabrina y sus malas experiencias con los hombres. A menudo, la conversación paraba, y brindaban juntas por la suerte de haberse encontrado en aquellos penosos momentos. Luego, abrazadas, gritaban a todo aquel que las quisiera escuchar lo buenas amigas que serían para siempre.

Sabrina propuso finalizar la noche en un Local de Tango cercano, La Escalera de San Telmo. Cuando llegaron el espectáculo había terminado pero en ese local se preparaban milongas en las que la gente porteña de manera espontanea bailaba con sus parejas.

Pidieron un par de copas y de repente Sabrina la agarró por la cintura y comenzó a bailar con ella guiándola hacia el escenario mientras los demás clientes acompasaban el baile con palmas y gritos de ánimo.

Carla se dejó llevar y comenzaron su baile, mientras sonaba «El día que me quieras» de Carlos Gardel, cada vez mas juntas y cada vez de manera más sensual. Con los últimos acordes del acordeón se fundieron en un profundo y apasionado beso.

Pagaron las copas y salieron agarradas en dirección al hotel. Subieron a hurtadillas a la habitación y dieron rienda suelta a su pasión.

A la mañana siguiente despertó entre las sabanas de la cama y encontró una nota de Sabrina en la que se disculpaba por haber tenido que madrugar pues tenía que volver al trabajo en un vuelo para Singapur que la llevaría unos tres o cuatro días y le dejaba su número del teléfono móvil. Carla se abrazó a las sabanas y a la almohada. Todavía conservaban su maravilloso olor.

No era la primera vez que hacía el amor con una mujer, pero si la primera sin dinero de por medio. Comenzó a recordar la maravillosa noche que había pasado y sus manos se deslizaron lenta y lujuriosamente por su cuerpo desnudo. Repentinamente sonó el teléfono de la habitación y descolgó con celeridad. Sin embargo, era la recepción del hotel que le recordaba, conforme a su petición, que hoy tenía una reunión con el bufete de abogados.

Por un momento pensó en no acudir a la cita. ¿Qué le importaba a ella lo que tuvieran que decirla?. No obstante, Sabrina iba a estar cuatro días fuera y no tenía nada mejor que hacer.

Bajó a la recepción y solicitó un taxi. Tras una espera de 10 minutos y un trayecto de otros 20 llegó a las oficinas de «Lamata & Smith asociados» en la Avenida Córdoba muy cerca de la Facultad de Medicina y de la Casa de Gobierno de Buenos Aires.

Al dar su nombre en recepción, la indicaron que debía subir por el ascensor especial al piso 45 del edificio en la que la estaban esperando. Fue acompañada por un guarda de seguridad fuertemente armado que al llegar al elevador procedió a introducir una llave de seguridad que permitía acceder a los últimos pisos.

A Carla todo aquello le resultaba cómico pues le recordaba a algunas escenas de las series americanas que tanto había visto en televisión. Al llegar una rubia recepcionista la recibió con una estudiada y amplia sonrisa y la acompañó a una impersonal habitación con un par de cómodos sofás indicándola que esperara allí un instante pues sería atendida en seguida por un socio del bufete. Igualmente, le señaló una pequeña mesa auxiliar en la que había agua, café, té, jugos de naranja y varios tipos de donuts por si quería tomar algo mientras la espera. Al cabo de pocos minutos apareció una mujer que la hizo señas para que la siguiera a su despacho.

— Tome asiento, por favor Carla. ¿Puedo llamarla así?. —Gracias y por supuesto que puede.

—Primero de todo me presento: me llamo Doreen. Nos complace mucho que haya aceptado nuestra invitación y que se encuentre hoy en nuestra oficina. —Si le soy sincera, no sabía si acudiría. No tengo ni la más remota idea de por qué estoy aquí.

—Si me permites Carla, te lo voy a aclarar. Nosotros somos una compañía que nos dedicamos, a grandes rasgos, a solucionar problemas legales de nuestros clientes. En ese sentido, no somos solo un bufete de abogados sino que ampliamos nuestros servicios a otro tipo de arreglos legales.

—Ya veo.

—En nuestro caso, una clienta muy importante — Doreen abrió una gran carpeta archivadora y extendió varios papeles por la mesa del despacho— de nombre Agnes nos realizó hace un tiempo una sorprendente petición al bufete. Iba a realizar un viaje a Europa a bordo de su yate y nos entregó en custodia un sobre cerrado y lacrado para que en caso de que no tuviéramos noticias suyas esas fueran sus últimas voluntades.

Carla no salía de su asombro y seguía sin entender por qué le contaba la abogada toda esa historia.

Doreen continuó con su narración de los hechos. —Lo cierto es que han trascurrido más de tres años desde aquel viaje y hasta el momento no hemos tenido noticias de ella. Conforme a su solicitud y siempre en presencia notarial —recalcó esta última frase— procedimos a abrir el sobre lacrado y en él descubrimos una nota manuscrita de su puño y letra en la cual escuetamente te nombraba heredera a ti. —Eso es imposible, yo no conozco a esa señora y ella no me conoce de nada —exclamo Carla—.

—Nuestro bufete hace gala de tener una intachable conducta en todos los temas y en especial en este tipo de problemática. Como Agnes solo aludía a su heredera como Carla sin más dato que permitiera una real identificación y conforme a lo establecido en la legislación federal en esa materia, concretamente el artículo 112, corroboramos que el yate no se encontraba amarrado en ningún puerto europeo y que se le había dado por naufragado en alguna parte del mediterráneo.

—Pobrecita Agnes. ¿Cómo no hizo el trayecto en avión?.

—Ni idea. Las circunstancias del viaje son para nosotros una incógnita. Bueno, a la vista del mencionado artículo, y habiendo trascurrido tres años desde esa desgracia, procedimos a pedir al Juez la declaración de Fallecimiento y le entregamos sus últimas voluntades para que convocara una comparecencia para un testamento abierto con las correspondientes publicaciones en los periódicos oficiales y en aquellos de amplia repercusión. —¡Ajaa¡. —Carla empezaba a estar inquieta por todo aquel relato—.

—A la citación judicial no se presentó nadie. El juez nos encargó averiguar, si era posible, quien era esa persona a la que se designaba como sucesora universal de Agnes. Tras múltiples y costosas averiguaciones descubrimos que se trataba de ti. —Pues creo que han cometido un enorme error. —No hay error posible. —Doreen le alcanzó varios papeles a Carla—. Como puedes ver en ese árbol genealógico, Agnes era tu tía Abuela. De eso no cabe la menor duda. Se marchó muy joven de España para trabajar a favor de los más necesitados en varios países de África, Asia y Latinoamérica en una ONG internacional. Años más tarde, conoció a un apuesto magnate americano y se fue con él a vivir a Estados Unidos hasta que juntos decidieron pasar sus últimos días en esta ciudad que los tenía enamorados.

Carla hojeaba el dosier que le habían preparado. No podía creerlo. Nadie le había hablado de aquel familiar y no daba crédito a las palabras que estaba oyendo. Doreen continuó con su exposición:

— Entiendo que debe ser un shock escuchar todo esto y lamento que no hicieras caso a la carta que te enviamos y vinieras con alguien que te pudiera asesorar en estos temas burocráticos.

—No te preocupes por eso. Lo que pasa es que estoy asimilando la situación. Continúa, por favor. —Como no quedan dudas de que eres la heredera de Agnes, el juez nos otorgó plenos poderes para cumplir la voluntad de la finada.

Doreen le alcanzó otro documento encabezado con el nombre de liquidación.

—Aquí tienes Carla. Como ves está detallado punto

por punto. Hemos procedido a descontar del importe

total los gastos generados por tu localización. Espero

que eso no suponga problema alguno.

—En absoluto.

—En este punto te comento las opciones que tienes. Por supuesto puedes rechazar la herencia. No podría entender como alguien en su sano juicio podría renunciar a tal cantidad de dinero, pero existe esa opción.

—No creo que yo vaya a ser una de esas personas — consiguió decir Carla mientras observaba incrédula la exorbitada cantidad de dinero que aparecía al pie del documento—.

—Eso me imaginaba. —Doreen sonrió un poco—. La segunda opción es aceptar la herencia y disponer de ella a tu conveniencia. En este caso, estaríamos encantado de arreglar el papeleo y en el plazo máximo de una semana podrías volver a España con todo resuelto.

—Todo esto me ha cogido de improviso. Necesito algún tiempo para pensar que voy a hacer.

—Lamento comunicarte que no dispones de ese tiempo. El juez fue taxativo al respecto. En un plazo máximo de cinco días debemos comunicarle tu decisión. Ese plazo vence mañana. Necesito que me digas que quieres hacer.

—Pero yo acabo de enterarme de todo y no se …. — Carla era un mar de dudas pues aquello no terminaba de parecerle real—.

—Permíteme un consejo Carla. —Doreen la agarró de las manos—. Acepta la herencia ahora. Nosotros arreglaremos todo y te podrás volver a España con tu familia. Luego allí, hablas con ellos y decidís qué vais a hacer con ella. En último extremo puedes donar todo lo recibido a una ONG de tu elección, lo que con seguridad agradaría a tu tía-abuela esté donde esté. —Me parece una buena idea.

—Perfecto. Nos encargaremos del papeleo. Hablaremos con el hotel para comunicarles que la estancia se alargará tres o cuatro noches más; reservaremos un vuelo abierto de regreso y cambiaremos la titularidad de las cuentas de ahorro y de la casa de Buenos Aires. —¿Casa de Buenos Aires? —exclamó Carla sorprendida—.

—Sí. Agnes vivía en una casa independiente, preciosa a las afueras del barrio de Villa Lugano.

—Estupendo. Me gustaría ver la casa de mi tía abuela. —No es seguro que vayas a verla sin alguien que te proteja. Cuando tu tía-abuela vino a vivir a Buenos Aires el barrio era una zona preciosa pero al entrar el país en recesión y después del corralito financiero se ha convertido en uno de los mayores focos de delincuencia donde campan a sus anchas alguna de las mayores bandas criminales de Buenos Aires. —¿Qué debo hacer entonces para ir a verla?. Me gustaría tener algún recuerdo suyo.

—Bien. Lo que puedes hacer —le pasó una tarjeta de visita que saco del cajón del escritorio— es contactar con esta empresa. Están especializados en visitas a barrios conflictivos de la ciudad. Ponen a tu disposición, chofer y guardaespaldas y te acompañan en todo momento disuadiendo a cualquier persona que tenga malas intenciones.

—Perfecto, gracias.

—Para terminar, la rutina del papeleo. Permíteme tu pasaporte para hacer una fotocopia. Te avisaré al hotel cuando tenga cambiada la titularidad de las cuentas bancarias y la propiedad del piso de Agnes. Respecto a este último, mi consejo es que lo visites, recojas todo lo que consideres de valor, material o sentimental, y lo pongas a la venta. En ese barrio no obtendrás gran cosa por él pero con suerte alguna banda de delincuentes estarán interesadas en aumentar sus propiedades legales y obtendrás algo de dinero por él. —De acuerdo Doreen. Nos vemos aquí con todo

arreglado en unos días.

Ambas se levantaron al unísono de sus respectivos asientos y estrecharon las manos. Carla estaba radiante mientras abandonaba el edificio. No solo había recibido una misteriosa herencia de un familiar que ni conocía sino que eso le obligaba a quedarse en esa ciudad otra semana. Volvería a ver a Sabrina nuevamente.

—¡Su vida volvía a ser maravillosa¡—.

12

Todo cambió para mí el día que te fuiste. Pensé en quitarme la vida e irme contigo pero no tuve coraje. Pensamientos cobardes que ahora me avergüenzan, mente frágil. Qué razón tenías «la vida es una historia de mierda demasiado corta». Olvidar es engañarse a uno mismo, ¡¡NO TE MIENTAS¡¡ —me decías—. Por suerte, la furia que estaba dormida dentro de mí ha despertado y camina sin control. Ahora he aceptado mi misión con orgullo y pienso devolverte lo que siempre fue tuyo.

— Perdone.

Jayden se sobresaltó. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no había oído llegar al botones del hotel.

— Su coche le está esperando.

—Gracias.

Tras tres maravillosos días en Buenos Aires era el momento de trabajar un poco. Por desgracia, era necesario. Concertaron una cita con las autoridades de Ciudad del Este a fin de abordar conjuntamente el plan de actuación a seguir. Aunque reticentes al principio, habían accedido a reunirse con aquel «gringo» y escuchar su propuesta.

Jayden sabía cómo debía manejar el asunto. Todas las autoridades corruptas actúan movidas por la avaricia. El problema consistía en realizar una propuesta seria y lo suficientemente buena para que no se considerara una ofensa, pues en algunos círculos las ofensas se pagaban incluso con la muerte.

En unos 20 minutos habían llegado al aeropuerto y en otros 50 aterrizaba el avión en el Aeropuerto Internacional Guaraní.

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