Agnes

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Agnes

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—Hablaremos con él y a ver qué nos dice. Si no es muy tarde podríamos ir ahora y estaríamos de vuelta por la noche. Entre antes solucionemos el asunto antes regresaremos a nuestras vidas.

—Sí, es lo mejor.

Carla se dio cuenta de que él estaba cada vez más distante, seguramente cansado de cuidar de ella. No podía culparle. Se había embarcado en una peligrosa búsqueda con una desconocida que no le reportaría ninguna recompensa y, en cambio, le estaba causando muchos problemas y graves consecuencias físicas. Jayden mientras tanto había contactado con Wasin y había contratado sus servicios no sin el pertinente regateo. Una hora más tarde estaba en la puerta del hotel esperándoles.

— Vamos a pasar primero por la Mezquita Mohammad Al-Amin y luego iremos a visitar la Gruta de Jeita. —No. Vamos directos a Byblos —corrigió Jayden—. —Pero jefe, lo que queda del casco antiguo de Byblos es muy poco. Si vamos a verlo al volver estarán todos los monumentos cerrados y perderán el día. Es mejor hacerlo al revés. Primero visitamos un par de cosas en Beirut y luego iremos a esa ciudad.

—Wasin, queremos ir a Byblos ahora para resolver unos asuntos financieros. Luego podremos hacer las visitas que dices, hoy o mañana. Tenemos muchos días para disfrutar de las vacaciones —intervino Carla—.

—¿Problemas financieros?. Entonces, si no les importa, me tienen que pagar por adelantado, gracias. —Ja, ja. Por supuesto que sí. —Jayden sacó un buen fajo de billetes para que él los viera y le entregó lo pactado—. Por eso no tienes que preocuparte, amigo. —No, si no era ninguna preocupación. Por supuesto, para todo lo que necesiten pueden contar con Wasin. Resultó ser un magnífico conversador. Los treinta y siete kilómetros que separan las dos localidades se las pasaron hablando del país y de los problemas con las diversas facciones de poder que luchan por hacerse el control del gobierno. Al llegar a la ciudad les explicó que aquella ciudad tenía mucha historia y era considerada la ciudad más antigua del mundo habitada continuamente desde que la fundaron los fenicios alrededor del 5000 AC. Sin embargo, se dieron cuenta que actualmente no había ni rastro de todo aquel esplendor. Vieron una ciudad en evidente reconstrucción que intentaba salir de la última guerra civil. Wasin les dijo que al principio del conflicto se había mantenido bastante a salvo de disparos y bombardeos pero que en el año 1990 las tropas sirias sitiaron la ciudad en busca de aniquilar a la facción cristiana que lideraba el general Michel Aoun.

Observaban con cierta nostalgia la ciudad, mientras localizaban el barrio donde operaban los principales bancos de la ciudad y unos minutos más tarde estaban en la puerta del Biblos Bank.

Carla se notaba nerviosa y miró a Jayden. Respiraron hondo y entrando en la oficina se dirigieron a una mesa a hablar con un empleado.

— Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarles?. —Buenas tardes. —tomó la palabra Carla como habían acordado antes de ir—. He recibido una herencia de un familiar fallecido y en una carta manuscrita me comunicaba que tenía en este Banco una caja de seguridad a su nombre y como su única heredera vengo a hacerme cargo de su contenido. —Muy bien señorita. Me imagino que trae la documentación que justifica todo lo que me ha contado.

—Efectivamente, aquí tiene todos los papeles. —Déjeme revisarlo. Uhm…, si ya veo. Debo examinar cuidadosamente todo esto y me va a llevar un tiempo. Síganme, por favor. Aquí estarán más cómodos mientras esperan y permítanme ofrecerles un té y unas pastas.

—Gracias.

Mientras disfrutaban del té ambos no paraban de observarle mientras lo comprobaba todo y sacaba fotocopias.

Al cabo de un buen rato se levantó y entró en la oficina del director del banco cerrando la puerta. Tras una larga charla entre ambos, salieron del despacho y se dirigieron hacia ellos.

— Buenas tardes. Mi nombre es Ayman y soy el director de este banco. Antes que nada, le doy mi más sentido pésame por su pérdida y aquí le devuelvo toda la documentación.

—Gracias, es usted muy amable.

—Tengo entendido que cree que su familiar tenía una caja de seguridad en este Banco. Sin embargo, creo que han hecho un largo viaje para nada pues hemos consultado la base de datos y no existe ningún titular con esos datos.

—Pero…, no puede ser. En su carta claramente me decía que existía esa caja y que estaba en este banco.

—¿Tiene esa carta manuscrita?. No la hemos visto entre la documentación que nos ha dado. —Lo siento. La carta no la he traído. Pero si he apuntado en un papel la secuencia de números que me dejó para poder acceder a ella.

—Ah, eso lo aclara todo aún más. Nuestras cajas de seguridad no se abren con ninguna secuencia numérica.

Carla se quedó muda por la repentina revelación. Jayden tomó la palabra:

— ¿Han pensado que la caja de seguridad hubiese sido alquilada hace muchísimo tiempo y por tanto estuviera fuera del sistema informático y tuviera otro método de acceso a su contenido?.

—Es lo primero que buscamos caballero. Todas las cajas de seguridad han sido informatizadas y a sus propietarios se les ha hecho llegar las respectivas llaves codificadas. No obstante, hemos consultado los libros de registro antiguos por si se hubiera producido algún error en la introducción de datos, con idéntico resultado he de decir.

—¿Y si estuviera a nombre de otro titular?.

—Es posible, pero no lo sabemos. La única solución es que nos remitan una copia de la carta manuscrita por si nos da alguna pista más.

—¿No sabrá de algún otro banco de la ciudad donde se pudiera encontrar y que requiriera clave numérica?. —No, lo siento. Solo existen dos bancos en la ciudad con ese tipo de servicio para sus clientes y ambos tenemos implementado el sistema de codificación informática mediante llave electrónica.

—Pues, entonces deberíamos pedir que nos envíen la copia de la carta. Gracias por todo su tiempo. — Jayden se levantó del butacón e indicó a Carla que hiciera lo mismo—. Estaremos en contacto.

—Una vez más, lamentamos no poder serles de más ayuda.

Al salir, Carla se derrumbó. Estaba muy segura de que aquella pista les llevaría hasta el depósito de Agnes y ahora todo aquello parecía fruto de su desbocada imaginación. Jayden hizo un gesto a Wasin que estaba aparcado al otro lado de la plaza y montaron en el coche. —¿Todo arreglado?.

—Sí, gracias —contestó escuetamente—.

—¿Quieren seguir con la visita o volvemos al Hotel? — dijo Wasin dándose cuenta del disgusto de Carla—. —Es mejor que nos vayamos, gracias —añadió Carla agradecida—.

Condujo el coche unas manzanas y repentinamente giró a la derecha callejeando hasta llegar al puerto pesquero al lado de la muralla antigua, parando en la puerta de un edificio con enormes sombrillas blancas. Jayden se incorporó sobresaltado.

— ¿Donde nos llevas? —inquirió agresivamente—. —Tranquilos, confíen en Wasin. He pensado que necesitan desconectar del problema que les agobia y les he traído al mejor restaurante de la ciudad. Podrán cenar y ver la maravillosa puesta de sol y luego les llevaré a su hotel.

—Y así te llevarás una suculenta comisión, ¿no? — añadió Jayden bastante más tranquilo—.

—Wasin tiene una gran familia que alimentar. Pero no les engaño cuando les digo que tienen la mejor cocina de la ciudad.

—De acuerdo entonces. Vamos Carla, nos merecemos disfrutar un poco y olvidar los problemas.

Les acompañó al restaurante. Resultó que era un viejo amigo de la infancia, les acomodó en la mejor mesa y les aconsejó los mejores platos de la carta y el vino con el que acompañarlos.

Jayden decidió invitarle a compartir su mesa y la cena pues necesitaban su inacabable conversación para pasar mejor la velada. Llegados los postres, Wasin se interesó por Carla.

— No se preocupe señorita. Nosotros tenemos un dicho: «cuatro cosas hay que nunca vuelven más: una bala disparada, una palabra hablada, un tiempo pasado y una ocasión desaprovechada». Deje a un lado el problema que la angustia y dedíquese a disfrutar de la vida con su hombre.

—Lo siento, pero no lo entiendes.

—Claro que no lo entiendo. Pero no importa, no tengo derecho a meterme en sus asuntos. Os dejo solos pues tendréis que hablar de vuestras cosas.

—No te vayas. —Carla miró a Jayden y este afirmó con un leve movimiento de cabeza—. Tenía esperanza de encontrar una caja de depósito en esta ciudad que me dejó un familiar fallecido, pero en el Banco me han dicho que no existe.

—Y, ¿crees que había en ella mucho dinero?. —No lo creo. Realmente, no conservo muchos recuerdos de ella y pensé que en la caja los encontraría. Tiene más valor sentimental para mí que económico me temo.

—¿Dónde está entonces?.

—No tenemos ni idea. Sabemos que está en esta ciudad pero nos han informado que solo dos bancos las tienen y en ninguno de ellos está, puesto que se accede por una llave informática y nosotros solo tenemos una combinación numérica.

—¿Puedo ver esos números? —dijo Wasin inquieto—. —¿Para qué quieres verlos? —intervino Jayden—. —Aquí los tienes. —Carla le entregó el papel donde los habían anotado, sin darle tiempo a contestar—. —No se preocupen, Wasin es de confianza. Ya os dije que me pidierais ayuda que yo solucionaría cualquier problema —añadió observando los números—. Han buscado en el sitio equivocado, no está en un Banco pero sé perfectamente donde se encuentra la caja de seguridad que buscan.

—Vamos a por ella entonces —exclamó eufórica—.

— No tan deprisa, no tan deprisa. Ya es muy tarde para buscarla y tendremos que esperar hasta mañana. Os aconsejo quedaros a disfrutar del magnífico ambiente nocturno de la ciudad y no volver a Beirut. —Pero no tenemos reservado ningún alojamiento. —Eso no es mayor problema. Os llevaré al mejor hotel de la ciudad y os conseguiré una preciosa habitación con vistas al mar.

—A cambio de otra jugosa comisión —añadió Carla giñándole cómplice un ojo—.

—Por supuesto, por supuesto. Ya os he comentado que tengo una gran familia a la que alimentar.

30

Ahora ya estaba seguro que le seguían. Dobló la esquina y aceleró súbitamente el paso hasta alcanzar la Plaza Armando Díaz detrás del Palacio Real donde se agazapó detrás de unos altos setos. No tardaron en llegar sus perseguidores y como había previsto se separaron para buscarle.

Erongo saltó sobre uno de ellos y con una fuerte llave «Mata León» aplicó presión directamente sobre las carótidas interrumpiendo el riego sanguíneo del cerebro. A continuación divisó sus otras dos presas y las dio caza con igual eficacia conforme había aprendido de joven en su tierra natal luchando contra los «Africaners».

Paró un taxi al otro lado de la plaza —en vía Larga—, y subió a él con uno de sus atacantes indicando como destino la dirección de su alojamiento. El taxista supuso que eran un par de turistas que terminaban la fiesta y uno de ellos había bebido demasiado. Ahora aquel comportamiento occidental le parecía muy natural pero hubo un tiempo que para él todo era diferente.

Recordó su llegada a Estados Unidos y el choque cultural brutal que le supuso. Como una vez se perdió en las calles de Nueva York, como encontró un policía pero no se atrevió a hablar con él pues en su tierra era imposible pedir ayuda a un blanco uniformado. Tras andar en circulo un par de horas reunió el valor de preguntar a otro policía pero con los nervios olvidó la dirección de la pensión donde se alojaba.

Finalmente el agente, preguntándole, averiguó el barrio donde al que quería llegar y le indicó la manera de conseguirlo.

«La pensión de la Sra. Willians». —pensó—. Que espléndida mujer aquella y que paciencia tuvo con él, pero muy a su pesar tuvo que irse de la casa. No se acostumbraba a que ningún blanco le hiciera la cama, ni podía usar las tazas y platos o su mismo cuarto de baño. Empezó a dormir en la calle y a buscarse la vida haciendo pequeños trabajos de carpintería, hasta que se dio cuenta que lo que mejor se le daba era la violencia. Con un profundo suspiro, olvidó aquellos tiempos y recuperó su realidad actual. No sabía por qué aquellos matones le perseguían pero iba a averiguarlo muy pronto.

Hacía dos días que había aterrizado en Milán siguiendo a Jayden y a Carla. Sin embargo, su pista se había perdido en el Hotel Park Hyatt. Habían estado alojados unos días antes pero abandonaron el hotel para viajar a otro país pues el botones les había oído que se dirigían al aeropuerto. Al rastrear las compañías aéreas no encontró ningún billete a su nombre. Había que reconocer que eran buenos borrando sus huellas y, además, tenían recursos suficientes para no ser encontrados. Durante los últimos días había intentado averiguar los nuevos nombres que utilizaban ambos y había enseñado sus fotografías, sin resultado aparente. La única consecuencia de sus indagaciones había sido la aparición de aquellos tipos y ahora iba a saber quiénes eran y por qué le perseguían. Entró en su habitación cargando con el individuo y cerró la puerta con el pie. Usaría su propia variante de «La cuna de Judas» con la que seguro conseguiría que confesara. Le desnudó tumbándole boja abajo sobre la cama y atándole brazos y piernas a los extremos de la cama formando una equis.

Por último, sacó el maletín que siempre llevaba en aquellos viajes y extrajo una jeringuilla hipotérmica inoculándole una pequeña cantidad de su «suero especial».

— Menos mal que te has despertado —dijo—. Empezaba a pensar que me había quedado corto con la dosis.

—Suéltame, hijo de puta —boceó aquel individuo—. —No chilles por favor. —Erongo le colocó una mordaza en la boca—. Te voy a explicar tu situación. Os habéis equivocado de individuo y ese error lo vas a pagar tú. Lo único que tienes que hacer es contestar unas preguntas fáciles y evitarás sufrimientos. ¿Estás dispuesto a colaborar?.

—Grrr…. —exclamó rabioso mientras forcejeaba con sus ataduras—.

—Veo que no vas a colaborar. En fin, no tendré más remedio que hacerte daño. Mira, —le enseñó un enorme falo metálico— creo que sabes lo que es esto y sabes para qué se usa. Lo que no conoces es que lo he modificado y te prometo que no querrás saber en qué consiste esa modificación. Si estás de acuerdo con colaborar conmigo mueve la cabeza afirmativamente y te soltaré la mordaza.

El sicario había abierto los ojos desorbitadamente irradiando un miedo atroz ante la posibilidad que se le planteaba. Frenéticamente movió la cabeza de arriba abajo suplicando. Erongo le quitó la mordaza, se subió a los pies de la cama y acarició con el extremo metálico las atadas piernas de su presa hasta llegar a la altura del escroto.

— Espera, espera. He dicho que voy a colaborar contigo. Por favor, no sigas, no sigas.

—Eso espero, por tu bien. ¿Quién os ha mandado a por mí?.

—Nosotros no vamos a por ti. No sabemos quién eres. —¡Errnnnn¡. Respuesta errónea —añadió e introdujo la punta del instrumento en el ano de la víctima—. —No, no sigas por dios. Te juro que es verdad. Yo no tengo ni idea de quién eres. Estábamos siguiéndote para encontrar a otra persona.

—¿Quién es esa otra persona?.

—Tampoco lo sé, lo siento —añadió suplicando con lagrimas en los ojos—. Las instrucciones que tenía era ayudar a mi comandante a seguirte para encontrar a esa persona.

—No te creo nada. —inmediatamente amordazó a su prisionero y violentamente hundió el consolador metálico en su interior—. Te he advertido que de no colaborar sufrirías. Volvamos a empezar —dijo al cabo de unos minutos—. ¿Por qué me estabais persiguiendo?.

—No te perseguíamos —dijo sollozando amargamente—. Intentábamos encontrar a otra persona.

—Continúa por favor.

—Nos avisaron hace unas semanas que habían localizado a esa persona en Milán. Cuando llegamos a la ciudad cuatro de nuestros operativos estaban muertos y esa persona había desaparecido. De repente apareciste tu preguntando por esa persona y decidimos seguir al sacerdote para ver si nos llevaba nuevamente sobre su pista. Eso es todo, lo juro. —Todo cuadra, todo cuadra —añadió pensativo Erongo y de un salto bajó de la cama y alcanzó la foto de Jayden—. ¿Es este vuestro objetivo?.

—No lo sé, lo juro.

—Te creo, tranquilo, te creo. —con un leve movimiento el falo metálico comenzó a expandirse a lo ancho, dilatando el esfínter del pobre sicario—.

—¡Aggghhh¡. Te he contado todo lo que se. Por favor, para, para. No puedes hacerme esto. He colaborado con todo lo que me has pedido.

—Pero esto no ha acabado todavía. ¿A qué organización perteneces?. ¿Por qué buscáis a este individuo?. ¿Quién os ha contratado?. Necesito los nombres de los que dirigen vuestra organización. — paró un momento el mecanismo—. Espero por tu bien que sigas colaborando tanto como hasta ahora pues va a ser un día muy largo.

Cuatro horas más tarde tenía todos los detalles de aquella organización, bueno, los detalles que conocía aquel pobre diablo.

Se apiadó de él y le inyectó un poco de veneno de la «Naja Nivea» que conocía tan bien y que a tantos amigos suyos había matado en su infancia. El néctar de aquella serpiente le inundó el sistema nervioso impidiendo la conexión neuronal por lo que las ordenes de su cerebro no se transmitieron y eso produjo un fallo multiorgánico y su muerte en unos pocos minutos.

Repasó el nuevo escenario en el que se encontraba. No era el único que los perseguía y además aquel nuevo adversario era una extensa organización criminal con múltiples activos en todo el mundo. Y para colmo, debía huir de la ciudad sin saber a dónde habían ido y sin tener idea de sus nuevas identidades.

Erongo pensó que debía dar por finalizada su búsqueda y volver a su casa justificando el abandono de ambos encargos en la falta de exclusividad. Empaquetó con rapidez sus pertenencias, movió el cadáver colocándolo dentro de la cama con apariencia de estar descansando y salió sin ser visto del hostal.

Tras andar un par de calles, se subió al autobús que le llevó al aeropuerto y al llegar, observando los paneles indicativos, compró un billete de American Airlines con destino a Nueva York con escala intermedia en Chicago. Tenía que esperar una hora y media y decidió hacerlo dentro de la zona de embarque. Al pasar el pertinente control de seguridad observó como los carabinieri analizaban el contenido de los objetos personales a través de sus monitores y de repente tuvo una idea de cómo lograr encontrar a sus objetivos.

Necesitaba localizar un nutrido grupo de jóvenes y los divisó en la tienda «Duty Free» haciendo alegremente acopio de diversos licores alcohólicos. Al llegar a su altura se puso a mirar de manera distraída las cajas de bombones y chocó con el más alto del grupo. Inmediatamente se dio la vuelta y comenzó a recriminarle su conducta. El chico viendo su atuendo le pidió disculpas pero

Erongo le empujó violentamente haciéndole trastabillar. El resto del grupo que había presenciado sonriendo el problema de su amigo reaccionó contra él empujándole fuera de la tienda mientras proferían todo tipo de insultos. A continuación, agarraron a su amigo y se marcharon riéndose camino de su puerta de embarque.

Las personas que habían observado el incidente se fueron marchando mientras él se sentaba en un banco visiblemente azorado.

Quince minutos más tarde se levantó, entró en la tienda nuevamente para pedir disculpas a los empleados y se encaminó a su puerta de embarque. Al llegar a ella, y como él ya sabía, debía pasar otro estricto control de pasaporte.

Era una medida estándar que se puso en marcha tras los atentados del 11-S en la mayoría de los aeropuertos del mundo en vuelos de compañías americanas o con destino a Estados Unidos.

En ese momento, se palpó la americana y exclamó a voz en grito que le habían robado su documentación. Los carabinieri de la zona de embarque le sacaron de la fila y le preguntaron cómo había podido producirse el hecho. Erongo relató —a su manera— el incidente con los estudiantes en el «Duty Free» y convino que debían haber sido ellos los autores del robo, seguramente por venganza. Les solicitó permiso para subir a bordo del avión pues debía oficiar varias misas al día siguiente pero obviamente eso era imposible.

El más mayor de ellos envió a uno de sus compañeros a preguntar a los empleados del local que le confirmaron los hechos que relataba aquel sacerdote. Al saberlo, el policía le hizo saber que la mayoría de los robos que se producen es para obtener dinero por lo que seguramente su documentación se encontraría en alguna de las papeleras de la terminal. Por ello, la manera más rápida de encontrarla era acudir al sistema de vigilancia del aeropuerto y, con su ayuda, localizar a sus agresores si todavía estaban allí o bien ver donde se habían desecho de la cartera.

Él accedió encantado. Cuando llegaron a la oficina, su acompañante informó de lo ocurrido al sargento al mando y le dejó en sus manos. Este le invitó a sentarse frente al monitor y le fueron mostrando todas las imágenes de las últimas dos horas del establecimiento.

Llamó al policía para que observara el tumulto en el que supuestamente se había producido el robo y junto con el técnico de imagen visionaron la ruta que cogieron los estudiantes hasta subir a su avión. Desgraciadamente para él, tras la pelea fueron directamente a la puerta de embarque y en ningún momento se deshicieron de objeto alguno.

Erongo se mostró desesperado por aquella contrariedad y preguntó a los agentes cuales eran los pasos que debía dar a continuación. Le informaron que le expedirían un certificado justificativo de la sustracción de la documentación.

Tendría que ir al consulado de su país en la ciudad para que le redactaran un salvoconducto provisional para poder viajar a Estados Unidos y con todo ello contactar con la compañía aérea para que le emitieran un nuevo billete en el primer vuelo disponible que tuvieran.

Sorpresivamente, fingió un desmayo y se cayó de la silla con evidente estruendo. Alarmado, el sargento le sentó nuevamente mientras que su compañero le traía un vaso de agua mineral.

Un poco más recuperado, pidió perdón, les agradeció las atenciones prestadas e intentó incorporarse pero nuevamente fingió no encontrarse demasiado bien. Le recomendaron que permaneciera un par de minutos sentado para reponerse completamente.

Al final, abandonó la sala de control y acompañado por otro policía franqueó el control exterior abandonando la terminal camino de la ciudad.

Caminó un breve trayecto, volvió a entrar por un acceso lateral hacia los mostradores de las diferentes agencias de viajes y se acomodó en un par de asientos lo suficientemente apartados. Sacó su portátil y lo conectó con su teléfono móvil.

Observó con satisfacción que el troyano que había instalado en la sala de control le daba acceso al visionado de las imágenes. No tenía tiempo que perder e inició la búsqueda de Jayden y Carla por toda la terminal el día de su desaparición.

Finalmente los encontró cogiendo juntos un vuelo a Beirut. Anotó el número de vuelo y la compañía aérea y se descargó un listado de todos los pasajeros que habían tomado ese vuelo.

Satisfecho, se acercó a los paneles indicativos. Observó que no había ningún vuelo que viajara al Líbano y tuvo que coger uno cuyo destino final era Ankara pues no podía pasar más tiempo en aquella ciudad sin exponerse en exceso.

Tras aterrizar en Ankara consultó el panel informativo y con enorme decepción observó que no había forma de llegar ese mismo día al Líbano.

Se acercó a la oficina de turismo de la ciudad para buscar un alojamiento donde pasar la noche y le aconsejaron unos coquetos apartamentos que poseía la iglesia ortodoxa griega en esa ciudad fruto de un antiguo acuerdo con el Sultán turco Beyacid I.

Una hora después tenía a su disposición una pequeña cama en una habitación con otros cuatro hermanos donde descansaría aquella noche.

Al día siguiente, tras un escueto desayuno, volvió al aeropuerto y compró el billete de avión con destino Beirut. Compró en una tienda de electrónica un vale de dos horas para poder conectar su tablet a internet y comenzó a rastrear los nombres de los pasajeros del vuelo. La lista era muy extensa pero las características de los sujetos reduciría su búsqueda muchísimo.

Finalmente había treinta personas sobre las que debía indagar pues eran las únicas occidentales, que viajaban en pareja o en asientos consecutivos y habían adquirido el billete el mismo día y a la misma hora.

Pero por suerte para él, únicamente una pareja los había comprado en las fechas en las que él sabía que ellos estaban en la ciudad y miró eufórico sus nombres.

— Os encontré, señor y señora Andrade —exclamó, cerrando el portátil y embarcando en el avión—. ¡Voy a por vosotros¡.

31

«Estoy ya viejo para esto». —pensó Robert al terminar la jornada de arreo de sus reses—.

Afortunadamente para él, sus dos hijos mayores cuidaban mejor del negocio. Hacía ya dos años que había comprado ese terreno en las colinas e instauró las hoy muy famosas «jornadas rancheras» en las que forasteros de las ciudades cercanas acudían a sentirse por unos días como auténticos cowboys.

Necesitaba estirar las piernas y decidió recorrer los poco más de cuatro kilómetros que le separaban de su hotel en el pueblo caminando mientras sus hijos volvían con los turistas en el carruaje.

Absorto en sus pensamientos se paró a contemplar como el sol de la tarde inundaba las colinas rojizas y sonrió de buena gana. Fue una buena idea la que tuvo su difunta mujer Eileen de abandonar su Minessota natal y emigrar más al este en busca de mejores oportunidades. Pensó en ella. Hacía ya 18 meses que se había ido de este mundo y la echaba mucho de menos.

La bendita Eileen, que siempre le echaba en cara que pasaba más tiempo trabajando en su maldito hotel que con ella. Si no fuera por sus hijos lo vendería y volvería a su tierra para disfrutar de sus últimos días. Pero no, a este viejo cuerpo todavía le quedan muchos años antes de poder descansar. Se lo había prometido en su lecho de muerte y tenía que cumplir su promesa.

Reanudó la marcha pensando nostálgicamente en los buenos momentos vividos y súbitamente recordó a Thomas. Hacía más de veinte años desde su última carta y nadie había acudido a reclamar la caja que le entregó. Por lo tanto, debía encargarse él de abrirla y seguir las instrucciones que contenía.

Pensó que, con seguridad, Thomas y sus compañeros habrían muerto. Al llegar, cogió la caja, forzó el candado y descubrió en su interior cuatro hojas de papel manuscritas.

Una de ellas era la carta en la que contaba su historia vital y las otras tres contenían una colección de números sin aparente sentido. Robert empezó a leer la única hoja que podía entender:

«En abril de 1817 un grupo de treinta amigos amantes de la aventura salimos de Virginia con destino a las Grandes Llanuras del Oeste para pasar una buena temporada cazando búfalos y osos. En diciembre, llegamos a la ciudad de Santa Fe y decidimos pasar el invierno allí. Los tediosos días pasaban lentamente y unos cuantos salieron a explorar la zona y ver si podían cazar algo. Después de varias semanas sin noticias de ellos, uno regresó y comunicó a los demás que habían realizado un gran hallazgo que los cambiaría la vida para siempre.

Mientras perseguían a una gran manada de búfalos les había pillado una fuerte tormenta y habían tenido que refugiarse en unas rocas a pasar la noche. Encendieron un fuego y descubrieron una grieta entre las rocas donde algo brillaba. Al inspeccionarlo más a conciencia habían visto que era oro y que había mucho. Tras la sorprendente noticia, todos decidimos marchar a aquel sitio cargados de suministros y provisiones para extraerlo. Durante 18 meses, acumulamos todo el oro y la plata que pudimos extraer. Entonces, acordamos llevar todo el botín obtenido a un lugar más seguro y, después de pensarlo mucho, decidimos regresar a Virginia y esconderlo en algún lugar secreto. Como teníamos el problema de su transporte dado el volumen y el peso de la carga, decidí cambiar parte del tesoro por joyas y viajé a Lynchburg buscando un lugar apropiado para enterrar el tesoro.

Finalmente, encontré el sitio ideal, enterré lo que transportaba y al acabar el invierno regresé para reunirme con mis compañeros.

En la segunda visita, regresé a Lynchburg con más oro y plata, que guardé en el mismo lugar, pero además ese segundo viaje tenía como objetivo encontrar una persona de confianza a la que entregar un cofre metálico, y fuiste tú el elegido. La razón es que de los treinta amigos que encontramos el tesoro, diez habían muerto en extrañas circunstancias y los demás tememos por nuestras vidas. El propósito del cofre es, pues, asegurar que si algo nos ocurre a los demás, alguien pueda localizar el tesoro y repartir toda la fortuna entre los supervivientes y sus familiares».

La carta terminaba pidiendo a Robert que fuera al escondite donde estaba enterrado el tesoro y lo dividiera en 31 partes iguales. Él se quedaría una parte del botín en agradecimiento a los servicios prestados y las otras treinta debía repartirlas entre las personas cuyo nombre y dirección figuraban en los otros papeles.

Robert se guardó la nota y se propuso encontrar el tesoro para cumplir con aquel extraño encargo pues supuso que, al no tener noticias suyas, todos estarían muertos. Sin embargo, las otras tres páginas que había encontrado contenían una amalgama de números sin aparente sentido y nadie le había hecho llegar el sobre lacrado con la clave de descifrado que Thomas, supuestamente, había confiado a su amigo de confianza de San Luis. Aquello era un sinsentido pero había dado su palabra a Thomas y él nunca había incumplido una promesa, y aquella no sería la primera vez. Tendría que averiguar la clave por su cuenta costase lo que costase.

32

Wasin llegaba tarde y Jayden se empezó a preocupar. Pensó que tal vez habían confiado demasiado en aquel desconocido pero se dio cuenta de que Carla disfrutaba tranquila del frugal desayuno y de las excelentes vistas del mediterráneo. Unos minutos más tarde apareció sonriendo alegremente.

— Buenos días amigos. ¿Qué les ha parecido el hotel?. ¿Maravilloso verdad?.

—Tenías razón. El hotel es magnífico y las vistas desde esta terraza sublimes. Gracias por el consejo —dijo Carla—.

—Lo mejor para ustedes es lo mejor para mí. Si han terminado el desayuno tenemos que ir a buscar su caja.

—Sí, vamos. Cuanto antes mejor —añadió eufórica Carla—.

—Un momento Wasin —dijo Jayden—. Antes de salir me gustaría que me explicaras cómo tienes tan claro dónde encontrar la caja.

—Pero Jay, no …..

—No te preocupes Carla. Entiendo que él desconfíe de un desconocido como yo. Además, con mucho gusto te contaré como sé dónde buscarla —añadió Wasin—. ¿Han oído hablar de la «Hawala»?. —No. —negaron con la cabeza—.

—Es el sistema de transmisión de fondos más antiguo del mundo árabe. Funciona a través de unos intermediarios llamados «hawaladars» y el sistema descansa sobre la confianza mutua pues apenas hay formalidades y poca documentación. —Y eso, ¿qué tiene que ver con nuestra búsqueda?. —Tranquilo Jayden, ahora llegamos a eso. Los intermediarios están repartidos por varios países en todo el mundo. Lo único que has de hacer es localizar a uno de ellos y entregarle el dinero. Éste, mediante una simple llamada de teléfono, contacta con el del otro país y en 24 horas recibe el dinero el destinatario. El único justificante que se le entrega al remitente es una cadena aparentemente aleatoria de números, justo como la que me enseñaste Carla. —Increíble. ¿Has dicho aparentemente aleatoria?. —Sí. Cada grupo de números tiene su significado, pero no lo conozco. He quedado ahora con uno de esos «hawaladars» para que nos aclare su significado y nos diga cómo encontrar la caja. —Entonces, si no lo he entendido mal, esos números no son de una caja de seguridad sino de una transferencia de dinero que se hizo a alguien de esta ciudad, ¿no?.

—Efectivamente. Bueno si no tenéis más preguntas nos tenemos que mover para no llegar tarde a nuestra cita.

—Vámonos —gritó Carla vehementemente—.

Al llegar al punto de reunión, Wasin les dijo que permanecieran en el coche mientras él hablaba con el intermediario. Desde que los servicios secretos occidentales se enteraron que Al Qaeda y otros grupos terroristas usaban este cauce para financiarse los «hawaladars» se habían vuelto muy desconfiados con los extraños.

Tras unos minutos, una mujer se acercó al coche y les invitó a entrar en la casa y les obsequió amablemente con un suculento te verde recién preparado y unos «baklaba».

Instantes después apareció él acompañado de un hombre de unos 70 años, con barba y pelo grisáceos y ataviado con la tradicional chilaba impecablemente blanca. Carla y Jayden se pusieron de pie inmediatamente al verlos.

— No se levanten, por favor. Me llamo Salah y les doy la bienvenida a mi casa.

—Gracias por acogernos en su hogar. Yo soy Carla y éste es Jayden.

—Siéntense, por favor. Los amigos de Wasin son también amigos míos, sobre todo si vamos a hacer negocios juntos —añadió sonriendo—. Muéstreme por favor la numeración.

Carla le alargó el papel y el intermediario tras examinarlo brevemente se lo devolvió. Acto seguido, dio una fuerte palmada y la mujer que les había invitado a entrar apareció con un libro bastante antiguo.

Salah lo abrió con cuidado y aparecieron miles de cadenas numéricas similares a la suya.

— ¡Ahhjaaa¡. Tengo noticias importantes que darles aunque no sé si van a serle de su agrado —dijo dirigiéndose únicamente a Carla—. Lo que usted tiene en su poder es únicamente el justificante de una transferencia de dinero que se realizó desde Argentina y cuyo destino es alguien de esta ciudad.

—Un largo viaje para nada, que desilusión —dijo con evidente desilusión—. Tenía la esperanza de encontrar la caja y obtener algún recuerdo de mi tía-abuela. —Pues lamento frustrar sus ilusiones. Lo único que les puedo ofrecer es mi hospitalidad mientras permanezcan en el pueblo.

—Muy amable, gracias de nuevo —añadió Jayden repentinamente—. ¿Sabe usted cual es la cantidad de dinero que se transmitió y el beneficiario de la misma?.

—En eso si les puedo ayudar. Fueron cien mil dólares y se le entregaron a una mujer llamada Fátima Dabiké.

—¿Todavía vive esa mujer o su familia en la ciudad?. —No puedo contestarle a esa pregunta. Sí vivía aquí desde hacía mucho tiempo, pero sobrevino la guerra y muchas familias huyeron más al norte por lo que no puedo asegurárselo.

—En eso puedo yo ayudar —intervino Wasin—. Puedo preguntar por el barrio antiguo y con suerte encontrar a alguien que conozca a esa mujer o a algún familiar suyo.

—Eso sería fantástico. —Carla se animó con aquella nueva posibilidad—. Siempre podría hablar con él y ver si conocen a Agnes. Y, de ser así, pueden incluso conservar fotos o recuerdos de ella y ayudarme a conocerla mejor.

Terminaron su te y los pastelitos mientras hablaban con su amable anfitrión sobre lo maravilloso de la ciudad y del país y del daño que ha tenido la influencia de los países de su entorno en su hundimiento. Carla disfrutaba de la conversación pero estaba cada vez más nerviosa y con ganas de encontrar a la mujer aunque entendía que debía comportarse cortésmente con aquel amable anciano que tanto los había ayudado.

Por fin, Wasin se levantó y ambos le imitaron despidiéndose de Salah y de su hija. Decidieron que mientras Wasin hacía sus averiguaciones ellos aprovecharían el tiempo para hacer un poco de turismo. Visitaron el conjunto arqueológico, edificado a orillas del mediterráneo, en el que destacaban varias viviendas de la edad de bronce y sobre todo el templo Baalat-Gebal dedicado a la diosa de Byblos y en el que se pueden apreciar todavía las ofrendas realizadas por los faraones egipcios.

Luego caminaron hasta alcanzar la ciudad medieval fortificada con sus estrechas calles en piedra y por último bajaron nuevamente al puerto para disfrutar de una cerveza fría al lado del mar mientras esperaban nuevas noticias. No tuvieron que esperar demasiado. Apareció sonriendo y blandiendo un papel en su mano izquierda. Había encontrado a la mujer y su domicilio actual en el pueblo de Habboub a cuatro kilómetros de allí. En quince minutos habían llegado a la puerta de la casa.

De nuevo, decidieron que debía entrar primero Wasin mientras ambos esperaban en el coche y como en la anterior ocasión unos pocos minutos más tarde apareció una joven mujer que les invitó a entrar.

Al cruzar el umbral Carla no pudo reprimir un grito de asombro. Habían entrado en un gran patio rectangular con una preciosa fuente en el centro rodeada de grandes jardineras con todo tipo de vistosas flores de azahar, jazmín y mirto.

Detrás se abrían las galerías abovedadas de estilo mozárabe que daban acceso a una decena de estancias repartidas en dos alturas. La mujer los condujo a una de aquellas estancias que continuaba con la tradición árabe de austeridad de mobiliario.

Unas esteras en el suelo sobre las que descansaban varios tipos de cojines delimitaban el lugar de encuentro, una alhacena con varios tipos de tazas y copas, una pequeña mesa baja a la izquierda de las esteras y un pequeño arcón al fondo.

Los invitaron a tomar asiento y les ofrecieron un aromático café recién preparado.

Al cabo de un rato entraron en la estancia Wasin, que se sirvió un café y se sentó, y el dueño de la casa que hizo una señal a Carla para que le acompañara. Jayden hizo ademán de levantarse pero Wasin le aclaró que ambos debían esperar allí pues únicamente la recibirían a ella. Carla le lanzó una mirada tranquilizadora y acompañó a su anfitrión hacia otra estancia de la casa.

Al acceder a ella, encontró una escalera de caracol que conectaba con el piso superior donde se situaban los aposentos. Tras llamar levemente a una puerta entraron en otra estancia donde una anciana mujer estaba postrada en una cama y conectada a varias máquinas médicas de asistencia. Hizo un gesto a su acompañante y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí.

— Adelante, joven —dijo la anciana—. Me llamo Fátima Dabiké y creo que ha hecho un largo viaje para encontrarme.

—Encantada de conocerla Fátima. En realidad, he venido buscando un recuerdo de un familiar mío fallecido y la investigación me ha llevado hasta usted. —Me gusta que seas sincera conmigo, pequeña. Dices que vienes buscando a alguien de tu familia que ha muerto. ¿Crees que yo conocía a esa persona?. —No lo sé. Lo único que quiero son algunas respuestas.

—Entonces, ¿no crees que debes contarme tu historia para ver si te puedo ayudar?.

—Tiene razón. Hace seis o siete meses recibí la noticia de que un familiar, llamado Agnes, había fallecido y de que era su única heredera. En su casa encontré entre sus pertenencias unas letras árabes y una numeración que creí que eran de una caja de seguridad que se encontraba en Byblos. Al llegar me informaron que era el justificante de una transferencia de dinero que le había hecho ella a usted. Por eso estamos aquí.

—Y, ¿qué estas buscando? —inquirió la mujer con un leve tono defensivo—.

—No tiene por qué preocuparse por mí, se lo aseguro. No vengo a juzgar a nadie ni a reclamar nada. Mi tíaabuela era una total desconocida para mí. El único recuerdo suyo que pude salvar fue una fotografía bastante deteriorada. Hice este viaje con la esperanza de encontrar más recuerdos de ella y hoy he venido a verla a usted con esa misma esperanza.

—Ven aquí un momento pequeña. —y con un gesto la invitó a acercarse al lado derecho de la cama—. Déjame que te vea.

Carla hizo lo que la anciana le pedía, rodeó la cama y se acercó temerosa a ella.

El semblante de la anciana había cambiado. Ahora era una persona triste y por primera vez se dio cuenta de que era ciega.

Al acercarse, la mujer alzó las manos y supo qué debía hacer. Acercó la cara y dejó que los habilidosos dedos la recorrieran centímetro a centímetro. Al terminar el rostro de la anciana irradiaba felicidad y la invitó a sentarse en una silla que había detrás suyo.

— Eres su viva imagen Carla. Me alegro que me hayas encontrado pues tengo una deuda de vida con Agnes y ahora voy a poder pagarla.

—Entonces, ¿conocías a mi tía-abuela? —logró decir Carla que no salía de su asombro ante tan inesperada revelación—.

—Claro que la conocía. Nosotros la llamábamos cariñosamente «Malak» pues era nuestro ángel de la guarda. Te contaré mi historia, si tienes tiempo y si eso es lo que has venido a buscar aquí.

—Por supuesto, Fátima. Me encantaría conocerla y así saber más del carácter de ella.

—En 1947 en nuestra amada palestina se declaró una guerra entre las comunidades árabes y judías por hacerse con el control de la ciudad de Jerusalén. Los demás países árabes intervinieron en el conflicto para intentar acabar con aquellos infieles y expulsarlos de aquella santa tierra. Un año después, el país estaba prácticamente destruido y nuestra familia tuvo que huir hacia el norte a los campos de refugiados situados en la frontera entre Siria y Jordania. Allí conocí a Agnes.

—¿Qué hacía allí?.

—Yo era una niña huérfana y ella se hizo cargo de mí. Agnes había llegado a ese campo junto con su marido, un norteamericano llamado Jack, y me acogieron como si fuera su hija. Dos años después las autoridades jordanas encontraron a unos tíos míos y me fui a vivir con ellos a la península del Sinaí. En 1956 empezó una nueva guerra y tuvimos que volver a huir, esta vez a Egipto. En el campo de refugiados unos mal nacidos me robaron todas mis pertenencias y me intentaron violar. Estando en el hospital de campaña apareció Agnes y me salvó nuevamente de aquel infierno.

—Que maravillosa casualidad.

—No pequeña, no. Dios la puso en mi camino. Nos fuimos a vivir a Estados Unidos como una familia feliz. Sin embargo, unos días después de cumplir los 25, Agnes y Jack se sentaron conmigo en el salón de casa y me contaron que tenía que irme a vivir a otro país para mi seguridad. Habían elegido el Líbano y ellos se encargarían de mi manutención y de que no me faltara de nada.

—¿Por qué tenías que huir del país?.

—No me lo dijeron nunca y no lo pregunté. Nos acomodamos en una pequeña casa en el centro de la ciudad de Byblos y pasamos unos años maravillosos. Pero, de nuevo, otra guerra en esta maldita tierra nos separó y ya de manera definitiva. Jack decidió huir a otro país cansado de tanta barbarie y por supuesto Agnes lo acompañó. Pero por aquel entonces yo estaba casada y tenía hijos por lo que decidí quedarme en el país, aunque tuvimos que ir vivir a Trípoli. Pasada la guerra volví a tener noticias suyas. Se habían ido a vivir a Buenos Aires y eran muy felices. Mantuvimos el contacto durante muchos años y ellos me enviaban regularmente dinero a pesar de que les pedí encarecidamente que no lo hicieran. Un buen día los mensajes cesaron y no tuve más noticias suyas. —Pero recibió otro ingreso hace poco.

—Sí, a eso iba ahora. Me entristecía pensar que no volvería a verlos nunca más cuando un día recibí una transferencia de 100.000 dólares y supe que era de ellos. Me asusté pues aquello no era normal y le pedí el favor al intermediario de que le hiciera llegar una carta en la que les pedía noticias suyas y sobre todo explicaciones sobre el exagerado y generoso ingreso. Días más tarde me dijeron que no pudieron

entregar el mensaje pues no había nadie en la casa. Pensé que habían tenido que huir nuevamente y que cuando se instalaran en un nuevo país se comunicarían conmigo. Sin embargo, una tarde que paseaba por el puerto me encontré cara a cara con Agnes.

—¿Qué pasó?. —Carla se encontraba cada vez más intrigada con todo lo que estaba conociendo de su tíaabuela—.

—Qué crees pequeña. Nos habíamos vuelto a encontrar tras treinta años y teníamos mucho que contarnos. Me dijo que estaba bastante enferma y que le quedaba poco tiempo. Se alojó en mi casa y conoció al resto de mi familia y pasamos una semana maravillosa. Luego un buen día, me dijo que tenía que irse pues necesitaba hablar con su sobrina a la que casi no conocía. Antes de irse me entregó una singular caja de madera tallada a mano y me dijo que la guardara en un sitio seguro. Cuando le pregunté que cuando vendría a por ella me sonrió, me abrazó tiernamente dándome un profundo beso en la frente y me dijo que nunca volvería a verla. La caja se la tenía que entregar a su sobrina si venía a reclamarla. —¿Tienes aquí la caja?.

—No, la caja está escondida en un lugar secreto que ni mis hijos conocen pues nunca he querido cargarles con esa responsabilidad. Primero debía averiguar quién eras y cuáles eran tus intenciones.

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