Agnes

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—¿Escribiste el desenlace? —preguntó Agnes a la mañana siguiente. Se sentía mejor pero estaba ronca y dijo que al tragar le dolía mucho la garganta.

—Aún no he terminado —dije.

Para desayunar, Agnes se levantó de la cama pero inmediatamente después volvió a acostarse. Su madre llamó por teléfono. Contesté yo. Nunca había hablado con sus padres ni pensado en ellos. Su contacto con Agnes se reducía, al parecer, a alguna que otra conversación telefónica.

Le llevé el teléfono al dormitorio. De vuelta a la sala, oí que decía:

—Un amigo que ha venido a verme. Estoy un poco resfriada.

Cuando colgó fui hasta ella.

—¿Tus padres no saben nada de mí? —pregunté.

—¿Has estado escuchando?

—Sólo oí que decías que había venido a verte un amigo.

—No les cuento mucho de mi vida. No creo que les interese. Sólo se preocuparían.

—¿Por mí?

—Por todo. No saben casi nada de mí.

—¿Es porque viven en Florida?

—Mi madre quería quedarse conmigo pero mi padre… Les dije que allí no iría a visitarlos. Y no lo he hecho.

—Eres dura.

—También fue duro para mí que se marcharan. Ahora ya no los necesito, y ellos a mí no me necesitan todavía. Ya vendrán…

—¿Cómo es que tienen mi número de teléfono?

—La compañía de teléfonos me desvía las llamadas.

Agnes nunca había recibido antes una llamada. Volví al estudio. Había decidido olvidar lo que había escrito la víspera y cambiar el desenlace. Pero no borré el texto viejo sino que lo guardé bajo «desenlace2». Nada más comenzar a escribir sentí un gran alivio. Creí poder enmendar los errores del día anterior. Escribía de modo más consciente, más rápido que en otras ocasiones, sabía adonde quería llegar y opté por el camino más corto.

Describí los días de fiesta tal y como habían sido, suprimiendo solamente la sensación de extrañeza entre Agnes y yo, su llanto y el regalo de Louise. Evoqué una semana maravillosa transcurrida entre Nochebuena y Año Nuevo. Cocinábamos juntos, paseábamos bien pertrechados contra el frío por el nevado Grant Park, íbamos al planetario Adler, donde Agnes me explicaba las estrellas, y a la biblioteca, donde buscábamos viejos cuentos navideños.

Agnes había vuelto conmigo. Ahora sabíamos que nos pertenecíamos el uno al otro, y el saberlo parecía ayudarla a superar el dolor por la pérdida del niño. De la misma manera como éste nos había separado, el hecho de haberlo perdido volvió a unirnos. El dolor nos ligaba más estrechamente de lo que nos había ligado la felicidad.

Celebramos el Año Nuevo en casa. No subimos a la azotea porque Agnes estaba un poco resfriada. Nos sentamos junto a la ventana y nos quedamos mirando la nevasca.

Oí que Agnes tocaba el chelo en el dormitorio. Cuando escribía solía molestarme cualquier ruido, pero en ese momento me alegré de que algo me distrajera. Escribí casi sin pensar, pero no alcancé el mismo estado simultáneo de hipnosis y concentración de la víspera.

Habíamos encendido el televisor para ver la retransmisión en directo de las celebraciones de Nochevieja en la Times Square de Nueva York. En la plaza se habían congregado decenas de miles de personas, con los ojos clavados en la inmensa manzana artificial que poco a poco descendía hacia ellos. A la medianoche en punto tocó el suelo en medio del regocijo de la multitud. La gente gritaba y se abrazaba. En alguna parte comenzaron a entonar una canción, y el canto fue elevándose por encima del barullo que se apagaba poco a poco hasta que no se oyó más que la vieja canción:

«Should ould acquaintance be forgot

And never brought to mind?».

En Chicago sólo eran las once, pero también Agnes y yo nos levantamos. Nos abrazamos y brindamos por nuestro futuro, mientras la gente de Nueva York seguía cantando:

«But seas between us broad have roar’d,

Sin auld lang syne.

For auld lang syne, my jo,

For auld lang syne,

We’ll take a kiss o’ kindness yet

For auld lang syne».

Agnes había dejado de tocar para venir al estudio.

—No quiero que escribas el final de la historia —dijo.

—¿Por qué no?

—No es bueno que lo hagas. No la necesitamos.

—Pero ya he terminado.

—¿De veras? —dijo. Vaciló un instante—. ¿Y acaba bien?

—Sí, claro. En América todas las historias acaban bien.

Agnes sonrió.

—¿Me lo lees? —preguntó.

—Tienes que meterte en la cama.

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