Agnes

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—Empiezas a tener el pelo ralo —dijo Agnes—, te vas haciendo viejo.

Había entrado en el dormitorio para despedirme.

—Prométeme que tomarás un taxi para volver —dijo.

—Es posible que regrese tarde. No vayas a preocuparte.

—¿Me llamarás a medianoche?

—No puedo prometerlo. Ya sabes qué jaleo se arma en una fiesta de Nochevieja cuando dan las doce. Lo intentaré.

Nos abrazamos y me besó impetuosamente.

—Te deseo suerte —dijo.

—Venga ya —dije riendo—, pienso volver.

—Era por si no llamabas… Feliz año nuevo.

Poco después de las once llamé a Agnes.

—Es muy temprano todavía —dijo.

—No quería que se me olvidara. ¿Qué haces?

—Estoy comiendo. He visto la celebración de Nueva York. Allí el nuevo año ya ha comenzado.

—Es cierto.

—Te echo de menos.

—Acuéstate a dormir. Y cuando te despiertes habré vuelto.

Louise estaba a mi lado mientras telefoneaba. Sonreía irónicamente.

—¿Le haces falta a tu amiguita? —preguntó cuando colgué.

—Está enferma.

—Las americanas siempre están enfermas, pero no hay quien pueda con ellas. Se encargan de que siempre tengas mala conciencia. Y cuando se acuestan con un hombre lo cuentan como si le hubieran hecho un favor. Como si hubieran sacado a pasear al perro, porque el animal necesita moverse.

—Agnes es diferente.

—Créetelo —dijo Louise. Se colgó de mi brazo y me presentó a algunos invitados. Sonreía a todo el mundo y cambiaba cuatro palabras con cada uno, pero apenas nos quedábamos solos me contaba cuál de los hombres ya se la había querido ligar y quién había engañado a quién y con quién.

—¿Por qué sigues viviendo con tus padres si sus amistades te repugnan tanto? —pregunté.

—No, si son buenas personas. No me repugnan.

—¿Pero por qué no tomas un apartamento e invitas a tus propios amigos?

—Por mí ya habría vuelto hace tiempo a Francia. Pero tengo un buen empleo. Y en el fondo me da lo mismo donde viva.

Además dijo que su piso tenía su propia entrada y que podía entrar y salir cuando le venía en gana.

—¿Y por qué no invitaste a ninguno de tus amigos?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¡Te tengo a ti!

—¿Pero tienes amigos aquí?

—Siempre me he entendido mejor con los hombres que con las mujeres. Y no quiero invitar a más de uno a la vez. Al fin y al cabo, tengo una reputación que perder.

Bebí bastante y sólo conversé con Louise durante toda la noche. Su madre me guiñó el ojo un par de veces, y en un momento dado su padre me pasó el brazo por el hombro preguntándome si me divertía. Le agradecí la invitación, y él dijo que se alegraba de que hubiera podido asistir. Me preguntó qué había averiguado sobre la huelga de Pullman.

—Creo que se sobrevalora el papel del dinero —dije—. El verdadero móvil fue el deseo de libertad. Pullman era un patriarca, y la huelga, más que una sublevación contra la explotación económica, fue una revuelta contra el control absoluto y el poder.

—El único móvil de las revoluciones es el ansia de poder. Y el poder lo tiene quien tiene el dinero.

—Pero aun sin la depresión, tarde o temprano se habría producido el colapso. Aun cuando no hubieran bajado los salarios ni subido los precios.

—Sólo se trataba de dinero y de nada más, créame —dijo el padre de Louise retirando su brazo de mi hombro—. Los escritores siempre vais demasiado lejos. Soy un hombre de negocios y sé lo que mueve el mundo.

Cuando volví a quedarme a solas con ella, Louise dijo:

—No deberías discutir de política con mi padre. ¿Qué interés puede tener para ti esa historia de Pullman? Si no es más que agua pasada, una historia olvidada desde hace tiempo.

Dije que hoy, a escala global, sucedía lo mismo que hace cien años en la ciudad modelo de Pullman y que eso, a corto o largo plazo, provocaría disturbios.

Louise hizo un ademán denegatorio.

—Ven, subamos a mi piso —dijo—. La Revolución no se hará esta noche. Ya ves que todos están borrachos.

Fue a buscar una botella de champán a la cocina y la seguí por la ancha escalera hasta su pequeño apartamento. Una vez dentro cerró la puerta con llave.

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