Agnes

Agnes


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Todo fue muy rápido. Nos besamos en el pasillo, luego en el salón. Agnes dijo que nunca se había acostado con un hombre, pero cuando entramos en el dormitorio estaba muy tranquila, se quitó la ropa y permaneció de pie, desnuda frente a mí. No estaba cohibida, me observaba con seriedad e interés y se sorprendió de lo pálido que estaba.

No habíamos apagado la luz, que seguía encendida cuando en algún momento, ya muy avanzada la noche, nos quedamos dormidos. Me desperté cuando fuera ya empezaba a clarear. Ahora la luz estaba apagada, y delante del rectángulo lechoso de la ventana vi la silueta del cuerpo desnudo de Agnes. Me levanté para acercarme a ella. Había abierto la pequeña ventana basculante de al lado y había sacado su mano por la estrecha rendija. Los dos nos fijamos en esa mano, que se movía en el exterior como si la hubieran cercenado.

—No he podido abrir la ventana.

—Es que el apartamento está climatizado…

Nos quedamos en silencio. Agnes, con la mano, realizaba lentos movimientos circulares.

—Yo casi casi podría ser tu padre —dije.

—Pero no lo eres.

Agnes retiró la mano y se volvió hacia mí.

—¿Crees que existe una vida después de la muerte?

—No —dije—, porque de alguna manera todo sería absurdo… si después hubiera continuación.

—De niña, mis padres me llevaban a misa todos los domingos —dijo Agnes—, pero yo desde el principio fui incapaz de creer en esas cosas, aunque a veces lo deseaba. La sesión de catequesis la dirigía una mujer menuda y fea, con una discapacidad física, tenía un pie equinovaro, si mal no recuerdo. En una ocasión nos contó que una vez, de pequeña, había perdido las llaves. Sus padres estaban en el trabajo y ella no podía entrar en casa. Entonces se había puesto a rezar, y Dios le había mostrado dónde estaban las llaves. Las había perdido por el camino volviendo de la escuela. A raíz de su relato yo también empecé a rezar de vez en cuando, pero siempre comenzaba diciendo «Señor, si existes…». A menudo me planteaba retos. Si conseguía estar parada sobre un solo pie durante un cuarto de hora o dar cien pasos con los ojos cerrados, entonces sucedería lo que yo deseaba. Y aún hoy enciendo a veces un cirio cuando entro en una iglesia. Por los difuntos, aunque no creo en esas cosas. De niña, siempre me preguntaba por qué esa mujer tenía el pie equinovaro si Dios la amaba. Claro que era injusto ver las cosas de este modo.

—Tal vez existe una especie de vida eterna —dije cerrando la pequeña ventana. Los leves rumores nocturnos del exterior enmudecieron y se hizo palpable la estrechez del espacio a nuestro alrededor—. De alguna manera todos seguimos vivos después de la muerte, sea en el recuerdo de otras personas, sea en el de nuestros hijos. Y también en las obras que hemos creado.

—¿Es ésta la razón por la cual escribes libros? ¿Para no tener hijos?

—No quiero vivir eternamente. Al contrario. No quisiera dejar huella.

—Claro que quieres —dijo Agnes.

—Ven —le dije—, volvamos a la cama. Todavía es temprano.

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