Agnes

Agnes


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Mi amor por Agnes se había transformado, era diferente a todo cuanto había conocido hasta entonces. Sentía una dependencia casi física y tenía la sensación humillante de verme reducido a la mitad de mi ser cuando no estaba. Mientras que en mis relaciones anteriores siempre había reclamado mucho tiempo para mí mismo, a Agnes no me cansaba de verla. Desde nuestra caminata por el parque la tenía clavada en mi pensamiento y no me calmaba hasta tenerla a mi lado para poder mirarla y tocarla. Pero cuando estaba conmigo me sentía como embriagado, y todo mi entorno, el aire, la luz, me resultaban dolorosamente nítidos y cercanos, e incluso el transcurrir del tiempo adquirió una concreción tangible. Por primera vez en la vida tuve la sensación de que algo externo penetraba en mí, algo ajeno e ininteligible.

Comencé a observar a Agnes y sólo entonces me di cuenta de lo poco que la conocía. Me llamaron la atención los pequeños rituales que practicaba, inconscientemente al parecer. Cuando salíamos a cenar, Agnes siempre esperaba a que el camarero o la camarera acabaran de poner la mesa para recolocar los cubiertos. Cuando traían la comida levantaba el plato con los dos índices, balanceándolo medio segundo como si buscara su punto de gravedad, y luego lo depositaba de nuevo en su sitio.

Nunca tocaba a personas que no conocía y evitaba que la tocaran. En cambio, siempre tocaba objetos. Deslizaba la mano por encima de los muebles y los edificios con los que se topaba en su camino. A menudo palpaba literalmente los objetos pequeños, como si no pudiera verlos. A veces también los olfateaba, pero cuando se lo hacía notar parecía como si no se hubiera percatado de ello.

Mientras leía estaba tan absorta en la lectura que no respondía cuando yo le hablaba. Entonces a su cara se asomaba el esbozo de un sentimiento, el eco de lo que había leído. Sonreía o apretaba los labios, y a veces suspiraba o fruncía el ceño, disgustada.

Agnes parecía darse cuenta de que la observaba, pero no decía nada. Creo que incluso se alegraba. A veces correspondía a mis miradas de asombro con sonrisas, siempre exentas de vanidad.

Pocos días después de nuestra excursión al lago me adentré en el futuro de nuestra historia. Ahora Agnes se había convertido en mi criatura. Sentía cómo la libertad recuperada daba alas a mi fantasía. Planeaba su futuro como un padre planea el porvenir de su hija. Escribiría una tesis brillante y triunfaría en la Universidad. Seríamos felices el uno junto al otro. Ya sospechaba que Agnes, en mi historia, despertaría a la vida en algún momento y que entonces ningún plan podría hacerla desistir de tomar su propio camino. Sabía que ese instante había de llegar si la historia valía algo, de modo que lo esperaba impaciente, ilusionado y temeroso a la vez.

Llevábamos varios días sin vernos, pero había estado pensando en ella constantemente y seguía desarrollando la historia. Cuando me llamó mi editor para informarse del progreso de mi trabajo, le di largas alegando dificultades para localizar ciertos documentos. Dijo que había incluido el libro en el programa de otoño del año siguiente, y le prometí entregar el manuscrito para Navidad. Apenas colgué, llamé a Agnes para invitarla a mi casa.

—Vendrás con el vestido azul marino —dije.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó asombrada.

—Me he adelantado al presente —dije—, ya sé lo que sucederá.

Se echó a reír.

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