Agnes

Agnes


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Había estado lloviendo varios días y ya creíamos que el invierno se había instalado definitivamente cuando el calor volvió de nuevo. Había un olor a verano y la ciudad estaba sumergida en una luz dorada. Agnes se encontraba en la Universidad y yo fui al Grant Park. Había llevado unos bocadillos y me los comí en un banco. Luego di un paseo hasta el planetario y regresé. Me había puesto una chaqueta abrigada y cuando llegué al apartamento sudaba y tenía sueño. Me preparé un café, que en lugar de espabilarme me produjo ansiedad. No obstante, me senté frente al ordenador. Me cegaba la luz de un sol deslumbrante. Cerré las persianas. El aire acondicionado emitía un monótono zumbido. Me puse a escribir.

Un domingo de noviembre bajamos al zoológico del Lincoln Park, a orillas del lago. Era uno de aquellos cálidos días de Chicago que pueden sobrevenir hasta bien entrado el otoño. Nos quedamos mirando un rato los animales.

—En el fondo, el zoológico no me gusta. Me pone triste —dijo Agnes—. Hacía tanto tiempo que no venía que se me había olvidado.

Seguimos vagando por el recinto pero ya sin mirar apenas a los animales. Cuando llegó el mediodía nos sentamos en un banco. Habíamos llevado bocadillos y un termo, con té, pero se nos había olvidado coger vasos. Bebiendo del termo, Agnes derramó un poco de té sobre su jersey. Se rió y yo le sequé la mancha con mi pañuelo. Nos miramos y nos abrazamos en silencio.

—¿Quieres casarte conmigo? —pregunté.

—Sí —dijo con toda naturalidad, y tampoco yo me asombré de mi súbita pregunta.

No sabía cómo proseguir. Puesto que todavía estaba cansado me tumbé en el sofá y traté de desarrollar la historia en mi pensamiento. Pensaba en cómo le enseñaría a Agnes mi país, en cómo caminaríamos juntos por las montañas. Intentaba figurarme nuestro piso, los muebles y los cuadros que escogeríamos y compraríamos juntos, y cómo sonarían las primeras frases que Agnes pronunciara en alemán.

No era un sueño. Era yo quien encauzaba los pensamientos. Todo lo que me imaginaba cobraba vida al instante. Era como si avanzara por un desfiladero del que no podía salir. Aunque lo intentaba, sentía que algo se me oponía, como si una voluntad ajena, una especie de atadura elástica me impidiese continuar en cuanto daba un paso en la dirección equivocada.

Veía a Agnes de pie en el estrecho hueco de la escalera de algún edificio, sin saber dónde estábamos ni cómo habíamos llegado hasta allí. Las paredes de hormigón sin revestir estaban pintadas de amarillo, y la única luz procedía de unos tubos fluorescentes colocados en lo alto de los rellanos. Agnes, recostada en un rincón, me miraba entre miedosa y airada.

Entonces dijo:

—Nunca quise casarme contigo. Me das miedo.

Me movía lentamente hacia ella.

—Nunca me has querido de verdad —dije—, siempre que estábamos juntos pensabas en ese Herbert.

Agnes se deslizaba hacia la escalera, apretándose contra la pared y sin quitarme los ojos de encima.

—¡Estás loco! —me gritó—. Estás enfermo.

Intentaba moverme más deprisa pero algo me lo impedía. Agnes había ganado la escalera, se volvió y echó a correr, hacia arriba. Enseguida la perdí de vista, oyendo sólo sus pasos y mi aliento anómalamente ruidoso. Era como si aspirara y exhalara el aire al mismo tiempo. Subí corriendo por la escalera que parecía no acabar nunca. Luego oí un portazo. Poco después llegué ante la puerta. No tenía manija. Pegué la oreja al frío metal y escuché a Agnes musitar de muy cerca:

—Estás muerto.

Durante todo ese tiempo no había cerrado los ojos, la sala a mi alrededor se había convertido en un cuadro borroso. Algo me devolvió bruscamente a la realidad y me levanté para dirigirme de nuevo al estudio y escribir lo que había visto. Cada frase que plasmaba me hacía percibir ahora el acuerdo o desacuerdo de Agnes. Aunque sabía que quien me guiaba era un personaje onírico, sus palabras me deprimían. En realidad nunca se me había ocurrido preguntar a Agnes si quería casarse conmigo, pero creí que mi inconsciente me había revelado sus sentimientos.

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