Agnes

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Para Halloween, el último día de octubre, la Universidad organizaba cada año un desfile de comparsas. Agnes me había hablado a menudo del evento, de los trajes que había llevado en años anteriores y de la fiesta delirante que a continuación se celebraba en el paraninfo. Hacía semanas que ella y sus compañeras del cuarteto habían comenzado a coser los trajes. Se disfrazarían de sílfides. Desde siempre he tenido aversión a las máscaras y a los disfraces, de modo que me alegré cuando recibí de Amtrak, la sociedad americana de ferrocarriles, una invitación a la fiesta de Halloween, que me sirvió de excusa para no participar en el desfile. Agnes estaba decepcionada.

—Dependo de la ayuda de Amtrak —dije— y si me invitan, difícilmente puedo decir que no voy.

—Pero yo te invité hace ya meses —dijo ella.

—Tú y yo siempre podemos estar juntos —dije—, sólo me quedaré el tiempo estrictamente necesario. Después iré a la fiesta de la Universidad.

—Entonces ya te las apañarás para encontrarme. No pienso enseñarte mi traje antes del desfile.

Agnes seguía enfadada cuando la noche de Halloween salió de casa. Había embutido el traje en una bolsa de deporte. Le dije que se pusiera ropa abrigada debajo del disfraz ya que la noche iba a ser fría. No contestó, ni tampoco dijo nada cuando le aseguré que llegaría a la Universidad antes de la medianoche.

La fiesta de Amtrak no fue nada del otro mundo. Cuando oí pasar el desfile en la calle me alegré de no estar entre el gentío. Salí al balcón e intenté adivinar bajo cuál de los trajes se escondía Agnes. Había un sinnúmero de brujas y de esqueletos, de monstruos y de espantapájaros. Algunos se habían pintado con colores fosforescentes o andaban en zancos.

—Así se imaginan el mal —dijo una mujer que se había puesto a mi lado en el balcón. Hablaba con un leve acento francés y dijo en tono de burla:

—Estos espíritus no han salido del averno sino del programa vespertino de la televisión.

—¿Usted no es de aquí? —pregunté.

—No, Dios me libre —dijo riendo—, ya ve cómo se comportan.

Abajo, en la calle, un grupo de esqueletos había comenzado a bailar una polonesa desmadrada, zigzagueando a diestra y siniestra por entre los espectadores que se apartaban chillando. Luego divisé a un grupo de mujeres con trajes de tul blanco y cintas doradas. Llevaban antifaces centelleantes. A pesar de distinguirlas mal en medio de aquel jaleo, creí observar que una de ellas se movía como Agnes, con el mismo andar un tanto desgarbado.

—A mí, ya de niño las máscaras no me gustaban —dije dando un paso atrás.

—Fíjese en aquellas novias —dijo la mujer—, leotardos de lana y tul blanco, el sueño de todo novio.

—Creo que son sílfides —dije.

—Será por las bragas de lana que se las reconoce —dijo la mujer—. Me dan pena los hombres americanos.

—No todas llevan ropa interior de lana —dije yo.

—Ay, ¿he metido la pata? ¿Tiene una amiguita aquí? Venga, entremos. Hace demasiado frío aquí fuera.

La mujer regresó al salón. Seguí a las sílfides con la mirada, convencido de que Agnes era una de ellas. Luego alcancé a la mujer que me esperaba en el umbral de la puerta abierta.

—Son como críos —dijo—. ¿Me permite que me presente? Me llamo Louise. Soy de la Pullman Leasing.

Louise me contó que era hija de un comerciante de cereales francés y una estadounidense. Hacía quince años que vivía en Chicago, donde había estudiado y donde ahora trabajaba en el departamento de relaciones públicas de la Pullman Leasing, una compañía que alquilaba vagones de mercancías. Dijo que todavía no se había acostumbrado a la mentalidad de los estadounidenses, a pesar de que llevaba media vida viviendo en el país.

—Son unos salvajes —decía una y otra vez—, unos salvajes decadentes.

Hablamos de Europa y de América, de París y de Suiza. Luego le hablé de mi libro, y me dijo que pasara por la empresa cuando pudiera. Que la fábrica de vagones Pullman había sido la sociedad matriz de la Pullman Leasing y que en sus archivos seguramente habría documentos que no se encontraban en la biblioteca pública. Le di las gracias y prometí acercarme. Cuando pasada la medianoche abandoné la fiesta, Louise me dio su tarjeta apuntándome su número de teléfono particular. Después me besó en las mejillas y dijo:

—Llámame. Hacía tiempo que no había tenido una conversación tan amena.

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