Agnes

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Después de la fiesta de Amtrak había ido a la Universidad. El paraninfo estaba lleno a rebosar, y tras buscar a Agnes en vano durante media hora me di por vencido y me marché a casa.

Me desperté cuando Agnes entró en el apartamento a no sé qué horas de la madrugada. Sentí alivio al ver que no llevaba el traje de aquellas sílfides que yo había divisado desde el balcón. Tuvo dificultades para quitarse el vestido, pero cuando la quise ayudar dio un paso atrás y tironeó con tanta fuerza de la prenda que la costura se rompió. El traje se escurrió cayendo al suelo y Agnes se quedó en ropa interior de lana beige claro, tambaleándose levemente ante mí. A pesar de no hacerlo nunca, se había maquillado, y aun así le brillaba la cara.

—No me mires con esa cara —dijo—, estoy borracha.

Se metió en la cama ovillándose bajo la manta. Me acosté a su lado y quise atraerla, pero se dio media vuelta apartándose de mí y balbuceando:

—Déjame. Estoy muerta de sueño.

Por la mañana, Agnes estaba de mal humor. Tenía dolor de cabeza y dijo que se sentía mareada. El desfile ya había acabado a las diez y me había estado esperando durante horas. Después me descubrió a la entrada del salón y me llamó a gritos, pero no la oí. Cuando por fin consiguió atravesar la sala yo había desaparecido. Más tarde, ella y sus compañeras sílfides del Departamento de Matemáticas se emborracharon.

—Vi el desfile y me pareció reconocerte. Pero no eras tú. Fue un desfile estupendo.

—Eso sólo puede saberlo quien ha participado.

Agnes se pasó casi todo el día leyendo en la cama, mientras yo intentaba trabajar. Cuando ya anochecía entró en mi estudio. Se acercó a la ventana y se quedó parada dándome la espalda.

—¿Te encuentras mejor? —pregunté.

—Sí —dijo—, quisiera preguntarte algo.

Apagué el ordenador y, sentado en la silla, me volví hacia ella. Agnes seguía mirando por la ventana. Por fin preguntó:

—¿Qué harás cuando hayas terminado el libro?

—Escribiré otro.

—Sí, ¿pero dónde? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Qué pasará con nosotros cuando hayas acabado?

Vacilé antes de responder.

—De eso tenemos que hablar —dije al final.

—Exacto, y es precisamente lo que estoy intentando hacer —dijo Agnes.

Ambos nos quedamos en silencio. El aire acondicionado producía un zumbido insólitamente fuerte. Agnes lo acompañaba con un quedo susurro largamente sostenido, que sólo interrumpía por un instante para tomar aliento.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Estoy pensando… ¿Ese ruido no para nunca?

—En verano refrigeran y en invierno calientan.

Nos quedamos callados.

Entonces Agnes dijo:

—Estoy embarazada… Voy a tener un hijo. ¿Te alegras?

Me levanté y fui a la cocina a buscar una cerveza. Cuando volví Agnes estaba sentada sobre mi mesa de trabajo, jugueteando con mi bolígrafo. Me senté a su lado, sin tocarla. Ella me quitó la botella de la mano y tomó un trago.

—Las mujeres embarazadas no deberían beber alcohol —dije con una risa forzada.

Me propinó un puñetazo en el hombro.

—¿Y qué dices? —preguntó.

—No es precisamente lo que me había imaginado. ¿Cómo puede ser? ¿Se te olvidó tomar la píldora?

—El médico dice que tomando la píldora también puede suceder. Un uno por ciento más o menos de las mujeres que la toman…

Sacudí la cabeza sin decir nada. Agnes comenzó a llorar por lo bajo.

—Agnes no se queda embarazada —dije—. Eso no estaba… No me quieres. No me quieres de verdad.

—¿Por qué dices eso? No es cierto. Nunca he… nunca he dicho eso.

—Te conozco. Te conozco quizás mejor de lo que tú te conoces a ti misma.

—Eso no es cierto.

Como si tuviera que autoconvencerme, me limité a decir:

—No está embarazada.

Agnes corrió al dormitorio. Oí cómo se tiró sobre la cama prorrumpiendo en un fuerte sollozo. Fui tras ella y me paré en la puerta. Dijo algo que no entendí.

—¿Qué dices?

—Es tu hijo.

—No quiero tener un hijo. No sabría qué hacer con él.

—¿Y yo qué hago? ¿Qué quieres que haga? No puedo remediarlo.

Me senté sobre la cama y puse la mano en su hombro.

—No necesito un hijo.

—Yo tampoco lo necesito. Pero estoy embarazada.

—Eso tiene remedio —dije en voz baja.

Agnes se levantó de un salto y me miró con una mezcla de asco y rabia.

—¿Me estás diciendo que aborte?

—Te quiero. Tenemos que hablar.

—Siempre dices que tenemos que hablar. Pero tú nunca hablas.

—Ahora estoy hablando.

—Vete, vete y déjame. Me repugnas, tú y tu historia.

Abandoné la habitación. Me abrigué y salí al exterior.

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