Agnes

Agnes


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Caminé largamente a orillas del lago. Al otro extremo del Grant Park encontré un café. No se veía a nadie en su interior, pero cuando entré, la camarera salió de un cuarto trasero. Encendió la luz y me preguntó qué deseaba. Me trajo un café y desapareció de nuevo por la puerta que había detrás de la barra.

Fuera, la oscuridad iba creciendo. El paisaje detrás de los ventanales se fue desvaneciendo poco a poco, y pronto vi tan sólo el reflejo de mi propia imagen en el cristal.

En una ocasión, hacía muchos años, creí que iba a ser padre. Se me había roto un condón. No le había dicho nada a mi amiga de entonces, pero durante semanas había estado meditando sobre mi futuro papel de padre. La relación que tenía estaba bastante deteriorada; sin embargo, durante la época de incertidumbre renació en mí el amor por aquella mujer, un amor tierno sin el egoísmo que se me reprocha una y otra vez. Cuando al final resultó que mi amiga no estaba embarazada, quedé decepcionado y me lo tomé a mal, como si ella tuviera la culpa. Poco después nos separamos. Le lancé recriminaciones sórdidas, que ella no entendía, que no podía entender porque se dirigían contra otra mujer, una mujer que sólo existía en mis pensamientos. Después ya nunca más deseé tener un hijo.

Quise ponerme a escribir pero con las prisas se me había olvidado coger mi bloc de notas. Me levanté para llamar a la camarera y pedirle papel. Cuando por fin llegó, pagué y me fui.

Seguí mi camino, entré en un bar, luego en otro. Era ya medianoche pasada cuando regresé al Doral Plaza. El portero había sido relevado, y el nocturno, al que nunca había visto antes, me detuvo para preguntarme qué deseaba.

—Vivo aquí.

—¿En qué apartamento?

—En la vigésima séptima planta…

Había olvidado el número de mi apartamento y tuve que deletrearle mi apellido. Fue hojeando con parsimonia la lista de los residentes hasta que por fin encontró mi nombre. Entonces se disculpó deshaciéndose en explicaciones: que era nuevo, que sólo hacía su trabajo, que algunos inquilinos se habían quejado de que gente extraña merodeaba por la finca.

—¿Qué? ¿De paseo? —dijo mecánicamente—. Fuera hace un frío que pela.

Agnes no estaba. En el armario faltaba parte de su ropa y tampoco estaban el chelo ni sus utensilios de aseo.

Me metí en la cama sin desvestirme. Cuando me desperté era de día. Sonó el teléfono. Era Agnes. Dijo que estaba en casa, en su apartamento.

—¿Qué hora es? Estaba durmiendo.

—Pasaré a recoger mis cosas esta noche a la salida de la Universidad. No quiero que estés. Le daré la llave al portero.

—¿Y lo del hijo?

—No tienes por qué preocuparte. Es mi hijo. Iré a Nueva York, a casa de Herbert, cuando sea el momento.

Era ya pasado el mediodía. Mientras había estado durmiendo, al parecer Agnes lo había arreglado todo. Quise disculparme pero ya era tarde. Ella había tomado una decisión.

—No quieres tener un hijo y no lo tendrás —dijo, y colgó.

Al anochecer fui a la biblioteca a buscar no sé qué libros en el mostrador de préstamos; me senté en la sala de lectura y me puse a leer. No conseguía concentrarme y notaba que los minutos pasaban sin que despegara la vista de la misma página. Pensaba en Agnes, en que en esos momentos estaría en mi piso recogiendo sus cosas. Conque había llamado a Herbert. Siempre había sospechado que él era más importante para Agnes de lo que admitía. Y que él la amaba ya lo había comprendido cuando me contó lo de la fiesta de fin de carrera.

No me fui a casa hasta que la biblioteca cerró sus puertas. El apartamento presentaba el mismo aspecto que antes. Agnes había entresacado sus cosas de un montón de ropa sin planchar. Había doblado mis camisas y camisetas y las había guardado en el armario empotrado.

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