Aftermath

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Parte Uno » Capítulo 3

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CAPÍTULO TRES

Akiva siempre ha tenido imperiales. Solo que no en calidad de ocupadores. Al igual que sucedía con muchos de los planetas del Borde Exterior, que giran en sus ejes al filo del espacio conocido, los imperiales usaban el planeta pero nunca podrían, o tal vez nunca intentarían, hacer valer un reclamo oficial. Estos exoplanetas eran bestias demasiado rudas, demasiado salvajes, demasiado extrañas como para ser sometidas, alguna vez, al yugo del Imperio Galáctico. Cuando los imperiales venían aquí, a menudo era por motivos personales: la bebida, las especias, el fumar, el juego, los bienes del mercado negro. O tal vez solo para echar un vistazo a los rostros salvajes y los alienígenas desconocidos que se cruzan en este puesto de avanzada, de malhechores y anormales.

Eso, todo eso, fue lo que trajo aquí a Sinjir Rath Velus, oficial imperial de confianza.

Bueno…, exoficial imperial de confianza.

Las mareas galácticas lo trajeron aquí y lo arrastraron hasta este planeta de selvas salvajes y montañas escarpadas, este sitio de volcanes negros y playas de sílice. Aquí está sentado, en el mismo asiento del mismo bar, en el mismo cuadrante sórdido de Myrra, con el mismo cantinero mon calamari que pone tragos a lo largo de la barra de madera de oka.

Sorbe su aguamiel de hoja de sashin: dorada, dulce, con sabor a una híbrida fruta jybbuk y a una oi-ois, esas pequeñas bayas rojas que su madre solía recoger. Es su tercer trago del día y apenas amaneció. Su cabeza ya está como una mosca en una telaraña pegajosa, luchando y tratando de liberarse antes de finalmente fallar y ceder al torpor fatal.

Siente la cabeza gomosa, aturdida como una esponja.

Sinjir levanta el trago y lo mira de la manera en que uno podría mirar a una amante. Le dice con pasión y fervor:

—Puedes contar conmigo. Estoy totalmente de acuerdo. —Después se deja de sorbitos y se lo echa de un trago. Baja fácil. Sinjir se estremece de placer. Luego golpea el fondo de la copa en la madera—. Cantinero. Custodio de la bebida. ¡Vendedor ambulante de licores extraños! Otro, por favor.

El mon calamari, llamado Pok, se aproxima con dificultad. Está viejo este mon cal: los tentáculos de su barbilla, o lo que sea que son, han crecido largos y gruesos. Tiene una barba de flecos de piel roja, ventosas crispadas y bálanos relucientes. Le falta uno de los brazos, pero fue sustituido por la resplandeciente extremidad plateada de un droide de protocolo. Un trabajo apresurado, mal ajustado: los cables están conectados bruscamente a la carne ampollada de su hombro rojo. Una cosa poco apetecible de mirar, pero a estas alturas a Sinjir le importa poco. Él no merece nada mejor que esto.

Pok le gorjea y le gruñe en cualquiera que sea la lengua que los mon cals hablan. Siempre tienen la misma conversación:

Pok hace sus sonidos.

Sinjir pide, luego demanda, que el cantinero hable en idioma básico.

Pok, en básico, dice:

—No hablo básico —antes de volver a parlotear en su estilo alienígena.

Y luego Sinjir hace su petición y Pok llena la copa.

Al final de ese intercambio, Sinjir hace una nueva petición:

—Tomaré…, por todas las estrellas en todos los cielos. Hace calor, ¿no es cierto? ¿Tomaré algo refrescante? ¿Qué es refrescante, mi amigo cara de calamar? Dame eso.

El cantinero se encoge de hombros, con sus ojos gelatinosos en forma de huevo de rana temblando, antes de alcanzar una copa de madera con dos cubos de hielo traqueteando en el fondo. Pok toma una botella sucia de la repisa: está llena de garabatos en una lengua que no es idioma básico. Igual que le resulta imposible entender las palabras del mon cal, Sinjir no puede traducir el idioma en la botella. El Imperio tenía poco interés en aprender los modos y lenguas de otras culturas. Ni siquiera querían que su gente aprendiera en su tiempo libre.

Sinjir recuerda cuando encontró a un joven oficial estudiando ithoriano. Ese compañero joven de rostro lozano, sentado con las piernas cruzadas en su catre, seguía con su largo dedo índice las líneas del texto alienígena. Sinjir le rompió ese dedo. Dijo que era mejor que cualquier castigo administrativo…, y, también, más veloz.

Se dice: «Soy una persona terrible». Culpa y vergüenza se baten en duelo en su estómago, como un par de gatos de Lothal enojados.

Pok sirve un trago de la botella.

Sinjir agita la copa. El olor que esta desprende podría decapar la pintura negra en el casco de un piloto de TIE. Le da una probada, esperando que prenda llamas a su lengua y garganta, pero es todo lo contrario. No es dulce, sino floral. Un sabor que fracasa en igualar el olor. Fascinante.

Él suspira.

—Oye —susurra alguien a su lado.

Sinjir lo ignora. Y da un largo y ruidoso sorbo a su extraña infusión.

—Oye.

Le están hablando a él, ¿no? ¡Puaj! Inclina la cabeza y arquea ambas cejas con una mirada expectante, tan solo para ver a un twi’lek sentado a su lado. Tiene la piel rosa, como la de un bebé recién nacido. Una de las colas de la cabeza, del cabeza de cola, le nace de la parte superior de la frente, demasiado alta, y se enrolla alrededor de su hombro y de la axila, de la forma en que un trabajador podría cargar un rollo de cuerda o una manguera.

—Amigo —dice el twi’lek—, oye.

—No —responde Sinjir en tono cortante—. Eso no es…, no. No hablo con gente. No estoy aquí para hablar. Estoy aquí para esto. —Levanta su copa de madera, la agita un poco de tal forma que el hielo hace ruido—. No para esto. —Hace un gesto meneando los dedos en la zona donde se encuentra el twi’lek.

—¿Viste el holovideo? —pregunta el twi’lek, indicando que él es uno de esos tipos atrevidos y beligerantes que solo entienden de modales cuando llegan empuñando o acompañados de la punta de un rifle bláster.

Aunque, ¿holovideo? Sinjir tiene curiosidad.

—No. ¿Qué es?

El twi’lek voltea a la izquierda, voltea a la derecha, después saca un disco pequeño…, más grande que su palma, pero más pequeño que un plato normal de comida. Parece un anillo de metal con un centro de vidrio azul. El alienígena se lame los pequeños dientes afilados y luego oprime el botón.

Una imagen aparece flotando sobre el disco.

Ve una mujer con porte real, con la barbilla bien levantada. Aun en el holograma borroso, se puede ver que le brillan los ojos. Es una mujer con una mirada aguda e inteligente. Claro, tal vez la ve así porque ya sabe quién es. La Princesa Leia Organa. Antes de Alderaan. Ahora, una de las heroínas y líderes de la Alianza Rebelde.

La imagen grabada de la princesa dice:

«Habla Leia Organa, última princesa de Alderaan, exmiembro del Senado Galáctico y una de los líderes de la Alianza para Restaurar la República. Tengo un mensaje para la galaxia. El control del Imperio Galáctico sobre nuestra galaxia y sus ciudadanos ha cesado. La Estrella de la Muerte en las afueras de la luna boscosa de Endor se ha ido, y con ella el liderazgo imperial».

Aquí el holograma cambia a una visión demasiado familiar para Sinjir: la Estrella de la Muerte explotando en el cielo, sobre Endor.

Él lo sabe, porque estuvo ahí. Él vio el gran destello, el pulso de fuego: las nubes abultadas como el cerebro expelido del cráneo quebrado de algún tonto. Todas sus partículas pequeñas allá arriba, quietas, flotando como tanto detritus. La imagen tintinea. Luego regresa a Leia.

«El tirano Palpatine ha muerto. Pero la pelea aún no termina. La guerra sigue aún cuando el poder del Imperio disminuye. Pero estamos aquí para ustedes. Sepan que donde quiera que estén, sin importar cuán lejos en el Borde Exterior vivan, la Nueva República irá en su ayuda. Ya hemos capturado a docenas de naves capitales y destructores…».

Ahora la imagen se convierte en una película tridimensional de imperiales esposados y siendo escoltados sobre la rampa de una nave.

«Y en los meses siguientes a la destrucción de la temida estación bélica del Imperio, ya hemos liberado a innumerables planetas en nombre de la Alianza».

Una nueva imagen: rebeldes siendo recibidos como salvadores y libertadores por una multitud vitoreante de…, ¿dónde es eso? ¿Naboo? Podría ser Naboo. De regreso a Leia:

«Sean pacientes. Sean fuertes. Peleen cuanto puedan. La máquina de guerra imperial se desbarata poco a poco: pieza por pieza, arma por arma, stormtrooper por stormtrooper. La Nueva República se aproxima. Y queremos tu ayuda para poner fin a la lucha».

Una última imagen tintineante: combatientes de la Alianza con fuegos artificiales detonando detrás de ellos.

Esa es otra visión que le resulta familiar… Él vio a los rebeldes victoriosos disparar sus fuegos artificiales en el cielo encima de los enormes árboles endorianos. Esas extrañas criaturas rata-oso vitoreaban, ululaban y piaban en la distancia, mientras Sinjir se agazapaba como un cobarde, frío y solo, en un arbusto.

—Es un nuevo día —dice el twi’lek, con una grande y amplia sonrisa, con esos dientes pequeños y puntiagudos alineados en hileras torcidas y serradas.

—Un conquistador reemplaza a otro —dice Sinjir, con una mueca de desdén. Pero la mirada en su rostro no consigue reflejar lo que siente en el corazón; igual que el olor del trago que tiene delante, no va de la mano con su sabor. En su corazón, siente un brote de…, ¿esperanza? ¿En serio? ¿Esperanza, felicidad y promesas nuevas? Qué asco. Se lame los labios y dice—: Aun así, veámoslo otra vez, ¿sí?

El twi’lek asiente con la cabeza de forma atolondrada y luego va a oprimir el botón.

De pronto, se escucha un raspón de botas detrás de ellos. Pok, el cantinero, gruñe alarmado.

Un chirriante guante negro cae sobre el hombro de Sinjir. Otro aterriza en el hombro del twi’lek, dándole un apretón doloroso.

Sinjir huele el cuero aceitado, el nítido lino, el detergente oficial. Es el olor de la limpieza imperial.

—¿Qué tenemos aquí? —Es una voz como un rugido bestial…, un oficial de locución gutural que a Sinjir, al voltearlo a ver, le resulta tener una pinta más bien descuidada. Con una barriga empujando hacia afuera el vientre de su uniforme gris, tan afuera que se ha zafado uno de los botones. Su rostro no está rasurado. Su cabello, un tanto desordenado.

El otro, junto a él, está considerablemente mejor conservado: la mandíbula firme, los ojos claros, el uniforme planchado y lavado. Una sonrisa engreída…, un engreimiento que no se ensaya (como bien sabe Sinjir), sino que le sale natural.

Detrás de ellos un par de soldados de asalto.

Vaya, mira nada más. Soldados de asalto. ¿Aquí, en Akiva?

En Akiva siempre ha habido imperiales, sí, pero nunca soldados de asalto. Esos soldados de armadura blanca son para la guerra y la ocupación. Ellos no vienen aquí a beber, bailar y desaparecer.

Algo ha cambiado. Sinjir todavía no sabe qué. Pero la curiosidad le pica en la nuca como un topo buscando larvas.

—Mi amigo cabeza de cola y yo tan solo estamos viendo un poco de propaganda —dice Sinjir—. Nada que deba alarmar a alguien en lo absoluto.

El twi’lek saca el mentón. El miedo brilla en sus ojos, pero algo más…, también; algo que Sinjir ha visto en aquellos que ha atormentado y torturado, en aquellos que piensan que no van a quebrarse: valentía.

Valentía. Qué cosa más estúpida…

—Su tiempo se terminó —gruñe el twi’lek con voz temblorosa—. El Imperio se acabó. La Nueva República se aproxima y…

El tosco oficial da un puñetazo fuerte y derecho a la garganta del twi’lek; el cabeza de cola gorjea con las manos en la tráquea. El otro, el engreído, pone una mano tranquilizadora en el hombro de Sinjir. Esa mano da una advertencia, tácita pero igualmente clara: «Muévete y te unes a tu amigo».

Alguien ladra…, detrás de la barra, Pok refunfuña y con boca pastosa hace una advertencia mientras señala el letrero sobre su cabeza. En idioma básico dice: «IMPERIALES NO».

De hecho, es por ese letrero que Sinjir se la pasó aquí los últimos siete días y noches… Primero, porque significa que nadie del Imperio vendría…, es decir, que nadie lo reconocería. En segundo lugar, simplemente le gustó la ironía de ello.

El zoquete le sonríe al cantinero mon calamari.

—Los tiempos están cambiando, barba de calamar. Tal vez querrás reconsiderar ese letrero. —Hace una seña firme con la cabeza a los soldados de asalto y ambos dan un paso al frente, rifles levantados y apuntando directo a Pok—. Venimos para quedarnos.

Con eso, el gran zoquete comienza a golpear otra vez al cabeza de cola.

El hombre twi’lek gime de dolor.

Así no se supone que deberían pasar las cosas. Para nada. Sinjir toma una decisión, en ese momento, y la decisión es simplemente levantarse e irse, dejando todo eso detrás. No hay necesidad de causar problemas. No hay necesidad de convertirse en un destello, en el radar de cualquiera. Aléjate. Encuentra otra cantina.

Eso es lo que decide hacer.

Pero eso, muy extrañamente, no es lo que en realidad hace.

Lo que hace en cambio es levantarse, fuerte y rápido. Y cuando el oficial de rostro engreído trata de empujarlo de regreso a su silla, Sinjir, sin girar, alcanza la mano del hombre y le tuerce dos dedos hacia arriba en un movimiento brusco. Va más allá, los jala tan fuerte que se rompen…

El hombre grita. Como es de esperarse. Sinjir sabe cómo causar dolor.

Esto ocasiona, por supuesto, algo de inquietud entre la cohorte del oficial. El zoquete arroja al cabeza de cola al suelo y busca su arma. Los dos soldados de asalto pivotan sobre sus talones, girando sus rifles hacia él…

Sinjir está borracho. O un poco borracho. Eso debería ser un problema, pero para su sorpresa, en realidad no lo es; es como si el baño caliente del extraño licor hubiera lavado cualquier reconsideración, cualquier fastidioso análisis crítico que pudiera detenerlo para pensar, y en cambio se mueve ágilmente y sin vacilación. (Aunque de manera poco elegante).

Gira detrás del oficial de rostro engreído, que está gimiendo. Levanta su brazo como si fuera la palanca de una máquina tragamonedas corelliana; estira su otra mano y arranca la pistola del oficial de su funda.

El zoquete ya está disparando su bláster. Su propio bláster (bueno, el bláster del engreído), que gira fuera de su mano, chispeando. «Demonios».

Sinjir aprieta su perfil y voltea al engreído, para que enfrente el ataque: los rayos láser calcinan su pecho dejando hoyos. Grita antes de desplomarse. Entonces, plantando velozmente su pie y empujando fuertemente, arroja el cuerpo flácido hacia el par de soldados de asalto; ninguno de los cuales está listo para el ataque.

Y ambos caen hacia atrás, estrellándose contra las mesas.

El zoquete grita y vuelve a levantar la pistola…

Sinjir analiza minuciosamente las capacidades defensivas del hombre.

La pistola se levanta, dispara contra el techo y…, cae polvo sobre sus cabezas.

Entonces, Sinjir lo patea con la bota, dándole en la espinilla, la rodilla y la parte superior del muslo. El cuerpo grueso del imperial se desploma como una mesa con una de sus patas rotas, pero Sinjir no lo deja caer: lo sostiene de la muñeca y con su mano libre golpea puntos vulnerables. Nariz. Ojo. Tráquea. Barriga. Luego nuevamente la nariz, engancha las fosas nasales del zoquete con un par de dedos crueles, forzándolo a ir al suelo. El hombre llora, gimotea y sangra.

Los soldados de asalto aún no están en la lona.

Batallan para levantarse. Blásters otra vez…

Alguien se levanta a un lado del soldado de la derecha y columpia una silla hacia arriba, en un arco fuerte y despiadado. La silla hace contacto justo debajo del casco blanco del soldado y lo hace girar. Ese soldado se tuerce como un mayal justo cuando una botella de licor hace espirales por el aire, estallando en el casco del otro. Un envase es lanzado con el brazo droide del mon cal detrás de la barra.

Sinjir tuerce la muñeca del zoquete para que la pistola caiga del puño del imperial y vaya al suyo. Luego le da vuelta y dispara dos tiros. Uno en el centro de cada casco.

Los soldados de asalto caen. Esta vez, no se van a levantar.

Sinjir se coloca sobre el zoquete. Una vez más, coge la nariz del hombre y la tuerce.

—Algo maravilloso de la nariz es la forma en que está unida a un montón de terminaciones nerviosas detrás del rostro. Si te soy honesto, esta protuberancia carnosa tuya parece el hocico de un cerdo, por esta razón: en este momento, tu cabeza se está llenando de mucosa y tus ojos, de lágrimas.

—Escoria rebelde —gargariza el zoquete.

—Eso es gracioso. En serio, muy gracioso. —«Idiota. Tú piensas que soy uno de ellos cuando en realidad, soy uno de ustedes»—. Quiero saber qué está sucediendo.

—Lo que está sucediendo es que el Imperio está aquí y ustedes están…

Sinjir tuerce. El hombre grita.

—Ahórrame el discurso de venta. Detalles. ¿Por qué están aquí? Con soldados de asalto, para colmo.

—No lo sé…

Otro giro. Otro.

—¡Juro que no lo sé! Aunque, algo está pasando. Todo fue muy rápido. Yo…, nosotros bajamos del Vigilance y después se apagaron los comunicadores, y el asedio…

Sinjir voltea a ver a Pok.

—¿Tú sabes algo del corte de comunicación? ¿O de un asedio?

El cantinero encoge los hombros.

Sinjir suspira, luego entierra el puño en el rostro del zoquete.

La cabeza del oficial desaliñado chicotea hacia atrás y la consciencia lo abandona. Sinjir lo deja caer. Luego, se dirige a Pok:

—Alguien va a querer limpiar esto. Ah… ¿Buena suerte con eso?

Y luego, silbando, sale caminando con dificultad por la puerta principal de la cantina.

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