Aftermath

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Parte Tres » Interludio: Coruscant

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INTERLUDIO

CORUSCANT

Es el decimotercer cumpleaños de Jak.

El muchacho…, no…, el joven necesita un regalo de cumpleaños. No es que tenga a alguien alrededor para comprarle uno. Pero está seguro de que su padre hubiera querido que él tuviera el mejor regalo.

Camina a través de los conductos destrozados del 1313: el nivel más infame del bajo mundo de Coruscant, un calabozo tan profundo que el mundo de arriba se ha olvidado de él. Camina más allá de un par de er’kit demacrados y pálidos que raspan los hongos de los muros y succionan con voracidad el esponjoso desorden. Pasa a un lado de un sexto brazo de araña que saca cables de un panel abollado, para conectarlos a un cargador lleno de rechonchas baterías que zumban. El alienígena parlotea malhumorado cuando Jak camina a su lado, como una advertencia de que no intente saquear el botín de electricidad robada. Y ahí, después de eso, a la vuelta de la curva…

Un par de guardias. Un humano con panza cervecera y pinta de rudo, con comida atorada en la barba; y un kerkoiden más grande y aún más gordo. El kerk mira fijamente, sobre un par de colmillos color rosa sangre. Cuando Jak se acerca, el kerk muestra el bláster en su cadera. En idioma básico, el alienígena balbucea:

—Sigue caminando, rata.

—No soy ninguna rata —dice Jak, armándose de valor—. Soy un comprador.

El kerk saca su bláster, aunque todavía no es una amenaza real. Su movimiento es lento, lánguido. Es el movimiento de un hostigador confiado.

—Dije…

Jak trastea con la tarjeta.

Es negro mate.

La tinta en ella es roja…, y brilla.

—Aquí tiene —dice Jak.

Los ojos del humano se abren.

—Un niño con una tarjeta.

—No soy un niño. Es mi cumpleaños.

—Feliz cumpleaños, raja de canela —dice el kerk—. Está bien, puedes entrar.

El hombre barbudo golpetea en la puerta. Esta se abre con un siseo.

Adentro, el que busca Jak: el iktotchi cornudo, señor de los barrios bajos: Talvee Chawin, apodado «la Espina». Lo llaman así tal vez porque tiene un cuerno roto y el otro gira por debajo de su barbilla torciéndose hacia enfrente como la espina de advertencia de una planta venenosa. O tal vez porque ha sido una espina en las costillas del Imperio.

—Tú —dice la Espina—. Tú eres el niño.

—No soy… —«Oh, olvídalo»—. Sí, ese soy yo.

—Pensé que nunca vendrías.

—Tu amigo me dio la tarjeta.

—¿Pero qué razón puede tener un niño como tú para usarla? —El señor del crimen iktotchi se levanta de su sofa de medio círculo y se acerca al muchacho. Entonces lame el aire—. No perteneces aquí abajo. Tú perteneces allá arriba.

—Así es. Estás…, en lo correcto. Pero en este momento, «allá arriba» no me pertenece a mí.

Se forma una sonrisa en los labios del señor del crimen.

—Les pertenece a ellos. Al Imperio.

Jak continúa:

—Salvé a tu mujer de la custodia policial.

—Ella no es mi mujer. Nadie es dueño de Lazula.

—Ella trabaja para ti.

—Ella trabaja conmigo.

—Bien. Lo que sea. Yo la salvé. Ella me dio la tarjeta. Ahora aquí estoy.

—La tarjeta, la tarjeta. —Él infla y truena sus labios pálidos—. Sí. Es casi como si supieras lo que hacías al salvarla. —Gira uno de sus ojos oscuros hacia Jak—. Uno incluso se pregunta si le tendiste una trampa en primer lugar.

Sobre esto, Jak se mantiene en silencio. Trata de no temblar en sus botas.

Pero entonces, el señor de los barrios bajos da una palmada con sus manos grandes y menea sus dedos en punta.

—De cualquier forma, admiro tu actitud de «hacerme cargo». Si tú me das la tarjeta, yo te doy tu regalo de cumpleaños. Pero es un regalo que viene con una etiqueta de precio, igual que todos lo regalos. Este precio no solo es un año más agregado a tu vida, el precio habitual por otro año en este mundo, sino algo más grande. Más largo. Una vida diferente. Una vida conmigo.

—Yo…

—Puedes irte. Pensarlo. Hablar con tu familia. Preguntarle a tus dioses. Pero esa es mi condición. Lazula ya me dijo lo que quieres, y yo sé lo que quiero como recompensa.

—No tengo familia. —Solo tiene un frasco de cenizas con el nombre de su padre—. Y en cuanto a dioses…, ellos nunca tuvieron. Papá nunca creyó. Salvé a Lazula. Eso debería ser suficiente.

—Es suficiente para que no te destripe como una comadreja de tubería.

—Oh…

—Sí. Oh. Si quieres el arma que buscas, te unes al equipo.

—Entiendo. Acepto.

Esas dos palabras, dichas sin vacilación… Y una falta de titubeo que lo sorprende incluso a él.

El iktotchi sonríe.

—Bien. Entonces has de tener tu arma. ¿Por qué la necesitas? ¿Cuál es tu plan?

«Voy a eliminar toda la energía de Pueblo Coco». Pero no lo dice. No explica cómo la Brigada Muerdetobillos (chicos más jóvenes que él peleando junto a los rebeldes) conoce todas las vías de escape y túneles en esa parte de la ciudad. No explica cómo conocen uno de esos puertos de acceso escondidos en la parte trasera de la vieja y obsoleta Cafetería de Dex…, Ni cómo, si uno se escabullera dentro y a través del túnel, podría teoréticamente colocar un dispositivo EMP debajo del frente de batalla imperial, cortando su suministro de energía. Sus ojos. Sus oídos. Sus cañones.

Todo lo que dice es:

—Es mi cumpleaños, pero en realidad es un regalo para el Imperio. Un pastel que estoy cocinando.

«Y cuando la energía se apague y estén tambaleándose en la oscuridad, voy a aparecer de la nada y colocar una descarga de bláster justo en la espalda del comandante Orkin Kaw».

Entonces, por fin tendrá su venganza contra el hombre que le quitó a su padre. Porque esta batalla, esta guerra, todavía arde. Y Coruscant aún no está ganado.

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