Aftermath

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Parte Uno » Capítulo 10

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CAPÍTULO DIEZ

—Necesito conseguir una forma de dejar esta piedra —murmura Sinjir, siguiendo hacia adelante por las calles angostas de Myrra. Pasa junto a un vendedor de comida: el bith cabezón que, como la mayoría de los vendedores, tiene su mesa y tienda pegada a los recovecos y nichos de los edificios de la ciudad. Mientras pasa por ahí, toma un cosa crujiente de un estante que cuelga. Rápidamente se la pasa a la otra mano para que nadie vea, luego voltea hacia abajo: es alguna clase de ave pequeña. Empanizada, frita. La muerde. Caliente, jugosa. Muy caliente y muy jugosa; sin embargo, bastará, ya que repentinamente está muerto de hambre.

Detrás, el hombre twi’lek del bar de Pok se apresura hacia él.

—¿Pero por qué querrías irte?

«Para alejarme de ti», piensa. El alienígena lo ha estado siguiendo durante la última hora. Sinjir dejó el bar para despejarse la mente y, mejor aún, para alejarse de esa tonta escaramuza, la cual hubiera sido sabio evitar, y también de este blurrg papanatas que lo ha estado siguiendo como un nek perdido.

En lugar de eso, Sinjir dice:

—No quiero estar aquí cuando todo se haga pedazos. Todo el correteo y el griterío y el… —Gesticula con las manos para indicar un desastre frenético—. El caos es muy desagradable.

Como para enfatizar su punto, un par de cazas TIE rugen sobre sus cabezas, no muy por encima de los edificios de la ciudad.

Esto puede que no sea una ocupación, pero algo está pasando.

—Pero…, tú eres un rebelde. Estás aquí para luchar contra el Imperio.

Sinjir se detiene. «¿Tú eres un rebelde?», se dice. Casi quisiera reír, pero la idea es absurda, demasiado absurda, tan absurda que no puede hacer más que estar ahí parado, sin aliento. Bien podría aceptar la mentira, que realmente comenzó en el bosque de la luna de Endor hace muchos meses, y seguirla.

—Sí —dice él, girando hacia el twi’lek. Y con voz firme, exclama—: Soy un agente de la Nueva República. Es correcto. Y necesito llevar lo que aquí descubrí a mis coligados de confianza en la Alianza.

Por encima del hombro del twi’lek, avista a un trío de soldados de asalto que avanza por ese callejón torcido, hombro a hombro, con sus blásters listos. Están buscando a alguien, algo. Tal vez a él.

Sinjir sujeta al twi’lek y lo jala hacia un nicho pequeño. Se lleva el dedo a los labios. Los soldados de asalto pasan de largo.

—¿Ves? Estamos en peligro.

El hombre twi’lek asiente con la cabeza.

—Mi nombre es Orgadomo Dokura —dice el twi’lek, con las colas de la cabeza moviéndose como serpientes mientras dice su nombre con algo de orgullo—. Por favor, déjame ayudarte. Hazme un agente de la Rebelión.

—Quieres decir, la Nueva República.

—¡Sí! Sí.

—Mi nombre es Markoos… Cozen. —Un nombre que él inventa en ese mismo momento. Cozen es un nombre familiar, distante, del lado de su madre. Markoos es…, bueno, ese realmente lo acaba de inventar—. ¿Quieres ayudarme? Ayúdame a encontrar un transporte fuera de este planeta. Si hay un bloqueo allá arriba… —Señala hacia el cielo, y cuando las arremolinadas nubes se abren logra ver, a la distancia, las formas triangulares que flotan allá arriba: Destructores Estelares imperiales—. Entonces necesito un escape sub rosa. ¿Quién puede concederme eso? ¿Con quién voy, Oga-doki Domura…?

—Orgadomo Dokura.

—Sí, excelente, lo que sea. Solo contesta la pregunta.

—Vas a tener que ver a Surat Nuat.

«El gángster», piensa Sinjir.

—¿Él? ¿En serio? ¿Ningún otro sindicato rival? ¿Aquí no hay gremio de contrabandistas? ¿Ningún sujeto que conoce a otro sujeto que conoce a una piloto? ¿Nada de eso?

El twi’lek sonríe débilmente con esos pequeños dientes afilados.

—Lo siento.

—Está bien, vamos. Tú puedes mostrarme el camino.

Salen del nicho y…

Y ahí están parados dos soldados de asalto. A centímetros, de hecho, tan cerca que casi chocan contra ellos.

—Fuera del camino —vocifera uno de los soldados, luego estira el brazo en un movimiento de barrido para hacerlos a un lado.

Sin embargo, el otro soldado de asalto voltea con su casco para dar un segundo vistazo rápido.

—¡Oye! ¡Oye! ¡Sujétalos!

Hasta ahí llegó.

Sinjir esquiva un brazo que trata de sujetarlo, y da un rodillazo al bláster del otro para que el cañón apunte hacia el cielo mientras dispara. Arrebata el rifle y golpea a uno en el casco, derribándolo hacia atrás.

Sinjir articula al twi’lek la palabra: «corre».

Ella, literalmente, no puede ver el bosque debido a los árboles.

En su mira: la Princesa Leia Organa. Vestida no como princesa, no como dignataria, o diplomática, o emisaria de un planeta a otro; más bien, va ataviada con el uniforme de un soldado. No es ningún disfraz. Jas ha leído los archivos. E incluso sin los archivos…, las historias se saben: Leia es una mujer poderosa. Tan capaz con un bláster como diez soldados de asalto. Veinte, incluso.

Y, justo ahora, está lesionada.

Un ave con el ala rota. Un blanco fácil.

Jas está sentada arriba en uno de los árboles endorianos, unas cosas con troncos enormes. Tremendamente grandes. La hacen sentir pequeña. Le ha tomado mucho tiempo solo el llegar aquí: abriéndose camino por la batalla, esquivando disparos láser, evadiendo a esos pequeños cachorros de rata, de ojos negros, que son oriundos de este lugar. Ahora está lista. Todo a su alrededor, la batalla, se ha calmado. Los nativos de pelo rizados están por todas partes, arrancando cascos de las cabezas de los soldados de asalto. Golpeándolos una vez más antes de arrastrarlos de vuelta a través de la selva.

Luego, un caminante explorador imperial aparece pisoteando el bosque. Los arbustos crujen bajo sus pies. Sus armas apuntan hacia el búnker del escudo.

Han Solo se asoma, mientras Leia permanece agachada contra la puerta. Manos arriba. Ese droide dorado perdiendo el tiempo por ahí, y un droide astromecánico fuera de combate.

Si el caminante los vuela en pedazos, ¿entonces qué? ¿Podría todavía recuperar el cuerpo? ¿Cambiarlo por créditos? ¿Hacer suyo el triunfo?

Sería un engaño. Uno que ella no prefiere. Jas Emari es una profesional. Y aun cuando ella desprecia al Imperio Galáctico, este es el cliente. Y si alguna vez se enteraran… Aunque, de repente se pregunta si eso siquiera importa.

Eso no le tiene que preocupar a ella.

Su preocupación es este momento.

Una oportunidad de terminar el trabajo.

Regresa otra vez a Leia en su mira. Su dedo se enrosca alrededor del gatillo como una culebra hambrienta y…

Se escucha el raspón de una bota. Jas abre los ojos, se levanta. Moverse rápidamente le recuerda el golpe que se dio al caer de la tirolesa, cuando disparó una segunda cuerda de amarre tarde, muy tarde: su ancla en forma de garra se aferró a un balcón a tan solo tres pisos sobre el camino. La cuerda le jaló del brazo casi hasta botarlo de su hombro; luego se columpió hacia abajo y se estrelló en el muro del palacio, un muro con acabado de estuco áspero e irregular. Tiene el brazo todo raspado, la piel hecha jirones. Ya endureciéndose, con costras.

Eso no importa ahora. Lo que importa es…

—¿Tú quién eres?

Un sullustano está ahí parado. Uno de sus ojos está muerto, tiene una catarata opalescente sobre él, y alrededor de esta una estrella de tejido cicatrizado. Una nariz pequeña de dos orificios de alfiler, y unos labios fruncidos se encuentran debajo de las solapas dobles de tejido carrillo. En la cabeza: un gorro, negro. Como una araña sujetando su cuero cabelludo.

—¡Surat! —dice ella.

Él, por supuesto, no está solo. Otros seis están parados detrás de él. Varios rufianes de distintas razas: dos narquois con blásters listos; un ithoriano con un rifle largo y un ojo cerrado con moretones; un par de duros de cara gris, y en la parte de atrás, un herglic jadeante y furioso, con el espiráculo sobre la aceitosa piel negra, bufando y siseando gotas de aliento y baba. El herglic tiene un hacha. Una muy grande.

Jas Emari se maldice a sí misma.

Se quedó dormida. Aquí en la chatarrería del muchacho. Ella entró, no encontró a Temmin Wexley por ningún lado, luego se acurrucó en una banca junto a una mesa que tiene un tablero de algún…, juego de estrategia para niños.

—Yo te conozco —dice el sullustano. Su rostro está mojado y repleto de pliegues, y uno esperaría que su voz fuera una gargariza lodosa de sonidos…, o, al igual que con algunos de Sullust, un parloteo balbuciente. Pero su voz es suave, casi aterciopelada. Como un bajo profundo.

—Eres esa cazarrecompensas: Jas Emari.

—Me da gusto que mi nombre se mueva en los círculos apropiados. —Ella ofrece una sonrisa tiesa. Totalmente falsa—. Sea lo que sea esto, no me involucra a mí. Discúlpenme.

Se mueve para rodearlo.

Pero él da un paso de lado, cortando su camino. Levanta el dedo y luego lo mueve de lado a lado, como haciendo tictac.

—Ah, ah, ah. ¿Podemos hablar?

—Estoy trabajando. ¿Así que a menos que tengas créditos que te sobren…?

—Por favor. Tienes suficiente tiempo para una siesta. Seguramente te puedes dar el lujo de hablar con un amigo. —Eso fue una mofa por dormilona. Bien merecido.

—Un amigo. ¿Somos amigos?

—Podríamos ser. Si eres honesta.

Ella hace una pausa. Luego suspira y da un paso hacia atrás.

—Hablemos.

—¿Por qué estás aquí? Parece un lugar extraño para encontrar a un cazador de tu calibre. Este muchacho…, esta tienda… —El sullustano hace un gesto como si acabara de lamer el trasero de un bantha—. Está muy por debajo de tu nivel.

Ella se encoge de hombros.

—Necesito una refacción para mi pistola. Él tiene refacciones.

—Yo tengo refacciones.

Uno de los narquois se ríe entre dientes.

—No es un desaire para ti. Es un componente pequeño y, en realidad, por debajo de tu nivel. Así que vine aquí.

Surat da una palmada. Se escucha un sonido húmedo. Clap, clap, clap.

—Muy bien. Muy bien. —Pero entonces la pequeña sonrisa desaparece de sus labios fruncidos. Y da un paso adelante—. ¿Pero puedo ofrecer un teoría revocadora?

Jas es buena observando el lenguaje corporal. Es un talento que ha practicado, y lo que considera uno de los muchos sentidos que ella se empeña en mantener afilados, como un cuchillo. Justo ahora los cuerpos de todos los gangsters se han puesto tensos. Sus ojos se estrechan y luego se vuelven a abrir. Su ser comienza a transpirar paranoia en oleadas. Una característica no poco común en individuos que están en su posición; sin duda, ser jefe de un sindicato criminal es una vida repleta de constantes amenazas. Su vida es más o menos así. Pero ella sabe que no debe ceder a ello. La paranoia es una emoción mortal.

Mortal para uno. Pero también mortal para aquellos a tu alrededor.

—Lo que sea que estás pensando… —dice ella.

—Estoy pensando que esa larva insolente, Temmin Wexley, ha decidido hacer una jugada. Orquestó el robo de…, algo importante para mí. Y ahora tiene la intención de despacharme. —Surat da otro paso adelante—. Ese muchacho es un pequeño trilobite astuto. Inteligente, pero no lo suficiente. Te ataca de lado, como lo ha hecho conmigo durante el último año: mordisqueando mi negocio como la larva siseante de wyrm de Sullust, masticando nuestros jardines subterráneos, comiéndose las raíces de nuestros árboles subterráneos. —Las solapas húmedas de la cara del gángster tiemblan—. Tú. Te contrató a ti. Para matarme.

—Estás siendo paranoico —dice ella.

—La paranoia me ha mantenido con vida. Aun cuando ha resultado equivocada, permanezco felizmente paranoico y no tengo remordimientos al respecto. Más vale prevenir que lamentar.

—No estoy aquí para matarte.

—Eso dices. Si te dejo ir, probablemente tendré una bala en la parte trasera del cráneo antes de que esta noche pueda reposar la cabeza.

Jas piensa: «Si quisiera terminar con tu existencia, podría hacerlo aquí mismo, en este momento». A sus espalda hay una navaja multiusos. La cuchilla saldría disparada con el toque de un botón. Ella es rápida. Más veloz que él. Pero sospecha que no más que su cuadro de seguidores. Definitivamente no más rápida que las armas de ellos. Otra opción es correr: agacharse, esquivar, fintar, moverse. Atacarlos a ellos, no a él. Distraer. Arrojar chatarra. Pero todos ellos están bloqueando la puerta de salida. Y ella está cansada y lesionada, ambas cosas. No es una situación ideal.

Jas hace cálculos.

Solo se le presenta una opción. De hecho, una solución insoportable, pero no tiene otra que sea razonable.

—No estoy aquí por ti. Estoy aquí por otra persona. La paga es buena. Te la comparto, 75-25.

—¡Oh! —Él se abanica a sí mismo—. ¿Veinticinco por ciento? —Y tuerce la boca en una curva amarga—. ¿Eso es lo que crees que vale tu vida?

«Tan solo mátalo», piensa ella.

—No.

—Lo dividiremos, entonces 60-40 —ofrece—. Y tú lo facilitas. Me ayudas a acercarme: con ese porcentaje, espero que mis socios se ganen su paga. —Esa era una declaración real. O lo sería, si alguna vez trabajara con socios.

—Déjame adivinar. ¿El objetivo es imperial? Yo veo lo que está sucediendo allá afuera. Soldados de asalto en las calles. Oficiales cloqueando como pequeñas aves grises. Los cazas TIE. La nave… —De pronto, sonríe engreídamente—. Según se rumora, una de las naves de designación Lambda disparó al viejo capitolio.

—Entonces me vas a ayudar.

—Por las estrellas, no. El Imperio es un aliado. ¿Crees que no lo he escuchado? Ya no le estás ofreciendo contratos a gente como esta. O de mi calaña. Ahora eres una mascota bajo la correa de la Alianza. Es realmente muy triste.

Se le tensan los músculos. Esto no está funcionando. Hace una última súplica:

—Tienes que observar las estrellas, Surat. La galaxia está dando vuelta en su eje. Está girando en contra del Imperio. No ates tu fortuna a esa nave, porque está por venirse abajo. La Nueva República…

—¡Es un bastión de tontos! —grita él, de repente. Saliva fétida le salpica las mejillas. Ella pivota sobre el talón…

El disparo de uno de los narquois le da en el costado. Se le resbala el pie y se estrella contra una mesa llena de partes de separador. El metal repiquetea contra el suelo, mientras ella se desliza fuera. Siente el cuerpo flojo. Su mente está repentinamente desconectada de sus músculos. Fue un disparo de aturdimiento, no uno letal.

Surat está parado sobre ella, con las manos sujetas enfrente de él. Se ve furioso.

—La Nueva República no hará espacio para gente de mi calaña. No enfrentaré mi extinción por las manos de un coro de bienhechores excesivamente moralistas. El Imperio me permite trabajar, así que el Imperio sigue siendo mi amigo. Y ahora, por lo visto, tengo un nuevo regalo para mi amigo.

Vuelve a dar una palmada y, de repente, sus secuaces están levantando a Jas. El herglic la lanza sobre su hombro aceitoso y cartilaginoso. Ella fuerza sus manos para que se mueva. Las piernas, los dientes, cualquier cosa. Pero todo es en vano. Sus esfuerzos son inútiles.

Mientras la cargan hacia afuera, piensa: «Debiste haberlo matado».

Sinjir deja la luz mortecina del día y entra al subterráneo húmedo…, bueno, ¿cómo llamarlo? Es una cantina, probablemente, al menos en parte. El nombre que cuelga afuera en la puerta dice: «El Alcázar». Pero es más que solo una cantina. Por su apariencia, también es una casa de juego. Y un establecimiento de mala reputación. Probablemente también un mercado de esclavos, un mercado negro, y…, francamente es todo un maldito complejo. En este piso se encuentra un escenario elevado en el cual toca una banda gorgoritante de supuestos músicos. A lo largo de la pared del fondo hay una larga barra negra tallada, de algún trozo de madera muerta laqueada. Y en el resto del lugar hay mesas con jugadores: todos rezan para atrapar un poco de esa magia, ya sea en pazaak o rodando nudillos sheg, o jalando la palanca del contrabandista tragamonedas.

Las apuestas. Sinjir nunca lo entendió. Él tenía que tomar medidas punitivas contra cualquier soldado u oficial imperial que intentara apostar en las literas, en el comedor, en una jornada larga y solitaria. Decidió que el hecho de apostar nunca tenía que ver con los créditos. Siempre era acerca del riesgo.

El riesgo y la emoción que brinda hacerlo.

Sinjir no le tiene ningún amor a esa emoción.

Quiere largarse de este planeta lo antes posible.

—Vamos, Ogly —dice él, haciendo a su nuevo amigo un ademán para que avance.

—Orgadomo.

—Ajá. Vamos por un trago. —Su propia borrachera comenzaba a desaparecer y sus efectos a disiparse; ahora es un buen momento para reponer esa agradable sensación. Y, por supuesto, conseguir un poco de información. Sujeta un trozo de la cola de la cabeza y jala al twi’lek hacia la barra. Sinjir da a esta un buen manotazo mojado.

El cantinero, un hombre humano, tan desaliñado como un wookiee pero de algún modo baboso como un worrt, voltea arrojando de su boca algún tipo de hoja verde delgada. La mastica. Se le escurre líquido verde por la mejilla y se lame el único diente bueno que le queda.

—¿Qué fue eso?

—Dos tragos. Para mí… —Sinjir voltea hacia el twi’lek—. Tú primero, amigo. ¿Qué vas a querer?

—Una…, ¿cerveza?

El twi’lek parece nervioso.

Sinjir hace una mueca.

—Para él una cerveza. Yo necesito algo más fuerte. Tienes mmm, vamos a ver… ¿Brandy de fruta jogan?

—¿Qué clase de lugar elegante crees que es este? —retumba el cantinero—. Tengo cerveza. Más cerveza. Otra cerveza. Cerveza diferente. Grog. Y ‘skee starfire.

—Entonces, tomaré esa última decocción. Un balde de ‘skee starfire.

El cantinero refunfuña. Comienza a servir un vaso con algo café y lodoso antes de deslizar una botella de cerveza espumosa al twi’lek.

—Son diez créditos.

Sinjir agarra la muñeca del hombre; la sujeta con delicadeza. Y siente que su piel es, como su apariencia lo sugiere, resbalosa y pegajosa por el sudor. El hombre le echa una mirada venenosa a la mano de Sinjir, al tiempo que otro chorro de fluido verde le escurre por la mejilla. Sinjir se ríe, retira su mano y dice:

—Una cosa más.

—Continúa.

—Necesito ver al encargado de este establecimiento. Surat Nuat.

—Oh, ¿en serio?

—Sí. Y pagaré.

Los ojos del cantinero revolotean.

—Entonces, digamos…, cien.

Sinjir hace un gesto de dolor. «Ese es dinero valioso para bebidas», piensa. Y se recuerda a sí mismo que ahora, también, es dinero valioso para escapar. Saca de su bolsillo los créditos, y desliza el montón de sucio dinero sobre la mesa.

—Ahora… —dice él—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Al cantinero le sale una sonrisa grande y desagradable a lo largo del rostro. Esa sonrisa es como una mancha de lodo a lo largo de un muro.

—Está entrando por la puerta ahora mismo.

Sinjir suspira. Se voltea y mira.

Un sullustano está entrando por la puerta. Ojos blanquecinos. Aspecto engreído, autocomplaciente. Lo siguen un grupo de vándalos y rufianes. La manera en que todas las miradas voltean hacia él, una mezcla de auténtico asombro y completo temor, le dice a Sinjir que este alienígena es el importante. Que este es, ciertamente, Surat Nuat.

Está a punto de voltear y exigir al cantinero que le regrese sus créditos.

Pero luego ve a alguien más.

Una mujer. Una zabrak…, ¿o es dathomiriana?, ¿o iridoniano? No está seguro. Esos ojos pálidos… Los tatuajes oscuros formando espirales y nudos en las mejillas, frente y barbilla…

Sinjir se queda sin aliento.

Sinjir está ahí parado. Los helechos le llegan a la cadera. Hay un árbol caído a lo largo del musgo suave y esponjoso de Endor. Debajo, un rebelde. Muerto. La ropa exterior del hombre (chaleco, poncho, pantalones de camuflaje) ahora está en el cuerpo de Sinjir. También se pone el casco. Parpadea. Traga. Intenta enfocar.

Una gota de sangre gotea de la cabeza de Sinjir. Hasta la punta de su nariz. Ahí cuelga antes de que la envíe lejos con un estornudo.

Sus oídos todavía timbran por el sonido del generador de escudo estallando.

Sus manos están sucias de tierra y sangre. Su propia sangre.

Cortadas superficiales, se dice a sí mismo. Nada profundo. No se está muriendo.

No el día de hoy, en cualquier caso.

Entonces: el chasquido de una rama.

Él voltea…, y ahí está ella. Una alienígena; espolones espinosos afilados forman una corona en su azulada piel color luz de luna. Ella voltea y lo ve. Los tatuajes en el rostro, espirales y sacacorchos de tinta negra, casi parecen girar y flotar, como serpientes entrelazándose con otras serpientes. Pero cuando vuelve a parpadear, se detienen. Solo fue una ilusión. Todavía está sacudido. Quizá ni siquiera es real.

Ella le hace una seña con la cabeza.

Él una seña a ella.

Y luego ella jala algo que parece ser una enredadera, toda una franja de malla tejida con varas y mantas con el propósito de esconder algo a plena vista. Se aparta. Debajo está una moto deslizadora.

La mujer cincha un rifle en su espalda.

Voltea a ver a Sinjir una última vez.

Luego el motor de la moto deslizadora se revoluciona y ella se va, silbando a través de la maleza y entre los árboles.

Él la conoce.

—La conozco —dice él. Lo suficientemente bajo como para que solo su nuevo amigo lo escuche.

El twi’lek gruñe en confusión.

—A ella —clarifica Sinjir—, la que está con los rufianes de Surat. —«La vi en la luna de Endor», piensa—. No la conozco. Olvídalo. Vamos.

Sinjir salta del taburete. Luego regresa a la barra rápidamente y se echa de golpe el ‘skee. Sabe como si estuviera bebiendo un disparo láser puro, que tallara un canal caliente, ardiente, de manera profunda en sus entrañas. Se lo sacude de encima y luego persigue a Surat y a sus secuaces.

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