Aftermath

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Parte Dos » Capítulo 14

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CAPÍTULO CATORCE

Los truenos inundan el cielo de Myrra, la luz parpadea entre bandadas de nubes oscuras, como la lengua de un dewback. Llegó la oscuridad, y con ella las lluvias. Norra mira fijamente por la ventana. La lluvia escurre por el vidrio circular. Con cada estruendo y destello, Norra se estremece.

—Estoy segura que está bien —dice su hermana, Esmelle. Ella le lleva a Norra un buen número de años; cuando Norra nació, ella ya andaba corriendo por la ciudad con su propia pandilla de vándalos. Desde entonces ha perdido mucho de ese brío rebelde. Ahora es una mujer que se conforma con sentarse en su casa de Orchard Hill, como esperando morir y unirse al resto de las tumbas que, no muy lejos, la esperan. Tumbas debajo de árboles frutales. «DE MODO QUE PODAMOS COMER DE LOS QUE HEMOS PERDIDO Y RECORDARLOS», se lee en una placa, en el portón que da al huerto. Esa idea siempre revuelve el estómago de Norra.

Ella voltea para ver a Esmelle. Ha estado tratando de mantener su enojo dentro de una botella, bien sellada. Pero está nerviosa, al borde, y siente la botella temblar, el vidrio resquebrajarse.

—¿En serio? ¿Por qué dirías eso?

Esmelle, muy menudita, solo sonríe.

—Él siempre ha estado bien.

—Sí. Bien. Perfectamente, totalmente bien. Así como que él ya no vive aquí contigo, así como que tú lo dejas vivir en nuestra vieja casa. Y como que tú lo dejaste convertirla en su propio mercado negro, en donde es amenazado por…, por criminales, porque él roba y vende ¡las estrellas sabrán qué!

Esmelle, siempre sonriente, da una palmada en el hombro a Norra.

—Norra, querida, deberías estar orgullosa de él. Lo criaste para ser independiente. Listo. No puedes estar enojada con él por ser lo que le enseñaste a ser.

Norra se ríe, con un sonido hueco, amargo.

—No estoy enojada con él, Esme. Estoy enfadada contigo. Lo dejé a tu cuidado. Se suponía que serías una madre para mi hijo. Y ahora descubro que renunciaste a hacerlo. ¿Lo intentaste alguna vez?

—¿Que si lo intenté? —La sonrisa se cae del rostro de Esmelle, como la última hoja de un árbol después de una tormenta. Sus ojos se entornan. «Bien», piensa Norra. «Hagamos esto. Discutamos esto»—. Quisiera recordarte que tú, querida Norra, te fuiste. Pensé mejor en responsabilizarme de mi propio hijo de sangre en lugar de otras personas y, en vez de lanzarme a una cruzada de tontos al otro lado de la galaxia, como tú. Y… —En este momento Esmelle hace un sonido de exasperación—. ¡Puf! Y si te preguntas por qué el muchacho disfruta pasar el rato con criminales, podría recordarte que tu propio esposo fue…

Norra levanta la palma de la mano.

—¡No!

Esmelle parpadea. Traga. Como si se diera cuenta de que bailaba en el borde de un acantilado que ahora se está desmoronando bajo sus pies.

—Solo estoy diciendo que el último recuerdo que tiene el niño de su padre es que ellos llegan y lo arrastran a la calle como si fuera un ladronzuelo común.

—Brentin era un hombre bueno. Él llevaba mensajes para la Rebelión, incluso antes de que hubiera una Rebelión. Y ahora hay más que eso. Hay un amanecer, un nuevo día, una Nueva República. En parte por gente como él.

Esmelle suspira.

—Sí. Y supongo que tú crees que también eres esa clase de héroe. Tú salvaste a la galaxia, pero perdiste a tu hijo. ¿Valió la pena, querida hermana?

«Mira…, venenosa culebra de cañón…».

La esposa de Esmelle, Shirene, se interpone. Ella sujeta el codo de Esmelle con el suyo, dando a la mujer un beso en la mejilla.

—Esme, ¿qué tal un té caliente? He dejado la termojarra sobre la estufa, en la cocina.

—Sí. Sí, eso suena bien. Yo…, yo traeré el té. —Esmelle ofrece una sonrisa tiesa, luego se desaparece como es su costumbre.

Shirene suspira. Ella es en muchos sentidos lo contrario a Esmelle, quien es delgada, esbelta, pálida como fantasma. Shirene es redonda, esponjosa, con la piel tan oscura como un puñado de tierra removida. Lleva el cabello corto, rizado y pegado al cuero cabelludo; el de Esmelle es largo, una cascada plateada que le cuelga por la espalda.

—Shirene, no necesitas ponerte en medio de esto…

Shirene chasquea la lengua.

—Por favor, Norra. Estoy en esto. Tengo la piel puesta en este juego. Amo a Temmin como si fuera mi propio hijo. —Norra empieza a protestar, pero Shirene la hace callar. Y de alguna manera, Shirene tiene la habilidad mágica para hacer que ese silencio se sienta amable y bienvenido, suave y necesario—. No me malentiendas. Solo quiero decir que nunca estuvimos preparadas para esto. Para él. Tiene tu chispa dentro. La tuya y la de Brentin. Es difícil porque es listo como una serpiente látigo y espabilado como un ave vela. Perdona a Esmelle. Perdóname a mí. Tan solo no estábamos preparadas. Y tú te habías ido. Así que ¿qué opción teníamos?

—Tenía que irme. Tenía que pelear.

—Lo sé. Y lamento el que nunca hayas encontrado a Brentin.

Norra hace un gesto de dolor. Es como si la hubieran abofeteado. Shirene no lo dijo con esa intención. Así que la mira al rostro y le dice que el pensamiento es sincero, y no una agresión hiriente. Pero de todas maneras a Norra le duele.

—Él no era un criminal.

—Lo sé. Y Esmelle también lo sabe.

Afuera, el cielo se quiebra con un cercano aplauso de truenos. La lluvia golpea el costado de la casa. Es normal para esta época del año, pues las tormentas mausim ya vinieron y se fueron, dando paso a la temporada de lluvias.

—Esta es la verdad propia de las estrellas —dice Shirene—: Temmin nos cuida a nosotras más de lo que nosotras lo cuidamos a él. Ayuda a pagar cosas. Aparece al inicio de la semana con una canasta de frutas y pan, a veces algo de carne seca de wyrg o algo de esa salchicha arguez. Si nuestro evaporador o nuestra bomba antiinundación se descompone, él llega con refacciones y herramientas, y lo arregla. Somos un par de gallinas viejas, y él nos cuida bien. Lo vamos a extrañar.

—Pueden venir con nosotros. Esa oferta sigue en la mesa…

—¡Pff! Norra, para bien o para mal, echamos raíces. Estamos tan enterradas en esta colina como el huerto calle arriba, tan acomodadas como los huesos en la tierra. Pero tú llévate a tu hijo, y llévatelo a algún lugar mejor.

Norra suspira.

—No es como que se quiera ir.

—Bueno, él ha construido una vida aquí. Esa tienda suya…

«Esa tienda suya».

Le llega a Norra como un rayo de luz.

—¡Ahí es a donde fue! —dice ella, frunciendo el ceño—. Temmin nunca planeó venir aquí. Él se fue de regreso a su tienda. —«Para empezar, nunca debí habérmelo llevado de ahí».

—Bueno, probablemente eso está bien…

—No está bien. ¿Y esos criminales que mencioné? Lo estarán buscando. ¡Maldita sea! Estoy demasiado metida en todo, ni siquiera lo vi venir. Los soldados de asalto no lo atraparon; él simplemente se largó. —Ella suspira y aprieta las palmas de sus manos contra los ojos. Con tal fuerza que acaba viendo estrellitas por todo lo negro detrás de sus párpados—. Necesito pedirles prestado su bala-bala.

Shirene le ofrece una sonrisa triste.

—Por supuesto, Norra. Lo que necesites.

«¡Maldita sea esta lluvia!», piensa Temmin. Yace sobre su vientre, al vapor del maestro Hyor-ka, en la azotea de la tienda de bollos dao-ben, que se encuentra del otro lado del callejón en el que está la suya. Y aunque se encuentra bajo un toldo, de todas maneras está empapado como una rata silt de ojos rojos que se ahogara en la cisterna. La lluvia lo retiene ahí, como una mano divina.

Otra vez se lleva el macrobinocular a los ojos, y lo pasa a visión nocturna.

Dos lacayos de Surat Nuat, un rodiano barrigón y ese herglic con piel aceitosa, siguen haciendo lo que han estado haciendo la última hora. Lanzan chatarra de la tienda de Temmin hacia la calle, con un ¡clang, clack y splash! Y después, el mismo par de mono-lagartos kowakianos baja del toldo cercano para escoger algo de entre los pedazos más brillantes, antes de huir una vez más, carcajeándose como pequeños lunáticos marchitos.

En el interior, se escucha más golpeteo. Perforaciones. Gritos.

Están tratando de averiguar cómo entrar al subnivel. Quieren lo que Temmin robó de Surat.

No es que él sepa exactamente qué es lo que le que robó a Surat.

«Un arma», supone. «Tiene que ser».

Y sea lo que sea, ahora es suyo. Ya no es de ese sullustano cabeza de frag.

Cuando tienen la puerta abierta, apenas puede ver el interior; y ahí observa los ya familiares pies puntiagudos de su propio guardaespaldas droide de combate B1: Señor Huesos. Los pies están inmóviles. Se ven doblados contra las piernas, lo que quiere decir que el raquítico droide está doblado y en modalidad de almacenamiento. Peor: Temmin puede ver un tenue brillo azul alrededor del metal.

Sospecha que eso es el resplandor de un candado de iones. Eso explica por qué Señor Huesos no ha estado respondiendo a su comunicador. Tienen al droide preso y apagado en un campo de iones.

Una jugada inteligente.

Y eso deja a Temmin con una opción menos de las que tenía antes. De hecho, Huesos era su mejor oportunidad para recuperar la tienda rápidamente, aunque de forma temporal: mandar al renovado y modificado droide B1 a limpiar el trasero de todos, para así poder entrar a hurtadillas y volver al subnivel con el propósito de asegurar sus cosas.

Tener esa opción fuera de la mesa significa que le espera un camino más largo, más arduo: tiene que ir a encontrar una de las vías para entrar a las antiguas catacumbas bajo la ciudad, y luego por ahí ponerse en marcha de regreso a su propia tienda. Él conoce el camino, pero no será rápido. Entonces, más vale arrancar. Y desear llegar antes que el séquito de cerebros de chorlito de Surat averigüe cómo conseguir entrar.

Temmin comienza a guardar sus binos

Pero entonces, ¿a su derecha? Una carcajada estridente.

Él conoce ese sonido.

De repente, un destello de movimiento, una figura veloz se mueve hacia él; uno de los mono-lagarto ha agarrado sus binos. El pequeño demonio le sisea y escupe, luego le picotea las manos a Temmin, cuando este comienza el juego de jalar de la cuerda para recuperarlos.

—¡Déjalos! —gruñe él.

Pero entonces algo se lanza como bala de cañón a su espalda baja. El segundo mono-lagarto.

Este comienza a rasguñarle las orejas y a arrancarle a mordidas mechones de cabello. Riendo todo el tiempo. Es distracción suficiente. Se le resbalan los binos, y el mono-lagarto retoza alrededor, deleitándose con su premio.

Temmin se tambalea, lanzándose por ellos…

Entonces, el otro mono-lagarto cae al suelo y se lanza hacia él.

El tobillo de Temmin se atora con el cuerpo de la criatura; la cola del mono da un fuerte jalón alrededor del muslo del chico. Lo siguiente que sabe Temmin es que está patas arriba, cayendo por encima del borde del techo. Golpea el toldo sobre la tienda de dao-ben y rueda fuera, aterrizando en un charco profundo. ¡Splash!

Salpica y escupe mientras se levanta. El agua escurre en una pequeña cascada sucia. Ahora tiene el cabello en los ojos. Temmin se quita los rizos de la cara…

La punta curva de la hoja de una hacha gigante se engancha justo adentro de sus fosas nasales y jala su cabeza hacia arriba.

«¡Ay, ay, ay!».

Ahí está el herglic de pie, con su boca torcida en una sonrisa siniestra; hileras e hileras de dientes serrados se deslizan, junto con el sonido de una escofina recorriendo madera.

El herglic grita:

—¡Es el muchacho! ¡Atrapamos al muchacho!

Arriba, los mono-lagartos cantan y se carcajean.

Él se tambalea por el bosque. El bosque en llamas. Pedazos de arbustos humean. El casco de un soldado de asalto está cerca, chamuscado y medio derretido. Un fuego pequeño arde no muy lejos. A la distancia, el esqueleto de un caminante AT-AT. Su parte superior fue volada en la explosión, pelada como una flor metálica.

Eso también arde…

Cuerpos por todos lados.

Algunos no tienen rostro, no tienen nombre. Para él, al menos. Pero a otros los conoce. O conocía. Ahí…, el joven oficial Cerk Lormin. Buen muchacho. Ansioso de complacer. Se unió al Imperio porque eso era lo que uno hacía. Pero no fue un verdadero creyente, y no por mucho. No lejos de él: el capitán Blevins. Definitivamente, un verdadero creyente. También un fanfarrón y hostigador de boca espumosa. Su rostro es una máscara de sangre. Sinjir está contento de que el capitán esté muerto. Cerca, una mujer joven: él conoce su rostro, del comedor, pero no su nombre; su insignia de rango en el pecho está cubierta de sangre. Quienquiera que fuese, ya no es nadie. Solo mantillo para el bosque. Comida para los nativos ewok. Solo polvo estelar, y nada más.

«Todos somos polvo estelar y nada más», piensa él.

Una idea absurda. Pero no más absurda que la que le sigue.

«Nos hicimos esto a nosotros mismos».

Él debería culparlos a ellos, a los rebeldes. Incluso ahora los oye aplaudiendo. Disparando blásters al aire. Pueblerinos y paletos. Muchachos guerreros de granja y pilotos plomeros.

Bien por ellos.

Merecen su celebración.

«Al igual que nosotros merecemos nuestras tumbas».

Lo despierta un guijarro. ¡Toc! Rebota en su cabeza, la cual se siente como si hubiera sido pisoteada por la aplastante pierna de un caminante imperial que pasaba, y aterriza junto a su rostro. Siente como si fuera cayendo sobre un montoncito de guijarros.

Sinjir gime e intenta levantarse.

El suelo, debajo de él, se mueve y balancea; y repentinamente vuelve a sentir como si se estuviera cayendo, aún cuando no lo está. Lo asalta el vértigo.

Parpadea. Trata de orientarse.

Está en una jaula. De hierro. Oxidada. Con forma de jaula para aves, excepto que apenas tiene el tamaño para una persona. Cuelga de una cadena gruesa, de alto calibre, la cual asciende, a través la dentada roca que gotea arriba, hacia un largo túnel oscuro. Y debajo de él…, no hay nada. Solo una grieta enorme, un abismo negro entre escarpados muros húmedos, que son iluminados por la escasa claridad de unas antorchas puestas a lo largo de una pared. Una pared de la que se sostiene un pasaje angosto de metal, empernado a la reluciente roca.

Una figura camina a lo largo del pasaje. Un sakiyano, según la calva y la piel de tinta negra. El guardia sostiene en la mano el extremo de una correa que se ha enredado desde la muñeca hasta el codo. ¿Del otro lado de la cuerda? Hay una bestia larga de ojos rojos. Tiene la piel tan áspera e irregular como el muro por el que están pasando. Unas fauces angostas con muchos dientes. Un vientre cetrino arrastrado por el suelo.

—Estás despierto. —Escucha una voz detrás de él.

El sobresalto de Sinjir hace que la jaula se columpie, lo que a su vez hace que su cabeza punce más fuerte. Piensa vomitar sin razón alguna.

Ahí, detrás de él: otra media docena de jaulas como la suya.

Solo dos de ellas están ocupadas.

En una: un esqueleto. No humano, pero humanoide. Algo con un cuerno en la cabeza. La poca piel que queda en esos huesos parece harapos raídos y tiras de cuero podrido.

En la otra jaula está ella, la cazarrecompensas zabrak.

Afortunadamente, es ella quien habló. No el esqueleto. Porque… qué asco.

—Tú —gime él—. Tú me estabas arrojando guijarros.

—Sí. Yo. La que trataste de comprar.

—No con esa intención. No con la intención que crees.

—¿Entonces con cuál?

Él recarga la frente contra el hierro frío. Le gotea agua en la cabeza, y se le escurre hasta la punta de la nariz (como una gota de sangre cuelga ahí, hasta que él estornuda: una memoria que le regresa de golpe, como una onda sísmica).

—En serio no me recuerdas, ¿verdad?

—No.

La decepción lo hunde como arenas movedizas.

—Pensé que compartimos un momento especial.

—Claramente no fue así.

—Endor —dice él—. Después de todo. Después de que los rebeldes aseguraron su victoria, yo…, nosotros nos vimos.

Ella vacila.

—¡Ah! Claro.

—Entonces, lo recuerdas.

—Supongo.

—Vamos entonces. ¿No crees que eso es algo? ¿Un momento de importancia cósmica? ¿La galaxia tratando de decirnos algo? Digo, ¿cuáles son las probabilidades?

Ella inhala.

—¿No tengo un droide por aquí para decirme?

—Entonces, supongamos que son astronómicas.

—Y eso significa…, ¿qué?

—Yo… no sé, tan solo creo que significa algo. —De repente, un guijarro aparece desde la semioscuridad y lo golpea en la cabeza otra vez—. ¡Ay! ¿Tienes que seguir haciendo eso? Estoy despierto.

—Todo significa algo, pero no cualquier algo importa. Yo no creo en la importancia cósmica. No me interesa la magia o la Fuerza, o besar un chit y arrojarlo a una fuente para la buena suerte. Me interesa lo que puedo ver, degustar, oler y lo más importante: lo que puedo hacer. No significas nada para mí hasta que signifiques algo. ¿Eres un rebelde?

Él se muerde el labio.

—¿Sí?

—¿Por qué estás aquí?

—Vine a ver a Surat, para buscar una forma de salir de esta roca húmeda, selvática. A propósito, ¿viste qué le paso a mi amigo? ¿El cabeza de cola?

—Se llevaron su cuerpo, después de que arrastraron el tuyo.

—¿Está…?

—Muerto, sí.

Sinjir cierra los ojos. Dice una pequeña oración sin sentido para el tonto de ojos ansiosos. ¿Cuál era su nombre? «Orgadomie, Orlagummo, Orgie-Borgie… Quienquiera que seas, no merecías eso».

—¿Por qué estás aquí? —pregunta él.

Pero la zabrak ignora la pregunta. Ella estira el cuello, mirando fijamente hacia fuera.

Él sigue su mirada. En el pasaje, el guardia y la criatura con correa desaparecen en un túnel, se van.

—Estoy planeando largarme de aquí —dice ella.

—¡Ah! Bien. Bien por ti. ¿Puedo ir contigo?

Ella alza las manos, juega con su cráneo. Él observa cómo sus dedos se mueven a lo largo de los cuernos punzantes que forman un corona espinosa en su cabeza; ella hace una mueca al tiempo que rompe uno de ellos, con un fuerte chasquido.

Él dice:

—Parece que eso dolió.

—No lo hizo. Es falso. —Ella saca algo de su cuerno, algo metálico. Como una llave. Comienza a usarlo en el candado de la puerta.

Una ganzúa.

Ingenioso.

—Puedes venir conmigo si eres útil —dice ella.

—Soy muy útil. Ciertamente, un rebelde muy útil.

El candado se abre, y la puerta también, con un sonido metálico.

—No he visto nada que lo corrobore.

Ella da un salto hacia atrás en su jaula, sujetando el borde con las manos. La cosa entera se columpia de un lado a otro. La zabrak se balancea varias veces, luego encorva su espalda de una manera que Sinjir está bastante seguro de que destrozaría su espina como un carámbano cayendo. Sus piernas se columpian hasta arriba; sus pies se acercan a la parte superior de la jaula. Y sus manos se sueltan.

Sus piernas giran su torso hacia arriba.

—Eres…, ágil —dice él.

—Y tú parece que eres un inútil. Mis condolencias.

Ella trepa rápidamente la cadena sobre su jaula, desapareciendo en el espacio vacío.

«¡No, no, no!», piensa Sinjir.

¡Ella es su única oportunidad! ¡Él está en la jaula porque trató de ayudarla!

—¡Espera! —grita él—. ¡No soy un rebelde! ¡Soy un imperial! —grita más fuerte—: ¡Un exoficial de confianza imperial! ¡Robé la ropa de un rebelde en Endor! Y su… —Pero ella se ha ido. Su jaula ya dejó de balancearse—. Su identidad. —«Y también su vida y su nave, y aparentemente su núcleo moral».

Entonces gime. Otra vez considera vomitar.

Pero de pronto su jaula se estremece.

Y el rostro de la zabrak, de cabeza, aparece al nivel del suyo.

Ella frunce el ceño.

—Un oficial de confianza. Acabas de volverte interesante. Y útil —la cazarrecompensas le enseña la ganzúa—. Me vas a ayudar a atrapar a mi presa. Ese es el trato. Acéptalo y abro esta puerta. Déjalo y Surat probablemente te venderá al Imperio. A ellos no les caen bien los desertores, según me cuentan. Antes podría haber habido un tribunal, pero en estos días te dispararán en la calle como a un pobre perro callejero.

—Acepto el trato, siempre y cuando después me ayudes a salir de este planeta.

Ella lo considera.

—Hecho.

Mientras la zabrak se pone a trabajar en el candado, dice:

—Me llamo Jas Emari.

—Sinjir Rath Velus.

—Un placer. Si tratas de joderme, te destriparé al momento.

—Entendido.

La puerta se abre y ella le extiende la mano.

—Vámonos.

Toomata Wree, alias Tooms, fisgonea en la tienda de chatarra del muchacho.

Los otros se han ido. Una vez que el muchacho mismo se apareció, toda la búsqueda y trasteada aquí dentro se detuvo. Surat dijo que obtendrán la información del escuincle de la forma adecuada, porque aunque el muchacho sea un vándalo, sigue siendo un niño. Se doblará como un mal apostador y les dirá cómo entrar a la parte de abajo de este tugurio para que puedan recuperar el premio de Surat y cualquier otra sorpresa que encuentren.

Tooms busca en su bolsillo, saca un poco de aerosol analgésico. Y le da a su rostro amoratado un par de rociadas. ¡Psst, psst, psst! En un instante el dolor se le sosiega bajo una alfombra de dulce anestesia.

El droide de combate le dio una buena golpiza.

Un droide de combate, ¡quién lo iba a decir!

El muchacho puede ser un vándalo, pero tiene talento.

Sea lo que sea. En este momento, Tooms mira por toda la tienda. Tal vez encuentre algo aquí para su chica, Looda. Ella está enojada con él. Lo mismo de siempre: «Trabajas mucho, Toomata, no te importo; si te gusta tanto Surat Nuat, por qué no lo haces tu amante». Así que un detallito podría funcionar. Pero…, ¿y todas estas cosas? Refacciones de droides y conductos, y piezas de naves detonadas. Por allá hay partes de evaporadores. Debajo de ellas: refacciones de vaporadores. Después, placas de circuitos en una caja medio podrida. Luego, una caja llena de detonadores térmicos deficientes…, pisapapeles.

Entonces ve algo.

Es la cabeza de un droide traductor. Manchado, pero aún brillante. Looda…, a ella le gustan las cosas brillantes. Quizá pueda hacer algo con él. Poner un par de orquídeas sangrientas en él, o abrirle la cabeza a martillazos y usarla como un…, un plato.

Se estira para alcanzarlo, sus dedos buscan los ojos.

La cabeza no se zafa de la repisa. Está empernada.

Jala más fuerte…

Y de repente los ojos se hunden en el cráneo del droide con un zumbido y un clic.

De pronto, se abre una puerta. Se siente un aire a través del espacio abierto y el rodiano ve una serie de escalones hacia abajo. Este es. Este es. ¡Este es el camino hacia el sótano! Hacia el alijo secreto de Temmin Wexley. Tooms busca el comunicador en su cinturón, pero luego se detiene. Quizá debería ir allá abajo, echar un vistazo él mismo. Ya sabes. Para Looda.

Se ríe entre dientes, luego avanza hacia la puerta.

Escucha una voz detrás de él:

—¿Dónde está mi hijo?

La voz de una mujer.

El rodiano frunce los labios agrietados, partidos, luego se mueve rápidamente, dando la vuelta, buscando desenfundar el bláster del costado.

La mujer dispara primero.

El disparo le da en el estómago. Él grita tambaleándose hacia atrás, mientras trata de empuñar su propio bláster, pero la mujer dispara otra vez y se le cae el arma. Tooms se sujeta el abdomen abrasado, humeante.

Ella se le acerca, dejando ver el rostro bajo la capucha. Una mirada acerada de ojos negros. La reconoce de aquel día en la tienda. El ceño fruncido en el rostro es profundo. La madre del muchacho le pone la pistola bajo el mentón.

—Solo volveré a preguntarlo una vez: ¿dónde está mi hijo Temmin?

La bota aprieta la nuca de Temmin.

Tiene las manos atadas detrás de la espalda, envueltas en cadenas y apretadas con firmeza por un par de grilletes magnéticos. En su boca, el sabor de sangre y polvo.

—Me robaste —dice Surat, haciendo presión con la bota. Temmin intenta no gritar, pero duele. Se le escapa un sonido de la garganta sin querer…, el sonido de un animal herido.

Están en la oficina de Surat. Es un espacio austero, severo; paredes rojas forradas de grilletes. La cubierta del escritorio al centro está hecha de algún sullustano congelado en carbonita. Encima del escritorio hay un bláster, una colección de plumas en una copa, una botella de tinta. El otro mueble es un armario alto, negro, sellado herméticamente con una cerradura magnética.

—Yo…, no… —dice Temmin—. Fue un accidente. No sabía…

Lo levantan bruscamente. El herglic es quien lo alza. Surat está así parado delante de él, frunciendo los labios casi como si quisiera besar el aire. El gángster sullustano corre un dedo índice por debajo de la solapa de su mejilla, y enseguida le lanza tierra con su pulgar y la punta de aquel dedo.

—Me estás mintiendo, muchacho. Y aunque no estuvieras mintiendo, ¿qué importa? Me has despreciado, y ese desprecio debe ser pagado del mismo modo. De lo contrario, ¿cómo se vería eso?

—Se vería misericordioso…

El sullustano sujeta a Temmin por la garganta. Aprieta. La sangre comienza a punzar en las sienes de Temmin al tiempo que jadea y gorjea tratando, desesperadamente, de recobrar el aliento; su rostro completo comienza a punzar. La negrura se aproxima desde el margen de su visión, como manchas de petróleo derramado.

—La única piedad que he mostrado fue con una esclava corelliana. Ella fue amable conmigo. Y yo fui amable con ella. Casi siempre.

Entonces, el soberano criminal lo suelta. El oxígeno entra de manera apresurada por la garganta ardiente de Temmin. Este jadea y tose; baba cuelga de su labio.

El herglic lo patea en la parte trasera de la rodilla y Temmin cae una vez más. Y con los brazos detrás de su espalda, lo mejor que puede hacer es recibir el azotón con el hombro para que su cabeza no se rompa contra el duro piso de metal.

—Déjame decirte quién soy yo —dice Surat—. Para que sepas lo que soy capaz de hacer. Maté a mi propia madre por atreverse a contestarme. Vivíamos en el túnel de una granja eólica en Sullust, y la arrojé hacia las aspas. Cuando mi padre se enteró, por supuesto quería lastimarme como yo a ella, pero ¿mi padre? Era un hombre débil y maleable. Trató de golpearme y yo le corté la garganta con una pieza de cubertería. Fue mi hermano el que demostró ser el mayor desafío. Peleamos durante años. De ida y vuelta, desde las sombras. Él era despiadado. Un contendiente digno, es lo que era Rutar. —El sullustano asiente con la cabeza, de forma sabia, como perdido en el recuerdo. De repente yergue su cabeza y hace una seña—. Ese de ahí es él. —Señala al escritorio—. Él es el congelado en carbonita. Algunos dicen que aprendí ese truco del Imperio, pero te aseguro…, el Imperio lo aprendió de mí.

—Por favor… —dice Temmin. Las burbujas de saliva que se le van formando en la boca acaban reventándose en sus labios—. Dame una oportunidad de corregir las cosas. Puedo reembolsarte. Puedo endeudarme…

—La pregunta es, ¿qué puedo llevarme ahora mismo? ¿Una oreja? ¿Una mano? Mi hermano me sacó el ojo en nuestra última pelea… —Surat ladea la cabeza para que el lechoso ojo desgraciado del sullustano apunte directo a Temmin—. Y ese se ha convertido en mi estilo. Mis contrincantes deben donar algo vital. No solo dinero. Los créditos son muy vulgares, aunque algo necesarios. Un trozo de mis contrincantes mismos debe ser ofrecido y tomado. ¿Tú, qué ofreces?

—Eso no, eso no; puedes quedarte con mi tienda, con mis droides. Te regresaré tus armas, cualquier cosa. Tan solo… tan solo hablémoslo. Podemos hablar de esto. ¿O no?

Surat suspira.

—Yo creo que el momento de hablar ya pasó. —Enseguida levanta el dedo al aire y una gran sonrisa parte su extraño rostro.

—¡Ah! Sí. A ti te encanta hablar, ¿no es así? He de quedarme con tu lengua.

Temmin se aferra a sus piernas; trata de levantarse mientras grita de furia y miedo. El herglic le da un rodillazo en el costado y lo tumba nuevamente.

El bruto de piel aceitosa se ríe.

Surat dice:

—Gor-kooda, llévalo a la cisterna. Iré por mis cosas. —Entonces, Surat camina hacia su armario. Se arremanga y revela un brazalete; luego pasa este sobre la cerradura magnética, la cual se abre.

Al tiempo que el herglic Gor-kooda arrastra fuera del cuarto a Temmin, quien patalea y grita, Surat saca una bata quirúrgica larga y comienza a ponérsela mientras tararea una tonada.

—Esto no parece esencial.

—Lo es.

—Él no es nuestro problema.

—Le van a cortar la lengua.

—¡Oh!, ¿ahora tienes un punto débil? Pensé que solo ayudabas a aquellos que eran, ¿cómo dijiste?: «útiles».

—El muchacho es útil. Creo que él puede hacer las reparaciones a mi arma. De lo contrario, lo dejaría a su destino. ¿Tú lo dejarías?

Sinjir se estremece ante eso. Otra vez las preguntas lo golpean: «¿Qué clase de hombre soy yo? ¿Soy capaz de seguirme de largo? ¿Soy diferente ahora o el mismo?». Él cambió aquel día en Endor. Algo dio vuelta dentro de él. La breve y aguda conmoción de perderlo todo lo hizo una nueva persona.

¿Pero con qué fin? ¿Quién es ahora?

¿Un cobarde, o alguien más grande, alguien mejor?

Ambos están en cuclillas, en los túneles bajo la Alcázar, la cantina y complejo criminal de Surat. Después de que la cazarrecompensas lo jalara hacia arriba, fuera del calabozo en el que se encontraban, ambos reptaron por este espacio buscando una salida; y se toparon con voces en un cuarto. Era Surat, mientras abusaba y amenazaba a un muchacho.

De pronto, el sonido reptante de los pies del herglic se aproxima. Con él vienen los gruñidos y quejidos del muchacho; además se oye el eco de sus patadas en el piso y las paredes, mientras lucha por escapar.

—Tú primero —murmura Jas al oído de Sinjir.

Luego lo empuja hacia afuera, frente al herglic.

El herglic: una enorme criatura resplandeciente. Ojos diminutos en una cabeza enorme. Sin cuello. Dientes minúsculos en unas fauces enormes. Sin mentón.

—¿Unnh? —dice el herglic.

Sinjir respinga, luego lanza un pie para patear a la bestia en su rodilla: un punto débil, común entre la mayoría de los seres humanoides. Pero es como patear un árbol. Se oye un sonido sordo. El herglic tan solo voltea hacia abajo, luego bufa. El alienígena suelta las muñecas atadas del muchacho y sujeta a Sinjir con ambas manos, las cuales son lo suficientemente grandes como para amarrar una moto deslizadora en forma de pretzel. Pero también son resbalosas, por lo que Sinjir se deshace de su agarre y rápidamente trata de atacar otro punto débil: la garganta del monstruo. Así que se da la vuelta, tratando con vehemencia de poner su brazos alrededor del cuello de la criatura, pero…, ¡chin!, no existe tal cuello. El herglic se ríe entre dientes, luego azota su gran cuerpo a la derecha, luego a la izquierda, cada vez estampando a Sinjir contra el muro… ¡Zas!, ¡zas!

Sinjir ve estrellas, tiene el cerebro sacudido como un cóctel.

Una voz. ¿Su voz? La de la zabrak.

—La nariz —dice ella.

Entonces, empuja la palma de su mano hacia delante, estrellándola justo contra la nariz del herglic.

El alienígena aúlla, con los ojos bien apretados. Una especie de moco baboso salino comienza a salir de sus perforaciones nasales, y el pobre tarado se abofetea el hocico como si estuviera en llamas.

—¡Ve por el muchacho! —dice ella.

Sinjir se desliza por un lado del enorme bulto, que es el cuerpo del herglic y ayuda al muchacho a ponerse de pie. El chico parece un vándalo andrajoso de la calle. Piel bronceada, el cabello hacia arriba en un nudo desordenado. Alguien aquí le ha dado una buena paliza. Brotes de moretones en las mejillas. Un labio partido.

—Equipo de rescate —dice Sinjir, ofreciendo una sonrisa tiesa.

Luego empuja al muchacho hacia delante. Lejos del alcance de los carnosos zarpazos ciegos del herglic.

El chico mira a la cazarrecompensas.

—Yo te conozco —dice él.

—Luego volvemos a eso —contesta ella—. Necesitamos irnos. ¡Ahora!

Esta es su vida. Esta es la vida de una cazarrecompensas. Nunca es fácil. Muchos intentan o pretenden, hacer el trabajo, pero no están listos para lo que les espera. Porque el trabajo… El trabajo nunca es fácil. Uno piensa que el encargo de extraer a un corredor de apuestas quarren, quien ha estado robándole al Imperio, será pan comido; y resulta que él tiene seis hermanos cabeza de calamar nacidos de huevo, que son igualitos a él. Otro encargo que también parece sencillo: todo lo que tienes que hacer es asesinar a un contador amable del Sol Negro, pero luego resulta que hay una recompensa por tu cabeza, y lo siguiente que sabes es que estás atada en la bahía de carga de una nave que pertenece a ese desaliñado cabeza de lepra, Dengar. Todo mientras tu presa salió pitando hacia los rincones más lejanos del Borde Exterior. Piensas, sí, mataré a esta arrojada princesa-guerrera rebelde como quiere el Imperio, pero luego observas cómo los rebeldes cambian el curso, y te das cuenta de que el bando ganador ya no es el bando ganador. Así que, si quieres sobrevivir, más te vale cambiar de piel o simplemente desaparecer.

Piensas: «Solo eliminaré a Arsin Crassus. Un disparo, y ¡bum!». Y luego te das cuenta: él está ahí, sentado en todo un nido de imperiales. Jugadores de alto rango con grandes precios por sus cabezas. Y lo siguiente que sabes es que estás cayendo; tu arma se rompe, y un gángster local con delirio de grandeza te obliga a fugarte de su prisión y de su cantina. Pero cuando subes al piso de arriba y planeas ir directo hacia la puerta…, ves a un oficial imperial ahí parado, con un cuarteto de soldados de asalto. Y otro cuadro de rufianes de Surat, sin mencionar los que probablemente estarán por llegar detrás de ti en cualquier momento. Porque te acabas de escapar de su prisión.

Y porque también acabas de liberar a otro par de prisioneros.

El trabajo siempre es complicado.

Nunca es tan fácil como parece. Incluso los difíciles siempre terminan siendo más difíciles. Pero esta es la vida que Jas escogió para sí misma.

Y ha aprendido a manejarlo sin entrar en pánico. O, al menos, sin dejar salir de su jaula a ese pánico. El miedo puede ser un gran motivador, siempre y cuando lo controles en lugar de dejar que él te controle a ti.

La cantina y el salón de juegos están llenos, incluso a esta hora. Más llenos ahora de lo que estaban más temprano. Una nube de humo flota en el aire, tan densa que podrías tomar un manojo y formar una pelota. El sonido del cuarto es un rugido bajo: un escándalo de voces gritando, de barajas, de dados y nudillos retumbando contra las mesas.

Ahí, hacia un costado, hay una pequeña puerta de salida. Probablemente hacia el callejón. La llaman Puerta de la vergüenza. Si te emborrachas demasiado con ‘skee, pierdes tus pantalones en un juego de Rueda Kessel, haces un nuevo amigo y no quieres que nadie te vea salir…, sales por la «Puerta de la vergüenza». O tal vez te escolten fuera silenciosamente los hombres de Surat, pero no es bueno poner a esas personas en la calle. Eso tiende a tener un efecto escalofriante en cualquiera que esté esperando entrar por la puerta y gastar sus créditos.

La cosa es que la «Puerta de la vergüenza» siempre está custodiada.

Esta noche, por un ithoriano con un lado de su cabeza de martillo envuelta en una venda. El envoltorio le cubre el ojo.

Jas no les dice a los demás el plan.

Ella solo señala y se mueve. Y ellos la siguen.

El ithoriano gruñe cuando los ve acercarse. El alienígena les gorjea en la lengua ithoreana, haciendo ademanes con la mano para que se retiren…

Pero entonces su buen ojo se abre más. Los reconoce.

En idioma básico él dice:

—¡Oye!

Jas engancha el interior de su pierna alrededor de la extremidad de él, como si fuera un tronco de árbol, le da la vuelta como a una pértiga y utiliza su ímpetu para estrellar un lado de su cabeza contra la pared. El otro ojo se le cierra al ithoriano y se derrumba como un árbol ashsap talado.

Sinjir va a abrir la puerta, luego maldice entre dientes.

—Abrazainsecto, pedazo de basura desperdiciada de estrella quemada. —Patea la puerta.

Al principio, ella no sabe de qué está hablando, pero luego…

La puerta está cerrada. El ithoriano estaba de pie frente a una cerradura de rueda, con tres placas metálicas de color dentro de un círculo, como rayos anchos y planos. Si aciertas en la combinación correcta de las tres placas y luego giras la rueda, la puerta se abrirá. El problema es que no tienen la combinación correcta.

¡Su planeta por un droide astromecánico!

Ella presiente movimiento…

Al otro lado de la habitación, en el frente de la cantina, un soldado de asalto está golpeteando el hombro de un oficial imperial con una mano. ¿Y con la otra?

Está apuntando directo a ellos.

—Nos han visto —murmura ella.

Jas da una buena patada en la cadera del ithoriano, presionando en la funda de su bláster con la punta de su bota. La pistola sale haciendo malabares, y ella la patea hacia el aire, donde la atrapa.

Detrás de ellos, desde la puerta de donde huyeron, viene otro trío de hombres de Surat.

—¡Ahí! —grita un rodiano de cuello delgado—. ¡Mátenlos!

Él levanta su pistola, un pequeño lanzarrayos BlasTech, y dispara.

Jas sujeta a Temmin, da una piruetea y lo quita del camino.

Justo cuando el rayo pasa crepitando y da en el panel de la cerradura de rueda. El panel revienta en una lluvia de chispas y salta fuera del muro como una pintura enmarcada durante un sismo. Jas aprieta los dientes, «no podemos salir por ahí».

Pero entonces, la puerta se estremece y se abre, chispeante. Todo el sistema falla a su favor.

—¡Fuera! —dice, moviendo al muchacho y al eximperial a través de la puerta, hacia la martillante lluvia. Ella esquiva más disparos, luego pivota y salta afuera por la puerta…

Una tormenta arrecia en las alturas. Agua corre por el torcido callejón: luces neón atrapadas en ella se mueven cual serpientes, rosa eléctrico y verde limón. La lluvia está cayendo tan duro y tan rápido que es difícil ver. Entonces, el cielo destella, con pulsos azules de luz seguidos velozmente por estruendos que hacen temblar el suelo, y todo fuerza a los ojos a reajustarse.

«Solo escoge una dirección», piensa ella.

Ella da un paso en una dirección…

—¡Ahí! —se escucha un grito. Figuras blancas en esa dirección. Soldados de asalto, dando la vuelta desde la parte frontal del Alcázar. Jas lanza unos disparos, luego empuja a Sinjir y al muchacho hacia la otra dirección.

Ellos huyen por el callejón. Pies salpicando. La lluvia amenaza con empujarlos al plastocreto agrietado y ahogarlos como gatos indeseados. Los tres dan una vuelta cerrada…

Una vez más, destellos de relámpagos, revelando un callejón sin salida.

Voces detrás de ellos. Más chapoteo.

Se suponía que el callejón era su escapatoria. Ahora solo es un conducto a la muerte.

—Estamos atrapados —dice Sinjir.

Temmin se llena de valor.

—Mis esposas. ¡Dispárales!

Él le da la espalda y estira los brazos. Jas sostiene una de sus muñecas, y luego coloca la punta de su bláster robado contra las esposas…

Hay un resplandor rojo y una lluvia de brasas cuando ella jala el gatillo. El rayo chilla a través del centro de los grilletes. Y Temmin aúlla, tambaleándose hacia delante, sacudiendo ambas manos como si las hubiera picado una abeja.

—Vamos —dice él—. Miren, una escalera de tormenta. —Él señala y ella sigue su dedo. Al final del callejón, en efecto, hay una escalera, una escalera articulada, hecha de cadenas enrolladas en la parte superior de una azotea angosta.

«Escaleras de tormenta». Claro. Durante tormentas feas, te sacan del suelo de forma rápida, por si una inundación súbita acaso se eleva llevándose todo a su paso. Muchas azoteas las tienen.

Los tres se apresuran hacia allá. Temmin se pega a la pared, sintiendo alrededor, hasta que encuentra el botón.

Lo oprime con la palma de su mano. Sobre su cabeza se escuchan los chasquidos de la escalera al ser liberada de su amarre; traqueteo y repiqueteo mientras cae y se azota contra la pared.

Pasos. Gritos. Vienen a la vuelta de la esquina; ahora… ni siquiera a quince metros de distancia. Un rayo sisea a través de la lluvia y le da a la pared. Temmin comienza a trepar por la escalera…

Pero arriba un metal chilla. Luego un crujido reverbera.

De repente, la escalera se desprende de arriba, se zafan las ménsulas que sostenían la cadena en su lugar. Temmin cae de espaldas de un metro de altura, jadeando. Jas le grita que se mueva, y lo hace, rodando fuera del camino justo antes de que el mecanismo de la escalera pudiera caer estrepitosamente sobre su cabeza.

Jas le ayuda a ponerse de pie.

Su único camino hacia arriba y fuera de este callejón sin salida acababa de desaparecer.

No esperan más disparos. Porque sus enemigos los atraparon. Lo que se aproxima es una mezcla curiosa de lo imperial y lo criminal. Los rufianes de Surat en los bordes y los imperiales, un oficial y cuatro soldados de asalto, acercándose por en medio. El oficial es un pedante con nariz de pico, está sonriendo como si obtuviera la primera probada del ave en el Día del Fundador.

—Suelta el bláster —grita más alto que el rugido de la lluvia.

Jas toma aire, pensando en una salida. Empujar al muchacho y al eximperial hacia delante. Brincar sobre sus cabezas, usar los cascos de los soldados de asalto como un camino de piedras… Desea poder usar la oscuridad de la noche y el mal clima para escapar. Y tiene la esperanza de que estén contentos con su premio: Sinjir y el muchacho.

No funcionará. Es demasiado riesgoso.

Gruñe y deja caer el bláster en el agua que corre alrededor de sus pies. Otro destello de relámpago.

Y es entonces cuando ella lo ve.

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